Kitabı oku: «El silencio de las flores»

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EL SILENCIO DE LAS FLORES

La chica de los jueves

Mamen Gómez Faubel



EL SILENCIO DE LAS FLORES

© Mamen Gómez Faubel

© Ilustración de portada: Alba Sáenz

© de esta edición: Olé Libros, 2019

ISBN: 978-84-18208-27-0

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 270 y siguientes del Código Penal). Las solicitudes para la obtención de dicha autorización total o parcial deben dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos).

KALOSINI, S. L.

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Para Sancho, que está en el arcoíris,

y para Arenita, aunque no sepa leer.

Para Nuria, por demostrarme qué son la amistad

y la paciencia infinita.

Para mí, porque nada de esto tendría sentido sin mí.

Yo me aventuro a decir que soy los libros que he leído,

la pintura que he visto, la música escuchada y olvidada,

las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia,

unos cuantos amigos, algunos triunfos, bastante fastidio. Uno es una suma mermada por infinitas restas. Uno está conformado por tiempo, adicciones y credos diferentes.

SERGIO PITOL

He aquí el mayor secreto que nadie conoce

he aquí la raíz de la raíz

y el brote del brote

y el cielo del cielo

de un árbol llamado vida

que crece más de lo que

el alma puede esperar o la mente ocultar

es la maravilla que mantiene las estrellas separadas

Llevo tu corazón

lo llevo en mi corazón.

EDWARD ESTLIN CUMMINGS

PRÓLOGO

Ordenar pensamientos. Esquematizar los pasos que seguir tras esta mañana tan poco productiva cargada de sol y paseos por el centro de mi ciudad. Soñar una vez más con que esta rutina se convierte en toda mi vida. Dar un sorbo a mi espresso doppio. Mirar al infinito a través del ventanal del Starbucks de la calle San Vicente Mártir número 12, en Valencia. Otro sorbito al café.

Comienza a sonar en mis auriculares El hombre del tiempo. La descubrí hace muy pocos días gracias a Paquita Salas y creo que ya es una de las canciones más escuchadas del año en mi Spotify. Arrancar. Los primeros párrafos son complicados, creo que se ha notado. Aun así, procederé como procedo siempre: haré como que sé de qué va esto, haré como que controlo, haré como que todo está bien y seguiré. Seguiré adelante. Respiro.

Ahora sí me creo que esto esté pasando. El ritual es simple: cafeína, música, ordenador, libreta y bolígrafo. Y el mundo, tal y como lo conozco, desaparece alrededor. Se me llena el pecho de algo parecido a la felicidad, y las lágrimas comienzan a asomar tímidas por mis pestañas. Las reprimo mirando hacia arriba, les digo que no me dejen en evidencia delante de la pareja de ingleses que tengo delante. Aunque, bueno, ellos están mirando a sus respectivos smartphones... Si no se miran entre ellos, ¿en qué cabeza cabe que se fijen en mí? Sea como sea, trato de mantener la compostura. No sé si alguien más se sentirá así al escribir, quién sabe. Supongo que sí. O tal vez no. Para mí, escribir no es una profesión. Escribir no es una obligación, ni un modo de pagar facturas. Escribir no es fama, ni reconocimiento, ni firmar miles de ejemplares en Sant Jordi. Escribir, para mí, va de otra cosa.

Escribir es terapia, medicina, una tirita a tiempo para impedir que me desangre cuando las cosas se ponen feas. Escribir es entenderme, comprenderme, justificarme, mimarme, besarme en la frente y jurarme que todo saldrá bien. Escribir es la paz tras la guerra, el sol tras la tormenta y un montón de metáforas más que miles de escritores ya han utilizado alguna vez, pero que no por ello son menos ciertas. Porque escribir es encontrar tu propia voz, reconocer tu rostro en el espejo y saber que, aunque todos somos muy parecidos, cada cual tiene algo que lo diferencia del resto, como la sonrisa, las huellas dactilares o el número de teléfono.

Escribir. Qué bonito verbo. No sé qué habría hecho durante todos estos años si no hubiera hallado mi verdadera vocación. Antes de crear mi blog, lo único que sabía de mí era que podía pasarme horas imaginando situaciones que jamás tendrían lugar, que leer era la mejor manera de escapar cuando ansiaba desaparecer de la faz del planeta Tierra y que, posiblemente, mi meta en la vida era ir tras la belleza y el amor en todas sus formas. Sensible hasta decir basta, emotiva, sencilla y complicada al mismo tiempo, con los pies en el suelo y la cabeza más allá de las nubes. Llorona como pocas. Insegura y con una autoestima inexistente en muchos momentos de mi recorrido vital, lo que me ha acarreado muchos problemas. Más valiente de lo que creo ser. Más fuerte de lo que me atrevo a reconocer. Cariñosa, distraída, empática, malhumorada cuando siento que me roban mi tiempo y mi espacio. Egoísta con mis ratitos de soledad. Y con más cosas. Eso, todo eso, más o menos lo sabía.

Pero un buen día de julio, como bien podría ser hoy, me dio por crear lachicadelosjueves.com, mi blog. La chica de los jueves pasó a ser la chica de cada día, y esa mujer que llamaba a las cosas por su nombre y que siempre había permanecido en silencio fue cobrando protagonismo ante la chiquilla asustada que callaba y miraba para otro lado, tragando y asintiendo sin rechistar. Encontré mi ADN, mi razón de ser, mis ganas de salir adelante, de crecer, de construir y de vivir a mi manera. Encontré mi hueco, mi estilo, mis propias palabras para definir el amor y las relaciones humanas tal y como yo las sentía. Luché cada día y tuve bajones. Muchos.

He querido dejarlo. He cometido errores. He dado de lado lo que edifiqué con tanto corazón y con tan pocas barreras. Las salté todas con la ilusión de mil mundos, pero mis propios demonios y mis miedos han seguido poniendo trabas, buscando excusas, cambiándome los mapas e invitándome a perderme. Sin embargo, y a pesar de todo lo malo, siempre hay una luz que me guía de nuevo, que me hace meter el portátil en el bolso, pedir un café, ponerme música y volver a sentir ese vuelco en las tripas, ese latido que llena de sangre cada rinconcito del cuerpo, esa lagrimita que ruega en voz bajita si puede salir de su escondite. Escribir es una palabra preciosa y el amor de mi vida. Siento si no siempre te cuido como debería, pero prometo llevarte conmigo hasta el día en que haga las maletas por última vez.

Un blog salvavidas, dos libros llenos de esperanza y optimismo y un corazón hecho pedacitos después, me topé de bruces contra este jardín. Las flores que antes canturreaban y bailaban al son de la primavera dejaron de brillar antes de Navidad. ¿Sabes esa sensación de cuando estás viendo una película y, de repente, termina? Te quedas con cara de pardilla pensando que de qué narices va el guionista para decidir un punto y final tan poco apropiado. Te encantaba la historia, adorabas a los protagonistas, te descargaste hasta la banda sonora porque hasta eso era perfecto. Y entonces, todo en silencio. ¿Y qué puedes hacer? ¿Buscas un correo electrónico de contacto para pedir explicaciones? ¿Entras en Twitter pidiendo el boicot a la persona responsable de esa decisión? Evidentemente, no. Aceptas. Admites que las cosas son como son. Y pides en silencio, a la vida y al tiempo, que te regalen una secuela con la que poderte resarcir. Que llegue o no, no depende de ti en absoluto. Mientras tanto, sigue la rutina y, quién sabe, puede que te vuelvas a enamorar de otra cinta que acabe de mejor forma o, mejor aún: que nunca acabe.

Sin embargo, esto no va de largometrajes, ni de alfombras rojas, ni de trajes de fiesta. Las flores de mi paraíso particular se mustiaron, y la verdad es que no sé bien qué gritarían si supieran hablar. El caso es que ya no depende de ellas, sino de mi amor propio, recuperar las riendas de mis ilusiones, reescribir mi historia y volver a ser yo misma. Hasta en los días más oscuros hay motivos para sonreír, siempre. Y yo sé lo que molesta que te digan eso cuando estás regular, pero es la verdad. En esta vida hay muchos tipos de problemas. A priori, el mal de amores no te mata, todos lo sabemos. Tampoco acaba contigo que te despidan del trabajo o que tu estabilidad familiar se tambalee. Tampoco parece grave no encontrar tu camino, que todos parezcan evolucionar menos tú, que no seas capaz de reconocer lo mucho que vales, que solo veas tus defectos, que te sientas fea, fofa, estúpida. Problemas secundarios. No son enfermedades terminales, desde luego. Y por descontado que cada mañana debemos dar gracias por todo lo que tenemos. Por el techo, la comida, el abrazo de mamá, el piropo de la abuela, el sueldo, el calorcito tras el invierno y todo eso que no valoramos hasta que lo perdemos.

Pero lo que quiero decir es que sí, que hay que dar las gracias, pero que no hay preocupaciones menores (a no ser que objetivamente sean completas chorradas). Que no nos podemos sentir culpables por estar tristes. Que tú, que lees, tienes derecho a leer esto llorando, si así lo necesitas. Y no, gracias al cielo y al universo, nunca me he enfrentado a grandes problemas, pero hubo un mes, hace unos cuantos meses, en el que perdí a mi amor, mi trabajo, mi rutina y hasta mi habitual sonrisa. Y para otras personas, eso será una pataleta de niña pequeña, pero yo perdí las ganas de levantarme de la cama algunos días. Y ni siquiera tenía ganas de escribir. No escribía porque me daba miedo leerme y aterrarme con mis propios pensamientos. No quería leer pesimismo ni negatividad. No quería publicar en el blog ni en mis redes sociales para que nadie intuyera lo que me estaba pasando. Solo quería desaparecer temporalmente, hacer como una larga pausa publicitaria.

Pero justo en ese momento, sin más espectadores que estos dos ojos marrones, y muy poquito a poquito, comencé a juntar letras de nuevo. Libretas, anotaciones en el bloc de notas de mi móvil, grabaciones de reflexiones personales y garabatos sin sentido. Todo ello, junto con mis amigas, mi familia, mis gatitos y los viajes, han asentado las bases de una nueva yo. Más sabia, más bonita, más madura, más capaz de reconocer sus errores y sus aciertos. Todo lo que callé cuando se pudrieron las margaritas, todo lo que dejé de contarme y de contarte, todo el amor que no supe dónde meter y todos los deseos que se quedaron bajo mi piel.

Bienvenidos a este cuaderno de apuntes, sueños y reflexiones de una escritora con corazón de fondant. En este libro, basado en sentimientos reales, nunca sabréis exactamente cuándo habla Marta y cuándo hablo yo. Seguramente, aquello que creáis que es ficción sea realidad... y viceversa. Sea como sea, quiero dejar por escrito, para que no exista ningún tipo de duda, que la esencia de esta obra no es otra que el amor más puro y sincero, basado en el respeto a una historia que me cambió la vida para bien y que me convirtió en una mejor persona. Quién sabe cuántas vidas me cambió.

Si me admitís un consejo, leedlo despacito con la mente y el alma abiertas de par en par, y recordad: cada uno vive la vida y el amor a su manera. Que nada ni nadie os haga dudar de vuestra intuición. Porque no hay nada más poderoso que una corazonada a tiempo, ni nada más torpe que desoír esa vocecita que te pide que le hagas caso.

Disfrutad del camino.

Mamen Gómez Faubel —o La chica de los jueves—.

INTRODUCCIÓN

Recuerdo, como si fuera ayer, la noche de San Juan de 2006. Julia y yo no éramos mucho de ir a la Malvarrosa a saltar las olas, así que me invitó a la azotea de su casa con la promesa de una velada llena de emociones fuertes con los hechizos de la Súper POP y un montón de velas de «todo a 100». Folios, bolígrafos, cerillas y la pobre papelera de su hermana mayor para hacer las veces de bidón en el que quemar deseos y ruegos al universo fueron testigos de nuestra primera y cutre incursión en el mundo esotérico. Como dos jóvenes brujas, deseosas de encontrar al hombre ideal en algún momento de nuestras vidas —Oh, señor oscuro, gracias por no haberme concedido el deseo de gustarle al chico que me gustaba en aquel momento—, conjuramos, muertas de la risa, durante horas. Como era de esperar, ninguno de nuestros encantamientos sirvió para nada, así que decidimos dejar eso de la magia a un lado y dedicarnos a otros menesteres. Estudiar, trabajar, crecer, perder y volver a sentirnos invencibles. Como cualquier otra persona en el mundo, ganando años, vivencias, obligaciones, amores —platónicos y reales— y sustos.

Ya han pasado trece años. Trece años, un corazón de fondant y un cuaderno después, vuelvo a esa noche por motivos que iré desarrollando poco a poco y que se escapan de toda lógica. La Marta del pasado, con el pelo mucho más rizado y con las uñas mordidas, no tenía ni idea de todo lo que la vida le tenía preparado. Si la tuviera delante, creo que la abrazaría muy fuerte y le pediría que no se fijara tanto en idiotas hípsters, que confiara en sí misma y en su intuición. Le diría que sus sueños se cumplirían tarde o temprano, que fomentara su lado espiritual y que el amor, tal y como ella lo entendía, llegaría. Le diría que nunca diera nada por hecho. Marta, que no te confundan las circunstancias. La vida sabe lo que se hace y no da puntada sin hilo. Cuando vuelvas a encontrarte con Pedro sentirás algo que no podrás explicar con palabras; con lo que te gusta a ti razonarlo todo, no veas la rabia que te dará. El destino os juntará de nuevo cuando lo crea conveniente y te prometo que merecerá la pena tanta espera. Te juro que nadie te hará tan feliz como él, porque no solo será tu amor: se convertirá en tu mejor amigo. No tengas miedo a perderle, porque nunca lo harás, incluso aunque parezca que sí. No te voy a engañar, os separaréis y no será nada fácil. Sentirás que algo dentro de ti muere de forma inmediata, pero créeme cuando te digo que el dolor dejará paso a una Marta más fuerte, más segura de sí misma y con una mayor capacidad de amar. Pedro seguirá estando, porque lleva aquí desde antes de que puedas imaginar y nunca se marchará. Vivirá en tu corazón siempre. Vivirá en cada paso que des, hasta en el viento, en el agua y en las flores. Vivirá en lo cotidiano y en lo extraordinario, en distintas realidades, planos y dimensiones. Las cosas no son siempre lo que parecen. Cierra los ojos y abre el alma, porque lo vas a necesitar.

Nena, agárrate bien al asiento, porque tu viaje va a ser alucinante.

Pedro, no te imaginas lo mucho que te echo de menos. Si tuviera delante a tu yo del pasado, le diría que se despojara de miedos y de cargas, que pensara más en él y en su felicidad, que escribiera más, que luchara más por todo eso que le hace feliz. Le diría, sobre todo, que no sé en qué momento empecé a quererle, pero que dudo que deje de hacerlo. Que, cuando crea que no volverá a enamorarse nunca, se descubrirá a sí mismo como un niño pequeño haciendo tonterías solo para hacerme reír. Que viviremos momentos mágicos que ni la más amarga despedida conseguirá ensombrecer. Porque en nuestro amor pueden caber muchas cosas, pero el rencor no es una de ellas.

Te diría, Pedro, que mi vida comenzó a ser especialmente bonita cuando llegaste a ella. Que nadie sabrá nunca lo que hay entre tú y yo, porque a veces no lo entendemos ni nosotros mismos, pero si algo tengo claro es que pasaría todas mis vidas tratando de averiguarlo.

Este libro se imprimió en diciembre de 2019 sin conocer el final de esta historia.

Puede que nunca lo tenga.

I

LA MALETA

Cuanto mayor es la crisis, al parecer,

más rápida es la evolución.

ELIZABETH GILBERT

1

Diciembre

En diciembre me compré una maleta que fui llenando de trastos para dejar de pensar en todo lo que había perdido. En primer lugar, la abrí con delicadeza entre suspiros, sollozos y recuerdos. Palpé su suave interior forrado de tela, las cremalleras y cada uno de sus compartimentos. Me hice un café, más solo que nunca, para sentir en mis venas la fuerza necesaria para afrontar aquella trágica mudanza de una vida contigo a una vida sin ti. Tan difícil y tan dura, tan en contra de mi voluntad que me dolían hasta las pestañas.

Puse en Netflix de fondo el documental de Marie Kondo y comencé a pensar que la verdadera magia reside en el desorden, al menos para los románticos como yo. La escuché con atención y comencé a doblar el día en que te conocí hasta reducirlo a un milímetro cuadrado. Las promesas, los hilos rojos, mi otra vida. Todo perfectamente enrollado. Metí libretas bien cargadas de preguntas sin respuesta, clases de pintura para hacer de la realidad un lugar más cálido para vivir y un par de noches de música en directo para gritar bien a gusto con una buena excusa. Metí aquellos cinco primeros minutos de película que siempre quise ver contigo, nuestra primera pizza y el salto al vacío que dimos cuando nos besamos por primera vez. Metí, todavía no sé cómo, todos los mensajes de buenos días, las mariposas en el estómago y mi actividad extraescolar preferida: hacerte reír.

Metí tantas cosas que ya no sabría decir cuál fue la primera. Un libro de cocina. Unas cortinas nuevas. Una foto de carné con un te quiero escrito a lápiz. Aquella camiseta tuya que utilizaba para dormir y el sueño roto de envejecer a tu lado.

Casi llegando al límite de su capacidad, metí un buen puñado de billetes de avión y sentí que viajar era lo único que me acercaba de nuevo a la felicidad.

Sin embargo, ningún sitio está lo suficientemente lejos cuando se escapa de la tristeza.

Me dijeron:

—O te subes al carro

o tendrás que empujarlo.

Ni me subí ni lo empujé.

Me senté en la cuneta

y alrededor de mí,

a su debido tiempo,

brotaron las amapolas.

GLORIA FUERTES

2

Un bretzel con vino caliente

—Mamá, hazme un favor. Quita todas las fotos. No quiero ver nada cuando llegue a casa.

No hizo falta decirle más.

El mundo se había terminado diez minutos antes, en una estación de tren. En la estación de tren que tantas veces nos había visto ser felices, esperarnos, querernos y despedirnos hasta la semana siguiente. Allí donde nunca cabía la tristeza, donde nos buscábamos mutuamente cada viernes sin pensar en ninguna clase de final. Y ahora ya no quedaba nada. Se había acabado. Se había marchado para siempre. Llorando. Mirando atrás. Adiós, mi amor. Fue maravilloso mientras duró.

No puede estar pasando. No puede estar pasando. Pero pasó.

El viaje más horrible de mi vida tuvo el peor final. Un final bastante predecible, entre otras cosas. No podía estar pasando. No puede estar pasando. No podemos estar separándonos. Esto es una pesadilla. Mañana despertaré y me reiré de esto. No ha pasado. ¿Cómo podría estar pasando? Éramos nosotros. No podía estar pasando. Pero pasó. Un tren a toda velocidad nos pasó por encima y ahora estamos muertos. No sé si él habrá encontrado ya en qué o en quién reencarnarse. Yo solo quiero ser libre, por eso escribo este libro.

Dicen que los espíritus no vagan por los cementerios, sino que se quedan atrapados en el lugar donde murieron hasta que consiguen resolver sus asuntos pendientes y avanzar hacia el cielo o hacia el infierno en el peor de los casos. Desde ese día sé que parte de nosotros, el espectro de lo nuestro, convive con los viajeros, los trabajadores de los establecimientos, las azafatas y los conductores cada día, a todas horas. Saluda por las mañanas, como un vecino silencioso. Desayuna en McDonald’s un café solo y un croissant. Se pasea por FNAC cuando se aburre y no para de encontrar en cada novela motivos para gritar y preguntarse por qué está atrapado en ese maldito lugar sin poder ir a ningún otro. A veces llora y siente vergüenza por unos instantes hasta que recuerda que nadie puede verle. Cuando anochece, se queda justo donde falleció. Escucha nuestras voces, los últimos te quiero y sueña, aunque nunca lo reconocerá, con otra realidad. Una realidad sin tanto dolor, sin ningún tren, sin plegarias ni velas. Una realidad con gyozas los sábados y cine los domingos. Sueña con algo con tanta magia como la sencillez, que no es nada distinto a lo que ya tuvo en vida.

Con una maleta a rastras y el corazón devastado, subí a un taxi. Me consolaba pensar que habría más personas sintiéndose como yo en ese instante, a la misma hora, en cualquier punto del planeta con el alma hecha añicos. Me preguntaba cuántas parejas estarían rompiendo en ese momento exacto, cuánta gente andaría destrozada por la calle, haciendo verdaderos esfuerzos por poner un pie delante del otro y respirar al mismo tiempo.

Mirando por la ventanilla, tratando de desaparecer en el asiento trasero del coche, solo deseaba que existiera una pared entre el taxista y yo completamente opaca e insonorizada. Él, discreto, no quería ni mirar por el retrovisor. Encendió la radio. Noticias. Supongo que deben estar acostumbrados a esa clase de dramas ajenos. Cuántas personas verán llorar al día, discutir por teléfono, recibir malas noticias, ir corriendo a un hospital o... justo todo lo contrario. Cuántas vidas rotas o alegrías habrán recogido en una parada.

Recuerdo la terrible sensación de aquella noche. La recuerdo perfectamente porque fue la primera vez que sentí un dolor tan profundo, intenso y punzante. El dolor de cuando te quitan un trozo de ti, algo muy íntimo, muy tuyo. Y entonces, todo pasa a un segundo plano. La realidad deja de serlo, porque tu mundo ha desaparecido tal y como lo conocías. Las personas con las que te tropiezas son como actores de un teatrillo para el que no has comprado entrada —ni putas ganas—, las calles son distintas, todo huele diferente. A podrido. A flor muerta. Entonces notas una presión en el pecho. Un zumbido en los oídos. Un hormigueo en el estómago que te quita el hambre y las ganas de sonreír. Un leve mareo de tanto querer dar marcha atrás. Y la negación, que no te abandona hasta... quién sabe cuándo se marcha. Tal vez, con algunas historias de amor, siempre nos acompañe de algún modo.

No quiero subir a mi casa. Mi madre no me puede ver así. El viaje en ascensor se me hace demasiado corto. Mi puerta. Él ya no volverá a llamar nunca. Ya no me esperará al otro lado. Ya no. Todo está mal. Me encuentro mal.

—Ven aquí, cariño.

Me hundo en el pecho de mi madre y me siento a salvo por primera vez en tres días. Mi gato Sancho trepa por mi pierna. Todo está mal, pero sé que todo va a ir bien si estoy con ellos. Todo estará bien. Lo único que necesito es perspectiva y paciencia.

Ya está. Ya ha pasado. En el calor de mi casa, con la estufa encendida, Frankfurt ya solo es un momento puntual de mi pasado al que no pienso regresar. Pero esta noche déjame que llore, porque si no lloro, me ahogaré por dentro, y dime tú qué puedo hacer si eso pasa.

Sancho consigue subirse a mi hombro y acerca su cabecita a mi cara mientras ronronea. Sin querer, le mojo con mis lágrimas. No me podía creer que me hubiera arruinado el recuerdo de un viaje. No podía creer que por su culpa nunca en mi vida fuese capaz de recordar Frankfurt y Heidelberg como ciudades magníficas a las que regresar una y otra vez. Llevaba años deseando pasear por uno de esos mercadillos navideños con alguien especial, como hacen los protagonistas de las películas de sobremesa que echan por la televisión en cuanto llega diciembre. Caminar abrigada, con un gorro de lana y unas botas bien calentitas, un vino caliente y un bretzel. Pero no. Nunca podré recordarlo así. Recuerdo, en cambio, que llevaba unos vaqueros grises y una chaqueta verde —que pienso tirar a la basura este próximo invierno— cuando comencé a perder mi alma por algún lugar a orillas del río Main. Tú te empeñabas en hacer fotos, como si quisieras captar también nuestro hundimiento o fingir normalidad delante de tus amigos. Te odiaba por ello. Odiaba cada foto. ¿De verdad querías recordar ese maldito viaje? ¿De verdad? De repente, todo lo que adoraba de ti comenzó a darme asco. Me puse la capucha y las lágrimas me quemaban las mejillas. Solo quería desaparecer, cerrar los ojos y abrirlos ya en mi cama. Me ahogaba fingir. Me faltaba el aire.

Heidelberg y su romántica niebla. Frankfurt y la alegre Römerberg, y su Apfelwein. Todo nuevo para mí. Castillos, lugares encantados, calles plagadas de historia, currywurst a muerte, Schnitzel con guarnición, escenarios distintos... En cualquier otro momento habría estado encantada, pero cuando algo va mal, un viaje no arregla nada: lo estropea más.

Nunca me había sentido tan lejos de casa.

El tiempo lo cura todo, pero también lo quema todo.

Lo bueno y lo malo. Te arranca de la memoria

cosas que quisieras tener ahí.

El tiempo se lo lleva.

ANA MARÍA MATUTE

3

Mi abuela

—¿Cómo está tu amor? —Siempre que me pregunta por él sonríe con la mirada y, por momentos, nos convertimos en dos adolescentes a la salida del instituto. La diferencia es que ella nunca lo llegó a pisar, que yo hace mucho tiempo que lo pisé y, lo peor de todo: que mi amor ya no está.

—Bien, abuela, está genial. Ya sabes, trabajando. Vendrá pronto. —Me cuesta continuar hablando sin que se me quiebre la voz. ¿Cuántas veces le habré contado que ya no tengo novio? ¿Tres? ¿Cuatro? Qué poco oportuno puede llegar a ser el alzhéimer. Por eso, cada vez que me pregunta por él, prefiero seguir con la mentira. Tragar saliva. Llorar hacia adentro. Vivir en una farsa.

—¿Sabes dónde está la escalera? —Me da la impresión de que ya no recuerda de qué estamos hablando. O puede que... Oh, no... ¿Lo va a hacer de nuevo? Sí, seguro que sí. Opto por adelantarme, puesto que ya sé lo que viene a continuación.

—Abuela, no te preocupes por la escalera ahora. Te prometo que cuando me case, serás la primera en saberlo. Me subiré al altillo, cogeré tu vestido de novia y me lo probaré, ¿vale? Pero, en serio, para eso todavía queda mucho —y tanto que queda—. Seguro que, llegado el momento, me queda genial.

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