Kitabı oku: «Cuentos con paraguas»

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Cuentos con paraguas


Cuentos con paraguas (2020)Manuel Arduino Pavón

© Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Edición: Agosto 2020

Imagen de portada: Fotografía por Catrin Johnson, Unsplash

Diseño de portada: Ana Gabriela León Carbajal

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Nunca llueve cuando uno sale con paraguas

2  El duelo

3  Paragüitas inesperados

4  El parasol europeo

5  Luciano Arriola

6  Todos desdeñan a los muertos (La sombrilla naranja)

7  Caminar por los senderos del parque

8  Paraguas con cuento (En el Museo de la Memoria)

9  El mundo del paraguas

10  El escenario del crimen

11  Tokio en un día de inspiración

12  Las goteras

13  El muerto

14  La nevada

15  El último de los payasos

16  Ya no quedan trenes como los de antes

17  El paraguas del emperador

18  De paraguas y otras yerbas

19  No abra ese paraguas

20  El arma mortal

21  Los paraguas enamorados

22  Diálogo con mi paraguas

23  Un gallo de riñas

24  Cuestión sin fronteras

25  El reparto

26  Anzuelos

27  El juego

Nunca llueve cuando uno sale con paraguas

Un señor muy delgado y muy alto, como si el cielo lo mantuviera cerca; un piloto negro coronado con un sombrero de una oscuridad incierta, crepuscular, y un paraguas finísimo, como una liana sombría enredada en la mano diestra, que pretendidamente controlaba toda la imagen del caballero avanzando por la cuadra nocturna, cercado por borrachos y ladrones lanzando piedras.

Un bar ladeado e intenso, del que emergía una luz hipnótica, una especie de resplandor mortuorio que atrapaba al caminante y lo inducía a entrar, a sentarse a la mesa, a pedir un café con coñac, a no quitarse el piloto ni el sombrero y a no desligarse del paraguas.

Nadie más en las otras mesas, sólo el silbido del camarero entonando una milonga provocadora y un espumoso humo que surgía de ninguna parte y que delataba a alguien enviciado y escondido; placeres silenciosos.

Una media hora de catacumba, sin párpados pintados ni bocas entreveradas, con un rumor a muela cariada ganándolo todo, y en este rincón, en la mesa de los santos difuntos el caballero negro.

El extraño sacó un juego de naipes del interior de su piloto y se puso a sondear un solitario, un solitario tras otro. Y a medida que iba labrando su suerte esquiva con cada solitario, la mano, el brazo ocupado de retener al paraguas iba cediendo. Hasta que en un determinado momento el paraguas se deslizó imperceptiblemente y cayó al piso, y como estaba nuevo y en su enjutez rodaba por el piso, llegó rodando hasta el camarero que silbaba la milonga ladina.

El hombre vio el paraguas a sus pies, miró al caballero distraído en componer un nuevo juego solitario y pasó el paraguas por detrás del mostrador. Trofeo de guerra que le dicen.

Una media hora después, cuando la obsesión con los naipes había concluido, el caballero negro reparó que le faltaba el paraguas negro, que no le sobrevivía el paraguas.

Se puso de pie sin recoger los naipes, fue hasta el mostrador e interpeló al camarero.

–¿No vio mi paraguas?

–Se lo deben de haber robado.

–¿Robado? ¿Quién? Acá no entró nadie.

–Si uno se descuida le roban todo lo que lleva puesto, hasta los botines, así están las cosas.

El caballero negro se pasó una mano tiesa por la cabellera larga y engominada y suspiró:

–Me da igual, sólo llueve cuando uno no lleva paraguas.

Fue hasta la mesa. Pagó la consumición. Dejó unos pocos centavos de magra propina. Atravesó la puerta lúgubre bajo la luz amortajada y se perdió en la larga sombra de la noche.

El camarero dejó pasar una media hora más, por las dudas que fuera otro de esos parroquianos desconfiados que siempre vuelven al lugar del crimen. Una vez que se sintió seguro extrajo el paraguas del escondite y lo admiró.

–Es caro.

Le sacó la capucha y lo abrió.

Era un paraguas inmenso, una carpa del circo africano.

Oyó el tambor de los truenos.

Recordó las últimas palabras del extraño y sonrió.

Nadie tiene razón cuando le desaparece un paraguas.

El duelo

Los duelistas se saludaron caballerescamente tocando con sus estiletes la punta de sus frentes.

A los lados los padrinos llevaban cuenta de cada movimiento.

No volaba ni un pájaro cerca. Había un silencio cautivo dando vueltas por el parque nacional.

El mayor Ramírez dio la señal.

Se pusieron en guardia.

Altamayor lanzó una zarpa penetrante sobre el cuerpo de Delefori.

Delefori lo esquivó. Comprendió que el enemigo de su vida se había adiestrado escrupulosamente para esas emergencias.

Altamayor le cruzo el filo muy cerca de la vista.

Delefori pensó que no podía postergar más su calculada estrategia.

Adelantó el arma y jaló en el mismo instante en que Altamayor embestía.

Altamayor quedó enredado en la tela tajada del paraguas de Delefori, su arma secreta, el arma magníficamente oculta en el cuerpo del estilete.

Delefori sacó una pistola y le disparó.

Los padrinos se abalanzaron sobre el duelista tramposo.

–¡Usted faltó al pacto de honor!

Altamayor se irguió sin exhibir herida alguna e intervino:

–Déjelo, senador Suárez, la pistola no tenía balas. Creo que detrás de toda esta pantomima se encierra una lección.

Delefori entregó la pistola descargada y jugando con el paraguas roto que había ocultado en el estilete, dijo:

–Nadie entiende nada. Esa es la lección. En un duelo esa es la única lección.

Altamayor concluyó:

–Yo traía una serpentina amarilla en el interior del estilete. Esa es la otra lección.

Paragüitas inesperados

Begonias escarlatas, hongos pigmentados como los que atestaban los bosques de las residencias de las familias del escudo de los Tudor, mariposas y polillas muertas, todo eso llovía ocasionalmente sobre la aldea de K. Y los pobladores de la aldea explicaban el fenómeno por medio de las trombas, del viento arremolinado que arrancaba tantas cosas de la tierra para luego volcarlas sobre la pequeña civilización del valle.

Pero un día comenzaron a llover paraguas. Paragüitas verdes, topacio, color ámbar, de un amarillo profundo. Y la gente se puso a considerar de dónde los habría arrancado el viento. ¿Una fábrica de complementos de muñecas glamorosas? ¿Dónde había una fábrica semejante que dejara los paragüitas al aire libre?

Scotland Yard se ocupó del caso, o lo intentó, o hizo como si lo intentara.

En la carátula del expediente escribieron algo así como “Lluvias ácidas en la aldea de K.” y lo archivaron sin ofrecer ninguna respuesta plausible.

Con el tiempo los aldeanos fueron juntando los paragüitas primorosos y terminaron por abrir una baratija que transformó la región en un vergel turístico. Y ante la evidencia de que las ventas eran espléndidas los aldeanos determinaron que el origen de aquella lluvia no era otra cosa que la voluntad de la Corona. Que el afán de la Reina Madre por subvenir las necesidades de sus hijos menos favorecidos era una bendición caída del cielo.

Mientras llovieran paragüitas coloreados todo habría de seguir en paz y confortablemente.

Sólo se hacía necesario ponerse a esculpir la estatua ecuestre de Su Majestad.

El parasol europeo

El abad del monasterio en el sur de Birmania decidió dar un paseo. Pidió su parasol.

En realidad el abad poseía tres parasoles: uno de bambú, uno de madera y un tercero de paja.

El monje que lo asistía le trajo un paraguas, un finísimo paraguas europeo.

Sorprendido, el abad preguntó:

–¿Europeo?

–Italiano.

–¿De Roma?

–Así es, monseñor.

–¿Cerca del Vaticano?

El monje que lo atendía se ruborizó.

El abad abrió el paraguas y se dispuso a dar su paseo, no sin antes acotar, parafraseando al Bendito:

–Todos los paraguas pueden conducir a la confortación, no necesariamente a la Verdad.

Luciano Arriola

Dicen que en el Bajo, a pocas cuadras de la rompiente, en el puerto tormentoso y maloliente, se juntaban los parroquianos de beberaje en una cantina sucia y poco ventilada. Que había más humo que palabras y que las palabras llegaban a lo más alto, eran gritos y amenazas, injurias y desafíos.

Los marineros coreanos se filtraban todas las noches a arrancar una resma de belleza ajada y pública de las camareras que llenaban las copas sin medida y que se aprovechaban de la estupidez del borracho con la misma habilidad con que una madre en el lecho de muerte conduce a sus hijas hasta el amor de sus vidas.

Dicen que frecuentaba el lugar un tal Luciano Arriola, un jubilado, viudo y con más de una cicatriz ente las cejas y el cuello. Un hombre belicoso y empecinado, un hombre intempestivo que zanjaba todas sus diferencias entre cuchillos y vainas.

En aquella ocasión estaba sentado a la mesa con otros tres parroquianos jugando un truco, necesariamente regado por caña brasileña, algunas aceitunas y queso duro y fuerte, como si lo hubieran conservado en las pirámides. Y dicen que alguien intentó mentir más de lo que es el legal mentir en el juego, que ese hombre mintió cosas personales: un romance de la finada con un guitarrero de paso y después con un marino coreano, siempre durante las noches en que Luciano se emborrachaba en la cantina.

El hombre es prudente sólo mientras mantiene frescas las heces, y aquella noche aciaga Luciano Arriola andaba seco de vientre y muy cargado de temores clandestinos, temores del fin del mundo, del viento norte que siempre trae lluvia, de las copas envenenadas en la corte de los batracios.

Dicen que después de la prosa ofensiva Luciano se puso de pie y manoteó entre los bolsillos del pantalón y el cinto. Y dice la historia de la cantina que Luciano no había traído consigo el filo, sólo un paraguas. Un paraguas desvencijado, un hijo del miedo que viene a cierta altura de la vida como una materialización de las viejas culpas.

Y que aun así el criollo belicoso retó al ofensor a un duelo y que éste, que también era un hombre enviciado por la sangre, aceptó.

Dicen que salieron los dos a la calle. Uno con una cuchilla corta y gastada, el otro con un paraguas esquelético.

Parece que nadie advirtió la absurda disparidad. Que se entreveraron en una danza macabra y que el otro le infligió dos tajos –dos tajos más- en las mejillas.

Dicen que Luciano cayó al piso de la calle sucia y se quedó tieso, y que una de esas nubes terribles que celan la vida de los hombres terribles, se aproximó donde los hombres competían con las bestias. Que una centella perdida alcanzó al otro, que lo fulminó en menos de lo que pía un pollo.

Luciano Arriola volvió a la cantina por su dinero, por el dinero del juego. Pagó las copas y salió.

Abrió el paraguas porque sabía que iba a llover. Y escupió sobre el cadáver electrocutado del otro.

Y dicen que nadie salió a mirar nada, que todos se habían olvidado de la desdicha y de la muerte por un rato, que las camareras los cebaban y los tenían hipnotizados.

Y dicen también que cuando Luciano Arriola dio cinco pasos en dirección a la pensión donde pernoctaba, otra centella se dibujo en la calle. Que alcanzó a un perro. A otro perro.

Con el paraguas abierto Luciano Arriola consideró que nunca había odiado como esa noche, que se le había ido la mano, que tenía que repensar el odio.

Y cuando había doblado la esquina, dice la memoria del puerto que se comenzó a llover como si nunca hubiera llovido.

Dicen que llovió todo.

Que Luciano Arriola se marchó con el paraguas abierto y que nunca más se lo volvió a ver. Que se esfumó. Que el odio lo hizo pensarse otro hombre.

Un hombre de corazón, un anciano de paraguas abierto pero por sobre todo con corazón.

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