Kitabı oku: «Cuentos con paraguas», sayfa 2

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Todos desdeñan a los muertos (La sombrilla naranja)

I

Mi hermana despreciaba a las olas. Las veía avanzar con su ímpetu de siglos, las crestas tortuosas como látigos, blancas, preñadas de historias de viajes y tempestades, señoras del furor nocturno, y retrocedía, sentía una tremulación semejante a la asfixia. Ella iba a la playa todas las tardes, con la sombrilla naranja, y se echaba a retozar bajo el cono de sombra, de espaldas a las olas. Para el crepúsculo volvía a casa, con la piel intacta, transparente. Pero una tarde retornó temprano, con la carne encendida, del color del corazón: mientras dormía, al cobijo de la sombra, le habían robado la sombrilla naranja. Mamá, cuando se enteró de la noticia, se puso mayúsculamente exaltada, como si nos hubieran birlado un santo. La sombrilla naranja era un recuerdo precioso, el único que sobrevivía de quien fuera su querido tío Marcos. El inédito tío Marcos, que muchos años atrás había salido a vagar al mundo. Nosotros oíamos hablar constantemente de él, pero conjeturábamos que se trataba de una ilusión, de una inexistencia. Sin embargo, aquella tarde, la de la odiosa desaparición de la reliquia, sentimos que las historias que mamá tejía en su torno cobraban verdadera consistencia. Tomando de la mano a mi hermana, ambas corrieron como viento a la comisaría, a sentar la denuncia. Mamá impetró, protestó, insultó a los siete mares y a los ladrones de sombrillas de todo el universo, ante la frígida paciencia del oficial de turno. Pero no obtuvo un resultado feliz; en la comisaría la desconsolaron refiriéndole que cosas de mayor gravedad y volumen desaparecían a diario de las fincas del balneario, aunque luego, y misteriosamente, fueran restituidas a sus propietarios. Que los cacos se hacían de lavabos y de sillones, de lámparas y de televisores, en una perfección inusitada de rapacidad y de oportunismo.

II

Frente a casa vivía un hondureño, al que hasta entonces teníamos por modelo de bonhomía y decoro, y que por discreción llamaré señor Ariosto, que al enterarse de la desaparición de nuestra sombrilla se mostró sorprendentemente interesado. Unos días después regresó con ella, pero ante mi requisitoria no supo precisar el lugar ni explicar la circunstancia en que la hubo encontrado. Mamá cuando la vio, desflecada, descompuesta, se echó a llorar en la hamaca del jardín, como un cuzco al que lo abandonara la sombra. Dijo que aquella aparición prefiguraba un desastre mayor, que no por azar nos habían regresado la sombrilla muerta. Nosotros oímos calladamente su letanía y opinamos que mamá desvariaba. Pero nos equivocábamos, en rigor a la verdad hoy debo aseverar que nos equivocábamos.

A mí me llamó la atención el gesto adusto, desusado en él, que había ensayado el señor Ariosto cuando nos trajera la sombrilla, y creí entrever en ese hermetismo la punta de la madeja que me llevaría a la develación de este asunto. Y felizmente no estaba errado.

III

El señor Ariosto tenía por costumbre levantarse muy temprano, atar un carro de dos ruedas a la bicicleta y machar con rumbo al balneario aledaño. El carro contenía, invariablemente, bultos y objetos voluminosos, a los que ocultaba bajo una lona descolorida. Yo decidí seguirle el rastro. Una mañana me desperté con el reloj del gallo, lo espié tras la puerta hasta verlo aparecer en el vestíbulo de su casa, y repetí sus pasos a unos metros de distancia, los suficientes para no ser descubierto. Así anduvimos pocas cuadras, hasta las barrancas que signan el límite entre nuestro balneario y el vecino. El señor Ariosto bajó de la bicicleta, arrastró el carro con fuerza, y cargó sobre los hombros el velocípedo. Luego desapareció por la ladera empinada de la barranca. Yo me acerqué al borde y me puse a inspeccionar con curiosidad.

Vi un país, un sueño, una feria. Ruedas, camastros, relojes de péndulo, literas, estufas, arcas, candeleros, atriles, ovejas de madera, alas de ángel de hojalata, mascarones, arreos. Había un piano vertical, con la tapa abierta, bostezando un sopor de lustros. Una mesa Luis XV sobre la que reposaba una jaula vacía, y, a su lado, un gato negro batiéndose con los espectros del aire con el florete de la cola, que estudiaba con delectación la oscilación del mínimo trapecio que pendía del centro de la celda. Más allá se veía un tiovivo movido por un enano. Un enano que era puro sigilo, que pisaba sin pisar, que andaba con prudencia de caracol, que, como un jumento en la noria, circulaba sin entusiasmo, repitiendo un ritual absurdo que consistiera en divertir a nadie. Y en el fondo de la barranca, en el ombligo del abismo, un rancho leproso, a punto de desmoronarse; extraña construcción tapiada con maderas y plumeros. El enano dejó de peregrinar con el tiovivo y se introdujo mudamente en el rancho. Yo, que en ese instante de iluminación había comprendido las continuas y numerosas desapariciones de objetos en el balneario, decidí tomar partido en aquella escena barroca: descendí por la ladera del barranco. El señor Ariosto giró su cabeza y me vio.

Cayeron sus brazos, admitiendo haber sido descubierto, profanado su templo de botines y de presas.

IV

"No me denuncie, mocito. Vea, es muy sencillo de explicar. Usted no sufre la pena porque ha tenido cosas desde pequeño. Tiene una casa, una familia, un aparato de radio, un termofón, en fin... Pero yo no contaba con nada de eso, con nada. Y yo he sentido siempre un afecto entrañable por los objetos del mundo de los sentidos. Son para mí como ahijados. Sólo anhelo poseerlos por un instante, brevemente, tenerlos enredados en los dedos, verlos crecer, madurar, dar sus lecciones de ciencia. No me interprete mal, no se trata de un robo: es una posesión fugaz, una tenencia, una custodia. Yo los recojo, los colecciono, los siento palpitar, expresar sus talentos e inquietudes con sus modos dormidos, fantasmales. Sí, mocito, en ello estriba el secreto. Los objetos tienen vida propia y aun destino. La verdadera sensibilidad consiste en percatarse de la grandiosa dimensión de la existencia de las cosas, no despreciarlas como fósiles dignos, apenas, de ser utilizados hasta la saciedad. Además, porque eso es imposible. Vea mocito, los objetos, como usted sabe, tienen una vida limitada, con principio y fin. Llega un momento en que se vuelven inútiles para quien bien los conoce, y ese momento no coincide jamás con el de la ruptura o la abolición, no señor, sólo los hombres muy habituados a su contemplación pueden discernir el instante de la muerte. Y hasta ese momento los poseo, no voy más allá. Los sustraigo, los disfruto y luego los restituyo, no me quedo con ellos eternamente. Las personas los ven regresar, y nunca, en casi todos los casos, reconocen la decrepitud de su propiedad. Vea mocito, por lo que usted más quiera, si es que verdaderamente quiere sabrá que el cariño es intensivo, que se solaza con poseer una parte de algo o algo enteramente. Eso es lo que me ocurre con las cosas. Se trata de mero cariño, de cariño nada más..."

V

Confieso que la justificación que estiló el señor Ariosto suena absurda, insostenible, pero yo me dejé seducir por sus palabras, y me obligué a no denunciarlo. Sus ojos brillosos y solemnes, su voz reposada y lerda, sus gestos patriarcales, terminaron por convencerme. Había algo de mesianismo, de profecía, en ese exacerbado materialismo de nuestro vecino. Y hasta llegó a ocurrirme, una tarde en casa, bebiendo licor de huevo en una copa mínima y traviesa, que, al golpearla por accidente contra el brazo del sofá, oí la voz desmayada y muda: la advertí definitivamente muerta, y en un rapto de cólera y de impotencia, la arrojé sobre el piso. Y aun la luz de la lámpara de pie, y el filo de la navaja criminal, fueron muriendo por aquel tiempo, como si las cosas se empeñaran en refrendar las palabras del señor Ariosto.

Muchas veces regresé al mundo del barranco a departir con su hacedor. Conversábamos, sempiternamente, de la vida y de los objetos, de su animación, de su felinidad, y casi siempre coincidíamos en los temas principales. Así vi bajar la tapa del piano vertical, vi encanecerse al enano puro sigilo, envejecer la mesa luisina, herrumbrarse el gato admirativo y el jaulón desierto. Y comprobé cómo turnadamente iban desapareciendo las cosas, siendo repuestas a sus antiguos tenedores, según fueran presentando signos de fenecimiento.

VI

Ocurrió una mañana.

Yo peleaba con un botón altivo que se resistía a la hondura del ojal. Me había rasurado con tan poca suerte que mi cara era un campo arado. Fue entonces que oí un chocar de palmas a la puerta. Salí. Ahí estaba el señor Ariosto con su carro y su bicicleta. Fue hasta donde el primero, sin decir palabra, y extrajo de debajo de la lona un cajón de poco más de un metro de largo. Lo dejó en el césped del jardín. Otra vez lucía en su rostro el gesto adusto de cuando nos devolviera la sombrilla naranja. Yo quise interrogarlo, averiguar de qué se trataba. Pero él, en medio de un silencio divinal, se dio media vuelta, montó en la bicicleta y partió con rumbo a su país en las barrancas. Salieron mi madre y me hermana y se pusieron a impacientarme con sus requerimientos. Para tranquilizarlas fui por unas pinzas y un martillo. Extraje los clavos uno a uno y con violencia removí la tapa del cajón.

–¡El enano muerto! –grité al constatarlo inerte, con las manos extendidas a lo largo del cuerpo como cartuchos en flor, como luciérnagas.

–¡El tío Marcos! –chilló mi madre, y acto seguido se fue a ocultar en el dormitorio, como si hubiera resucitado el marqués de D'Aurignac.

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51 s. 2 illüstrasyon
ISBN:
9786074570014
Yayıncı:
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Bookwire
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