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DE LAS IMÁGENES DE LA GUERRA
A LA GUERRA DE LAS IMÁGENES

Primera imagen. Winston Smith se dispone a escribir un diario, una práctica que en su mundo puede llegar a ser castigada con la pena de muerte. La escritura es un acto de rebeldía a través del cual este personaje intenta derrocar el poder que oprime a la sociedad en la que vive. Claramente estamos hablando del libro de George Orwell 1984. Publicado en 1949, en él se perfila un mundo centrado en la producción, en el que las relaciones sociales se forman alrededor del trabajo y las libertades individuales han sido anuladas por el poder oligárquico del Estado. Se nos muestra que, bajo la promesa de un futuro mejor, existe una realidad terrible en la que se han suprimido las libertades esenciales de los ciudadanos. Ese poder es exterior, permanece oculto a la gente y la finalidad del autor no es otra que sacarlo a la luz. Para Orwell, como para una gran parte de su generación, la verdad es autónoma y su sola presencia conlleva el cambio y la transformación de la humanidad. Como sabemos, este texto es un reflejo literario de los diversos fascismos que recorrieron Europa durante los años treinta y supusieron la respuesta del capital a la Revolución de Octubre y a la crisis del 29, esto es, la estatalización total de las relaciones de producción y la militarización del trabajo y la vida.

Segunda imagen. Una multitud de ciudadanos se concentra alrededor de un mall en las afueras de Londres. Su única identidad viene definida por el deseo de consumir. El consumo es lo que les mueve a unirse, compartir sueños y valores, esperanzas y placeres. La imagen está extraída de Kingdom Come [Bienvenidos a Metro-Centre], una novela también de ciencia ficción escrita por James G. Ballard y publicada en 2006. En ella su autor nos describe una vida hastiada de la severidad moderna y de su pretendida solidaridad, en la que los centros comerciales, rebosantes de pantallas, letreros luminosos y reclamos publicitarios, se han convertido en las catedrales de hoy. Simbolizan una nueva forma política de masas. En ellos no hay sentido del pasado ni responsabilidad hacia el futuro, sino solo un presente continuo, propulsado por el placer de la compra y el intercambio.

Si la sociedad agobiante de la novela de Orwell responde a la que se extendió por Europa en las primeras décadas del siglo pasado, dando lugar a algunos de los momentos más oscuros de nuestra historia reciente, la ciudad que describe Ballard es totalmente contemporánea. Las dos se sitúan en lugares distópicos. Tanto Orwell como Ballard intentan predecir y exorcizar un futuro inmediato que perciben como amenaza; pero ahora no hay ningún gran hermano oculto cuya identidad y modo de actuación podamos desvelar. En ambos relatos el ciudadano como sujeto político es sustituido por la masa. En un caso permanece paralizado por un Estado militar, en el otro hipnotizado por el consumo. Sin embargo, en la situación actual la represión no es externa, no nos viene infligida desde arriba o desde un pretendido Ministerio del Interior, sino que somos nosotros mismos quienes generamos nuestros propios actos de coerción. Más aún, estos dejan de ser necesarios. «¿Para qué sirve la libertad de expresión cuando no hay nada que decir?», comenta uno de los personajes de Ballard. «Hablemos claro, la mayoría de la gente no tiene nada que decir, y lo sabe. ¿Para qué queremos la privacidad si esta se ha convertido en una prisión personalizada? El consumismo es una empresa colectiva. Lo que la gente busca [en el centro comercial] es compartir y celebrar, estar juntos. Cuando vamos a comprar somos parte de un ritual colectivo.»1

¿Qué sucedió en los cincuenta años que separan ambas novelas? ¿Qué ha ocurrido para que pasemos de una sociedad autoritaria en que la cultura y el arte tenían una capacidad liberadora a otra que ha interiorizado la represión y en la que las imágenes son objetos de consumo? Básicamente estas cinco décadas son las que separan un ámbito moderno de otro posmoderno. Si antes un cierto tipo de arte, como el que proclamaba Adorno, implicaba un espacio de resistencia, hoy se muestra débil ante la capacidad del sistema de absorber y transformar las actitudes en formas y objetos, y estos en mercancías. Los espacios de libertad que los artistas anhelaban se han convertido a menudo en nuevas condiciones de trabajo e incluso de explotación. Si la crítica social de los años sesenta y setenta imaginaba un futuro en el que trabajo, placer, ocio y negocio confluían y superaban la alienación del mundo moderno, ese deseo se hizo realidad en los años ochenta y noventa. Pero no como se había imaginado, sino como su doble negativo. El carácter de apertura de esta crítica no solo ya no constituye un compromiso de libertad y positividad, sino que es su impedimento. No es una promesa de liberación, sino la premisa sobre la que se asienta el neoliberalismo.

En este contexto, no es casualidad que la crítica institucional que tuvo su función durante los sesenta y setenta haya dejado de tener sentido y que cualquier posición de resistencia se deba plantear no desde fuera del sistema, sino desde esta multitud y sobreabundancia de actos cognitivos de los cuales la propia crítica forma parte. La esfera pública ha sido sustituida por su manifestación exacerbada: la publicidad. Y para esta no hay reglas éticas ni orientaciones que se sitúen más allá de la eficacia del intelecto general, esto es, que no tengan como función la generación de riqueza. De ahí el predominio del oportunismo, el cinismo e incluso el miedo.

Cada momento histórico parece haber exorcizado sus fantasmas a través de la construcción de una iconografía propia. Desde las pinturas negras de Goya al Guernica de Picasso, el arte nos ha ayudado a entender nuestro mundo, a explicarlo y combatirlo. Esto ha sido especialmente así en épocas de gran tensión social: guerras civiles, mundiales, Holocausto, Guerra Fría, etc. El terror, el miedo y a la vez la fascinación que produjo en el ser humano la explosión de la bomba atómica, por ejemplo, quedaron plasmados en un sinfín de pinturas, fotografías y textos durante los años cincuenta y sesenta. Ahora bien, no cabe duda de que la tarea de escoger alguna obra de este tipo nos resultaría hoy mucho más difícil. Y quizás si Goya hubiese nacido en nuestro tiempo no habría realizado ni Los fusilamientos del 3 de mayo ni otras pinturas de esta naturaleza. Carecerían de sentido porque habrían nacido ya como etiquetas, como cháchara, por utilizar la expresión de Heidegger, no como grito de rabia y crítica social.

Para Heidegger el mundo contemporáneo sufre dos formas de sociabilidad que él llama inauténticas: la charla, que consiste en un no situarse en el mundo; y la curiosidad, que es la fascinación por lo nuevo, la incapacidad de recogimiento. No es casualidad que estos dos aspectos parezcan dominar la cultura presente, con ese continuo organizar eventos en los que lo importante es la novedad y lo social más que el posicionamiento y la discusión. No solo lo mediático y mediocre se han instalado en nuestro tiempo, sino que constituyen su forma de reproducción y sociabilidad. Hemos pasado de las imágenes de la guerra a la guerra de las imágenes. Tal vez esa es la razón por la que muchos artistas centran su trabajo en el análisis de las propias estructuras de visibilidad a través de las cuales el poder tiende a perpetuarse a sí mismo. Pero justamente esta es la causa de la debilidad de una parte del arte actual: su predictibilidad, el hecho de que sea demasiado pedagógico e institucional, su determinación por ser arte. Actualmente parece que los artistas más interesantes son aquellos capaces de generar en nosotros imágenes, alegorías y textos sin aumentar el ya de por sí inflacionario mundo de iconos y etiquetas que nos rodea. El mejor artista, el más comprometido, no sería pues aquel que pintase el 3 de mayo, sino el que no lo hiciera. Y es que el silencio de Marcel Duchamp deviene hoy más elocuente que nunca.

1.J. G. Ballard, Kingdom Come (2006); Bienvenidos a Metro-Centre. Barcelona: Ediciones Minotauro, 2008, p. 46.

LO CONTEMPORÁNEO

El período que transcurre desde la caída de la Unión Soviética, en el verano de 1991, hasta el descalabro financiero de 2008 supuso una fase muy reaccionaria de la historia, semejante a la que se extendió por Europa de 1815 a 1848. Como en el siglo XIX, la etapa contrarrevolucionaria actual refleja el rechazo por parte de los poderes establecidos del ímpetu transformador de la generación precedente, simbolizado por las revueltas de 1968.

Del mismo modo que surgió una nueva fuerza política en torno a las doctrinas del comunismo cuando las ideas de la burguesía ilustrada dejaron de representar a los sans-culottes, la progresiva disolución del proletariado como sujeto político único conlleva, en nuestro tiempo, la aparición de otros actores y formas de organización. La crisis económica internacional de 2008 y los movimientos de ocupación de las plazas de 2011 significan un punto de inflexión. Se ha hecho evidente que la mano invisible del mercado no se regula a sí misma y que los ciudadanos, hastiados de un sistema basado en la desigualdad y en la precariedad, son capaces de constituirse y gobernarse de una manera que cuestiona los sistemas de representación tradicionales.

Las metrópolis de los imperios modernos han dejado de ser los referentes de la creatividad y la cultura. Sin embargo, los principales núcleos financieros y económicos siguen marcando las pautas del mercado artístico. Con la globalización no ha desaparecido la dependencia de la periferia respecto al centro, sino que se ha transformado. El poder colonizador ya no proviene del Estado, sino de las multinacionales, y afecta tanto a las antiguas colonias como a las metrópolis. Existe hoy una relación estrecha entre territorios en apariencia dispares como son las banlieues de las grandes conurbaciones, los campos de refugiados y los barrios indígenas de las ciudades coloniales: todos ellos son lugares estigmatizados y excluidos.

En este escenario, el arte contemporáneo ha vivido un ciclo de expansión, al convertirse en un valor en el que invertir. Limitado por unas leyes patrimoniales que no favorecen su exportación, el arte antiguo ha quedado relegado a un segundo plano en el mercado global. Lo contemporáneo, en cambio, está de moda. Acaso no haya nada insólito en ello, puesto que los orígenes de esta atracción se remiten a las disputas de siglos pasados entre antiguos y modernos. La novedad es que ahora estamos ante una tendencia. Ciudades y promotores rivalizan en la construcción de equipamientos dedicados al arte del presente, así como en la organización de ferias, festivales o bienales, destinados a atraer a un público global deseoso de consumir experiencias. Nunca había sido la creatividad tan central como en nuestros días, pero tampoco había estado tan constreñida por toda una serie de estructuras que tienden hacia la homogeneización de sus prácticas. Hoy la cultura está dominada por la competición y la búsqueda del éxito. En ella el artista corre el riesgo de convertirse en una figura social sin demasiada o ninguna capacidad de movilización, porque no se le permite o quizás no le interesa.

Desde hace años, la instalación es el formato más extendido en el arte contemporáneo, por mucho que se haya insistido en el retorno de la pintura, que ha dejado de ocupar el lugar que tuvo en el momento álgido de la modernidad a mediados del siglo XX. Al ser multimedia, la instalación conlleva la ruptura de la sumisión moderna a las disciplinas artísticas. Es causa de la gran apertura del arte actual, pero también síntoma de una de sus debilidades: su absorción por la lógica del espectáculo. Así, un autor muy crítico con su propio tiempo, Marcel Broodthaers, decidió prescindir de este término y calificó de «decorados» a sus últimos trabajos, en los que cohabitaba un conjunto heterogéneo de objetos y medios. Otros artistas como James Coleman o Zoe Leonard han optado por utilizar el cinematógrafo y técnicas que en apariencia son obsoletas (la proyección de diapositivas o la fotografía analógica) con el fin de situarse a contracorriente de una sociedad hipertecnificada, que busca sustentar su felicidad en la posesión del último gadget electrónico.

Las instalaciones son, por definición, abiertas. Las completa el espectador. Este las recorre, escoge fijarse en un aspecto u otro y permanecer más o menos tiempo delante de un determinado vídeo, imagen o texto, cuya lectura es con frecuencia incompleta. Si en la modernidad el énfasis residía en el autor, ahora recae en el espectador. No nos sorprende, pues, que el arte tienda hoy hacia lo participativo y procesual, con un importante componente performativo y teatral. La forma ha dejado de ser un atributo exclusivo de la pintura o la escultura para convertirse a menudo en un «comportamiento» o en una relación que fluctúa de un medio a otro. Dora García, por ejemplo, ha explorado ampliamente esta faceta en diversas piezas, como en Klau Mich, en las que analiza cómo se construyen los relatos y los mecanismos a través de los cuales la institución ejerce su autoridad. Su carácter teatral es decisivo, alterando la jerarquía establecida entre la audiencia y el artista, que se convierte en algo parecido a un director de escena.

Nos encontramos inmersos en un sistema que ha dejado de producir únicamente en la fábrica y que se caracteriza por la importancia de lo cognitivo, la conectividad y la transversalidad de los conceptos. En él cualquier cosa es susceptible de transformarse de inmediato en una mercancía, general e intercambiable. Si no queremos añadir más elementos de consumo a una sociedad que no los necesita, es imperativo que aprendamos a trabajar en la negatividad de los intersticios, en la excepcionalidad de lo que el sistema no reconoce. En estas situaciones anómalas se puede provocar aquello que Alain Badiou denomina «acontecimiento», que implica un cambio de nuestros códigos de percepción y la apertura a la historia. La propuesta artística del colectivo DAAR (Decolonizing Architecture Art Residency) sería, en este sentido, paradigmática. Al desarrollar una de sus acciones en los cinco metros reales que representa la línea que en los mapas separa los territorios israelíes y palestinos, se hace visible la distancia que existe entre la representación (impuesta) y la realidad, a la vez que incide en ellas.

A diferencia de las vanguardias históricas, el mundo contemporáneo no está interesado en la redacción de manifiestos, ni en su distribución. Tal vez porque no requiere de un líder que, desde afuera, dirija su camino y las proclamas se convierten a menudo en eslóganes vacíos. La voluntad redentora del artista moderno ha dejado de tener sentido. El arte contemporáneo no disfruta por sí solo de ninguna autonomía ni posee ya el monopolio de la producción simbólica relevante en nuestras sociedades. Es intertextual y contextual, y su potencia crítica deriva de su situación en un ecosistema concreto, sea este un museo, una galería, una corporación, un centro cívico o un espacio público.

LA (IN)UTILIDAD DEL ARTE CONTEMPORÁNEO

Toda generación concibe su época como si esta fuese el inicio o la culminación de un proceso histórico. Sin embargo, determinada como está a consumirse en un presente continuo, la sociedad actual parece no entender ni de referencias pretéritas ni de propuestas de futuro. A diferencia de otros momentos del pasado, nuestro tiempo se define a sí mismo en términos poshistóricos. Hablamos de posmodernidad, posfordismo, poscolonialismo o incluso posdemocracia. Un mundo sin ayer ni mañana, que no permite la alteridad o el antagonismo y donde cualquier desacuerdo queda reducido a una cuestión de estilo o moda. Nos hallamos atrapados en el instante de la transacción comercial, inmersos en un espejismo en el que, como describe Jonathan Crary en su libro 24/7, se establece una falsa equivalencia entre aquello que es accesible, disponible o utilizable y lo que existe. Esta situación acarrea necesariamente el empobrecimiento de nuestras facultades cognitivas y afectivas.

En el terreno de la cultura, esa falta de perspectiva histórica ha ido acompañada de un énfasis en la recepción más que en la producción. Michel Foucault y Roland Barthes diagnosticaron la «muerte» del autor o, mejor dicho, su sustitución por el lector/espectador como factor central del hecho artístico. En consonancia, se entendió el acto creativo como un trabajo de recopilación, asociación y montaje de obras ya existentes. El arte devino reflexivo, cuestionaba su propia naturaleza y empujaba al espectador a discriminar constantemente lo que era arte de lo que no lo era. En los años ochenta y a principios de los noventa, los miembros de la denominada Pictures Generation (Cindy Sherman, Louise Lawler y otros) y también aquellos asociados a la crítica institucional (Hans Haacke, Michael Asher o Andrea Fraser) encarnaron de un modo ejemplar esta posición. Se apropiaron de imágenes reconocibles de la historia del arte, hicieron uso de las nuevas fuentes de la cultura popular e idearon piezas en las que el análisis de las imágenes iba unido al cuestionamiento de la representación y los dispositivos.

Desde Duchamp, esta corriente especulativa ha constituido una de las líneas de fuerza de la modernidad. Pero, si antes existía una cierta distancia entre el ámbito de la experiencia estética y el de la actividad económica, en la actualidad esta separación no se sustenta porque el saber y nuestra propia subjetividad ocupan un lugar privilegiado en el sistema de producción de valores. Esa es la diferencia del mundo moderno respecto al contemporáneo. La disyuntiva ya no consiste en saber si una cosa es arte, sino en dilucidar qué aspectos de nuestro entorno no lo son. Comprobamos que, a lo largo de los noventa, el interés artístico se inclinó hacia prácticas más procesuales y comunitarias. En ellas la obra abandona su autonomía e incorpora mecanismos y conceptos que a menudo tienen que ver con la antropología, la sociología o la terapia. Se trata de propuestas que, al intentar cambiar nuestra forma de entender la vida, cuestionan las nociones heredadas y plantean nuevos modos de relación. No son utópicas en el sentido literal del término, ni anhelan la emancipación de un sujeto colectivo. Carecen de una finalidad definida de antemano, puesto que la comunidad imaginada siempre está por hacer, y persisten como documento (fotografía, filme o texto). El trabajo que durante más de tres años (1994-1997) hizo Marc Pataut en el extrarradio parisino, en la zona donde se construyó el Grand Stade de France, sería paradigmático de esta tendencia.

Según el canon moderno todo arte aspira a la pureza de las especialidades artísticas: la pintura debe ser pictórica, la escultura escultórica y así sucesivamente. En un reparto disciplinario de los trabajos, cada uno ha de estar en su sitio, en su clase, ocupado en la función que le es propia. Sin embargo, el arte más reciente busca la hibridación de técnicas y medios. Incorpora textos, imágenes y escenarios, tiende hacia lo teatral y su manifestación plástica más extendida es la instalación. En esta la audiencia no permanece pasiva, sino que ha de navegar por ella, reconstituyéndola y haciéndola suya. Se entiende que el espectador escoge aquellos aspectos que le interesan y conforma su imagen de la obra, que no ha de coincidir forzosamente con la de otros espectadores, ni siquiera con la del autor. Tampoco se espera que contemple todo en la sala de exposiciones, los vídeos o documentos pueden visionarse o leerse a posteriori, en casa, en el estudio o en el despacho. En el arte posmedia no hay una experiencia artística única, sino una multiplicidad de ellas. Sea colectiva o individual, cualquier interpretación es siempre fragmentaria o parcial. La teatralidad contemporánea carece de voluntad totalizadora y es distinta de la Gesamtkunstwerk wagneriana.

El arte actual es performativo. Despliega sus significados cuando es «interpretado» por los públicos que se agrupan a su alrededor. Aquellos ya no responden a un patrón idéntico y cerrado en sí mismo, sino que son el resultado del encuentro y la tensión entre los diversos enunciados y situaciones. Ello aviva las potencialidades del individuo, permitiendo que este ejerza el dominio de su cuerpo y de sus actos. Con todo, uno de los problemas del arte contemporáneo reside en la confusión interesada entre actividad y agencia. Mientras que la primera no conlleva un cambio radical de nuestra manera de ser y pensar, la segunda implica la reinvención de las relaciones, el aprendizaje constante y la comprensión de la fragilidad de la vida. Durante años nos hemos empeñado en que un público compuesto de usuarios comprometidos participase diligentemente en nuestros programas y exposiciones, a tal punto que la idea de un espectador pasivo nos resultaba inaceptable. Se ha pasado de la obra y su propiedad al uso o usos de la misma. Pero, en la sociedad del cognitariado, el uso no garantiza la agencia ni evita que este se convierta en un gesto vacío. Si bien la instalación y el arte posmedia exigen un cierto compromiso por parte de la audiencia, también pueden acarrear la espectacularización del hecho artístico y su consecuente acatamiento de la lógica del mercado. De ahí que, como ha señalado Rosalind Krauss siguiendo a Walter Benjamin,1 lo anacrónico, que implica mantener un punto de vista respecto al presente, constituye en este contexto un elemento de resistencia: va a contracorriente de la idealización de la novedad y la técnica.

Es revelador el interés de la estética contemporánea por la pedagogía y por el denominado arte «útil», esto es, un arte aplicado que no busca modificar una comunidad desde fuera, sino desde dentro, y que funciona como un engranaje de mediación entre los distintos sectores sociales. Frente a la crisis de las instituciones y modos de hacer tradicionales, y ante el poder casi omnímodo del mercado y de las industrias de la comunicación, esta práctica ofrecía una alternativa: debía generar formas y usos de difícil absorción, posibilitar, en palabras de Michel de Certeau, la proliferación de creaciones anónimas y efímeras y hacer que la gente siguiese viva y superase la dicotomía establecida entre arte culto y cultura popular.

El arte nos ayuda a alterar nuestra percepción del mundo y a replantearnos nuestra jerarquía de valores. Aunque esto es sustancial en cualquier época, lo es más aún en un período de crisis sistémica. Una de las dificultades del arte actual consiste en que la experiencia estética a menudo nace cooptada. Para ser efectiva, hoy más que nunca, cualquier acción artística ha de generar ámbitos de disenso y favorecer la movilización de la gente anónima. Un arte excesivamente útil, que abogue por el consenso, corre el riesgo de convertirse en un nuevo idealismo o en una simple excusa para abrir mercados y, de paso, cancelar cualquier probabilidad de ruptura. El Homeless Vehicle (1987-1989) de Krzysztof Wodiczko se erigió muy pronto en un referente del activismo artístico porque hacía explícita la necesaria (in)utilidad del arte contemporáneo. Wodiczko no diseñó este objeto con el fin de que fuese un producto habitual de la vida cotidiana, tampoco para que hiciese posible una sociedad conocida de antemano. La visión de centenares de vehículos empujados por personas desahuciadas, recorriendo las calles de Manhattan, reflejaba, por el contrario, la realidad distópica de un mundo donde cada vez somos más extraños a nosotros mismos.

A pesar de que respondía de un modo muy crítico y ácido a las políticas neoliberales de la administración Reagan en Estados Unidos, el Homeless Vehicle no era un prototipo pensado para un «mundo mejor», sino ideado como un instrumento para cuestionar y superar la insoportable realidad de un presente que no reconocemos.

El arte tiene una evidente dimensión política. En los últimos años, por ejemplo, se han establecido vínculos muy estrechos entre museos y crecimiento inmobiliario, arte y capital financiero, imagen y poder. Las formas de organización, estructuras y dispositivos de las diferentes entidades culturales responden, sin duda, a una determinada ordenación del poder. Ahora bien, no hay una transmisión directa entre el extrañamiento que provoca el arte actual y la movilización social. Cuando el arte quiere anticipar el efecto de sus acciones, cuando ofrece soluciones y respuestas en lugar de incertidumbres y preguntas, cuando se presenta como éxito y no como fracaso, se trastoca en una figura retórica, una forma novedosa de estetización. El equívoco de un arte (no realmente) útil reside en no entender el hecho artístico como un significante enigmático, en no reconocer la materialidad e incluso la opacidad de la obra de arte, cuya complejidad y negatividad sirven para crear espacios de difícil absorción. No pasamos de una conmoción estética a la intervención política. Pasamos, como diría Jacques Rancière, de un mundo sensible a otro mundo sensible que define otras tolerancias e intolerancias.2

1.Rosalind Krauss, A Voyage on the North Sea. Art in the Age of the Postmedium Condition. Londres: Thames and Hudson, 1998.

2.Jacques Rancière, Le Spectateur émancipé (2008); El espectador emancipado. Castellón: Ellago, 2010, p. 70.

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