Kitabı oku: «Mis memorias», sayfa 11

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Por aquella época, hubo en la Mancha una verdadera catástrofe, motivada por una inundación que arruinó y causó gran número de víctimas, especialmente en un pueblo llamado Consuegra, en la provincia de Toledo.60 Aquella desgracia conmovió a toda España, y Salamanca no había de ser menos que otras capitales en buscar los medios posibles para allegar recursos, en la suscripción nacional que abrió en favor de los damnificados, y los periodistas nos apercibimos para iniciar y organizar actos de atracción, esencialmente prácticos, para que el público contribuyese lo más posible a la suscripción que entre todos los sectores, espontáneamente, se inició, y que nuestra ciudad quedase, entre todas las de España, en una situación airosa en el patriótico y altruista movimiento tan humano, como era el que en toda España se buscaba.

No dejaba de ser un problema el de unificar criterios y reunir a los redactores de periódicos de tan opuestas ideas y de psicologías tan distintas que habían creado odios profundos, hasta en el terreno personal, cuya violencia no había desaparecido hasta el extremo de que, además de negarnos el saludo, nos lanzábamos, sin excepción, miradas patibularias.

Sin embargo, la parte liberal fue la primera que tuvo la iniciativa después de algunas reuniones, invitando a la contraria en tal forma que respondió inmediatamente a la llamada, conviniendo en reunirnos por una causa que no solo a nosotros interesaba, sino a todo el pueblo salamantino.

Convinimos día y hora para reunirnos en la redacción de un periódico de la cuerda contraria, pero antes convinimos en reuniones previas en la conducta de avenencia que habíamos de seguir, para no dar el menor motivo para que se nos tildase de intransigentes, una vez que la importancia del objetivo que perseguíamos debía alejar todo aquello que nos había dividido, como todo el mundo conocía, sin que ningún bando pudiera evitar el profundo abismo que nos separaba.

Realmente, esa preocupación era necesaria una vez que Salamanca entera, a la que habíamos ganado, miraba atenta el desarrollo de los acontecimientos, que exigían una unanimidad en la acción, una beneficiosa competencia entre ambos bandos, para llegar al éxito deseado. Sin embargo, surgió un incidente que gracias a la obligada prudencia, por parte de todos, pudo haber dado al traste con la necesaria armonía, provocado por una propuesta al iniciarse las conversaciones del canónigo don Nicolás Pereyra, director de la Semana Católica, de celebrar una misa en la Catedral en sufragio de las víctimas de la catástrofe y hacer una colecta a la salida entre los fieles, como se hace en Semana Santa por las Ánimas del Purgatorio.

Yo expuse que, según mi criterio, aquello desde el punto económico no reportaría gran resultado, suscitándose un diálogo un tanto violento entre el proponente y yo, que felizmente cortaron los compañeros a tiempo para evitar que la reunión terminase, al comenzar, como el rosario de la aurora. Se aprobó al fin la proposición del canónigo, como asimismo la mía, de organizar un espectáculo en el teatro del Liceo, con varios números de variedades y de música clásica, recabando para mí uno de los números del programa, que consideraba de gran atracción, consistente en varios experimentos de adivinación del pensamiento.

El mismo día de la función, como demostración de la curiosidad general que reinaba en toda la ciudad, me encontré con un gran amigo mío, joven como yo, Gaspar Alba, hijo del senador don Claudio, del mismo apellido y hombre mayor prestigioso, que al verme en la plaza Mayor me preguntó si era verdad lo que yo hacía, y que si se convencía, a la noche de ello, me convidaba a un almuerzo.

–Pues veslo preparando, con un buen menú –le dije–, y para ver que me lo gano, prepara una cosa, la más difícil que se te ocurra, porque lo voy a hacer contigo mismo. Y así quedamos.

Y en efecto, al poco de haberse abierto la taquilla, durante todo el día, se vendió todo el billetaje, no solamente por el humanitario objetivo que se perseguía, sino por la curiosidad que mi número había despertado, por haber corrido por toda la ciudad la noticia de mis experimentos, llamando sobre todo la atención la velocidad y la perfección con las que los realizaba, invitándose como médiums a personas de reconocida respetabilidad y a los que se presentaban como escépticos, entre ellos Gaspar Alba, elegidos con anuencia del público mismo que llenaba el teatro, ocupando los palcos las más distinguidas familias salmantinas.

Las ovaciones que se me dedicaron fueron a la terminación de cada experimento.

Excuso decir que la recaudación obtenida representó la más importante partida que figuró entre los ingresos de la suscripción, y muy superior a la de la Catedral.

No exagero al afirmar, que, al día siguiente, no hubo casa ni sitio de reunión donde no se comentaran mis experimentos de adivinación del pensamiento, que contribuyeron a ampliar mi popularidad.

16 FRENTE A LOS JESUITAS

Desde luego que, por mi preparación ideológica, sostenida con el ardor de mis juveniles años, hube de ponerme, frente a frente, ante todas las representaciones clericales, sin pensar ni tomar en cuenta la influencia medieval que ejercían tradicionalmente en Salamanca, ni las fatales consecuencias que pudieran sobrevenirme, simplemente por estar convencido de que su hegemonía en la vida local y nacional constituía un gran peligro para España, como luego confirmaron los hechos, al derrumbarse la Segunda República, apoyándose en la traición y en el perjurio de unos militares indignos, capitaneados por uno de ellos, ambicioso y cretino, para apoderarse de la vida económica, principalmente, de la nación y de la conciencia de sus juventudes, a costa de la ruina de España y de millones de muertos, de sus hijos, tanto en la guerra fratricida como en los asesinatos vesánicos, inducidos y aprobados por el clero, con los propios de las represalias, después de terminar la guerra, que sobrepasaron el medio millón, cebándose principalmente en los intelectuales, maestros, catedráticos, periodistas, ingenieros, literatos, etc., para quedar como absolutos dueños de la vida nacional, compartiendo el botín y la rapiña, sin mirar sus responsabilidades, en el partido de bandoleros que representa la Falange y el Ejército sin honor. Culminando todo en el indigno Concordato,61 cuya firma, por parte de Roma, no he llegado a explicarme por considerarla como un resbalón, con honores de suicidio, por parte de la Iglesia en España, por la segura y real reacción que producirá en todas las regiones españolas en cuanto vuelva la normalidad, porque tan vergonzoso documento, por lo que tiene además de torpe, ni siquiera merece ser denunciado diplomáticamente, sino abolido violentamente por parte del pueblo y del primer Gobierno que lo represente, sin que al clero español le quede el menor recurso de defensa ante la justificada ira popular.

La influencia clerical especulativa en Salamanca se la repartían, en seráfica y sorda lucha, en su totalidad la camarilla episcopal, la orden dominicana y la Compañía de Jesús, esta con mayor intensidad que las otras dos juntas, debido a su magnífica y maquiavélica organización de espionaje, encargada a mujeres de modesta condición y de ampulosa religiosidad, cuyas vidas desde el punto de vista económico eran un verdadero misterio, y de hombres, en la misma forma, todos ellos de hábil intromisión en los hogares familiares. Unas y otros se daban maña para introducirse y relacionarse en las casas indicadas por los RR. PP. de la compañía, instalados en la iglesia de la Clerecía, para lograr averiguaciones convenientes a los tenebrosos intereses de aquella. Y era de ver a las puertas de la mencionada iglesia, a las cuatro de la madrugada, hora en que se abría el templo, el numeroso grupo de esos agentes acompañados cada cual de su farolito, desparramándose por sus naves, arrodillándose en turno ante los diversos confesionarios, fingiéndose penitentes, para dar cuenta al jesuita que lo ocupaba de las gestiones del día anterior, cuyas informaciones pasaban, luego, al informe y a los ficheros, recibiendo nuevos encargos para el día.

Creía al principio que lo más eficaz era preparar los medios más apropiados para quebrantar la influencia jesuítica, habiendo pasado bien las dificultades de la lucha, mucho más conociendo los medios y sistemas que dicha orden emplea sin tener en cuenta su calidad moral, por injustos que sean. Había leído El judío errante de Eugenio Sué y otros libros aparecidos entonces, uno de P. Fita, S. J., cuya lectura llegó a hacerse muy difícil desde que apareció, porque la Compañía se adelantó a comprar la edición casi entera, lo mismo que hizo, poco después, con el de Pérez de Ayala, titulado Los jesuitas de puertas adentro, o un barrido hacia afuera en la Compañía de Jesús.62

Los jesuitas, al parecer, no daban señales de vida respecto a mí, pero yo estaba convencido de que planeaban algún golpe que para mí hubiera sido muy doloroso si lo hubieran podido consumar.

Pero, antes de continuar, voy a daros cuenta de cómo conocí a la que luego había de ser vuestra madre y fiel compañera mía.

A principio de mi estancia en Salamanca, en el terreno particular tenía muy pocos amigos, siguiendo los consejos de mi madre, de que amigos pocos y buenos, si es posible, uno solo. Los que tenía eran jóvenes, de mi edad poco más o menos, asiduos en su mayoría a la biblioteca donde yo prestaba mis servicios. Un buen día se atrevió a saludarme un joven alto y muy rubio, cuya fisionomía desde la primera vez que me pidió un libro en el salón de lectura no me era desconocida, quien al devolverme el libro me dijo:

–¿No se acuerda usted de mí?

–Sí, le recuerdo –le contesté–, y creo haberle visto, alguna vez, en la Universidad de Madrid.

–Justamente. Usted me conoció vestido de uniforme del Regimiento Montado de Artillería, y algunas veces, bastantes, iba a la Universidad a reunirme con el cabo Pedro Sánchez Barquero, compañero de estudios de usted, y en más de una ocasión usted salió con nosotros al acabar las clases.

–Exacto –contesté–. ¿Y qué hace usted por aquí?

–Pues, ahora, nada. Estoy con mi familia, pues hace poco cumplí el servicio. Por eso vengo a la biblioteca con tanta asiduidad, a leer, por pasar el tiempo.

Total, que «pegamos la hebra» un buen rato, haciéndonos desde aquel momento buenos amigos, y, por medio de él, entablé más adelante amistad con otros, que lo eran suyos, entre los que recuerdo a uno, llamado Luis de San Segundo, que vivía con su mamá y con una hermana, afamada bordadora, a la que ayudaba su hermano con magníficos dibujos, reveladores de sus extraordinarias condiciones en esa especialidad artística.

Un día mi amigo Ángel Iglesias, que así se llamaba el compañero de Sánchez Barquero, me invitó a una fiesta familiar que se celebraba en su casa con motivo de ser la onomástica de una de sus hermanas, adonde acudirían otros amigos con sus hermanas, y pasaríamos la tarde con un poco de baile, rogándome, además, que llevase el acordeón. Ya he dicho anteriormente que, a la sazón, me había convertido en un «virtuoso» en el dominio de tal instrumento, de lo que eran testigos muchas señoritas a quienes, a media noche, íbamos a dar serenata algunos estudiantes de mi edad, de los que nos reuníamos en la peña del café, que tocaban guitarras y bandurrias, acompañándome en los valses, polcas, mazurcas y pasodobles que salían de mi «fuelle», deleitando a tantas chicas que se levantaban de la cama a altas horas para asomarse, púdicamente, a través de los visillos del balcón, y a cuya casi totalidad de ellas yo no conocía.

Me presenté a la hora convenida en casa de mi amigo Ángel, muy concurrida ya de jóvenes de ambos sexos, con una colección de lindezas que no podían disimular su curiosidad a mi llegada y la buena impresión que les generó mi presencia. Yo me encontraba un poquito azorado porque era la primera vez en mi vida que asistía a una reunión de esa clase. Después de que Ángel les hizo mi presentación, empezando por sus hermanas, María y Micaela, empezó la fiesta, organizándose un animado baile, sostenido por las incansables teclas de mi acordeón, que duró horas y horas que se deslizaban sin darnos cuenta, pero del que yo no podía participar más que de «Visu», contemplando cada una de las parejas que desfilaban, ante mí, atado a mi instrumento. Hubo sus juegos de prendas, inocente diversión, entonces muy en boga, endulzados en todos sus intervalos con exquisitos dulces y pastas, denunciadores de las habilidades reposteras de las bellas y simpáticas anfitrionas, de las que una de ellas era morena, de grandes ojos, atractivos, y de dulce mirada, muy bien hecha, un tipo verdaderamente atractivo, tanto por sus modales como por su conversación sencilla y franca, que me infundieron cierta impresión que ya no me abandonó desde entonces, sino que, por el contrario, se acrecentaba cada día.

Una tarde me atreví a preguntar a Ángel si su hermana María tenía novio, diciéndome que la hacía carantoñas un muchacho gallego, llamado Alfredo, perteneciente a una familia recién llegada de Galicia y cuyo padre, militar retirado era amigo y compañero del suyo, don Julián, a quien yo no conocía aún, porque el día de la fiesta no le vimos en la casa; pero me añadió que su hermana se negaba a las relaciones que le pedía, porque además de no ser su tipo era un niño bien, sin oficio ni beneficio, cuyo porvenir no ofrecía la menor garantía de seriedad en unas relaciones formales.

Entonces me lancé con una carta muy lacónica, aunque no falta de algo de romanticismo de principiante en esas lides, pidiéndole una cita, si admitía la probabilidad de mis formales pretensiones.

Y, a los dos días, recibía la esperada respuesta en la que me señalaba, después de darme las gracias, día y hora para la primera entrevista, en la que tanto ella como yo hicimos un verdadero alarde de exacta puntualidad, pues en cuanto llegué frente a su casa, aparándome ante su balcón con objeto de iniciar mi incipiente papel de «cadete», se abrió uno de los balcones apareciendo ella.

Después de los mutuos saludos a los que obligaba la cortesía y no exentos de emoción por ambas partes, habló ella, la primera, para decirme que correspondía gustosa a mi petición y que agradecería, sin que ello supusiera otra cosa, sobre esas relaciones cuya formalidad dependería de nuestro mutuo conocimiento.

Eso de la formalidad y de la seriedad de que usted me habla la garantizará mi caballerosidad y mi palabra, dependiendo por lo tanto de su manera de apreciarla. Yo vengo tras unas relaciones formales, con el objeto de que culminen, de ser posible, en casarme con usted.

Así terminamos nuestra primera entrevista, tan corta como enjundiosa, citándonos para el día siguiente a la misma hora, interrumpiendo esa tarde nuestro plácido diálogo callejero, yo desde la calle y mi novia desde el balcón, el referido galleguito, quien se limitó a pasar por mi lado, saludando a María de una manera significativa, demostrando cierta disimulada nerviosidad, siguiendo su camino no sin lanzar una mirada a ambos, singularmente a la que ya era mi novia.

Cuando terminamos de «pelar la pava», después de enterarme María de quién era el sujeto, al retirarme y llegar a una esquina próxima, me salió al paso el tal Alfredito, fracasado pretendiente, con ánimo de pedirme explicaciones por pretender a una señorita a la que él había pretendido antes que yo.

Yo le contesté con una risotada, concretándome a contestarle que su extraña reclamación a mí no me afectaba y que, por lo tanto, la ventilase con ella, siguiendo mi camino, dejándole plantado, pero no sin advertirle de que, en lo sucesivo, tuviera en cuenta que aquella señorita a la que pretendió, por su libre voluntad, era mi novia formal.

Al día siguiente, comentando con María lo ocurrido, me corroboró lo que me había referido su hermano, sobre el absoluto rechazo a sus pretensiones por parte de ella, lo mismo que a otros pretendientes que yo ya sabía eran muchos por sus condiciones físicas y morales. Lo que hacía que, entre la gente joven, gozara de generales simpatías y se le considerara lo que se llama «una perita en dulce», y eso que eran muy pocos los que supieran de su ejemplar vida casera y familiar.

Estos hechos dieron motivo a una serie de incidentes en los que el ridículo galleguito me dio ocasiones de tomarle el pelo, gracias a su torpeza y petulancia, que, para su desgracia, transcendió a un sector de la sociedad salamantina con manifiesta hilaridad a su costa.

Mi vida continuaba discurriendo con mi diario trabajo en la biblioteca, que cumplí siempre con la mayor lealtad y entusiasmo, y según creencia general, sobre todo entre los claustrales de la universidad, con no menos competencia y honradez, trascendiendo hasta el extranjero en un artículo publicado en Le Temps de París, por el ya afamado hispanófilo que llegó a gozar de una indiscutible autoridad en la historia de nuestra lengua y en las investigaciones en el estudio de la literatura española, Mr. Raymond Foulché-Delbosc, fundador de la célebre Revue Hispanique, quien relatando sus impresiones durante su reciente viaje por España en la temporada que estuvo en la Universidad de Salamanca, donde tanto él como otro compañero, hablaba del joven bibliotecario de esta, don Manuel Castillo, quien, dentro y fuera de la biblioteca, les había prodigado toda clase de atenciones, facilitándoles su trabajo de investigación, incluso concediéndoles horas extraordinarias para acelerarlo, y acompañándolos, además, por la histórica ciudad para que pudieran admirar, detenidamente, los tesoros artísticos de que está dotada, sobre todo en arquitectura plateresca, de la que sus numerosos monumentos constituyen un verdadero museo.

La característica que ha informado todas mis actividades ha sido la metodicidad a que me acostumbraron en el colegio y que he procurado conservar durante toda mi vida. Después de almorzar iba al café Suizo, generalmente con un compañero de hospedaje, un bilbaíno, solterón de tipo y carácter inglés, con su a veces inagotable spleen, y que residía en Salamanca con motivo de haber heredado una fábrica de jabón de un tío suyo, al frente de la cual hubo de ponerse, pero a la que poco caso hacía, pues escasamente iba a dar una vuelta cada día, dejándola en manos de los obreros que al cabo de unos cuantos años ayudaron al nuevo amo a liquidarla. Después de tomar café nos íbamos a dar un paseo hasta que llegaba la hora de acudir a casa de mi novia, a la hora convenida con ella y con su papá, cuyo permiso había solicitado por no poder resistir el papelito de «cadete». Allí me pasaba una hora de tertulias, que reanudaba después de la cena, hasta las diez, en que se daba por terminada la velada, y volvía al café, o iba al teatro, adonde llegaba siempre cuando había terminado el primer acto, y, tras un par de las clásicas vueltas a la plaza, me retiraba a mi casa de huéspedes hasta el siguiente día para pasar toda la mañana cumpliendo mi misión en la biblioteca.

Los domingos por la tarde mi novia quebrantaba su manía casera, que no abandonó nunca, y salíamos a dar un paseo con su hermana y sus amigas.

Pues bien, los jesuitas, que por su bien organizada policía conocían perfectamente mis pasos, sabían lo «colado» que yo estaba por mi novia y consideraron mi coladura como punto vulnerable, no sé si para tomar represalias o con la esperanza de lograr un cambio en mi actitud, intentando esto por dos veces, aunque sin fortuna.

Una tarde, al llegar a casa de mi novia me vi dolorosamente sorprendido por una inesperada repulsa, verdaderamente airada, de esta, reforzada por su hermana, anunciándome la primera la ruptura de nuestras relaciones, manifestándome como causa que mi madre había hablado mal de ellas diciendo que cosían para afuera. Aguanté aquel primer chaparrón, desmintiendo desde un principio la farsa, pues mi madre no conocía a mi novia más que por un retrato que yo le había enseñado en unas vacaciones navideñas, en El Vellón, no teniendo otros motivos para juzgarlas que las noticias que yo le daba, propias de su hijo, enamorado hasta las cachas, y me redije a preguntarles, después de tranquilizarlas un poco, quién era la persona que les había ido con tan disparatado cuento, negándose ambas a decírmelo, coligiendo yo, de ello, el origen y la trama de la intriga, que olía a confesionario que transcendía, apresurándome, en mente, a la lucha y a iniciar mi plan.

Bien –les dije–, el no quererme decir el nombre del autor de este chisme, urdido donde me sospecho, lo considero como un pretexto para dar terminadas nuestras relaciones quedando a salvo, en primer lugar, mi seriedad, una vez que yo soy quien ha mantenido su palabra, y en segundo, porque no puedo tolerar que a mi madre se le achaquen cosas que es incapaz de hacer. Como soy un caballero, no puedo marcharme hasta que venga el papá, a quien pedí permiso para entrar en esta casa como novio tuyo, de la que no puedo salir sin darle una explicación de lo ocurrido, saliendo entonces cual me corresponde, o sea, de la misma manera en que entré.

En esto, sentimos los pasos de su padre que regresaba a casa, y al ver, ellas, que me disponía a cumplir delante de ellas mi propósito, mi novia me dijo por lo bajo: «No digas nada a papá, porque yo te diré quién es».

Y, al marcharme, me dijo que había ido a visitarlas aquella tarde el ama de llaves de un amigo y compañero de su papá, familiar retirado, y sin familia. Aquella individua figuraba entre las beatas que en la primera misa de la Clerecía iban a tomar de los padres jesuitas el santo y seña de su respectivo confesor. «Pues yo te aseguro –le dije al despedirme– que esta misma noche no me acuesto hasta no desenredar este lío».

Salí a la calle. Y me dirigí a la casa de una íntima amiga de la beata, que había sido patrona mía, la cual hubo de cantar de plano al achacarle yo a ella ser la autora de la intriga en que se había puesto en tan mal lugar a mi madre, que vivía a tantas leguas de Salamanca.

Total, cuando volví después de la hora de la cena aproveché unos momentos para dar cuenta, a mi novia y a su hermana, de mis gestiones y de su resultado, añadiéndoles que, por mi antigua patrona, había yo mandado un recado a la interfecta que le daría al día siguiente: que en el momento en que yo supiera que se volvía a meter o a ocupar de mí, o que intentara poner los pies en casa de mi novia, la retorcería el pescuezo, y dirigiéndome a mi novia le dije:

Ahora que está todo aclarado, puedes decidir si continuamos o no nuestras relaciones. Por mi parte, sostengo la palabra que te di desde un principio, pero con la condición de que no recibirás jamás a esa demandadera de los jesuitas, a la que ya he mandado la receta, si pretende venir aquí, porque, en el momento en que la recibáis o habléis con ella, seré yo quien romperá nuestras relaciones definitivamente, aunque me duela mucho por entender incompatible con ellas ese trato que no nos dejará tranquilos.

Mi medida fue radical. La individua, después de mucho tiempo, fue un día a casa de mi novia, a la que le dio acceso la criada; pero a poco de llegar, según supe después, llamaron a la puerta, y creyendo que pudiera ser yo corrió, llena de pánico, a esconderse. Luego resultó que quien llamaba era el cartero, pero en cuanto se enteró se marchó inmediatamente y no volvió más.

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