Kitabı oku: «Tres mil viajes al sur», sayfa 2

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Mis recuerdos felices son de entonces. En aquella casa los vecinos nos llevábamos bien. Había sus cosas, no digo que no, pero no podíamos llevarnos mal porque nos necesitábamos. Cuando alguien estaba pasando una mala racha, siempre había quien podía arrimar un plato de puchero. Las Navidades las pasábamos juntos. Encendíamos una hoguera en el patio y todos nos reuníamos allí a cenar. Cada uno llevaba lo que podía. No sé cómo lo hacían las madres y las abuelas, pero nunca faltaba. Sobre todo para nosotros los niños. Eso se ha perdido en nuestro barrio de ahora, hace tiempo que dejamos de reunirnos en la plazoleta. Es más, a muchos vecinos ya ni los conozco.

Al principio, los primeros que llegamos nos juntábamos por alguna fiesta señalada. Celebrábamos las cruces de mayo o nos reuníamos para Reyes Magos. El día de Reyes era tela de divertido. Cada año le tocaba a un vecino disfrazarse de rey Baltasar, y los mayores se hartaban de reír quemando corcho para tiznarlo y que pareciera negro. Ahora no, ahora los que tienen niños celebran el día de los muertos con disfraces de caninas, de brujas, o de lo que se les ocurra, pero con mucha sangre. Hacen concursos y se lo pasan muy bien, hasta dan un premio al mejor disfraz. Pero a mí ni se me pasa por la cabeza bajar, aunque algunos niños suben y dicen algo sobre un truco o un trato y me piden caramelos. Como si yo tuviera.

Ahora los negros auténticos los tenemos de vecinos. En el piso de arriba no sé cuántos hay viviendo en una casa como la mía. Entran y salen con sus bolsas grandes de ropa, con las cajas de pañuelos o con lo que vendan. Yo no conozco a ninguno, a mí me parecen todos iguales, salvo una negrita que tiene dos niñas y es muy buena gente. Los dientes son blanquísimos, y además los tiene todos, no como yo. Casi siempre que me la cruzo se para a hablar conmigo y me llama por mi nombre de una forma muy graciosa. Yo no me he quedado con el suyo porque es muy raro. Por lo menos no es de aquí. La muchacha un día me regaló un rosario de los que vende. Lo tengo puesto en la mesita, pero no rezo ni nada. Todo lo que tenía que rezar ya lo recé. Y total, para el caso que Dios me ha hecho…

El barrio no tiene nada que ver con el de los primeros años. Ahora hay mucha falsedad, la gente va a su avío y cuchichea mucho a las puertas de su casa. Ya no se ve tanta droga por la calle, o puede que sea que no esté tan pendiente porque mis dos hijos mayores están en la cárcel. Pero de vez en cuando se sigue escuchando por ahí que han apuñalado a alguien, aunque casi siempre son ajustes de cuentas de los traficantes con alguno que no les pague. Eso mismo estuvo a punto de ocurrirle a mi mayor. No me quiero ni acordar de lo que pasé para juntar el dinero que debía y que no me lo mataran. Y para lo poco que ha servido. Por lo menos está vivo.

IV

Josefa lleva ya dos semanas sin venir a las clases. Como siga así se le va a olvidar leer y escribir, porque lo que ha aprendido lo tiene cogido con alfileres. Sé que fue al de manualidades hace unos días, me lo dijeron las otras mujeres, pero por mi taller no aparece. El último día que vino me dijo que el niño la tenía muy agobiada, que no sacaba partido de él. Me ofrecí a ir a su casa a hablar con el muchacho. Lo conozco desde que era chico, desde que su padre murió y Josefa empezó a ir por la parroquia.

Antes, ese niño me hacía caso y creo que todavía me respeta. Al menos algo más que a su madre, aunque la última vez que lo vi me dio una impresión malísima. No sé si era por el estirón que había pegado durante el verano, por el cambio de voz o por la mirada. Reconozco que me asustaron esos ojos abiertos y vacíos. Parecían de cristal, sin expresión ninguna. Me llevé un buen rato charlando con él y para mí que al menos me escuchó. Supe que volvió al colegio, pero Josefa me dijo que aquello duró como mucho una semana y que había vuelto a las andadas. Sé que la trae por la calle de la amargura y lo peor es que nadie, ni los maestros siquiera, saben qué hacer por el chiquillo, a todos les tiene comida la moral. Porque es un chiquillo, nada más que tiene quince años. Josefa dice que una maestra le tiene manía a su hijo. Yo creo que eso es lo que él le cuenta a su madre, vete tú a saber si es cierto. Algo habrá, no digo que no, pero a ver quién es capaz de encarruchar a ese niño, de meterlo en vereda, con ese cuerpo de hombre que tiene que da miedo. Porque yo me lo encuentro en un callejón oscuro y salgo corriendo.

No sé si preguntarle primero a la del taller de manualidades. Con ella también hace buenas migas, aunque para mí que esa, con el genio que tiene, le riñe más de la cuenta. Más que yo incluso. Cuando estoy tranquila en casa y pienso en el barrio, llego a la conclusión de que las broncas son inútiles, de que no sirven para nada, de que llevamos un montón de años tratando de hacer algo por esa gente y todavía no nos hemos enterado de qué va la cosa. La de manualidades dice que lo tiene muy claro, que nosotras sabemos cómo se hacen las cosas, que las mujeres son incultas y que lo que tenemos que hacer es enseñarles lo que es el respeto, porque entre los maridos y los hijos las tienen esclavizadas. Pero yo no lo tengo claro, a mí lo que me parece es en vez de ayudar, lo estropeamos más, que no vamos por ellas sino por sentirnos bien nosotras, porque en el fondo estamos tan solas como ellas. Porque vaya el Paquito ese, el marido de la de las manualidades, vaya tío estirado. Cualquiera lo aguanta. Esa va para allá porque no lo puede soportar.

Yo lo que sé es que el día que nos toca ir, lo que nos sale es reñir, a la del Paco ese y a mí también. Pero es que aquello es de locos, la historia de esta pobre mujer desde luego que es de locos. Porque no sé cómo se puede tener tanta mala suerte.

Desde que Josefa perdió el empleo la he visto caer otra vez en picado. Las que la conocen desde hace tiempo dicen que antes estuvo mucho peor. Por lo visto, hubo una época en la que un día sí y otro no se acercaba a las vías del tren, con intención de arrojarse delante del primero que pasara. Pero nunca se atrevió, y yo confío en que no lo vuelva a hacer. Tiene que seguir luchando. Ese niño necesita a su madre. Y también sus hijas la necesitan, por muy golfas y flojas que sean.

Como madre, yo la entiendo cuando se deja que las niñas le saquen lo que no tiene. Claro que se deja, cómo no se va a dejar. A mí me ha pasado igual con las mías, que ya tienen una edad. Con el dineral que nos costaron sus casamientos, todavía hay que pagarles más cosas. Y ahora es mucho peor. El marido de mi hija mayor perdió su trabajo y ahora que está en el paro le ha dado por escribir. Joaquín está que trina con nuestro yerno, se indigna porque se pasa todo el santo día delante del ordenador y no mete un euro en su casa. Y cada vez que mi hija llama para decir que van a venir a comer, se pone negro. Cuando suena el portero electrónico, Joaquín siempre sale con la misma cantinela: «Ea, ya está aquí tu yerno el poeta, seguro que viene muerto de hambre». Y me tengo que pelear con él para advertirle de que no se le ocurra hacer ningún comentario de esos mientras comemos.

Mi hija está luchando por salir adelante, matándose a trabajar, y yo la ayudo en lo que puedo. Eso es lo que hace también Josefa. Si no, para qué estamos las madres. Porque ahora le vienen tiempos todavía más duros si cabe, en el caso de que su hija pequeña, la que se puso las tetas, se quede embarazada. Cuando me contó que se había apuntado para que le hagan la fecundación in vitro, no daba crédito. No me podía creer lo que estaba escuchando.

Que en su casa no entre nada de dinero no importa, lo que importa es que la niña quiere ser mamá. Todavía no puedo entender cómo la han admitido, porque encima la han admitido en la Seguridad Social. ¡Si no tiene dónde caerse muerta! ¿A quién le van a sacar luego los pañales, la leche, los cereales, de dónde va a salir el dinero, con lo que cuesta traer niños al mundo, madre del amor hermoso? ¿Y qué educación le van a dar? Josefa me decía que la pobre se moría de ganas por tener un niño, y que le habían dicho que el esperma de su pareja era de baja calidad. Sin dinero, sin trabajo, sin oficio. Y encima, con esperma de baja calidad. Yo le dije que su hija era una inconsciente, que me parecía una locura. Pero Josefa no me respondió, sólo agachó la cabeza. Al menos, la niña va por el seguro y no tiene que pagar la pasta que le costaría hacérsela en una clínica de pago. Y más debiendo las tetas.

Para Josefa, lo más importante ahora sería encontrar otro trabajo. Todavía es joven, y tiene que cotizar o va a seguir con una miseria de paga, porque este gobierno ha decidido cortar por lo sano en lo de las jubilaciones. Menos mal que Joaquín se hizo un fondo de pensiones para nuestra vejez. Ahora que se ha jubilado lo vamos cobrando poco a poco y nos viene de perlas, porque con eso echamos una mano a nuestras hijas. Con eso y con la paga que me arreglaron por el tiempo que trabajé antes de casarme, que no sabía que con los dos o tres años que estuve asegurada me iba a quedar algo. Pues esos dos piquitos nos sirven para que de vez en cuando les llenemos el frigorífico o compremos ropita para los nietos.

Mi paga la manejo yo, esa no la toca Joaquín. Y con ella me doy el gusto de comprarles a los niños lo que me dé la gana. Diga lo que diga mi marido, que ya me encargo de que no se entere. Porque, como sepa que algún domingo me acerco al mercadillo del barrio a comprarle camisetas de fútbol a los nietos, me mete la bronca. Si es que la ropa no les dura nada, con lo que están creciendo. Y de paso ayudo a gente de allí.

Pero Josefa está sola, no tiene a nadie. Ya es mala suerte que la echaran cuando se incorporó después de la fractura del brazo. La pobre se cayó cuando volvía a su casa de limpiar una de las oficinas. Ella nunca supo lo que le pasó. Le dio un mareo, quizás una bajada de azúcar, y se rompió el cúbito y el radio. Además, se hizo una brecha en la cabeza. Pero el cabrón del jefe, encima de que la tenía asegurada por mucho menos tiempo del que trabajaba, fue reincorporarse y ponerla de patitas en la calle.

Me dijo que cotizaba por cuatro horas a la semana y trabajaba por lo menos veinte. Lo poco que ganaba le servía para ayudar a sus hijas, porque con lo que le quedó de paga de viudedad, era imposible llegar a final de mes. Trabajar de limpiadora le venía muy bien, las cosas como son. Es como lo del fondo de pensiones de Joaquín, un complemento.

Cuando me dijo que la habían echado, casi me da algo del disgusto. Además, la indemnización fue una miseria. Es lo que decía Joaquín, que a ver qué esperaba que le fueran a dar por las cuatro horas a la semana que rezaban en el contrato. Para mí que en el fondo también le venía bien que la aseguraran por menos horas. Le habían dicho que si le ponían las horas reales le iban a pegar un bocado importante a su paga, y ella lo que quería era ganar más. Pero es que de esta forma no vamos a ninguna parte. No me explico cómo hay gente que pueda seguir haciendo las cosas así en este país y que no pase nada.

Quiero hablar con ella para que vuelva a las clases. Ya sé que hay alguna del taller a la que no puede ni ver, que ha tenido peleas y discusiones por tonterías. Pero ella tiene que reconocer que en el fondo, las únicas amigas que tiene están allí, que pasa un buen rato y que le viene muy bien para su ánimo. Además, cuando está un tiempo sin aparecer, se atrasa una barbaridad, parece que se le olvidara todo. En especial, con las cuentas.

Si esta semana no viene, la llamo. Me pasaría por su casa para convencerla, pero me da miedo. Y más ahora en invierno, que anochece muy pronto. No quiero meterme a esa hora junto al muro del tren, para que me salga cualquier chorizo de esos, el hijo de Josefa mismo, y me dé un buen susto. No me hace falta otra cosa, con el coñazo que me da Joaquín desde que se ha jubilado para que deje de ir por allí. Ahora está emperrado con que vayamos al cine todas las semanas.

Al cine. A la vejez, al cine. Hay que ver lo pesado que se pone últimamente con eso, si además nunca hemos ido en todos los años que llevamos de casados. Yo lo que quiero es seguir yendo al barrio a ayudar. Me siento útil, sé que las mujeres me quieren y me piden consejos. Me encanta estar allí. Ayudarlas a leer, corregirles la ortografía, las cuentas. Disfruto tomándome un cafelito con ellas, me halaga que me cuenten sus penas. Y también me río mucho. Porque no hay día que no nos hartemos de reír con alguna loca de esas, que no todo son penas.

Las penas. A mí también me gustaría contarles las mías, pero no me atrevo. Sé que estoy allí para ayudarlas en lo que buenamente pueda, para que no metan la pata más de lo que la meten por su incultura. Pero a mí también me encantaría que alguna me entendiera, tener a quien poder confiarle que me he dado cuenta de que no soporto a mi marido. Sí, lo detesto, no lo aguanto ahora que lo tengo en casa todo el día repanchingado en el sillón. Pero no me atrevo a dejarlo. Querría que supieran que con ellas me siento feliz, y que gracias al taller he descubierto mi vocación de maestra ahora que ya no tengo edad. Esto no se lo puedo contar a ninguna de mis amigas, no me atrevería, porque seguro que irían con el chisme a sus maridos y en un plis-plas estaría en boca de todos. Seguro que llegaba a oídos de Joaquín y para qué quiero más.

Ojalá que alguna de las mujeres del taller me ayudara a verlo claro, que me empujara a hacer lo que sé que debería hacer. Pero son muy brutas. Aunque las hay más listas que el hambre, y si hubieran tenido posibilidades, otro gallo les hubiera cantado en la vida. Igual que a mí. Si hubiera puesto firme a Joaquín en su día, si hubiera hecho lo que me pedía el cuerpo. Si lo hubiera mandado a tomar por culo hace tiempo.

Y ahora que se ha jubilado, lo que quiere es que sea su perrita faldera. Eso, y meterse con mi yerno cada vez que le salga de los huevos. Mi yerno el poeta. El poeta que no es poeta, porque lo que está escribiendo es una novela histórica sobre un rey moro que sí que lo era. Pero Joaquín, ni se entera ni se quiere enterar. Cada vez que me dice algo me hago la loca. Porque yo desde luego no me voy del barrio ni dejo mis clases. Se ponga como se ponga.

Como Josefa no aparezca el próximo día, se va a enterar. Y si tengo que ir a su casa a sacarla por las orejas, la saco. Diga mi marido lo que diga, que me tiene hasta el coño.

V

Voy a dejar la casa recogida, limpia. Por lo menos, con mi cama hecha. También la cocina y el salón. No quiero que, si va a entrar gente aquí cuando ya no esté, digan que era una guarra y se me quede la fama. La habitación del niño me da igual, si quiere que la arregle él, aunque seguro que no lo hace. Si no lo ha hecho cuando he estado detrás, no lo va a hacer a partir de ahora. Ya que haga lo que quiera, para lo que va a durar aquí. Mejor bajo a casa de mis padres y termino cuanto antes.

Qué mal he hecho las cosas en mi vida. Todo se estropeó muy pronto, el día en que conocí al que iba a ser mi marido, al único con el que me casé, porque con el padre de este niño lo que hice fue arrejuntarme. A ese cabrón me lo encontraba en la parada del autobús cuando iba a trabajar. Allí empezó a hablarme. Muchas veces se bajaba en el mismo sitio que yo y me acompañaba hasta la farmacia en la que comenzaba mi turno de limpieza, incluso se ofrecía a ayudarme si iba cargada. Al principio era todo dulzura. Yo también era muy jovencita, demasiado inocente. Nos hicimos novios y, aunque tenía sus cosillas, no era malo conmigo. Era muy celoso y no quería que me pintara. Aunque le dijera que lo hacía para él, el día que me ponía coloretes me obligaba a subir a casa a quitarme el maquillaje. Pero aparte de eso, nada, aunque fue casarse y todo cambió. En especial cuando empezó a trapichear con la droga.

No sé qué fue primero, si quedarse sin trabajo y tener que meterse en líos para sacarnos adelante —eso era lo que decía, que lo hacía por nosotros—, o dejar los albañiles porque con la droga lo ganaba mejor. Ya qué más da. En aquella época la construcción estaba muy mal pagada y había muchos accidentes en los andamios. En el barrio murieron más de uno y más de dos, y también hubo quien se quedó en una sillita de ruedas. A mí me daba miedo, porque bebía mucho y casi siempre llegaba a casa borracho. Temía que cualquier día me avisaran de la obra para decirme que había perdido pie y se había desnucado.

El caso es que un día dejó el trabajo y se colocó con un gitano de dinero que vendía en un mercadillo. A mí lo que me decía era que le ayudaba en su negocio, que compraban género en los almacenes y lo vendían por las casas los días que no montaba el tenderete, pero luego resultó que traficaba. Y yo sin enterarme.

Ajena todavía a lo que pasaba, nos mudamos a un piso que nos buscó ese hombre al final del barrio, pegado a la carretera. Allí vivimos un buen puñado de años. No nos cobraba nada, decía que era parte del sueldo de mi marido. Eso más o menos era verdad, porque cuando la Policía lo cogió y lo metieron en prisión, el gitano vino a echarnos. La excusa fue que tenía que meter a otra familia para que le ayudara en lo suyo. En el barrio se decía que la casa no era de él sino de un hombre de billetes que vivía al otro lado del río, en un sitio de mucho lujo. Yo no supe nunca quién era, pero por lo que una vez me contó una vecina, que en realidad no sé si también me estaría mintiendo, aquel ricachón era un pez gordo de verdad, y tenía varios pisos puestos a nombre del gitano, aunque en realidad eran de él. Allí metía a familias como la nuestra, que no teníamos dónde caernos muertos, para que trapicheáramos con la droga. Que aquello que me dijo esa señora fuera verdad o fuera mentira yo no lo sé, lo que sí sé es que el gitano nos echó después de que a mi marido se lo llevaran preso. Y que él llevaba ya mucho tiempo enganchado. Y que también había enganchado a los niños.

Me hizo cuatro barrigas. Con él tuve a todos menos al pequeño. Dos varones y dos hembras, uno detrás de otro. Mis vecinas decían que era una coneja. A los machos los envició con la droga, el hijo de la gran puta. No tenía corazón, si fue capaz de hacerle eso a sus hijos, ¿qué no habría sido capaz de hacer?

La primera vez que le dije que dejara a los niños en paz, me pegó hasta que se hartó. Por aquella época empecé ya a tomar pastillas para la depresión. En vista de que no mejoraba, mi médico me mandó a salud mental y allí me volvieron a dar más pastillas, sobre todo desde que una vez intenté abrirme las venas. Me salvé porque, después de cortarme con el cuchillo, me acordé de mis hijos y me asusté. Yo misma salí corriendo al ambulatorio. Cuando mi marido se enteró de lo que había hecho, me volvió a pegar. Un día, con el cabreo, sacó todas mis pastillas de las cajas, hizo un puñado y me las dio. Me dijo que me las tomara si tenía lo que había que tener. Y como no lo hice, me gritó que no era capaz porque sólo era una pedazo de puta. Lo peor de todo era que los niños estaban de parte del padre. Como estaban enganchados, hacían lo que él quería. Le comían en la mano.

El día en que la Policía se lo llevó me harté de llorar. La gente creía que era de pena por él. Pero yo lo que sentí fue alivio. Sólo por una parte, porque en realidad no sabía lo que iba a hacer. Y más cuando el gitano vino a echarnos de la casa. No le valió ni que el mayor se ofreciera a sustituir a mi marido. Ese hombre ya tenía otros planes, en el fondo pienso que fue él quien lo delató. Seguro que estaba tan harto como yo.

Nos pusieron en la calle y nos tuvimos que meter en la casa de mis padres. Qué buenos han sido ellos siempre conmigo. Nos abrieron las puertas sin preguntar nada. Quizás fue porque lo sabían todo, por no hacerme pasar otro mal rato teniendo que dar explicaciones. Me da mucha pena dejarlos ahora, pero por lo menos no se van a dar cuenta. No sería capaz de hacerlo si ellos no hubieran perdido ya la cabeza. Espero que mientras duren les den cariño y los tengan limpios.

Los niños no se vinieron. Y menos mal, porque no sé qué hubiera pasado. Bueno, sí lo sé, les hubieran robado a los abuelos todo lo que pudieran con tal de conseguir para droga. En la casa de mis padres volví a salir a la terraza a ver pasar los trenes, aunque más de un día pensé en tirarme por el balcón. Pero no me atreví.

Me vine aquí con las dos niñas, pero poco después se fue también la mayor, que ya había empezado a hacer la carretera. Debía de llevar tiempo, porque yo en el fondo me lo imaginaba. No quería ni pensarlo, no me cabían más desgracias en la cabeza, ya no podía con más cosas, pero en los últimos meses la noté muy rara. Había cambiado de forma de vestir, mucho más provocativa, y no sabía de dónde estaba sacando el dinero para esa ropa. Pero no le dije nada, me conformé con saber que por lo menos tendría para vivir.

Mi marido cogió el sida en prisión y murió. Sé que lo cogió allí porque me avisaron para hacerme las pruebas y dieron negativas. Cuando me enteré de que había fallecido y de que no lo iba a volver a ver más, me quedé descansando. Aunque para evitar habladurías me pusiera de luto un año.

Por aquel entonces empecé una buena racha, hasta que en mala hora se me cruzó el padre del pequeño. Encontré trabajo de limpiadora en una residencia de ancianos y el piso de arriba de mis padres se quedó libre. Lo solicité al Ayuntamiento y me lo concedieron. Quise creer que Dios ya no me mandaría más desgracias y que la vida me iba a ir mejor. Me vine sola al piso porque la chica se acababa de ir a vivir con uno, el mismo con el que está ahora. Después de los años que llevan juntos siguen sin tener niños. Están buscando, pero ella no consigue quedarse. Su médica la mandó al hospital para ver por qué no se quedaba. Ahora la están preparando para que se quede. Lo que no sé es de dónde van a sacar para alimentar a ese niño, con el dineral que deben. A mí ya no me pueden exprimir más. Además, no lo voy a conocer. Quizás si ve que falto se espabile, se arrepienta y se olvide de eso de quedarse embarazada. Porque es una locura, mis profesoras no paran de decírmelo. Y me riñen como si fuera yo la que estuviera buscando.

La fregona de mi madre está hecha un desastre. Más que limpiar, creo que ensucia. De todas formas, esta casa da poco trabajo, son ellos dos nada más. Mi padre no sale de la cama y mi madre está todo el día sentada en el sillón de su cuarto, con la cabeza medio ida. Voy a buscar qué les hago de comer y lo dejo preparado. Lentejas. Y un poquito de papas. A mi padre se las pasaré para que no se atragante.

Si mi hijo mayor estuviera aquí, me diría que las lentejas me las comiera yo. Aunque imagino que en la cárcel habrá tenido que tomar más de un potaje. Y los de allí seguro que no serán como los que hace una madre. Espero que se haya acostumbrado, porque él y su hermano tienen para largo. El abogado me dijo que al mayor le quedan por lo menos seis años pero que, como todavía tiene cuentas pendientes, casi seguro que serán unos cuantos más. Y una puede ser gorda, porque no se le ocurrió otra cosa que pegarle a un policía.

Al chico le cayeron quince años poco antes del verano, por entrar en una casa a robar. El día que se celebró el juicio no pude estar, por mucha prisa que me di. Quería verlo entrar y salir, como otras veces. Pero tenía que trabajar, no podía faltar. Mi jefe andaba detrás de mí desde hacía bastante. Yo sabía que, nada más que le diera una excusa, me pondría de patitas en la calle como ha hecho, y por eso no podía escaparme antes de la hora. Por mucho que corrí, no me dio tiempo. Cuando llegué al Juzgado ya se lo habían llevado para atrás. Ese fue el motivo de la última bronca que tuvimos, y desde entonces no me habla ni me deja que vaya a visitarlo, aunque a sus hermanas les dice que le mande dinero. Eso es lo único que quiere de mí.

Mi madre se ha vuelto a quedar cuajada en el sillón. Luego dice que no duerme de noche. ¿Cómo va dormir, si tiene el sueño cambiado? La dejaré así. Le voy a dar un beso con cuidado, no vaya a despertarse y me note algo en la cara. Tampoco ellos pueden seguir de esta forma. Que los recojan, es lo que más les conviene. Los van a cuidar mucho mejor que yo. Porque ya no queda nadie en la familia que pueda hacerlo, y a mí cada día me cuesta más trabajo levantarlos. Si mis hijas fueran de otra forma, todavía. Pero no se van a hacer cargo, ni aunque se queden con sus pagas.

Además, la mayor no podría atenderlos porque tiene los anticuerpos. Seguro que se los pegó algún tío de esos con los que ha andado. También se infectó de hepatitis y ha estado muy mala, a punto de morirse. Una vez creía que se me iba. Yo pensaba que se había puesto más buenecita. Sin embargo, ahora está peor y ha vuelto a la carretera, pero ya no es lo mismo. Dice que las negras le están quitando los clientes. Las negras y los años, digo yo. Vive en un piso al final del barrio, cerca de nuestra antigua casa, pero no sé con quién. Sola no creo. Cuando tiene una buena racha se viene aquí a que le dé de comer y me promete que va a mejorar, pero luego se junta con mala gente y vuelve a las andadas.

La última vez que hablé con ella no paraba de decirme que nos fuéramos del barrio, que teníamos que irnos a un sitio en el que no conociera a nadie. Y yo le pregunté que a dónde nos íbamos a ir. Que para eso hace falta dinero y no tenemos.

El hígado lo tiene fatal. Me puse negra cuando me enteré de que la llamaron de un hospital que hay en un pueblo de por aquí cerca. Querían experimentar con ella un medicamento nuevo muy caro que le podía curar la hepatitis, pero que no servía para todo el mundo. Perdió su turno porque no tenía dinero para el autobús que lleva al hospital. Decía que me llamó unas pocas de veces, pero que no le cogía el móvil. No sé si eso será verdad o no, porque el teléfono no lo entiendo bien. No sé escuchar los mensajes ni nada, pero es lo que le dije, que si veía que no me enteraba por qué no vino a mi casa.

Siempre que vuelve me pide dinero, pero yo no tengo. Para el autobús siempre voy a tener, y si no se habla con quien sea, hasta con los negritos de arriba si hace falta. Pero es que me ha quedado muy poco de paro. Y entre los gastos del pequeño, lo que tengo que mandarle a su hermana, la luz, los muertos, el agua, recargar el móvil, el tabaco para los de la cárcel… Que no, que no tengo, que la pensión y el paro no se pueden estirar más. Ya no me da ni para ir a ver a los niños. Aunque ahora ninguno de los dos quieren que aparezca, sólo que les mande dinero.

Al mayor lo puse de patitas en la calle con la novia que me había metido en casa. Eso fue cuando cumplió la última condena, antes de que le saliera la de ahora. Se plantó aquí con una gachí que tenía muy mala pinta, sin pedirme permiso ni nada. Un día que llegué a casa vi que habían echado al niño de su cuarto. El pobre se tuvo que ir a dormir al sofá del salón. La tía parecía que tenía una lombriz en el estómago. Se lo comía todo, me cogía ropa sin pedirme permiso, y si yo le decía algo a mi hijo, se encaraba conmigo. Hasta que me harté y les amenacé con que o se iban o llamaba a la Policía. No tengo ni idea de a dónde se fueron, pero lo cierto es que fue entrar otra vez mi hijo en prisión y la mujer ponerle los cuernos. Si es que se veía venir.

Ahora van a tener que aprender, y si no, van dados. El mayor, o se acostumbra a comer lo que le pongan en la cárcel o no sé qué va a hacer. En el fondo, lo he protegido mucho. Ya me lo decían las de la parroquia: «Josefa, es que lo tienes muy mimado. Déjalo que pase hambre y verás cómo se acostumbra». Y con lo de comprarles tabaco a los dos, lo mismo. Que dejen de fumar. Lo que más pena me da es saber que mis hijos van a estar mejor sin mí. Fui una mala madre para ellos cuando eran chicos y ahora también estoy de sobra.

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