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Manufacturas e industrias intensivas
de recursos naturales renovables

EL OBRAJE Y EL TRABAJO DOMÉSTICO
DE ALGODÓN

EL OBRAJE LANERO REPRESENTA la forma más importante de manufactura colonial surgida en la década de 1530 y aunque en el siglo XVIII los obrajes disminuyeron, con la consiguiente caída de la producción de paños de lana en favor de la producción artesanal de algodón, éstos siguieron activos hasta la Independencia.

El obraje se presenta como una estructura arquitectónica sencilla, en la que convivían residencia y lugar de trabajo, pero especializada en las varias operaciones del tratamiento de la lana.1 En 1539 Francisco de Peñafiel estableció en Puebla un obraje para hacer paños y luego la región pasó a ser el centro de la actividad sedera hasta que en 1569 fueron aplicadas las ordenanzas restrictivas emanadas en 1542 para el valle de México por el virrey Mendoza suprimiendo el trabajo de las hilanderas indígenas y la libre producción de tejidos.2

El auge de la expansión de los obrajes tuvo lugar entre 1570 —en particular en la cuenca de Puebla-Tlaxcala— y principios del siglo XVII. Informes para 1597 registraban 34 obrajes en Puebla con un promedio de 6.32 telares y 70 trabajadores, mientras en México había sólo siete; pocos años después, según el informe de 1604, la estructura obrajera de Puebla no se había modificado pero en la ciudad de México los obrajes de paños habían aumentado a 25, además de los existentes en las poblaciones de los alrededores.3 Los obrajes poblanos disminuyeron a partir de 1630 cuando fue prohibido el comercio intercolonial y Puebla perdió el mercado andino que empezó a abastecerse con su propia actividad textil. Para 1759, de los 84 obrajes que existían en Nueva España, algo menos de la mitad se encontraban en la ciudad de México y en Querétaro, mientras en la región de Puebla habían disminuido a cinco; dos décadas después habían surgido otros 13 en Acámbaro, que pasó a ser de esta manera un importante centro textil, pero a principios del siglo XIX había sólo seis obrajes activos alrededor de la ciudad de México (tres en Coyoacán, uno en Tacuba y dos en la ciudad) y 13 en Querétaro. La distribución regional de la producción textil novohispana se coloca en el centro de la red mercantil del espacio económico creado por la expansión de la minería. Los principales centros textiles laneros se encontraban en las regiones alrededor de la ciudad de México y, sobre todo, en El Bajío y en Querétaro. Sin embargo, en El Bajío el nivel de concentración fue menor que en otras regiones debido a la integración de la economía regional con la minería y la producción agrícola, lo que se tradujo en una relativa especialización de los obrajes dedicados a tejidos de lana anchos (Querétaro, San Miguel) o angostos (Acámbaro) y en una mayor presencia de tejedores domésticos y a domicilio.4

Hubo varias ordenanzas a partir de 1569 relativas a los aspectos productivos, a las condiciones de trabajo y a las disposiciones sobre los gremios de obrajería. Entre las funciones de los gremios estaba la supervisión de la calidad de los paños y de las telas; al mismo tiempo tenían que controlar el nivel de conocimiento de las técnicas laneras examinando a los maestros y otorgando así licencias para ejercer el oficio. Los gremios entablaron con el tiempo una lucha contra quienes trabajaban sin licencia en los telares domésticos o producían artículos que escapaban a su control. Las dificultades encontradas por los gremios para imponer que los propietarios de obrajes fueran maestros con capacidades técnicas reconocidas resultan, con bastante frecuencia, de los documentos de la época, sobre todo a causa de la escasez de capitales, lo que favoreció la presencia de inversionistas que contrataban maestros como mayordomos. Los gremios, sin embargo, en algunos momentos consiguieron ejercer acciones comunes ante las imposiciones fiscales y las propuestas de aumento de las alcabalas por parte de las autoridades políticas. La demanda de lana para los obrajes, a partir de la mitad del siglo XVI, dio lugar a incrementar la cría de ovejas que se multiplicaron, en la centuria siguiente, desplazando al ganado mayor en las regiones del centro-norte, hasta tal punto que los criadores de ovejas pasaron a ser grandes propietarios de tierras. Las estancias de ganado menor en un principio habían surgido en México, Puebla, Querétaro, Aguascalientes y Zacatecas, pero a finales del siglo XVII el ganado lanar cobró gran pujanza en Durango y San Luis Potosí, así como en Guadalajara y Michoacán y en general en las Provincias Internas. Este desplazamiento regional de los núcleos productores de lana obedecía a algunos factores generales de la colonización del norte pero en las áreas del centro, y en mayor medida en El Bajío, se debió a la ampliación de la agricultura a expensas del pastoreo puesto que el crecimiento de las actividades mineras requería mayor cantidad de productos agrícolas. Las estimaciones del número de cabezas de ganado lanar (alrededor de 10.5 millones) para principios del siglo XIX indican la existencia de una abundante producción de lana, hecho que, ante la estabilidad de los precios, ha llevado a descartar la escasez de materia prima como elemento explicativo de la crisis obrajera. La ordenanza de 1599 que invitaba a instalar los obrajes en las cabeceras de los obispados se relacionaba con la crisis demográfica. El descenso de la población en el siglo XVI asumió grandes proporciones a causa de las recurrentes epidemias. A la dispersión de los obrajes del primer siglo de colonización siguió un intento de concentrar estas actividades manufactureras en los alrededores de los núcleos urbanos para tener un mejor acceso a la mano de obra indígena y a las fuentes de agua necesarias. La disminución del número de obrajes después de 1570 responde a esta pauta general de la sociedad novohispana y a una consolidación de la técnica manufacturera que se mantendrá sin sensibles modificaciones hasta fines del periodo colonial. Cabe señalar, sin embargo, que hubo también obrajes en el contexto rural creados por razones ligadas a la presencia de mano de obra indígena o establecidos, en zonas alejadas del norte, en las mismas haciendas de ovejas. Los datos disponibles sobre la fuerza de trabajo ocupada en los obrajes y en el sector textil globalmente considerado para los siglos coloniales ofrecen una gran variedad de situaciones. A partir de 1601, y durante todo el siglo XVII, aumentaron las presiones de las autoridades ante la crisis demográfica para prohibir que los obrajes emplearan indios y aceptaran, en cambio, esclavos negros. En las primeras décadas del siglo XVIII hubo análogas presiones para que los obrajes aceptaran a los reos; sin embargo, el repartimiento de reos fue abolido en 1767, lo que generalizó el recurso a la fuerza de trabajo indígena bajo la forma del peonaje. El tiempo de permanencia de los 69 casos de servicio por delitos registrados en los obrajes de Puebla y Querétaro entre 1572 y 1610 fue, para la mayor parte, de menos de uno a dos años.5

A mitad del siglo XVIII los obrajes existentes en el valle de México tuvieron hasta 200 trabajadores, pero en otras zonas el número fue inferior y en muchos casos por debajo de 40 trabajadores. Sin embargo, hay que tener en cuenta la distinta distribución del trabajo que se daba en los varios obrajes, como la mayor o menor presencia de hiladores, cardadores, bataneros, tejedores y tintoreros, en función de la diversificación del proceso productivo; cabe también recordar que los datos recabados de los documentos de la época se refieren generalmente a españoles, mestizos y pardos, y no registran la población indígena ligada a la actividad textil. Por lo que se refiere a los salarios —medidos por lo general a través de la capacidad adquisitiva de maíz—, a pesar de las diferencias regionales y el pago a destajo según el tipo de especialización, en general se suele admitir que no hubo variaciones sensibles respecto a otras actividades; los obrajeros, además, recurrían al pago parcial en paños y a las varias formas del sistema de raya. Las biografías de los propietarios de obrajes a partir del siglo XVII nos indican una relación muy estrecha con las fuentes de crédito de la época garantizables en gran medida con la disponibilidad de bienes propios o con la misma amplitud de la red familiar, lo que determinó una relativa inestabilidad por continuos traspasos resultado de gravámenes, presiones de los acreedores y quiebras. En la región de Puebla a finales del siglo XVI los obrajeros fueron oficiales de paños españoles que luego ampliaron sus actividades. El ejemplo de la familia Vértiz que poseyó el obraje Panzacola de Coyoacán desde alrededor de 1720 hasta su cierre en 1827, a pesar de algunas vicisitudes seguidas a la quiebra de 1785, no constituye la norma. El obraje Ansaldo de Coyoacán surgido a principios del siglo XVII sufrió hasta 1740 varios traspasos por deudas, así como la competencia entre los obrajeros de San Miguel llevó entre 1758 y 1771 a un grave conflicto con Balthasar de Sauto, quien había creado un importante obraje en los años de 1740. Entre los propietarios de obrajes predominaron los comerciantes, como en Querétaro, pero no faltaron los maestros con licencia como José Pimentel, quien en 1734 había sido administrador del obraje de Andonegui en Tacuba.6

El obraje como unidad manufacturera se distinguió, pues, por una relativa concentración de la fuerza de trabajo y por la necesidad de disponer de instrumentos técnicos, sobre todo el batán y las pailas para teñir los paños, aspectos que requerían mayores inversiones respecto al sector artesanal del algodón. Los cálculos documentables sobre las inversiones en los obrajes varían bastante en el tiempo, pero el valor de los instrumentos en general superaba al de la materia prima, aunque resultaba muy por debajo del valor de los edificios y de la fuerza de trabajo;7 en Puebla, por ejemplo, a principios del siglo XVII ésta oscilaba entre un 30 y un 70% de las inversiones. La producción de los obrajes en 1600 había sido, según algunas estimaciones, de 1.5 millones de pesos y para finales del siglo XVIII la producción anual de los que seguían existiendo no parece haber sido muy superior.8 El obraje con su especialización técnica comportaba, pues, un ciclo productivo articulado y costoso. La crisis del obraje novohispano en el siglo XVIII hay que ponerla en relación con su misma inestabilidad que empujó paulatinamente a los tejedores hacia el trabajo doméstico, adelantándose a su efectiva desaparición durante la Independencia; se trata de una tesis documentada por los estudios históricos recientes.9 Ante la crisis obrajera, en la segunda mitad del siglo XVIII se abrió paso la actividad textil algodonera por parte de los tejedores independientes, hecho que respondió a las pautas generales del crecimiento económico de la sociedad colonial.

El trabajo doméstico de tejidos de algodón fue cobrando vigor porque ante el menor costo de producción, respecto al obraje, los comerciantes empezaron a actuar como intermediarios, respecto al tejedor y al mercado. El proceso productivo del algodón era más sencillo que el de la lana y por lo tanto podía efectuarse en pequeños talleres o directamente por parte de los tejedores. El gremio de pañeros surgió en 1592 en México y en 1767 en Puebla; una década después operaba ya en Puebla un gremio algodonero con ordenanzas que intentaron consolidar la presencia de aprendices examinados. A mitad del siglo XVIII se solicitó la creación de gremios de tejedores de algodón en Tlaxcala, Oaxaca y otras localidades, hecho que respondía no sólo a la defensa del orden tradicional del trabajo (maestros, oficiales y aprendices) o de la calidad de los tejidos, sino también al gran número de tejedores domésticos que escapaban a cualquier control. La actividad textil algodonera se caracterizaba por un doble fenómeno a partir de la mitad del siglo XVIII: por un lado, hay que considerar el papel creciente del comerciante como intermediario que proporciona la materia prima y canaliza los tejidos hacia el mercado, es decir sin participar en el proceso productivo; por otro lado, el aumento de los tejedores fuera del control de los gremios. A mitad del siglo XVIII la producción de tejidos de algodón se desarrolló en Puebla y en Oaxaca, y para finales de siglo en Guadalajara. Esta amplia distribución regional respondió en cierta medida a múltiples factores, en particular a la disponibilidad de la fuerza de trabajo y a la cercanía de los mercados urbanos, pero en el caso de los tejidos de algodón también al fácil acceso al abastecimiento de materias primas, producidas en la costa del Pacífico, para Oaxaca y Guadalajara, o en la costa de Sotavento de Veracruz para la región poblana.

El algodón se encontraba como recurso natural desde la época prehispánica; cuando empezó a comercializarse en el periodo colonial para las actividades textiles, determinó el surgimiento de nuevas relaciones productivas y mercantiles, desde el cultivo hasta el transporte y las operaciones de despepite. La siembra y el cultivo de algodón, en cuanto nueva actividad productiva, se dieron hacia la mitad del siglo XVIII en las tierras bajas de Veracruz cuando en 1751 se recurrió a la práctica del repartimiento o habilitación por parte de los comerciantes, quienes se sirvieron de los alcaldes mayores como trámite con los productores indígenas. El impulso inicial al cultivo del algodón se debió, sobre todo, a las exigencias del comercio colonial catalán que desde la segunda década del siglo XVIII había instaurado un importante tráfico de substancias colorantes. Esto produjo un aumento en la demanda de algodón en el mismo espacio novohispano, ampliando la actividad textil en esta dirección y creando las premisas para un cambio de especialización. Hacia finales del siglo XVIII, ante la prohibición, en 1786, del repartimiento como forma productiva y con la creación en 1795 de los Consulados de Guadalajara y de Veracruz, los comerciantes de México perdieron influencia en el abastecimiento de algodón para el consumo interno en favor de los agentes locales. Para fines de siglo los datos sobre la producción algodonera son inciertos y sujetos a variaciones determinadas por factores climáticos o plagas y algunas conyunturas externas: se registró, en efecto, una caída de las cosechas entre 1797 y 1803 durante las guerras internacionales emprendidas por España, con la consiguiente dificultad de enviar la materia prima y la llegada de manufacturas extranjeras.10

El incremento de la actividad relacionada con el algodón en Puebla, resulta evidente por la preponderancia de los tejedores entre los artesanos de la ciudad según el censo de Revillagigedo de 1792-1794. A causa de las guerras entre España e Inglaterra, a partir de 1793 y hasta la paz de Amiens en 1802, se registró un aumento de la producción textil novohispana orientada por la acción de los comerciantes poblanos que controlaban la circulación del algodón de Veracruz hacia el interior. Los censos de la dirección general de las alcabalas, documentan el crecimiento de los telares en Nueva España en las últimas décadas del siglo XVIII hasta llegar a 11 692 en 1801, con una prevalencia de la producción algodonera. Las estimaciones y los cálculos sobre las dimensiones de los tejedores que en los varios distritos se dedicaban a la actividad textil algodonera —alrededor de 20 000 según Jan Bazant en la región de Puebla o algo más de 14 000 en Guadalajara en 1804, a los que habría que añadir los tejedores en los varios centros de Michoacán— nos ofrecen una idea parcial de la importancia que tal actividad había adquirido. Por lo que se refiere al valor de la producción textil a finales de la Colonia, según algunos cómputos de la época —elaborados a partir de los datos de Alejandro de Humboldt—, se estimaba que la producción manufacturera global había sido de siete a ocho millones de pesos. Manuel Miño Grijalva afirma, analizando los informes de los administradores de las alcabalas, que este cálculo global puede ser aceptable; pero subraya cómo la producción de tejidos de algodón fue mucho mayor al de la lana, contrariamente a lo que habían sugerido aquellas estimaciones, y llega a la conclusión de que: en 1797, 883 784 arrobas de algodón, de las 986 000 producidas, fueron destinadas al consumo interno, lo que daría un valor de más de cinco millones de pesos para 1126 054 piezas tejidas, cuyo precio era entonces entre cinco y seis pesos, un cálculo por defecto considerando solamente la producción de los principales centros.11

En el periodo de las guerras internacionales de España entre 1796 y 1805 se verificó un incremento de la producción textil artesanal y un mayor dinamismo del intercambio de tejidos. La política de comercio libre, sin embargo, había alimentado desde antes la introducción de telas de algodón europeas: la cantidad de estos tejidos que habían entrado a México entre 1785 y 1805 era equiparable al promedio anual de los 6 060 tercios poblanos salidos hacia el interior.12 Sin embargo, las concesiones del comercio a neutrales a partir de 1804 permitió el aumento de tejidos de algodón procedentes de Inglaterra, que en los años siguientes llevó a una crisis de la producción textil novohispana. En 1809 y en la primera mitad de 1810 el envío de los algodones de Puebla hacia el tradicional mercado del interior, según los registros de las aduanas de México, había disminuido de manera evidente respecto al periodo 1803-1805, mientras continuaban las entradas de tejidos europeos. El sector textil novohispano del algodón permanecía todavía anclado a las características de una realidad técnica y productiva de tipo artesanal; el ejemplo de la fábrica de indianillas de Francisco Iglesias —aunque activa por un periodo muy breve—, único conocido en México a principios del siglo XIX, no permite esclarecer todavía en qué medida se estaba perfilando un cambio significativo a nivel general. Los movimientos de Independencia de 1810 desarticularon de hecho la actividad textil, tal y como se había establecido para finales de la época colonial, a causa de la extrema violencia que adquirieron en las regiones centro-occidentales y en Puebla, con la consiguiente interrupción de las vías comerciales, pero también a causa de las presiones sobre los capitales de la Iglesia y de los comerciantes españoles en la Nueva España. Las consecuencias de la insurrección de 1810 fueron inmediatas: en 1812 quedaban sólo cinco obrajes activos en Querétaro, con un agudo descenso de la producción; un estancamiento que perduró durante las dos décadas siguientes. La manufactura del obraje había llegado a su fin después de la crisis del siglo XVIII.13

LA INDUSTRIA TEXTIL

El hecho que la industrialización mexicana en el siglo XIX se haya articulado en tomo a la mecanización del algodón ha obligado, en efecto, a la historiografía —empezando por los ensayos pioneros de Luis Chávez Orozco— a interrogarse sobre los antecedentes y en particular sobre la función del obraje lanero. La división del trabajo en el obraje en los siglos de la época preindustrial encontró su límite en los elevados costos de la mano de obra respecto a los del trabajo doméstico, razón por la cual la importancia del obraje en la producción textil, ante la falta de cambios en la tecnología, disminuyó muy temprano y no representó la base de la transformación fabril. La producción algodonera del sector doméstico fue importante en el siglo XVIII y favoreció el desarrollo de habilidades entre los tejedores: "la vía del algodón" —como ha documentado Manuel Miño Grijalva en sus trabajos y en su análisis sobre la protoindustria colonial— hizo posible, a lo largo de un proceso gradual, la aparición del sistema de fábrica (división del trabajo, uso de máquinas, concentración de la mano de obra) y representó el pincipal empuje hacia la industrialización, ya que la mecanización de otros sectores no tuvo efectos decisivos en el proceso general. La fecha de 1830, año en que fue instituido el Banco de Avío para el Fomento de la Industria nacional, indica sobre todo el impulso inicial hacia la mecanización del hilado del algodón en México y deja vislumbrar un cambio de mentalidad; sin embargo, no es suficiente aislar el factor de la innovación técnica para establecer una periodización de carácter general y, por lo tanto, resulta impropio hablar de una primera fase o incluso de un primer intento fallido. Sin duda, el surgimiento de la fábrica textil sugiere la gestación de cambios, pero cabe subrayar que México llegó a transformarse lentamente en una sociedad industrial con una ampliación importante entre fin ales del siglo XIX y principios del siglo XX.

Las dificultades encontradas por el sector textil para transformarse y expandirse durante el Primer Imperio y la Primera República Federal, después del derrumbe del orden colonial, se han relacionado, más allá de los problemas generales que afectaron la entera estructura económica —crisis de la minería, menor demanda urbana, salida de capitales—, con la apertura al comercio exterior y con las exigencias fiscales de los gobiernos del periodo que siguieron, en materia de aranceles, los postulados del laissez faire. La ley aduanal del 15 de diciembre de 1821 estableció una tarifa ad valorem de 25% sobre todas las mercancías extranjeras, comprendidas las telas; una directriz de política económica mantenida, con algunos retoques a partir de 1824, casi por una década en la que Gran Bretaña prevaleció en el comercio exterior de México. La ley del 16 de octubre de 1830 que instituyó el Banco de Avío para Fomento de la Industria Nacional estableció las premisas para el surgimiento de un sistema fabril moderno y representó una respuesta a las exigencias del debate de los años precedentes para transformar el sector textil artesanal. Los representantes de Puebla, centro de las actividades textiles algodoneras, habían solicitado una legislación proteccionista y durante la breve presidencia de Vicente Guerrero se prohibió, con la ley del 22 de mayo de 1829, la importación de tejidos baratos de algodón. Al mismo tiempo, los diputados poblanos se opusieron al proyecto presentado en aquel año por Juan Ignacio Godoy, quien a cambio del derecho de importar hilados se comprometía a introducir una determinada cantidad de nuevos telares para distribuirlos en varios estados de la federación. La defensa de la ley proteccionista de 1829 y la oposición al proyecto de Godoy y a la ley sobre el Banco de Avío por parte de los representantes de Puebla en el Congreso, en particular de Pedro Azcué y Zaldive en nombre de los tejedores, respondía más bien, como han puesto en evidencia diversos trabajos, a la idea de favorecer el predominio de la región como principal centro textil para preservar así los mayores beneficios posibles en el comercio interior. Sin embargo, no faltaron hombres que sostuvieron la necesidad de alentar la industria mecanizando la actividad textil, como Lucas Alamán, político influyente y empresario, o como Esteban de Antuñano, promotor de empresas y gran polemista.

La creación del Banco de Avío, varias décadas antes del surgimiento de los bancos de crédito y de emisión, se proponía distribuir un millón de pesos —cantidad importante para entonces— a las sociedades industriales expresamente formadas bajo la forma de préstamos garantizados para adquirir máquinas, en particular para el sector textil (algodón, lana y seda). Según la ley institutiva de 1830 este capital debía constituirse con la quinta parte de los derechos aduanales obtenidos de la introducción de géneros de algodón prorrogando la entrada en vigor de la prohibición establecida por la ley de 1829. La organización del Banco de Avío recibió un significativo impulso por parte de Lucas Alamán, entonces ministro de relaciones exteriores del gobierno de Anastasio Bustamante y primer presidente de la Junta; en sus 12 años de vida difícil el Banco recibió, sin embargo, algo más del capital inicialmente asignado.14 Durante el ejercicio de 1832 los préstamos fueron destinados a adquirir máquinas de hilar para producir hilaza de algodón en favor de cuatro compañías, la de Antuñano en Puebla, que inició su producción sólo a principios de 1835, y las de Tlalpan y Celaya. La mecanización del hilado de algodón se expandió a partir de 1837 y, aunque siguieron predominando en la producción de tejidos los viejos telares a mano, aumentaron los telares mecánicos pasando de 60 existentes en Puebla en 1838, a 540 en 1843, fecha en que llegaron a 1 889 en toda la república. El número de instalaciones fabriles aumentó rápidamente, tanto que en 1845 había 52 fábricas activas con una prevalencia en la región de Puebla; en base a las estimaciones de la época, Potash calculaba que en 1846 las inversiones en las fábricas de algodón procedían sobre todo de capitales privados, pues respecto a los 10 millones de pesos invertidos en este ramo hasta aquella fecha el Banco de Avío había concedido préstamos por el valor de unos 650 000 pesos, pero concluía que la actividad del Banco, a pesar de las polémicas de la época, había contribuido de manera decisiva a estimular la inversión privada.

Las fábricas, basadas en el aprovechamiento de la energía hidráulica, surgieron en los lugares donde había antiguos molinos de harina —en buena parte establecidos en las haciendas trigueras del centro, unas 15 en el valle de México por ejemplo— adaptándolos a las nuevas exigencias. Esteban de Antuñano, originario de Veracruz con intereses mercantiles en la zona productora de algodón de Tlacotalpan, compró junto con Gumersindo Saviñón en 1831 el Molino Santo Domingo en Puebla, solicitando al Banco de Avío préstamos para adquirir mulas o tornos continuos de hilar Arkwright, transformándolo en la fábrica textil La Constancia Mexicana que empezó a producir el 7 de enero de 1835. En los años siguientes 10 molinos a lo largo de los ríos Atoyac y San Francisco se transformaron en fábricas de hilados. Antuñano se distinguió particularmente por sus iniciativas; sus establecimientos y el Patriotismo Mexicano del español Dionisio Velasco con sus 6 000 husos eran los más modernos a principios de los años de 1840. Al mismo tiempo surgieron entre 1838 y 1843 otras ocho fábricas menores, situadas en el casco urbano de Puebla, con máquinas de hilar intermitentes Crompton, cinco de ellas poseían algunos telares mecánicos.15 Varias fábricas construyeron acueductos para canalizar el agua, como la Hércules de Querétaro, obteniendo la fuerza motriz necesaria a través de ruedas hidráulicas de madera de grandes dimensiones que, en algunos casos, fueron más tarde substituidas por turbinas cerradas antes de adoptar la energía eléctrica.

En 1845 había, pues, 52 fábricas en operación, localizadas sobre todo en Puebla, México y Veracruz; la mayor parte de ellas aprovechaban la energía hidráulica producida a lo largo de los ríos. Sin embargo, las de Puebla y de la ciudad de México, que representaban más de la mitad, tenían la ventaja de su cercanía con los centros de consumo y sobre todo en el caso de Puebla hay que registrar la presencia de tejedores con una tradición artesanal, quienes tejían el hilado producido por las fábricas en talleres independientes o en repartos creados por los nuevos fabricantes. La instalación de la fábrica de Cocolapan de Alamán y de los hermanos Legrand en Orizaba, que empezó su actividad en 1839, y de las otras surgidas en Jalapa, a partir de la Industria Jalapeña de los ingleses Welsh y Jones que también recibieron préstamos del Banco de Avío, respondió más bien a su cercanía con las zonas productoras de materia prima y al aprovechamiento de la energía hidráulica, pues aquí no había una tradición artesanal como la poblana. El impulso a la mecanización del hilado de algodón de los años de 1837 a 1842 no se repitió en las décadas siguientes con la misma intensidad, más que a causa de la falta de capitales por la lenta expansión del mercado interno, por los altos costos de producción y transporte y por la compleja situación política hasta la restauración de la República en 1867.

Las máquinas y telares mecánicos para los nuevos establecimientos instalados en los años de 1830 se habían pedido a compañías de Nueva York y Filadelfia, en Francia y en Inglaterra y en más de una ocasión las cajas se quedaron por meses depositadas en Veracruz por dificultades en el transporte, por el bloqueo del puerto durante la "guerra de los pasteles" o a causa de los frecuentes levantamientos. El Banco de Avío contrató a técnicos extranjeros, maestros hilanderos y supervisores, como los siete franceses para la fábrica de lana de Querétaro y varios estadunidenses e irlandeses que habían trabajado en Pennsylvania. El mismo Antuñano contrató en 1835 a 10 maestros ingleses para dirigir la Constancia Mexicana, así como ocurrió en varias fábricas surgidas en aquellos años. Al mismo tiempo hubo un número creciente de extranjeros que invirtieron en la creación de talleres textiles mecanizados en la capital, así como algunos de los técnicos contratados por el Banco de Avío fundaron más tarde empresas y talleres.16 Entre los principales empresarios extranjeros de la época en el ramo textil cabe destacar, además de los españoles como Velasco, a la firma Martínez del Río Hnos., una familia proveniente de Panamá a raíz de la Independencia, quienes junto con Felipe Neri del Barrio constituyeron en 1840 la sociedad de la importante fábrica de Miraflores, a Manuel Olazagarre —socio de la fábrica La Escoba creada en 1841 en Guadalajara—, a Eustaquio Barrón y Guillermo Forbes, vicecónsules en Tepic en 1827 de Inglaterra y los Estados Unidos respectivamente, quienes en 1843 fundaron la fábrica Jauja en Tepic, y otras en varias partes del país.

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