Kitabı oku: «Pequeñas historias anónimas»

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Manuel Ramos

Pequeñas Historias

anónimas


Pequeñas Historias Anónimas

Primera edición: febrero de 2018

Segunda edición: marzo 2020

©De esta edición, Luna Nueva Ediciones. S.L

© Del texto 2018, Manuela Ramos Ramos

©Diseño de portada: Gabriel Solorzano

©Corrección: Kerly Palacios

©Maquetación: Genessis García

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Luna Nueva Ediciones.

Guayas, Durán MZ G2 SL.13

ISBN: 978-9942-8665-8-2

Para los soñadores en tierras estériles

Algún día, en cualquier parte, en cualquier lugar, indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y esa, solo esa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas.

PABLO NERUDA

Imágenes del pasado


Javier saboreaba un café mientras miraba distraído por la ventana. Como de costumbre, se había sentado en el arco que se formaba entre el poyete y el ventanal, dejando la mente en blanco para descansar. Con la espalda apoyada en el yeso, simplemente, dejaba pasar el tiempo mientras observaba el ir y venir de personas que no conocía.

Hacía un día precioso, con un sol radiante que invitaba a pasear y disfrutar de los aromas que la primavera regalaba a los transeúntes de la Ciudad Condal. A lo lejos y desafiando al cielo, las torres de la Sagrada Familia. Javier aún recordaba las sensaciones que experimentó cuando visitó el templo por primera vez y la admiración que sintió por Gaudí, el arquitecto que diseñó aquella deslumbrante obra de arte.

Tomó un sorbo del humeante café y meditó la composición que había diseñado para la sesión de fotos que comenzaría en pocos minutos. Miró hacia la mesa donde estaba su cámara y algunos objetivos, y sonrió. Un hormigueo le recorrió la espalda. Se sentía un hombre privilegiado al poder desempeñar su verdadera vocación y, aún más, poder vivir de su trabajo. Aún recordaba los comienzos; duros, como todos los principios, pero tras su paso por las mejores revistas de moda del país, había conseguido situarse entre la élite de los fotógrafos y sus trabajos se rifaban no solo en España, sino también en el extranjero.

Varias exposiciones con un rotundo éxito y una galería de premios envidiable, donde, a pesar de su edad, cuarenta años recién cumplidos, destacaba el Premio Nacional de Fotografía.

Unos pasos delataron a la modelo que, con albornoz blanco y una sonrisa angelical, salía del cuarto donde acababa de maquillarse “lo mínimo”, como le había aconsejado Javier.

Aurora caminaba hacia el centro del estudio con seguridad y se fue despojando de la bata que cayó al suelo tras de sí, lanzándole una mirada desafiante a Javier que no pudo reprimir la sonrisa. Aurora era así: alta, guapa e indomable.

El fotógrafo se acercó hasta la mesa, dejó la taza de porcelana negra encima y cogió su cámara. Eligió un objetivo de lente fija de 85mm y fue encendiendo las ventanas de los flashes, mientras, concentrado, iba componiendo en su mente las fotografías que deseaba realizar para su siguiente exposición. Se llamaría, Naturales, e intentaría captar el alma de sus modelos a través de las lentes de su cámara, sin artificios ni maquillajes extremos.

—Bueno, pequeña, a ver qué me regalas hoy—dijo mientras disparaba los flashes y captaba con su fotómetro la cantidad de luz que entraría en el diafragma, regulando los parámetros de exposición de su cámara.

—Lo que tú quieras—alegó pícara la joven mientras sonreía coqueta.

—Vaya, hombre, ahora que me acabo de casar…

Aurora, con las manos en jarra, no pudo reprimir la risa.

—¡Mentiroso! Si todas sabemos que no hay quien te pille…

Javier sonrió un instante y se concentró en la chica. Subió la cámara hasta la altura de sus ojos y a través del visor, descubrió a una mujer que merecía ser mostrada. Pulsó el disparador e intentó congelar para siempre, la esencia de la belleza representada esta vez, por una joven de apenas veinte años.

Javier disparaba su cámara, cambiando de posiciones, de perspectivas, de ángulos… La chica iba girándose poco a poco, alzando el rostro, tocándose el pelo, mostrándose seria o sonriente. De vez en cuando, recibía alguna indicación, pero él necesitaba que fuesen las modelos quienes mostrasen sus cualidades, sus anhelos, sus sueños. Javier conectó el ventilador y los cabellos de la joven volaron formando esculturas etéreas que él intentaba capturar e inmortalizar. Tras la cámara, la seriedad del fotógrafo que realiza su trabajo con una profunda satisfacción.

Entonces, un sonido extraño sacó a Javier de su ensimismamiento y rompió la magia del momento. Sobre la mesa, vibrando y con la misma sintonía desde que lo compró, su móvil silbaba indicándole que una de las pocas personas que conocían su número privado lo estaba llamando.

Javier bajó la cámara y mirando a Aurora, le dijo:

—Lo siento… descansa un poco, por favor.

Javier se acercó hasta la mesa y dejó la cámara sobre la madera arañada por los continuos roces. Cogió el móvil irritado por la interrupción y leyó en la pantalla: Ella.

Aguardó un segundo más y respondió:

—Hola, mamá…

—Por fin escucho tu voz— respondió irónica su madre.

Javier miró hacia Aurora, que bebía de una botella pequeña de agua mineral y, acercándose a la ventana, intentó eliminar la tensión que acababa de apoderarse de sus hombros.

—Sabes que estoy muy ocupado. La agencia ha cerrado un contrato importante con una firma de perfumes y necesito terminar mi próxima exposición.

—Oh, veo que es una auténtica razón de peso para no llamar a tu familia y que una madre no sepa nada de su hijo desde hace meses— de nuevo esa ironía que tanto molestaba a Javier y que intentaba hacerle sentir culpable por cualquier nimiedad.

—Tú también podrías llamar de vez en cuando y… Bueno, mamá, qué quieres, estoy trabajando.

Unos segundos de profundo silencio se apoderó de madre e hijo. Javier, de espaldas a Aurora, esperaba un nuevo ataque de su madre. Siempre había sido así.

—Tu padre ha muerto.

—¿Cómo…? ¿Cuándo?—respondió afectado Javier que no esperaba la noticia.

—Ayer empezó a sentirse muy cansado. Llevaba un mes horrible en el bufete con la defensa de un caso perdido de antemano. Pero ya sabes cómo era tu padre, consiguió darle la vuelta y acabó ganándolo. Por la noche, se quejó de un terrible dolor de cabeza y nos fuimos al hospital, pero ya era tarde. Un derrame cerebral se lo llevó.

De nuevo un silencio entre ambos. Fue Javier quien lo rompió.

—¿Cuándo será el funeral?

—¿Es que piensas venir?

—A pesar de todo era mi padre. ¿O es que no quieres que vaya?—Respondió encolerizado.

—Por supuesto que debes venir, ¿qué pensarían de la familia si faltases al funeral de tu padre? El entierro será mañana a las doce.

—Cogeré el primer vuelo que pueda y llegaré esta tarde.

—Hasta luego entonces.

Y su madre colgó tan rápido que Javier se sorprendió al escuchar los pitidos de la línea telefónica. Se apoyó en la pared junto al ventanal y suspiró profundamente con el rostro marcado por la tensión. Ni una lágrima pobló sus mejillas.

Ya en su apartamento, con la maleta sobre una silla, iba guardando el equipaje con la mirada perdida. Apenas era consciente de las prendas que amontonaba sin orden en el interior y tuvo que hacer acopio de fuerzas para organizar algunas mudas. No sabía cuántos días pasaría en la casa familiar.

Cogió la pequeña mochila donde guardaba una de sus réflex y comprobó que tuviese el equipo mínimo: tarjeta, cargador y batería, un objetivo 24105 mm… No pensaba que le hiciese falta el flash, ¿o sí?

Estaba tan aturdido por la noticia que se enfadó consigo mismo al reflexionar sobre qué objetivo llevar o si incluiría el flash. Se dirigía al entierro de su padre, no a un reportaje de fotos.

Entonces se sentó al borde de la cama y apenas prestó atención a su fotografía preferida, en blanco y negro e impresa a tamaño poster, que justo encima del cabecero plasmaba una playa de Vietnam cubierta por las brumas del amanecer. Se tendió hacia atrás con las manos cubriendo sus ojos y rompió a llorar desconsoladamente.

El despacho de Rubén era enorme. Aquello era algo que siempre le había sorprendido. Su padre había elegido aquella sala de inmensas proporciones no solo para atesorar libros de jurisprudencia necesarios para su trabajo, sino por una razón más banal: impresionar a los clientes.

Rubén siempre había admirado y temido a su padre. Fuerte, recio y de una despierta inteligencia. Pero también duro, sin remordimientos y a veces, cruel. Pero todo aquello carecía ya de importancia. Su padre había muerto y ahora era él quien estaba al frente del bufete. Bueno, casi. También estaba Nicolás, el engreído marido de su hermana e hijo del antiguo socio y cofundador del despacho de abogados más importante de Sevilla. Tras ellos, un sinfín de abogados en plantilla y becarios que hacían sus prácticas soñando con pertenecer algún día al bufete.

Se aflojó un poco más el nudo de la corbata que estaba asfixiándolo y se ajustó las gafas. Se encontraba muy cansado. Apenas había dormido en las últimas veinticuatro horas y ya no era el joven universitario que se divertía en alocadas fiestas nocturnas por la ciudad. Sonrió al recordar su etapa de estudiante y sus desfases. También en Luís…

Sentado tras su enorme silla de caoba, cerró el último expediente que le quedaba por revisar antes de irse a casa, ducharse y volver al tanatorio. Miró la pared donde colgaba el título de Derecho y sonrió. Varios Masters completaban su esmerada formación. Pero aquella satisfacción duró poco. Ahora que no estaba su padre habría cambios en la empresa. La visión conservadora de su progenitor los había situado laboral y económicamente. Pero él deseaba modernizar la imagen del bufete y crecer en otras ramas. Con los contactos que poseía en todos los ámbitos de la política, la administración y el mundo empresarial, infinidad de oportunidades se abrían ante él. Claro está que debería convencer al memo de su cuñado.

Dos golpes sonaron y la puerta se abrió. Montse, la secretaria de confianza de su padre, entró en su despacho y se acercó a la mesa. Otra cosa que habría que cambiar…

—He anulado todas las citas para hoy, como me ordenó, y he pospuesto las de mañana para el lunes.

—¿Algún problema con los clientes?—preguntó Rubén cortante.

—Ninguno. El juicio de la señora Roldán se ha señalado para el diez de mayo y se lo he pasado a Estefanía para que comience a elaborar el expediente.

—Muy bien—respondió el letrado dando la conversación por terminada y abriendo el buscador de su ordenador.

Pero la secretaria no se marchaba. Seguía allí, parada como un pasmarote sin decir nada.

—¿Algo más?

—Su madre ha llamado. Al parecer, su hermano Javier llegará esta tarde—respondió apurada la secretaria.

Rubén, sorprendido, echó el cuerpo hacia atrás haciendo crujir el respaldo de madera de su sillón.

—Esto sí que es una sorpresa. El hijo pródigo ha vuelto y se digna a asistir al entierro de su padre. Todo un detalle por su parte, ¿no crees?

La secretaria agachó la cabeza, incomoda, pero no respondió.

—Es todo, Montse. Puedes marcharte.

Ella abandonó el despacho con rapidez y cerró la puerta. Rubén aspiró con fuerza y apoyando los codos sobre la mesa, resopló mientras miraba una foto donde se le veía junto a su padre, vestidos con las negras togas de abogados.

Javier había reservado plaza en el primer vuelo Barcelona–Sevilla. El avión despegó a las 16:00 y tenía prevista su llegada en torno a las 17:40. Intentó dormir un rato, pero le resultó imposible. Su acompañante, una señora que rondaba los sesenta años, le explicó con todo lujo de detalles que jamás se había montado en un avión y para qué viajaba a Sevilla. Cuando se cansó de escuchar los monosílabos que respondía Javier, se quedó dormida. Él sonrió y se dispuso a leer una revista de fotografía que había comprado en el aeropuerto.

El taxi se detuvo frente a un chalet con la fachada de piedra gris. Apenas se divisaba nada desde el exterior. La urbanización había cambiado poco en los dos años que Javier llevaba viviendo en Barcelona. Los mismos pinos; los mismos vehículos de alta gama y los mismos pijos recalcitrantes que no soportaba.

Se bajó del vehículo y pagó al taxista, que abrió el maletero y sacó su equipaje. Unos segundos más tarde, se encontraba solo frente a la casa familiar que tantos recuerdos le traía. Por un instante, fantaseó con alejarse de aquella morada, pero su responsabilidad le imponía que debía quedarse y afrontar como un hombre la dura prueba que se avecinaba.

Cogió la mochila con su equipo fotográfico y se la colgó a la espalda. Después, agarró la maleta y anduvo los escasos metros hasta la puerta. Llamó varias veces al portero automático y al momento, la cancela se abrió, dejando expedito el camino hasta la casa.

Cruzó el jardín por el camino de piedras incrustadas en el suelo y llegó hasta la puerta principal, donde una criada lo esperaba con una sonrisa en los labios. Javier le dio un beso y le preguntó por sus dos hijos. Ella, muy educada y cortés, agradeció el detalle de acordarse de los nombres de sus pequeños.

Javier cruzó el pasillo que comunicaba con el salón principal de la casa. Varios óleos de exquisita factura colgaban de las paredes y una estantería repleta de libros indicaba los gustos familiares por la lectura. Al fondo, sentado en el sofá y jugando a la Play en una televisión de 50 pulgadas, su hermano Pablito que aún no se había percatado de su presencia. Javier sonrió. Dejó la maleta en el suelo y se quitó la mochila de la espalda, depositándola con cuidado en una de las sillas de madera maciza y tapizada con piel marrón.

—¿Es que tengo que darte una paliza a ese juego para que aprendas?—dijo Javier bromeando.

Pablito se giró entonces y al ver a su hermano, tiró el mando sobre el sofá y corrió hacia él. Ambos se abrazaron con fuerza. Pablito, a pesar de ser mayor que Javier, resultaba ser algo más bajo. El síndrome de Down había limitado en cierta medida las expectativas de la familia respecto a él, pero junto a su hermano Javier, nada de eso importaba. De sus hermanos, era el único con el que realmente se sentía a gusto y con el que podía hablar de cualquier cosa.

—¡Javi, Javi, has venido!

—Pues claro, hermanito.

—Anda, vamos, que tengo un juego nuevo y…

—¿No habrás venido de Barcelona para perder el tiempo con videojuegos, verdad?

La voz de Blanca, su madre, sonaba fría, distante, imperativa. Javier miró hacia la señora que vestida de negro y con el pelo recogido en un moño y pensó que a pesar de las canas que blanqueaban sus cabellos, seguía siendo la misma mujer de siempre.

—Sabes muy bien que no he venido para eso. Pero…

—Deberías estar en el tanatorio. Tu hermano mayor irá en cuanto termine su trabajo en el bufete y yo acabo de llegar para vigilar a Pablo y cambiarme de ropa. Tu hermana lleva horas allí.

—Acabo de llegar—respondió Javier molesto— Yo también he tenido que dejar mi trabajo. Necesito ducharme y… Iré más tarde.

Su madre lo miró a los ojos y sin decir palabra, negó con la cabeza.

—Qué pasa, ¿he hecho algo mal?—aludió Javier cada vez más alterado por la actitud de su madre.

—¡Tú nunca haces nada mal! Tengo que irme sola para que aparezcas cuando te de la gana y aún me preguntas si has hecho algo mal…

—No empieces, madre, por favor.

Pablito se tapó los oídos con las manos y empezó a llorar. Blanca lo miró indignada y le gritó:

—No llores, Pablo, que ya no eres un niño.

—A veces me pregunto con qué mueves la sangre—le espetó Javier a su madre y conmovido por el intento de contener el llanto de su hermano, se acercó a él y lo abrazó, intentando sosegarlo.

—Vamos, Pablito, ayúdame a llevar las maletas al cuarto. Mañana haremos algunas fotos, ¿ok?

Y Pablito, sonriendo, se enjugó las lágrimas con la mano y cogió la mochila de la silla. Los hermanos abandonaron el salón ante la atenta mirada de su madre que se arregló el pelo con la mano derecha mientras miraba de soslayo el reloj de pared.

Paola estaba sentada en el borde del sofá. El salón estaba cuidadosamente amueblado con un estilo moderno pero selecto. Las persianas estaban bajadas y todas las luces apagadas, a excepción de una pequeña lámpara de mesa.

Paola vestía de negro, tal y como requería el momento. La muerte de su padre la había superado y sus ojos enrojecidos eran una buena muestra de ello. Pero no lloraba solo por eso.

En la mesa, apenas iluminada, se veía una fotografía enmarcada de toda la familia al completo: sus padres, Rubén, Pablito y Javier, a su lado, y con esa sonrisa que siempre le acompañaba. Cuántos recuerdos le traía aquella foto, unos meses antes de casarse con Nicolás. Nicolás… y de nuevo su rostro se tensó y sus labios formaron una fina línea.

De pronto, escuchó las llaves que abrían la puerta del chalet y los pasos de su marido que cruzaban el pasillo hacia la cocina. El sonido de la puerta del congelador al abrirse y los hielos de la cubitera que caían en un vaso de cristal. Ahora los pasos se encaminaban hacia el salón y la luz se encendió iluminando a Paola que observaba a su marido desde el rincón.

—Ah, ¿estás ahí?—dijo sorprendido mientras se desanudaba la corbata del cuello, se acercaba hasta el botellero y llenaba de un buen Whisky escocés el vaso colmado de hielo.

Paola lo miró unos instantes en silencio y se preguntó por qué se había casado con él. Físicamente era un hombre atractivo, siempre lo había sido, y la madurez lo hacia muy interesante. Pero además de eso…

—Hace dos horas que estoy aquí, esperándote.

Nicolás se sentó en un sillón, frente a su esposa y dio un buen trago al Whisky.

—Lo siento, cariño, he tenido un día muy duro.

—Lo imagino… Llamé al despacho a las cinco y tu secretaría me dijo que hoy no habías ido a trabajar—le increpó Paola mirándolo a los ojos.

—No empieces con tus reproches, es muy tarde, ¿no crees?

—Supongo que estarás muy cansado para acompañarme al tanatorio, ¿verdad?

Ambos se miraron en silencio. Nicolás no contestó la pregunta. Volvió a beber sin prisas.

—Está bien, iré sola. He llamado al colegio para avisar a Nico y decirle que su abuelo ha muerto. Esta noche será dura para él, solo y tan lejos…

—No está solo, tiene a sus profesores y compañeros. Además, ya hemos hablado de eso muchas veces. Fue tu padre quien lo recomendó, por el idioma y demás, ¿o es que no te acuerdas? Tus hermanos estudiaron allí, y ahora él.

—¡Está solo, igual que yo…!—gritó Paola mientras se levantaba con lágrimas en los ojos y abandonaba el salón ante la pasividad de su marido que se limitó a saborear el añejo de su copa.

La sala se encontraba llena a rebosar. Incluso en el pasillo aguardaban amigos y conocidos para expresar sus condolencias por la pérdida a la familia. La mayoría de ellos, elegantemente vestidos y hablando en voz baja. Un murmullo respetuoso y formal se extendía entre los presentes.

Blanca se mostraba apenada ante la pérdida de su esposo y aguardaba paciente las afectadas palabras de compañeros, amigos y clientes, que rendían un último homenaje a una de las figuras más importante de la abogacía en la ciudad.

Javier entró en la sala. Vestía vaqueros, camiseta azul y una fina chaqueta negra. Su vestuario informal chocaba con el atuendo casi uniformado de los demás. Su madre se percató de inmediato de su presencia y no pudo evitar apartar los ojos de él. Comprobó como la secretaria de su marido lo abrazaba con cariño y le hablaba cogiéndole la mano. Ella siempre había trabajado en el bufete, desde el comienzo, pero no recordaba que apreciara tanto a su hijo.

En ese momento, Paola reparó en él y se levantó como un resorte, dirigiéndose hacia Javier e intentando sortear las personas que poblaban aquella lúgubre sala del tanatorio de San Jerónimo.

Javier la vio acercarse y se fundió en un abrazo con su hermana. Paola rompió a llorar sin saber por qué, como una niña pequeña que necesita ser consolada. La añorada mano de Javier acarició su pelo con suavidad y besó sus mejillas.

—Tranquila, Paola, ya estoy aquí…

Paola se separó y se secó las mejillas con la mano, sintiéndose observada.

—Te he echado de menos, ¿lo sabes, verdad?

Javier sonrió y levantando la barbilla de su hermana le dijo:

—Lo sé, yo también.

Un instante después, Rubén, el cabeza de familia y hermano mayor, se acercó junto a Mónica, su esposa, que lucía un oscuro y ajustado vestido. Javier, tenso e intentando relajarse, añadió:

—Hola, Rubén. Mónica… Parece que han venido todos a despedir al viejo.

Rubén le tendió la mano y ambos la estrecharon, pero no se acercó a su cuñada, que clavaba sus ojos en él.

—Un poco tarde, ¿no crees?—matizó con ironía Rubén.

—He venido y eso es lo que cuenta.

Entonces, Pablito vio a Javier y corrió hacia él, abrazándolo al instante, y arrancando la sonrisa de los hermanos y de Mónica. Rubén observó a un señor que acaba de llegar, impecablemente vestido con traje azul y corbata negra, alejándose para recibirlo. Javier contempló la escena y bromeó en voz alta:

—Veo que todo sigue igual…

Todos rieron por la ocurrencia.

Una hora más tarde, Javier y Paola se encontraban en uno de los pasillos del tanatorio. Habían subido a la planta de arriba, donde apenas había gente. Javier miraba por la ventana, donde podía verse una imagen nocturna de Sevilla salpicada por centelleantes puntos de luz.

Paola estaba muy seria y se agarraba nerviosa las manos, como cuando era pequeña y presentía que algo importante iba a ocurrir.

—¿Por qué no te separas? No tienes por qué soportar las infidelidades de tu marido—dijo Javier en tono serio pero compungido por el sufrimiento interno de su hermana.

—¿Sabes lo que habría hecho papá? Lo mínimo hubiese sido desheredarme o algo peor…

—¿Y qué? ¿Tanto te importa el dinero? Antes no eras así. Además, el viejo ya no está para dirigir nuestras vidas.

—No todos somos tan valientes como tú, Javi. Tu tuviste las agallas suficientes para abandonar tu carrera de derecho y dedicarte a tu sueño. Yo, sin embargo, hice lo que se esperaba de mí: me casé con el hijo del socio de papá.

—No creas que fue fácil. Solo tenía veinte años y cuando miro hacia atrás, dudo de que fuese capaz de hacerlo de nuevo. No tenía nada, tan solo la convicción de huir y alejarme de todo para empezar de nuevo sintiéndome libre.

—¿Sigues sin amarrarte a una mujer?—le preguntó Paola con una sonrisa traviesa.

—Sigo sin amarrarme a nada… Supongo que el amor no es para mí y ya ni siquiera pienso en ello.

Rubén apareció en el pasillo con el rostro serio, como siempre, y sin decir nada, los miró y se dio la vuelta. Los dos hermanos interpretaron al unísono que debían bajar a la sala donde se encontraba el féretro de su padre.

—Voy a hacerlo…, ¿me ayudarás?— le interrogó Paola mientras tomaba sus manos y lo miraba a los ojos.

—Me quedaré unos días y lo pasaremos juntos.

Ella respiró profundamente y antes de separar sus manos:

—Nunca lo entendí del todo. Podrías haber estudiado fotografía aquí, en la ciudad, ¿por qué te fuiste tan lejos y apenas sin despedirte?

Javier fue a decir algo, pero en el último momento, guardó silencio. Le dio un beso en la frente a su hermana y se alejó dejándola inmersa en sus pensamientos.

La misa se celebró en la capilla del tanatorio de la SE–30, cerca del cementerio de San Fernando. Hubo asistentes que no pudieron acceder a la sala. Apenas cabía un alfiler para tan solemne despedida.

En el primer banco, reservado a la familia, Blanca, Rubén, Pablito, Javier y Paola. En la siguiente, Mónica, Nicolás, la secretaria de confianza del fallecido y otros familiares allegados.

Tras la homilía, el sacerdote arrojó agua bendita sobre el ataúd y Javier agarró la mano de su hermana y la de Pablito para intentar transitarles serenidad. No eran fáciles los momentos que estaban soportando. Y aún faltaba el último paso.

Por expreso deseo de Doña Blanca, el entierro se celebraría en la máxima intimidad. Apenas veinte personas eran testigos de cómo dos operarios con mono azul introducirían el ataúd en el panteón familiar.

Javier estaba muy afectado. Sus ojos enrojecidos y la respiración arrítmica llamaron la atención de su madre, que no separaba los ojos de él. En apenas unos minutos todo habría acabado, pensaba Blanca. Pero sin previo aviso, Javier se lanzó hacia en ataúd y cayó de rodillas, colocando una mano sobre la madera que guardaba los restos de su padre. Rubén, sorprendido e incapaz de reaccionar, miró a Blanca esperando una respuesta. Pero fue Paola la que se adelantó e intentó consolar a su hermano.

—Tranquilo, Javi. Vamos, levántate y deja que estos hombres hagan su trabajo.

Todos los asistentes estaban pendientes de Javier y Paola. En parte, era comprensible su reacción ante el dolor por la pérdida.

—¿Por qué lo hiciste? Nos destrozaste la vida…—gritó Javier fuera de sí.

Rubén se lanzó sobre él e intentó levantarlo ante la expectación de los presentes. Blanca guardaba silencio con el rostro curtido por una máscara inexpresable.

—Ya está bien… levántate de una vez.

Javier se levantó, se recompuso la ropa y miró fijamente a su madre, que apartó la mirada. Entonces se alejó con paso rápido ante la atenta mirada de los familiares y allegados que ahora sí que murmuraban sobre lo sucedido.

Rubén, sin perder tiempo, ayudó a los operarios a introducir el ataúd en el panteón para acabar cuanto antes con aquel maldito trámite.

Paola no comprendía qué acababa de suceder y miraba extrañada a su cuñada, que se encogió de hombros. Pablito, aún más despistado, sonrió inocentemente para desconcierto de su madre.

Unas horas más tarde, Paola se desnudaba en su dormitorio. Deseaba darse un baño, sumergirse en agua caliente con sales y poder relajarse por fin. Pero notó a su espalda la presencia de su esposo. Se volvió y no encontró a nadie. Tal vez el cansancio estuviera haciendo mella en sus sentidos. Deseaba dormir doce horas seguidas.

Nicolás se encontraba en la terraza hablando por su móvil en voz baja. Sonreía e intentaba guardar la compostura, pero era difícil. Entonces la vio:

—Cuando termines de hablar con tu nueva putita, quiero que recojas tus cosas y te marches de mi casa—ordenó Paola ante la mirada cohibida de su marido.

Nicolás, incapaz de asimilar lo que acababa de suceder, se limitó a desconectar el móvil.

—Supongo que no necesitarás buscar abogado…

Paola matizó irónica las últimas palabras que le dirigía a su marido, mientras se daba la vuelta con una sonrisa en los labios y dejando a Nicolás incapaz de reaccionar.

Javier estaba duchándose en el baño de su dormitorio. El agua caía sobre su cuerpo mientras él, con los ojos cerrados y las manos apoyadas en la pared, lloraba sin consuelo. Una cortina de vaho inundaba la estancia.

Ya en su dormitorio, se vistió para la cena que, en familia, daría por concluido el funeral. Aquello le resultaba extraño, pero su madre lo había decidido así, como si todo el dolor y cansancio acumulados se alejaran para siempre tras una copa de vino y una sopa.

De pronto, la puerta se abrió y miró sorprendido como Mónica entraba en su dormitorio y cerraba la puerta, apoyando su espalda contra ella y mostrando, tras su vestido negro ceñido y con generoso escote, todos los atributos de una mujer extraordinariamente atractiva.

—¿Qué haces aquí?—repuso Javier algo nervioso.

—Hubo un tiempo en que no me lo preguntabas.

—Ese tiempo ya pasó y aún me arrepiento de ello. Sal, por favor.

—Por que no me echas tú…

Javier se mostraba perturbado y no podía dejar de mirar hacia la puerta, temeroso de ser descubierto. Mónica se acercó a él y bajándose los tirantes del vestido, le mostró los senos deseosos de ser acariciados. Agarró su mano y se la puso sobre uno de sus pechos.

—Tu corazón no miente, ¿no quieres recordar viejos tiempos?

—Era más joven e inexperto. Ahora ya no puedes seducirme. Además, mi hermano…

—Rubén sigue sin tocarme y solo piensa en trabajar. Cuando llega a casa ni me mira. Estay cansada de eso–alegó irritada su cuñada.

—No es tan sencillo, créeme…

—Soy una mujer y tengo necesidades, es así de sencillo.

Mónica acercó sus labios al cuello de Javier y lo abrazó con fuerza. Pero él separó sus manos y la miró a los ojos.

—Y seguro que habrás puesto remedio a eso.

Mónica se separó enfurecida, se arregló el vestido cubriendo sus pechos y se dio la vuelta sin decir nada.

Tras la dura mañana que habían sufrido, la familia, o más bien, Blanca, decidió que lo mejor para desencrespar los ánimos sería una cena familiar. En el salón de la casa, sus hijos y Mónica, esperaban que la criada les sirviera la sopa. Sobre la mesa, una vajilla de porcelana y copas de bohemia.

Sin embargo, no todo estaba saliendo como lo hubiese deseado. Javier no paraba de beber y estaba muy alterado, algo que la preocupaba. Todos estaban sentados en un estricto orden y la silla vacía que presidía la mesa, indicaba cuál era la posición del fallecido.

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