Kitabı oku: «Las rutas del exilio»
Marc Ripol
Las Rutas del exilio
prólogo de jorge m. reverte
ilustraciones de josep bartolí
© del texto, 2007 by Marc Ripol
© del prólogo, 2007 by Jorge M. Reverte
© de las ilustraciones, 2007 by Josep Bartolí
© de esta edición, 2020 by Alhena Media
Director editorial: Francisco Bargiela
Director de la colección: Juan de Sola Llovet
ISBN: 978-84-18086-13-7
Publicado por:
alhena media
Rabassa, 54, local 1
08024 Barcelona
Tel.: 934 518 437
Reservados todos los derechos. Ningún contenido de este libro podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright.
Indice
Prólogo, por Jorge M. Reverte
Introducción
La Guerra Civil y el exilio
Las cinco oleadas de refugiados
La cornisa cantábrica
El Alto Aragón y la batalla del Ebro
La caída de Cataluña
El último éxodo
En el exilio
Los campos
La Segunda Guerra Mundial
Año 1975
Las rutas del exilio
I . El Esquinazau: Bajo dos banderas tricolores
Bielsa – Parzán – Aragnouet)
II. Antonio Gracia: ¿Acaso han pedido perdón alguna vez ellos? (Camprodon – Molló – Prats de Mollo)
III. María García: Una isla de humanidad en medio del infierno (Puigcerdà – Bourgmadame – Argelers – Elna)
IV. Josep Bartolí: Si mi hijo está vivo… (Olot – Oix – Beget – Lamanère)
V. El Gobierno Republicano: Hemos perdido la guerra (Agullana – La Vajol – Les Illes)
VI .Los cuadros del Prado: un rasguño en el 2 de mayo
(Figueres – La Jonquera – Le Perthus)
en la ruta
VII . Antonio Machado: Una sábana es suficiente
(Portbou – Cerbère – Collioure)
VIII . De Tapis a Coustouges
Cronología de la Guerra Civil y del Exilio
Bibliografía
Agradecimientos
Exiliado: toda persona que se encuentra fuera del país del que tiene la nacionalidad por temor a ser perseguida a causa de su raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un determinado grupo social o de sus opiniones políticas, y que no puede o, debido a ese temor, no quiere acogerse a la protección de ese país.
Convención de Ginebra, 1951
Prólogo
No conocía a Marc Ripol a la hora de escribir esta introducción. Sí conocía algunas de las historias que narra en su obra, y estaba preparando un viaje por los mismos parajes que describe para documentar un libro en torno al final de la guerra en Cataluña.
Lo cierto es que me acerqué al libro con una mezcla de curiosidad y de aprensión. La curiosidad estaba justificada. Me gusta viajar, y los viajes que describe Marc Ripol tenían, a la vez para mí un interés suplementario, que era el de situar unas determinadas acciones en su lugar físico.
La aprensión estaba relacionada con el rechazo que suelo sentir a las evocaciones excesivas. No disfruto con el afán escatológico que se ha desatado en nuestro país por convertir muchos paisajes en lugares de culto pagano en que se evoca y conjura el espíritu de los mártires. No entiendo que el homenaje a quienes lucharon por causas más o menos justas deba convertir la geografía en un punteo de lugares sagrados. Pienso que esa exacerbada arqueología de la muerte no coincide de manera exacta con otra cosa en la que sí estoy de acuerdo: la devolución de su dignidad a las víctimas de la guerra civil española y a sus familias. La identificación de cadáveres de las fosas comunes, la preparación de sepulturas dignas, la recuperación de la historia de cada uno, son cuestiones a las que nadie mínimamente bien nacido debería oponerse.
Desde que leí las primeras páginas del libro, la aprensión se alejó de mí, y me pude concentrar en su contenido. Las historias que me fui encontrando eran tan sugestivas, y estaban contadas de una manera tan sencilla y fiel a los acontecimientos que se describían, que me enfrasqué en la lectura, apasionado por unas historias de un contenido dramático que, por fuerza, me llevaban a reconstruir en la imaginación los sucesos de los años de la guerra civil.
En eso consiste el mayor placer de la lectura. Que es, realmente, mi deporte favorito.
La historia del Esquinazau, un aragonés de esos que los libros de ficción intentan recrear para dar cuenta de personajes novelescos que pueden ser el paradigma de una raza de hombres. Valiente, tozudo, inteligente y comprensivo con sus hombres. Un auténtico conductor de hombres, pero de hombres libres, que protagonizó, junto con sus soldados de la 43 división, uno de los episodios de mayor contenido épico de la guerra en la zona de Bielsa.
Los demás, casi todos son dramáticos, representativos de uno de los mayores éxodos que se han producido en la historia contemporánea de Europa. En apenas dos semanas, medio millón de personas desesperadas, hambrientas, pasaron la frontera francesa empujados por el pánico a la represión de los ejércitos de Franco, que les pisaban los talones con la escasa oposición de las pocas unidades republicanas que aún tenían moral para combatir y fusiles para disparar.
En ese éxodo de proporciones bíblicas se mezclaron las historias personales con los acontecimientos históricos. Pero yo no concibo que una cosa se pueda registrar sin la otra. Y en el libro de Marc Ripol se puede comprender el enorme significado de aquellos hechos con la simple atención a la historia de Amadeo Gracia y su familia, plasmada en su momento en una fotografía que dio la vuelta al mundo y la seguirá dando durante muchos años. Los seres ateridos de frío que luchan por alcanzar la salvación. ¿La salvación? Lo que venía después se convirtió en un infierno distinto en casi todos los casos.
El viaje del poeta enfermo, de Antonio Machado, que se dirige a Collioure acompañado de su madre, una mujer que ya está por encima de los acontecimientos y que pregunta constantemente a su hijo «¿Cuándo llegaremos a Sevilla?».
O la compleja evacuación del mayor tesoro artístico que ha viajado nunca a través de las fronteras del continente para cumplir la voluntad de Manuel Azaña y muchos otros dirigentes republicanos: salvar lo mejor del Museo del Prado, que les parecía que era «más importante que la Monarquía y la República juntas».
No pertenezco a una raza demasiado emparentada con la capra hispanica. En mis genes hay un alto porcentaje de compuestos químicos perezosos y mi curiosidad por las vistas grandiosas se acaba cuando he asistido a dos espectáculos naturales en el plazo de veinticuatro horas. Me basta con haber visitado una vez las cataratas del Iguazú, mientras que voy a Nueva York cada vez que puedo a perderme por la Quinta Avenida. En el terreno y cotidiano vivir doméstico, me encanta pasear despacio la Gran Vía de Madrid y fijarme en el paisaje humano, para construir una historia de cada personaje que me cruzo. Cuando estoy en Barcelona, eso lo hago en las Ramblas, donde no me detengo a analizar a las estatuas vivientes ni a las floristas, sino a quienes se detienen a mirarlas.
Con los bosques ese deporte se acaba enseguida: visto un pino, vistos todos los pinos.
La enorme virtud de un libro como el que ha hecho Marc es que me obliga a recorrer esos paisajes porque me los ha llenado de historias y de personajes. En cada recodo de los caminos que describe hay una historia; en cada curva del camino hay un grito de desesperación o una razón para que alguien haya continuado vivo. En cada manantial, una sed que ha sido saciada en circunstancias dramáticas.
Este libro hace que, para gente como yo, las piedras hablen. Y, por tanto, se carguen de sentido. ¿Cómo no se va a disfrutar de una comida en el lugar donde la compartieron Aguirre y Companys cuando no tenían dinero ni para pagar una tortilla? ¿Cómo no conmoverse en el camino de Machado, y cómo evitar recordar algunos de sus versos en el camino de Portbou a Collioure?
Quienes conocen el Pirineo saben que lo que se incluye en este espléndido libro ayuda a hacer un camino repleto de placeres para casi todos los sentidos. Pero cuando hayan leído las páginas que siguen, van a volver a hacer sus caminos, porque descubrirán ese testimonio de las piedras. De las piedras que hablan por boca de Marc Ripol en un libro tan bien escrito como documentado.
Mi pereza y yo estamos haciendo la mochila. No sé si se lo voy a perdonar.
Jorge M. Reverte
Introducción
El exiliado está obligado a renacer, a reinventarse a sí mismo. Debe superar el dolor por las personas que ha dejado atrás, el hijo o el cónyuge, el amigo o el hermano. Debe hacerse a la idea de que lo que conocía desaparece de su vista: atrás quedan vida e ilusiones, familiares y amigos, ideología y posesiones. En su lugar aparece un paisaje nuevo, una gente distinta, otras costumbres, un idioma diferente. Y, en contra de su voluntad, tiene que familiarizarse con esa nueva sociedad, y debe hacerlo a toda prisa. Hay que luchar por la supervivencia, por seguir adelante, y esa tarea no deja demasiado tiempo para lamerse las heridas ni para recrearse en añoranzas. Aun cuando rehaga su vida, cuando encuentre un trabajo acorde con su preparación, cuando aprenda el nuevo idioma, el exiliado seguirá siendo un desterrado que en ningún momento olvidará que no está allí por decisión propia, sino porque no tuvo más remedio. La dignidad, ese valor que tanto le han pisoteado, será al final, junto con la nostalgia, todo lo que le quede.
Un exiliado, para serlo, necesita una frontera. Los caprichos de la historia han separado valles, partido colinas y dividido ríos con una línea imaginaria. Esa fatídica línea ha separado a amigos y ha unido a enemigos, ha impuesto lenguas, ha cambiado el destino de pueblos enteros. Todas las fronteras son testigos invisibles del paso de viajeros y de comerciantes, pero también de fugitivos, contrabandistas, invasores, exiliados, ejércitos que las cruzan en una dirección y refugiados que huyen en la dirección opuesta.
Las aduanas, las alambradas, la policía y los puestos de control son intrínsecos a las fronteras. Para cruzarlas basta a veces un simple trámite, pero en otras ocasiones son muros infranqueables.
Los Pirineos, frontera natural desde tiempos remotos, se convirtieron en una frontera política. Aquí se han escrito importantes capítulos de la historia de España, pero el más terrible drama humano sucedió en el frío invierno de 1939: después de tres años de guerra, casi medio millón de personas cruzaron esas montañas huyendo de las represalias de los vencedores.
El exilio republicano español es el primer gran exilio político del siglo xx en todo el mundo. Nunca antes de la Segunda Guerra Mundial hubo una oleada tan numerosa de refugiados. Fue la consecuencia de un conflicto caracterizado por la ideologización del pueblo, de ambos bandos, dispuestos a dar la vida por sus creencias, por unos ideales. Fue, como lo han descrito algunos historiadores, la última guerra romántica.
En la lista de los exiliados españoles encontramos nombres tan relevantes como Picasso, Machado, Buñuel, Cernuda, León Felipe, Juan Ramón Jiménez, Ferrater Mora, Casals, Alberti y Unamuno. Pero si algo caracterizó al exilio español fue su heterogeneidad: hombres y mujeres, ancianos y recién nacidos, mecánicos y catedráticos, soldados y poetas, andaluces y gallegos, burgueses y anarquistas, comunistas y nacionalistas, campesinos y habitantes de las ciudades se dirigieron a aquellos países con los que existía ya un vínculo, fuese por proximidad geográfica, como Francia, o por afinidad histórica, como México, Argentina, Venezuela o Cuba, aunque el exilio republicano atraviesa todo el mundo y llega incluso a la URSS, a Argelia, a Marruecos. Algunos, viendo el pésimo recibimiento que Francia les ofrecía, volverían a España pocos meses después, pero los demás no podían imaginar, cuando atravesaron la frontera, que tardarían veinte, treinta o cuarenta años en regresar a España. Otros nunca volvieron; pasado un tiempo, regresar a tu patria es casi como sufrir un nuevo exilio.
Aún hay testigos de todo aquello. Cuando sucedió, eran niños, y hoy lo recuerdan con los ojos del niño que eran entonces; ancianos que explican lo que le ocurrió a ese niño que fueron. Ahora son hombres y mujeres curtidos por una vida de privaciones, de luchas, de bombardeos, de orfanatos, de muertes, de campos de concentración, de ideales perdidos… Y al hablar del exilio, de esa etapa de sus vidas que sucedió hace más de sesenta años, todavía ahora se emocionan al recordarlo. Lo habrán explicado cientos de veces, lo habrán recordado miles, pero aún se les forma un nudo en la garganta cuando lo rememoran. Personas que lo han vivido todo, que lo han superado todo, y que tienen que hacer una pausa cuando hablan de aquel mes de febrero de 1939 en el que, después de tres años de una guerra especialmente cruenta, abandonaban su país.
Este libro se centra en la primera parte del exilio: en la partida, en el éxodo, en el momento en que una familia decide que ha llegado el momento de dejar todo atrás y emprende la marcha, en la odisea que sufrieron tantos republicanos dispersándose por el mundo. Los exiliados españoles se fueron con lo puesto y la mayoría de ellos llegaron a la frontera a pie; las pocas posesiones que acarreaban, un colchón o un recuerdo de familia, las dejaron por el camino cuando las fuerzas flaqueaban y ya no podían cargar con ellas. Pocas lágrimas cayeron en esos caminos. No había tiempo para llorar las penas: los refugiados salían por piernas, azuzados por el miedo. Cruzaron los Pirineos a pie, en un invierno especialmente frío, y al llegar a Francia —que creían el refugio, la tierra de las libertades, la salvación— las mujeres fueron separadas de los hombres, y unas y otros fueron internados en campos de concentración, donde los trataron como perros.
Se puede cuantificar el número de muertos, exiliados, fusilados, huérfanos, internados en campos de concentración, pero es imposible medir el sufrimiento y el dolor que padecieron tantísimas personas bajo unas condiciones atroces.
Esos caminos que hoy podemos recorrer, esos bellísimos paisajes pirenaicos, fueron el escenario de un drama humano de enormes proporciones. El lector que se decida a recorrer los caminos por los que transitaron los protagonistas de este libro, encontrará todavía a gentes que recuerdan este triste episodio de la historia española. Pero como en cualquier acontecimiento histórico, llega un momento en que todos los que lo vivieron han desaparecido: mueren los que lo sufrieron en sus carnes, los testigos, los que tienen muchas cosas que explicar aunque tal vez nadie les haya preguntado por ello… Pasado el tiempo, desaparece la narración en primera persona y ya sólo quedan, como fuente de información, los documentos. Faltan pocos años para que esto suceda con la Guerra Civil española: los niños de entonces son hoy ancianos. Y principalmente por este motivo vivimos ahora un pequeño renacimiento del interés por esa guerra, por recuperar la memoria histórica. Libros, documentales, exposiciones, páginas web y películas se esfuerzan por rememorar el drama vivido por tantas personas.
En este esfuerzo por desempolvar unos hechos sucedidos hace más de sesenta años no veo ningún espíritu revanchista, ni tampoco, como se ha dicho en muchas ocasiones, deseo alguno de desenterrar viejos odios. Se trata únicamente de recuperar el recuerdo de unos acontecimientos que casi fueron borrados de la historia. Se pretende tan sólo reconocer el terrible sufrimiento por el que pasó un bando, el de los vencidos, que durante mucho tiempo ha sido olvidado o ignorado. Recordar lo que sucedió es un sencillo homenaje a aquellos que lucharon por unas ideas, por defender la legalidad vigente, y lo perdieron todo. Durante la dictadura la reivindicación de esas personas fue, por supuesto, imposible, pero tampoco se hizo con la recién llegada democracia, pues quizá había el riesgo de poner en peligro a tan joven institución. Hoy, con el Estado democrático ya consolidado, es necesario escarbar en el pasado, aunque sólo sea por el tópico de que hay que conocer la historia para no repetir los mismos errores.
La Guerra Civil y el exilio
Tras el levantamiento del ejército español destacado en Marruecos contra el gobierno legítimo de la Segunda República, que desencadenaría la Guerra Civil, todas las provincias españolas se posicionaron en uno u otro bando. Muchas personas quedaron enclavadas en la zona equivocada: tanto los partidarios del alzamiento que se encontraron en zona republicana como los republicanos de la zona nacional sabían que su situación era muy delicada. Cualquiera que hubiese participado activamente en política y se encontrase en una provincia dominada por el bando contrario era candidato a las depuraciones, es decir, a ser encarcelado o fusilado, pero a veces simplemente ser simpatizante de un partido político, pertenecer al clero o estar afiliado a un sindicato eran motivos suficientes.
Ambos bandos mostraron desde un principio que ésa iba a ser una guerra especialmente sanguinaria, y ésta fue la razón de que, en las primeras semanas de guerra, grupos de civiles tuvieran que abandonar sus casas y cuanto poseían para escapar con lo puesto, a toda prisa, dejando atrás toda una vida. El exilio enseguida tomó color republicano. A medida que las tropas rebeldes avanzaban, avalanchas de refugiados llegaban a Francia o se trasladaban a los territorios que seguían bajo control de la República, principalmente a Valencia y a Cataluña. La gente huía de sus hogares como podía, en coche o en carro, a pie o a lomos de un burro; en las zonas republicanas de la cornisa cantábrica, que desde el principio de la guerra quedaron aisladas del resto del territorio republicano, la huida sólo podía hacerse por mar.
Los niños fueron los primeros en sufrir el exilio. Sus padres, bien porque al estar combatiendo no podían atenderles, bien porque la crisis no les permitía alimentarlos correctamente o, en la mayoría de los casos, preocupados por los bombardeos y la represión, tomaban la drástica decisión de enviarlos a otro país. Tras las primeras semanas de guerra, cuando ya se vislumbraba que aquello no iba a ser un golpe de Estado fulminante, como pretendieron las fuerzas sublevadas, algunos padres enviaron a sus hijos al extranjero, pero siempre a título particular, principalmente a casas de amigos o familiares.
En marzo de 1937, durante la ofensiva del ejército sublevado sobre el País Vasco, tuvieron lugar las primeras expediciones de niños organizadas por el gobierno de la República, que partieron en barco hacia Rusia y Francia. Un mes después salieron más barcos hacia México, Gran Bretaña y Bélgica. Hubo pequeños grupos que fueron a Suiza, Holanda y Dinamarca. Suecia y Noruega no acogieron a ningún grupo, pero subvencionaron varias colonias de niños radicadas en Francia. En total, el gobierno organizó la evacuación de unos treinta mil niños.
Pero ésta fue la cara menos cruenta del exilio: los pequeños fueron recibidos con todos los honores por gobiernos e instituciones, tratados casi como héroes y cuidados con las máximas atenciones e incluso con mimo. El Gran Canaria, el Sontay o el Habana fueron algunos de los barcos que arribaron a los puertos de Odessa, Veracruz, Southampton o Leningrado, donde les esperaban con orquestas, desfiles y pancartas que proclamaban su simpatía por la República. Los niños eran obsequiados con juguetes, alimentos, frutas, golosinas, ropas… Los relatos de los niños de la guerra hablan casi todos de una época de diversión, buena alimentación y máximos cuidados, lejos de los bombardeos y de las privaciones que vivían en sus casas. Eran casi como unas vacaciones, precisamente la mentira piadosa que sus padres les habían explicado: «Serán unas vacaciones de unas semanas y después volverás a casa». Algunos padres llegaron a creerse sus propias mentiras.
El drama vendría después, al finalizar la guerra, cuando regresaron a un país destrozado donde habían perdido a varios de sus familiares y donde la escasez era la norma. Muchas veces los niños eran enviados directamente al orfelinato. Otros ni siquiera volvieron, pues en España no quedaba ya nadie que los reclamara.
Las cinco oleadas de refugiados
El exilio no fue un hecho puntual. Durante toda la guerra hubo personas que huyeron por miedo a las represalias, a los bombardeos o al hambre, pero las grandes oleadas de refugiados coincidieron con las derrotas más importantes del ejército republicano.
Con la ofensiva de las tropas sublevadas sobre Guipúzcoa en el verano de 1936, un mes después del comienzo de la guerra, se produjo un primer éxodo de unas quince mil personas, en su mayoría mujeres y niños, que pasaron por la frontera francesa de Irún a Hendaya justo antes de que ésta cayese en manos franquistas.
La segunda oleada, entre marzo y octubre de 1937, coincidió con la campaña del norte, en la que las tropas rebeldes lograron la caída de Asturias, Bilbao y Santander. Unas ciento cincuenta mil personas huyeron a Francia en toda clase de embarcaciones, pues la frontera de Irún estaba ya bajo el control del ejército franquista.
La tercera fue en la primavera de 1938, cuando el derrumbe del frente republicano del Alto Aragón arrojó a las fronteras francesas a otros veinticinco mil refugiados.
A finales de enero de 1939, tras la caída de Barcelona, se produjo la cuarta evasión masiva. Los éxodos que se habían vivido en los tres años de guerra eran insignificantes comparados con la enorme masa humana —casi medio millón de personas— que abandonó Barcelona y huyó hacia la frontera. Muchos de los que pasaban por la frontera francesa habían comenzado la escapada meses atrás; venían huyendo desde Extremadura y Andalucía, desde Aragón y Valencia.
La quinta y última oleada fue en marzo de 1939, pocos días antes del final de la guerra: unas quince mil personas salieron de los puertos levantinos rumbo al norte de África.
La mayoría de los que escaparon a Francia en las tres primeras oleadas volvieron a Cataluña, a la España republicana; algunos regresaron voluntariamente, dispuestos a seguir luchando, y otros, forzados por el gobierno francés, que empezaba a preocuparse por el número creciente de exiliados. Con la derrota del frente en Cataluña volverían a sufrir el exilio.
La cornisa cantábrica
Las dos primeras oleadas de refugiados provenían del norte de España. Tras el alzamiento, las provincias de Santander, Guipúzcoa, Vizcaya y Asturias (con la excepción de Oviedo) se declararon fieles a la legalidad vigente de la República. En Galicia triunfará el alzamiento y los núcleos de resistencia dispersos por toda la región serán rápidamente desarticulados. Se produjeron algunas huidas de población civil gallega hacia Asturias y también hacia Portugal, aunque la dictadura de Oliveira Salazar no era un refugio seguro para los republicanos españoles.
Tras completar la conquista de Galicia y del sur de la Península, y habiendo abandonado el asedio de Madrid, el ejército sublevado centró sus esfuerzos en las provincias cantábricas, que se encontraban aisladas de las controladas por la República, radicadas en la zona centro y de levante. El primer objetivo fue Guipúzcoa, y más concretamente la localidad de Irún, pues era el único punto por el que los republicanos de la cornisa norte podían recibir ayuda por tierra. Irún cayó en septiembre de 1936, pero antes de que fuera tomada por los nacionales sería la puerta de paso del primer éxodo republicano: unas quince mil personas, la mayoría mujeres y niños, se exiliaron a Francia. San Sebastián cayó una semana después.
A finales de marzo de 1937 el general Mola reemprendió la ofensiva sobre el País Vasco. Contaba con el apoyo de la Legión Cóndor alemana, comandada por el teniente coronel Von Richthofen, que disponía de una gran escuadra de aviones. Bajo el concepto de guerra total, Von Richthofen dirigió su artillería contra objetivos militares pero también civiles, aduciendo que facilitaban la huida de militares hacia territorio francés, donde podían reorganizarse. Uno de sus primeros objetivos fue el puente de Rentería, un puente de piedra, sobre la ría de Munkaca, ubicado en el extremo norte de la ciudad de Gernika.
Gernika era una población de unos seis mil habitantes, aunque ese número había crecido con la llegada de cientos de refugiados, sobre todo guipuzcoanos, que habían huido del avance del general Mola. Su importancia estratégica era nula, al igual que su capacidad defensiva: no contaba con una sola batería antiaérea, ni con refugios adecuados.
El 26 de abril de 1937 era lunes, y los vecinos de las poblaciones cercanas acudieron a Gernika con motivo de la celebración del mercado semanal. Poco antes de las cinco de la tarde empezó el ataque sobre el casco urbano. Primero cayeron las bombas de 250 kilos y después las incendiarias. El fuego se filtró a través de los tejados y los muros ya resquebrajados: las casas se convirtieron en hogueras. Mientras, los cazas pasaban a vuelo rasante y ametrallaban a la población, que huía enloquecida. Dos horas después, una nube de humo ocultaba completamente la ciudad, pero los bombardeos siguieron, disparando a ciegas, hasta las siete y media.
Hasta el día siguiente no se consiguió apagar el fuego. La ciudad era un amasijo de piedras. Tres días más tarde las tropas de Franco entraron en lo que quedaba de la ciudad a través del puente de Rentería, una de las pocas construcciones que, paradójicamente, no se vieron afectadas por el bombardeo.
Gernika era algo más que una población vasca; la ciudad y el árbol de Gernika eran un símbolo de las libertades vascas, y ése fue el motivo de que se convirtiera en un objetivo que había que destruir: se quería minar la moral de los vascos para debilitar la defensa de Bilbao.
Los alemanes utilizaron Gernika como campo de pruebas para poner en práctica sus tácticas de ataque. Hermann Goering, mariscal de la Luftwaffe, declararía en los juicios de Nuremberg: «La Guerra Civil española fue una oportunidad para poner a prueba a mi joven fuerza aérea, y también para que mis hombres adquirieran experiencia.» Lo que después sucedió en tantas ciudades europeas tuvo su ensayo general en esta pequeña población vasca, que ostenta el triste honor de ser la primera ciudad del mundo que fue completamente arrasada por las bombas.
A mediados de junio, después de tres meses de resistencia de los gudaris vascos, el «cinturón de acero» que defendía Bilbao fue superado por las fuerzas nacionales. A partir de este momento las fuerzas franquistas ya no encontraron grandes núcleos de resistencia. El 26 de agosto de 1937, con la toma de Santander, Asturias quedó completamente aislada del resto de las fuerzas republicanas. Justo antes de que cayeran las últimas ciudades asturianas, en octubre de 1937, miles de republicanos se subieron a barcos pesqueros, pequeños mercantes o cualquier tipo de embarcación que flotase, y desde los puertos de El Musel, Avilés, Cudillero o Luarca pusieron rumbo a Francia. Zarpaban de noche, con las luces de posición apagadas para no delatar su presencia al Cervera y a otros cruceros rebeldes que vigilaban la zona. Los que eran localizados eran forzados a regresar a puerto, donde les esperaban los interrogatorios y las condenas rápidas. Otras muchas personas se escondieron en los montes, y algunas permanecieron allí años, agazapadas en rincones remotos o formando parte del maquis. Otros huyeron del campo para buscar el anonimato de las grandes ciudades.
Durante toda la campaña del norte cerca de ciento cincuenta mil personas huyeron a Francia, donde los gendarmes franceses les esperaban con dos carteles que señalaban direcciones opuestas: en uno se leía NEGRÍN y en el otro FRANCO. Así, con pocas palabras, ofrecían a los refugiados la posibilidad de volver a la España nacional, vía Irún, o a la republicana, vía Perpiñán.
El Alto Aragón y la batalla del Ebro
Tras la conquista de la cornisa cantábrica, los nacionales tenían a su disposición toda la industria y los altos hornos del norte. Además, con la imposición del servicio militar obligatorio en la zona conquistada, aumentaron su ejército en unos doscientos mil efectivos. Si el bando nacional tenía ya una ligera ventaja frente al republicano, al que superaba en armamento, con la ocupación de las provincias cantábricas la superioridad fue evidente. Los republicanos habían intentado recuperar la iniciativa pasando a la ofensiva en las batallas de Brunete, Belchite y Teruel, pero en los tres casos, a pesar de una primera victoria, los milicianos tuvieron que regresar a las posiciones de inicio tras sangrientas luchas que causaron decenas de miles de muertes en ambos bandos.
La reconquista de Teruel por el ejército franquista, a finales de febrero de 1938, fue el primer paso de la caída de Aragón. Seguirían Belchite, Alcañiz, Caspe y Fraga; la campaña se daría por terminada en abril, con la excepción de la Bolsa de Bielsa, donde la 43 División, comandada por Antonio Beltrán, el Esquinazau, resistió aislada de las demás fuerzas republicanas hasta el 6 de junio. En total, la conquista de Aragón supuso otros veinticinco mil exiliados, que pasaron a Francia o que se refugiaron en Cataluña.
Los militares se reagruparon en Barcelona para presentar las últimas batallas, y desde allí se organizó la más cruenta: la batalla del Ebro, que a la postre fue el inicio del final de la guerra. El gobierno de la República se trasladó también a la ciudad condal el 31 de octubre de 1937. Pero no sólo los militares y el gobierno se habían replegado en Cataluña, desde el principio de la guerra decenas de miles de republicanos de toda España habían ido retrocediendo ante el avance de las tropas rebeldes. La población civil implicada directa o indirectamente con la Segunda República huía espantada de las posibles represalias del bando nacional. Algunos refugiados se instalaron en casas de familiares o de amigos, pero otros muchos se amontonaban en los polideportivos de las ciudades, en las iglesias, en los colegios. Barcelona, sometida a constantes bombardeos, estaba abarrotada de refugiados procedentes de todos los lugares de España que buscaban un rincón en el que guarecerse. Las estadísticas más fiables dan un número cercano al millón de refugiados en Cataluña.
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