Kitabı oku: «Diario secreto de Papelucho y el marciano»

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Diario secreto de Papelucho y el marciano

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Este es mi diario secreto y se prohíbe leerlo.

Hoy martes 13.

El papá me dijo:

—Papelucho, ven a mi escritorio...

Cuando un papá le dice esto a uno, es igual a cuando San Pedro lo ataja en la puerta del cielo: de un run se agolpan los pecados y demás cuestiones. Y ni se saca nada con pensar que el famoso escritorio es puramente cuarto de tareas cuando el papá no está. Y tampoco se saca nada con acordarse de que hace cinco minutos ese papá se lavaba los dientes en pijama arrugado y sin peinarse...

Papá juntó la puerta con manos limpias y nerviosas y me encerró con él y todas mis culpas.

—Tú sabes por qué te he llamado —dijo.

—No tengo ni la mayor idea —contesté.

—Veamos... Pensemos un poco caballerito... —Se sentó en su silla sin sospechar que tiene una pata quebrada.

—Creo que sabes por qué estamos aquí.

—Si es por lo del gato, papá, quiero explicarle...

—No es por lo del gato —me irrumpió colérico.

—Si es por la custión del agua...

—No es la cuestión del agua —sus manos se ponían más limpias cada vez.

—Entonces sería mi zapato en el techo de la otra casa.

—¡No es por lo de tu zapato!

Papá traspasaba mis ojos y me hacía doler la cabeza. Pero no leía mi pensamiento ni yo el suyo.

¿Qué habría hecho yo, Dios mío? Se me atropellaban las cosas: el atornillador que se tragó la cañería del lavaplatos cuando iba a sacar la cucharita que no sirvió para salvar al grillo que se ahogaba. ¿O sería por lo de esas colleras que convertí en medallas hace tiempo? ¿O la crema de cara que le fabriqué de sorpresa a la mamá, un día?

—Habrá que refrescarte la memoria —dijo la voz astronáutica del papá.

—Sí, papá —me apuré a contestar—. Este asunto de la memoria puede tener remedio. En el colegio hay montones de mala memoriados. Y también la mamá a veces se olvida de lo que va a decir. Parece que hay un profe que la perdió enterita y ni sabe cómo se llama. Pero yo creo que usted puede encontrar la suya. No se preocupe de la mía porque todavía soy joven y...

—¡Silencio! —bufó de repente interrumpiendo mi discurso—. ¡Basta!

Frené en seco y quedé paralelo.

Un silencio tremendo llenó el cuarto y solo se oía mi cuchicheo interior. ¿Qué experimento raro hacía el papá conmigo? ¿Por qué me miraba callado? ¿Quién hablaría primero, él o yo? ¿O es que él estaba escuchando lo que pasaba en mi dentror y arrebatando mi secreto?

De pronto se puso calmo.

—No tienes por qué poner esa cara de culpable —dijo—. Es muy simple. Quiero que me digas con franqueza, ¿qué te pasa, hijo mío? Soy tu padre. Tu mejor amigo, recuérdalo...

No podía recordarlo porque era la primera vez que lo oía. Mi padre era mi mejor amigo. Ahora no se me olvidaría jamás.

Esperé.

Él también esperó.

Pasó mucho tiempo.

—No puedo perder la mañana entera esperándote —dijo con voz de paciencia—. Te he preguntado qué te pasa... Me explico. Desde hace un tiempo tu madre y yo te notamos callado, extraño, ausente, haces cosas muy raras... Por ejemplo miras al cielo mucho rato. ¿Tienes dificultad en ver?

—Sí —contesté.

—Pero me ves a mí, ¿no?

—Sí, claro...

—¿Ves lo que dice esta carta?

—No.

—¿La ves borrada?

—No, la veo patas arribas.

—Bien —dijo enderezando la carta—. No tenemos por qué preocuparnos de tu vista. Ahora explícame ¿por qué saltas como sapo y a veces hasta dormido?


Sentí calor en las orejas. Mis saltos son asunto mío. Papá está tratando de perforar mi secreto... Yo nunca le pregunto a él por qué estira el cogote y se mete el dedo en el cuello. Ese es asunto de él...

—Antes era campeón de salto —dijo enrabiado.

—No está muy claro eso. Tus saltos no son de entrenamiento. Son de sapo...

Ahora estaba seguro: papá sospechaba de mí. No hay nada más cargante que sospechen de uno. Y él quería asegurarse si el marciano estaba dentro de mí. Si se convencía me iba a hacer operar, y me lo sacarían igual que mi apéndice. Mi marciano es mío y yo lo protegeré de los curiosos. Nadie vendrá a quitármelo.

—Ahora hay otro sistema de entrenarse —dije.

—Otras veces te quedas largo rato callado, como escuchando algo. Luego te ríes o hablas solo... Te enojas sin motivo y alegas a nadie... ¿Es también un modo de entrenarse?

El marciano y yo nos reímos... Siempre que nos reímos los dos a un tiempo me da hipo.

—¡Ah! —dijo papá—. Y también ese hipo que te viene a cada rato... Creo que debería verte un médico.

—Es hipo-dérmico —le contesté—, así dice el profe.

—¿Y por qué miras tanto el cielo? —se veía en las manos del papá que estaba apurado.

—La cuestión de los astronautas sin cápsulas, los ovnis, los...

—Ya, ya —me irrumpió—. No te preocupes, no hacen daño. Y ya es tarde. Tengo que volar a la oficina. Quedamos entonces en que soy tu mejor amigo, que te estás entrenando para campeón de saltos y que no tienes dificultad en ver. ¿No es así? ¡Adiós! —y salió como un chifle a pillar su micro.

Pero yo lo alcancé y lo pillé al justo cuando iba a trepar en él.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¿Qué es dificultad de ver? Usted es mi mejor amigo y quiero que me explique...

Puso cara de loco cuando el micro partió.

—Dificultad de ver es ver mal... —dijo estirando el cogote y pasándose el dedo por el cuello.

—¿Es por eso que no veo a los astronautas sin cápsula?

—Nadie los ve porque están muy lejos —clamó—. Y ahora por tu culpa tendré que tomar taxi.

Apenas hizo dedo frenó un taxi y al partir en él, en vez de estar feliz tenía una cara de caballero de esos que le han robado la billetera.

Det y yo nos quedamos mirando el taxi que se perdía entre muchos.

—¿Por qué no fuiste con él a su oficina? Quiero conocerla —dijo Det.

—También yo quiero conocer la luna... Pero tengo que hacer tareas.

—Eres aburrido. ¿Qué son tareas?

No contesté y entré a la casa. Pero Det estaba enrabiado y cuando le da por pelear es molestoso como un dolor de muelas.

Porque uno ni sabe lo que quiere él y lo que quiere uno. Las ganas suyas y las mías, distintas y furiosas. Bueno es pelear con otro, pero pelear por dentro es rotundamente fatal.

Y por eso me eché al suelo de guata. Es la única forma en que Det se duerme y deja en paz.

—¿Qué hace ahí? ¿Está enfermo?

Llegó la Domi con su famosa escoba haciéndome cosquillas en las orejas. Igual que el papá. También ella quiere saber lo que me pasa. ¿No puede tener uno su secreto propio?

Me hice el muerto. En esta casa solo respetan a los muertos.

Barrió, plumereó, cantó, suspiró y por fin pasó el dedo por la mesa.

—Todo se pierde en esta casa —dijo—. Hasta el paño amarillo.

Fijo que este pobre niño se lo ha comido... Se ha puesto tan raro... Más vale que se muriera el pobrecito. Porque el patrón ya lo iba a encerrar por raro...

—¿Encerrarme a mí? ¿Dónde? —resucité de un brinco.

—¡Ave María! —chilló la pobre asustada—. Yo lo creía muerto...

—¿Quién dijo que me iban a encerrar?

—Una no tiene la culpa de oír lo que hablan en el comedor...

—¿En qué me van a encerrar?

—En un hospital de locos, creo yo. Así se mejora altiro.

—No estoy enfermo.

—Ningún loco se cree...

No sé qué cara puse, pero la Domi estaba arrepentida de lo que dijo.

—Loco de veras no está. No se preocupe. Yo le hago un sahumerio y lo dejo como nuevo. Pero me guarda el secreto...

Otro secreto más.

—Voy a pensarlo, Domi —le dije— y te contesto...

Tenía que consultarlo con Det, no fuera a matarlo. Salí corriendo y me trepé al peral, que es la única parte donde uno puede estar tranquilo para pensar y conversar con Det.

Desde la última rama del peral salté al tejado, pero estaba tan caliente y apenas lo toqué salió humo de mi zapato y di un brinco.

—¿Qué pasa? —dijo Det en mi dentror.

—Me quemé un pie...

—No sirves para nada... —dijo—. Que te quemas, que tienes que hacer tareas, que hace hambre...

—¡Te callas! —dije furiundo—. ¡A ti no te importan esas cosas porque eres de otro planeta y no entiendes nada!

—Entiendo —dijo él—. Lo que tú sientes es miedo. Miedo a quemarte, miedo al hambre, miedo a que te encierren por loco...

Todo le aguanto a Det menos que me llame cobarde. Eso no.

Yo lo tengo alojado en mí, primero porque hay que darle asilo al peregrino, segundo porque mientras no pueda viajar yo en la cápsula espacial, al menos puedo ayudar a un marciano y tercero porque si lo tengo dentro soy casi un marciano yo mismo. Y no es fácil, viviendo entre gente tan distinta que se cree inteligente y no sabe nada de ellos.

Soy valiente y soy hombre porque a nadie le he contado el secreto que tengo.

Y ahora escribo mi diario para que no se me olvide cuando sea viejo.

Fue esa tarde cuando oí un grito en la calle.

Salí afuera y vi un montón de gente en una esquina. Los curiosos se juntan cuando hay algo que ver y yo quise saber lo que era eso.

Me costó abrirme paso entre las piernas de tantos. Nadie hablaba. Parecían estíticos y sin idea alguna. Hombres, mujeres, coléricos y perros hacían redondela y yo me entremetí a mirar.


No era más que un pedazo de platillo volador cualquiera y nadie se atrevía a tocarlo. Estaban todos momios, mira y mira.

Me volví con desprecio. ¿A qué tanto mirar si lo único importante ya no estaba? El marciano del platillo había desaparecido, dejó el aparato en pana y hasta su propio casco en la vereda. ¿O andaría rondando entre nosotros disfrazado de invisible?

Sentí pena del valiente marciano que llegó hasta nosotros y tuvo que esconderse. Porque ellos son tan choros que ni se dejan pillar.

¿O es que la curiosidad del hombre los derrite y pulveriza?

Me marché del pelotón de curiosos con pena y rabia. Entré en casa y para distraer mi congoja me encerré a hacer tareas para un año entero.

Y esa noche mi mamá tuvo que despertarme para que me desvistiera.

Lo malo fue que junto con meterme en la cama me desvelé rotundamente. Aunque era plena noche yo estaba entero de día y sentía el silencio que latía en todo el mundo. La luna se colaba en gotas por la polilla de mi cortina y allá en el horizonte roncaba el papá como tigre. La gotera del baño repetía esa marcha que obliga a marchar y el hambre supersónico me ponía rabioso. Había pasos hipócritas y voces secretas de piratas nocturnos, de esas que se han salido de órbita y andan sueltas aprovechando la noche.

Yo no tenía miedo. La última vez que tuve miedo fue cuando era chico, esa vez que me caí del tejado, y fue poquito antes de llegar al suelo. Pero entonces juré no tener nunca más miedo, y he cumplido.

El alboroto de mis tripas me obligó a levantarme. Ojalá que la Domi no hubiera lavado los platos esta noche. Porque nadie se acuerda en esta casa de que hay hambres nocturnas...

Encontré un raspado de sopa fría en una olla y al langüetear la cuchara oí un lamento muy largo en alguna parte.

Apagué con violencia la luz de la cocina y entonces... ¡pude ver al marciano! Fue la última vez; ahí a mi lado. Era hecho de puntitos bailones y un poco luminosos que se veían solo en la oscuridad. Era más chico que yo y tan blando como el humo de un cigarro. Casi pura cabeza, y quizá algunas patas que flotaban al compás de suspiros.


¡Pobre marciano metido en una cocina desconocida! Suave, blando, onduloso, casi sin cuerpo —tal vez de puros puntos de luz— entre nosotros los hombres duros, hediondos, que comen y traspiran, que pisan, que trabajan, que hacen casas con techos y murallas y cocinas calientes.

No quería asustarlo y me quedé muy quieto. No fuera a reventarle alguna cosa al dar un paso. ¿Qué podría decirle? Él no entendía mi idioma. Había huido del grupo de curiosos y se escondía en mi casa. Yo sin querer lo había asustado...

Quería darle confianza, ser su amigo. ¿Cómo podría ayudarlo?

Pensando en esto estaba, cuando justo que me picó la nariz estornudé. Fue uno de esos estornudos que chupan todo el aire hacia dentro, de esos de aspiradora. Y al mismo instante desapareció para siempre el marcianito. No quedó un solo punto en la cocina.

Poco a poco me di cuenta de que lo había aspirado y lo tenía en mí. Mi cuerpo se había vuelto de plomo con remaches en todas las bisagras de mis piernas y brazos.

Yo no pensaba con claridad. Todo estaba revuelto en mi dentror.

Ahora pensaba a dos voces, todo con sí y no al mismo tiempo. Y sentía al marciano que se agrandaba y se achicaba adentro, acomodándose, reajustándose, como haciéndose un hueco. ¡Pobre gallo!

Por fin me decidí a ayudarlo. Si fuera yo el caído en Marte me gustaría encontrar un amigo. Ese amigo era yo para él.

—¿Quién anda ahí? —irrumpió en el silencio la voz de mamá muy soñolienta.

—Yo —dije—, tenía hambre y vine a comer algo.

—¡Derechito a la cama! —ordenó majestuosa.

Quise obedecer y no pude. El marciano me pesaba como si fuera plomo derretido en mis venas. No lograba despegar un pie del suelo para dar un paso.

—No sé quién eres —dije en cuchicheo—. Pero quiero ayudarte y soy tu amigo. Vámonos a dormir...

—¿Dormir? —dijo una voz como de remordimientos de ayer—. ¿Y eso qué es?

—Descansar —expliqué—. ¡Vamos! —pero no podía moverme.

—No te entiendo —dijo la voz en mi dentror. Entonces entendí que él no entendiera. Un marciano es distinto a uno.

—Ponte liviano para que pueda moverme —le dije.

—¿Qué es liviano?

Chitas que resultaba difícil explicar. ¡Paciencia!

—Oye —le dije—. Quita el freno como si fueras a volverte a Marte en tu platillo.

—El platillo clotió —dijo la voz.

—No es razón para quedarnos clavados para siempre en la cocina. ¡Desembrágate! —ordené. Y entonces algo se aflojó dentro, me sentí más liviano y puede andar.

Volví a la cama, me acosté y me tapé. No quería volver a estornudar para que no escapara el marciano. Y me picaba tremendo la nariz.

—Oye —dije cuando estuve tapado hasta las orejas—. Cuéntame un poco de ti... ¿Quién te mandó a la Tierra? ¿Viniste puramente a curiosear?

—A mí no me manda nadie —dijo y dio un salto dentro—. Muchos vienen y yo también vine. Pocos vuelven.

—¿Cómo te llamas?

—Det. ¿Y tú?

—Papelucho.

—¿Qué haces? ¿Siempre descansas?

—Puramente en las noches. Voy al colegio en el día, estudio, juego. ¿Tú no duermes?

—Nooo. Yo me evaporo y tampoco entiendo jota de lo que a ti te pasa. Más me valía no haber venido a este planeta. ¿Cuál es?

—La Tierra.

—Ni oí hablar de él. No vale mucho la pena, me parece...

¿Me ayudarás a volver a Marte?

—Si supiera cómo, capaz que fuera contigo...

—¿No hay platillos aquí? ¿No se con siguen?

—No todavía... pero podríamos fabricar uno entre tú y yo.

—Sí. Necesito volverme.

—Lo haremos juntos mañana...

—¿Qué es mañana?

—Otro hoy, pero después.

—No entiendo. En todo caso guarda el secreto de mí. Que nadie sepa que estoy aquí en la Tierra.

—¿Eres muy importante? ¿Eres hijo de un rey? ¿Eres niño?

—Soy Det y tú te callas de mí. No le dices a nadie que estoy aquí jamás.

—¡Jamás! —repetí y por fin me dormí.


Si yo hubiera sabido lo que es alojar a un marciano, quizás lo habría expulsado el mismo día. Antes yo podía pensar y hacer mi gusto. Ahora no. Porque tener a Det adentro resulta molestoso: que sí, que no, cada cosa. Lo que yo quiero no lo quiere él, lo que yo hago no lo entiende. Y lo que él quiere no lo entiendo yo.

Treparse al peral salió fatal. A Det le dieron ganas de seguir trepando hasta llegar a Marte y yo por darle en el gusto subí y subí...

Me parecía chora su idea y si él me ayudaba... Pero cuando menos lo pensábamos se acabaron las ramas y pescado de unas hojas ¡zas! nos vinimos al suelo con unas cuantas peras.

Por suerte nadie nos vio y también por suerte había un mantel pituco tendido en las ramas a secar. Sirvió de red un instante y se rasgó en dos de puro viejo. Total la mamá tiene ahora dos manteles y yo un cototo en la frente.

A la mamá le dio con que:

—¿Por qué no comes, hijo? Estás pálido y creo que tienes fiebre.

Det se había aturdido con el golpe y ni chistaba. Yo tenía susto de que se me hubiera escapado. Todavía tenía muchas ganas de tenerlo conmigo y me daba cototo pensar en todas las maravillas que habríamos podido hacer juntos.

Pero cuando llegó el postre, que era una fuente de peras verdes y otras machucadas, se despertó el marciano.

—¡Ya viene! ¡Ya viene! —empezó a transmitir como un telégrafo.

—¡Cállate! —le dije—. Todos vemos las peras porque tenemos ojos.

—¡No! —rezongó enrabiado—. ¡Es lo otro! ¡Ya se acerca!

—No te entiendo —le dije y en ese momento comenzó a aullar el Choclo, y entendí.

—¡Ya viene! —grité en coro con Det y salté de la silla.

Un remezón gigante de la tierra, un temblor grado mil y volaron las copas y los platos y la fuente con peras se escapó de las manos de la Domi para ir a parar en la propia cabeza del papá. Era una fuente antigua de no sé cuántos kilates de porcelana y se hizo añicos.

—¡Socorroooo! —gritaba la Domi tapándose la cabeza con la pollera para librarse del yeso que caía del techo.

—¡Terremoto! —chilló la mamá arrancando. El papá se apretaba la cabeza para juntar los huesos de su calavera quizá quebrada. La Ji corría detrás del Choclo, que seguía ladrando.


—¡Misericordia! —gritaban en la calle las vecinas. Todas las caras parecían de historieta. Yo estaba muy tranquilo. Det me tranquilizaba.

—¿Por qué arman tanto jaleo? —preguntaba Det.

—Bueno —le dije—, es un temblor grado mil, un terremoto.

—¿Y eso qué tiene de particular?

—¡Nada!, que se caen las casas y muere gente aplastada...

—Pero ¿para qué hacen casas si se caen? —me preguntó y yo me quedé pensando ídem. Total, si no hicieran casas, ¿qué importarían los terremotos?

En eso volvió la mamá al comedor donde yo estaba. Venía loca de horror y traía los ojos al revés. Sus manos me cogieron como inmensas arañas.

—Hijo ¿no ve que tiembla? ¿Quieres morir aplastado? —gritó. Y me arrastró a la calle.

Afuera había unas cuantas tejas quebradas y total lo del mantel ni importaba al lado del remezón. El cototo del papá iba subiendo y era ya casi tan grande como el mío. La Domi lloraba a chorros y la Ji se reía tratando de bajarle los pelos al pobre Choclo, que estaba muy nervioso.

Había mucha gente en la calle y todos contaban a un tiempo lo que estaban haciendo en el momento del sacudón. No sé para qué explicaba doña Rosa, cuando todavía tenía la pollera arremangada... La vecina de enfrente se abrazaba a un inmenso reloj.

—Siempre salvo mi reloj —decía— para saber la hora del temblor.

—Yo salvé mi radio —decía la Rudecinda con cara de premiada. Todos eran amigos y el único rabioso era el papá por su cototo. Es lo bueno de los temblores porque se acaban las peleas, los retos, los castigos.

Entramos otra vez en la casa y ahí estaba la crema. Había terrones y yeso en todo el suelo, revuelto con peras y pedazos de fuente. Los cuadros chuecos en la muralla lo mareaban a uno más que las lámparas. Una voz decía:

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81 s. 20 illüstrasyon
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9789563634136
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