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La condición femenina

La condición femenina

Marcelo Barros

Índice de contenido

Portadilla

Legales

Prólogo para hombres

I. La condición femenina

De un cuerpo fuera del sentido

El sexo corporal de la mujer

Die Frau, das Weib

Lo virgen y lo real

El extravío

La condición –Bedingung– femenina

El rechazo de lo femenino (die Ablehnung des Weiblichkeit)

II. Consideraciones sobre la sexualidad, el género y la época

De lo que entendemos en psicoanálisis cuando hablamos de “sexo”

Una diferencia que no es como las otras

El falo, un obstáculo

La relación entre varones y mujeres

Una diferencia que no es bipolar

La reivindicación fálica

“Progresismo” y puritanismo

Lo heterosexual y lo queer

Lo que el poder rechaza de la sexualidad

De una clínica que no es del género

Mater et mulier

El partido de los predicadores políticos

Sexuación y género

Un asunto de cuerpo y los límites de una prédica

Consecuencias lógicas de la anatomía

Una pasión de justicia más allá de la reivindicación fálica

De la actualidad

Ogros, príncipes y brujas

Una cuestión preliminar a todo debate sobre la actualidad

Un fetiche ideológico

Las nuevas imágenes y la deformación onírica

¿Cambios a nivel de la pulsión?

La “trascendencia de la instancia social de la mujer”

El matrimonio y el ideal monogámico

El culto a lo nuevo y la palabra que hace el amor

Ellas vienen degollando

¿Las mujeres ya no se nos resisten?

III. Examen de lugares comunes

De las arrogancias de la psicología

¿La feminidad es soluble en amor?

De la idealización de la mujer en la vulgata lacaniana

La vulgata

Lo loco y lo transgresor

Lo femenino como sexo “maldito”

El exceso no es el goce femenino

El extravío y el clisé de la irracionalidad

La feminidad como superyó

Lo insaciable del deseo sexual no es lo inconmensurable de la demanda de amor

El nombre de amor

IV. La histeria como interpretación de lo femenino

Del problema y del enigma

Clínica de la feminidad: la verdad y lo real

El falo y la dialéctica del secreto

El enigma no es el problema

La histeria y la doble represión de la feminidad

De un cuerpo Otro al cuerpo fragmentado

La minusvalía fálica

De un apartamiento general de la sexualidad

Tres elaboraciones de la castración

El deseo insatisfecho

El padre en la histeria

El asco en la histeria

El desengaño

Del complejo de masculinidad: Susanita y Lady Macbéth

De la ecuación simbólica

V. La condición femenina y el narcisismo

Del “tipo femenino más puro y auténtico”

Un pasaje controvertido

Una feminidad que no se consagra al falo

La mujer bella

La “autocomplacencia” –Selbstgenügsamkeit– femenina

De un doble régimen del narcisismo

Narcisismo del ego, narcisismo del deseo

Narcisismo y genitalidad

Narcisismo del ego en la histeria: el signo de la omnipotencia del Otro

Narcisismo del deseo

Llegar a ser amada

Lo que de una mujer no concierne al hombre

Constitución fetichista del objeto: el varón, la madre y la “puta”

La madre y la trabajadora

Constitución erotomaníaca del objeto

Amar a una mujer

El sujeto, la mujer, el analista

Cesión del narcisismo, cesión del objeto a

La mujer como causa del deseo

Una posesión/posición inatacable

El niño, los gatos y las fieras

El criminal, el humorista

Don Juan y el héroe de las mujeres

El psicoanalista: hacer trabajar al otro

VII. El goce

De la mujer como agente de la castración

Desear al hombre deseante

El “acto de amor” y la función fálica

¿Hacer el amor?

Breve referencia a la sublimación y el goce femenino

Volviendo a la castración

Hablarle a una mujer nunca carece de consecuencias

Del Otro barrado y el goce femenino

Una vía lógica

¿Por qué la mística? Hacer el amor con Dios

La perversión y la histeria

Un goce extático. Diferencias con el enamoramiento y la hipnosis

Un goce insituable

Angustia y nominación

“Exquisitamente femenino”

Un goce de la inconsistencia del Otro

Un goce que veta la universalidad

El Dios de los filósofos y el Dios que habla (la pura alteridad)

El arrebato y el extravío

Un goce envuelto en su propia contigüidad

Un goce que se realiza a porfía del deseo

Un goce suplementario

Un goce que no se ocupa del hombre

El amante castrado, el hombre muerto, el íncubo ideal

VII. Las mujeres, los judíos, los psicoanalistas

De la universalidad y el veto femenino

La omnipotencia y la masa

Identificación y pertenencia

Lo femenino como rechazo de la lógica de la identificación

Medea

Una inquietante debilidad, una receptividad esencial

Del Otro absoluto

¿Hay un heroísmo femenino?

Los judíos y lo femenino

Los psicoanalistas

Una inadvertida idea de Freud sobre los judíos

El padre de las mujeres

VIII. La condición femenina y el tiempo

Del tiempo, el espacio y la sexuación

Estar “pre”

Espacio masculino, tiempo femenino

Tiempo del emplazamiento, tiempo del apremio

De un goce que no puede ser negativizado

Angustia, dolor y duelo

Una lógica que no es de la castración

La hormiga viajera

Epílogo para una mujer


Barros, MarceloLa condición femenina / Marcelo Barros. - 1a ed . - Olivos : Grama Ediciones, 2020.Archivo Digital: descargaISBN 978-987-8372-33-41. Psicoanálisis. I. Título.CDD 150.195

© Grama ediciones, 2011.

25 de mayo 790, PB f (1642) San isidro, Pcia. de Bs. as.

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© Marcelo Barros, 2011.

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ISBN edición digital (ePub): 978-987-8372-33-4

Prólogo para hombres

Porque finalmente una mujer es algo que cuenta. Hay cierta manera de atraparla de la buena manera, aferrarla de cierto modo, y ella no se equivoca al respecto. Ella es capaz de decirles –No me sostienes como se sostiene a una mujer.

J. Lacan, De un otro al Otro

Freud sostiene que la vida se empobrece cuando la puesta máxima que puede tener lugar en su juego, la vida misma, no es arriesgada. Se convierte entonces, de acuerdo con él, en un “flirt” del cual se sabe de entrada que no habrá de conducir a nada interesante, en algo “soso y vacío”. Quizás un flirt en sí mismo no sea algo soso y vacío, porque ese demérito no reside en su carácter de flirt, ni tampoco en aquello a lo que conduzca, sino en que ya se sepa –o se crea saber– lo que va a pasar. Por algo Lacan afirmó que saber lo que el otro va a hacer no es un signo de amor. ¿Cómo es posible que lleguemos a perder así la alteridad del Otro, a ignorar su recóndita imprevisibilidad? Es algo que, sin embargo, ocurre. Que la vida pierda interés. Y no solamente lo pierde como objeto deseable, sino que esencialmente lo pierde como objeto deseante. Ella deja de interesarse en nosotros. Qué difícil es entender que el objeto, en psicoanálisis, es también un objeto que desea. Y es sobre todo el deseo de una mujer el que pierde interés si no se da cierta condición, condición que es el tema de este libro. “Apostar la vida” suena heroico, también pretensioso y un tanto absurdo. Pero no se trata de esos vicios masculinos, de gestos o de gestas. Apostar la vida no es otra cosa que ceder o dar algo que no tenemos. Porque al fin y al cabo no somos dueños de nuestra vida, aunque así lo creamos por detentar el trivial poder de destruirla.

Antes de hablar sobre la feminidad, debo recordarme que Lacan dijo que los hombres no dejan de “meter la pata” al abordar a cualquier mujer. Es verdad más allá del paso de los días y de los siglos. Se piensa de buena fe que el igualitarismo y el ideal del buen marido han llevado a un progreso en las relaciones entre hombres y mujeres. Algunos opinan también que los hombres están desorientados y hasta se habla de la desaparición de lo viril. Sin negar esas irrefutables creencias que consuelan a nuestro tiempo, cabe preguntarse si son los ideales vigentes –en cualquier época– los que orientan a un hombre a la hora de sostener a una mujer. Esa hora llega tarde o temprano. ¿Cómo se sostiene a una mujer, descartando el loco designio de tenerla allí donde la vanidad y el temor la esperan? ¿Cuál es “la buena manera”, si se trata de la que no se deja aferrar por ningún saber? El amor, claro. Pero los hombres no entendemos nada de eso –Lacan dixit. Nunca me gustó esa idea, y nunca pude refutarla. Pero hay cosas que suceden a pesar de uno, que son de linaje de milagro. A veces el Otro balbucea en el hombre. Aferrar a una mujer es algo que, aunque más no sea por azar, alguna vez acontece, como la poesía. Eso siempre será un asunto de cuerpo, aunque lo que la tome sean las palabras. ¿Cómo hacerlo, cuando ella, cada una de ellas, es varias? Porque cuando Lacan dice que una mujer es no-toda, eso significa que ella es no-una, que es, por lo menos, dos. Cabe advertir que si expresiones como “ser tomada”, o “ser poseída”, tienen una connotación sexual-fálica más o menos directa, no podríamos dejar de lado tampoco su sesgo místico. Lacan no lo hizo.

También está implícito el soportar. “¿Te peso?” Conviene a los varones preguntarse por el estatuto de la fuerza que una mujer espera de ellos. Lacan nos avisó acerca de cuán errada estaba nuestra época al confundir esa virtud –la fuerza– con las especies de la agresividad. Los escolásticos la concibieron como la capacidad para soportar una herida. ¿Cuál? ¿La de la castración? ¿La de ella, la propia? En todo caso, el verbo “soportar” no debería hacernos pensar en una depreciación de lo que se soporta. Porque la vida, al fin y al cabo, es algo que Freud siempre dijo que debíamos soportar. La vida como tal, la pura vida, no es algo invariablemente agradable, sobre todo cuando no viste las ropas de la ilusión y del sentido. T. Fontane decía que ella no se puede sobrellevar sin “cons­trucciones auxiliares”, sin medios de consolación o de alivio. Y así también los hombres no pueden sobrellevar la feminidad sin vestirla con las ropas de la ilusión fálica. ¿Es posible sostener un deseo que no retroceda frente a lo que está más allá de nuestras ilusiones? Un lugar común postula que a una mujer hay que insistirle, lo cual puede a menudo constituir una torpeza inmejorable. Pero una cosa es insistir, y otra muy diferente es no renunciar.

Las ilusiones no eran por completo desestimadas por Freud. Lo eran únicamente cuando se interponían entre nosotros y la vida, cuando estorbaban nuestro encuentro con lo real, en vez de guiarnos hasta el umbral. Una mujer puede ser la causa de que un hombre descubra en sí mismo cosas que nunca había imaginado. Si bien es un clisé de la vulgata lacaniana decir que el hombre que ama lo hace como mujer, la clínica muestra sobradamente que hay hombres que empiezan a ser hombres por el amor a una mujer. Pero en ese juego, la apuesta de la mujer no es la misma que la del hombre, incluso si para ambos es verdadero decir que allí tienen que dar lo que no tienen.

Punta del Diablo, República Oriental del Uruguay,

febrero de 2011

I La condición femenina

De un cuerpo fuera del sentido

“Me habría gustado escribirte acerca de la teoría sexual, pues tengo algo entre manos que me parece admisible y que se confirma en la práctica; pero sigo perplejo ante lo +++femenino, y eso me induce a desconfiar de todo el asunto”.

S. Freud, carta a W. Fliess 5-11-1899

El sexo corporal de la mujer

En la página 14 de Aun, leemos que al hombre, en tanto que está provisto del órgano al que se le dice fálico, el sexo corporal de la mujer no le dice nada. Y no le dice nada “a no ser por intermedio del goce del cuerpo”, según se afirma en la página siguiente. ¿Cuál es el sentido de eso? Que una mujer es enigmática porque no hay en su cuerpo nada que haga signo del deseo ni del goce, sobre todo cuando se trata de su deseo y de su goce, de los que le son más propios, para quien habla la lengua del deseo que es la lengua del falo. El enigma de la feminidad es el de su sexo corporal. Es un asunto que concierne al cuerpo de la mujer, porque no sabemos lo que es el cuerpo de una mujer más allá del falo que puede representar, y que es precisamente lo que ella no es. Decir que es un asunto de cuerpo no implica una reducción a la mera morfología. No se habla del cuerpo en el campo del psicoanálisis sin hablar también del goce ligado a ese cuerpo. Solo quienes no entienden nada del psicoanálisis ven esto como una referencia naturalista, porque el cuerpo, para la teoría analítica, no tiene nada que ver con la naturaleza. La importancia concedida a la diferencia sexual anatómica se vincula con la incidencia del significante en el imaginario corporal y en lo real del goce que lo acompaña. Siempre se señaló que la lógica del significante encontraba un punto de eclipse en el momento de representar lo femenino. Así lo sostuvo Lacan en sus Escritos, y también en Aun al puntualizar:

a) que nada especifica a la mujer como tal salvo su sexo.

b) que el sexo de la mujer no le dice nada al hombre.

Los caracteres sexuales secundarios son atributos de la madre y no de la mujer. Y todas las demás galas con las que ella puede proponerse como objeto deseable se sostienen de partes del cuerpo fetichizadas y propuestas como atributos fálicos. Es por eso que Lacan dice que solo por intermedio del goce del cuerpo, es decir, de un cuerpo recortado por el fantasma y falicizado, la mujer dice algo al erotismo viril. La mujer misma, en tanto sujeto, participa de ese falocentrismo. Por eso, la pregunta histérica por la mujer es perfectamente equivalente al esfuerzo por simbolizar el órgano femenino:

“Cuando Dora se pregunta ¿qué es una mujer? intenta simbolizar el órgano femenino en cuanto tal”. (Lacan, J., Las psicosis, Paidós, Barcelona-Bs. As., 1986, pág. 254).

El abanico de la clínica de la neurosis está regido por ese ensayo de simbolización –y desconocimiento– del órgano femenino. Se entiende que en ese esfuerzo de lo que se trata es también y principalmente de la simbolización de un cuerpo en goce, y de un goce que resulta extraño a la lógica del falo y la castración. Eso implica también un desconocimiento, a la vez que una creencia tenaz: la creencia en el falo materno. No debemos engañarnos al simplificar esta noción. Hay muchos modos de atribuirle el falo a la madre y al resto de las mujeres, y no es éste un asunto de hombres solamente. ¿Qué es atribuir el falo a las mujeres? Es creer que su goce está regido por la misma lógica que rige el goce del hombre, lo cual es por otra parte verdadero, pero hay algo de más, como dice Lacan. Es pensar que allí se sostienen las mismas condiciones, la misma lógica en el campo del amor, del deseo y del goce, que es el de nuestra pertinencia. El hombre ya le supone el falo a la mujer ahí donde él cree que ella cuenta con los mismos límites que él; incluso si piensa que ella cuenta con algún límite. Postular que el sexo corporal de la mujer no le dice nada al hombre significa que, en ese lugar específico, y desde la perspectiva fálica, la feminidad no da señal de nada, en tanto el falo es la lengua del deseo y todo lo que el cuerpo “dice” como deseo y para el deseo lo dice con ese significante, como se sostiene en la página 248 de Las formaciones del inconsciente:

“Lo que le importa al sujeto, lo que desea, el deseo en cuanto deseado, lo deseado del sujeto, cuando el neurótico o el perverso tiene que simbolizarlo lo hace literalmente en última instancia por medio del falo”. (Lacan, J., Las formaciones del inconsciente, Paidós, Bs. As., 1999).

Desde la dialéctica del falo y de la castración (siempre van juntos), desde este lenguaje, los dos sexos se “hacen señas” significándose a sí mismos como objetos deseables y significando lo que desean. También se significa lo que no sería valioso, lo cual se omite a veces y es igualmente importante. El eje falo-castración es aquello con lo que se construyen los cuerpos. Pero lo que se comprueba de una manera más que patente, es que, como bien señala J.-A. Miller en la página 82 de su curso sobre los semblantes, solo hay esbozos de simbolización del genital femenino, “a diferencia de la proliferación, la exuberancia del semblante fálico, completamente destacable en todas las civilizaciones” (Miller, J.-A. De la naturaleza de los semblantes, Paidós, Bs. As., 2001). La lengua del deseo es una lengua fálica, y esa es la razón de que Freud entendiera que había una sola libido –masculina– porque todo lo que es sexualizado, investido eróticamente a nivel de los fantasmas inconscientes, tiene una significación fálica.

La forma fálica es el patrón de lo que Freud llama “ilusión”, porque nos permite significar lo real del sexo y de la muerte asignándole un valor positivo o negativo. Aparte de un significante, el falo se nos revela como una función de sexualización. Se faliciza, por así decirlo, todo lo que se quiera proponer como un valor erótico idealizado o degradado. Porque el objeto degradado también tiene un valor fálico, y así las variadas máscaras de la feminidad valen para el deseo por su significación fálica. “Virgen” o “prostituta” no son términos rígidos, sino dos polos de una gama muy diversa de significaciones fálicas de la feminidad, diversamente combinables, en las que se incluyen los modos tiernos o sensuales, desabridos o excitantes, maternales o aniñados, ingenuos o provocativos. Si el órgano vaginal entra en el juego del deseo es por medio de una función fantasmática que lo “ficcionaliza”, y esto quiere decir que lo hace ser otra cosa que lo que es. El patrón fálico es lo que rige esa ficción, aunque ella pueda darse bajo cualquier registro pulsional, como el oral que es el más frecuente (una mujer decía, cuando veía un hombre que la excitaba, que “se le hacía agua la c…”). La muy conocida imagen de la copa, del Grial como símbolo de la feminidad, no deja de tener una significación fálica en la idea del “pene hueco” ya señalado por Lacan en la página 452 de Las formaciones del inconsciente. Construir ficciones es lo que hacemos permanentemente con la realidad. Nos lo muestra de un modo claro Freud en su trabajo sobre “El poeta y los sueños diurnos”, que en realidad trata del poeta y “el fantasear” –das Phantasieren–. Ahí vemos que se fantasea todo el tiempo, se vela lo real todo el tiempo. Jamás toleramos lo real desnudo, sin vestirlo de significaciones siempre fálicas, de interpretaciones, de una estructura más o menos narrativa o poética, trágica o cómica. Se aprecia bien este carácter de in-vestidura, de ropaje, que el sujeto le otorga a lo real y a sus retoños, en el término mismo que Freud emplea para designar la operación de velamiento que lleva a cabo el lenguaje onírico: verkleiden. Significa disfrazar, vestir, cubrir, pero con la connotación de “travestir”, de cubrir una cosa con las ropas de lo contrario a lo que ella es. Vestimos la realidad cruda con significaciones y esas significaciones nos consuelan; alivian la angustia de esa que es, como decía Borges, la mayor de las congojas: la prolijidad de lo real. Lo que Lacan llama en su seminario veinte la función fálica, es una función de consolación, tanto en el nivel de las significaciones del deseo como en el nivel del goce. La significación es fálica porque el falo es el referente último de todo lo que decimos.

Es la tesis de Freud: al final de nuestro discurso, de cualquier discurso, en última instancia hemos hablado velada o explícitamente del falo y de la castración. Porque el falo –que no es el pene– es por sobre todas las cosas el simulacro esencial, el semblante de los semblantes, un “sustituto real”, en suma, el consolador por excelencia, tal como lo propone la página 355 de Las formaciones del inconsciente. Se trata ahí del falo como significante del deseo, de ese falo que encontramos por todas partes, menos allí donde se lo espera, que es en el plano del encuentro sexual. Porque en el encuentro –o desencuentro– genital es donde el falo, el falo como tal, como sexual, nos falla. Pero las ficciones fálicas, en cambio, permiten que nos hagamos ilusiones y pululan por todas partes. Toda ficción es consoladora porque vela lo real que nos angustia. ¿No es esto lo que la teoría psicoanalítica nos dice acerca de la función de cualquier ensoñación, en tanto el sueño busca proteger el deseo de dormir? ¿No dijo Freud que en el fondo todo sueño es un “sueño de comodidad”, una consolación, una satisfacción alucinatoria, y en cierto sentido una masturbación? También es verdad que el deseo de dormir no es lo único que hallaremos en los sueños. En todo caso, a lo largo de este libro veremos que en la feminidad hay algo que contraría a esa función de consolación. Si por un lado ella juega el juego y su destreza para enmascararse es notoria, en lo femenino hay algo que se opone a las transacciones de la comodidad.

Freud ganó para siempre la condena de los obtusos al postular que el sexo de la mujer era el prototipo subyacente a cualquier representación de un órgano desvalorizado. Por supuesto, la torpeza inmejorable de sus críticos tomó eso como una desvalorización de la feminidad. Lo que la clínica mostró en ese entonces –y lo sigue haciendo– es que horror, odio, desprecio y disposición a la homosexualidad pueden ser los efectos negativos del descubrimiento de la diferencia sexual. Y la diferencia sexual reside, esencialmente, en que hay quienes no tienen el falo, aunque lo cierto sea que a la mujer no le falta nada en lo real. Es algo que decimos con Lacan aunque a menudo sin medir la importancia de lo que eso implica, porque lo decimos como si quisiéramos expresar: “En el fondo, no hay nada de qué asustarse ante el cuerpo de una mujer, porque a la mujer no le falta nada”. Pero si se consideran las cosas desde una perspectiva lacaniana, habría que decir que es justamente porque nada falta en el cuerpo femenino que la angustia aparece ante él. ¿No es lo que Lacan nos enseña, que hay angustia cuando nada falta? Lo único que especifica a la feminidad como tal es su sexo, pero este sexo que es el suyo no constituye un atributo significante y está por fuera de toda atribución. En realidad, y esto es el punto fundamental en el abordaje de la feminidad, ni siquiera se trata de ausencia de falo porque ahí donde concebimos esa ausencia ya hay una atribución fálica. El sexo corporal de la mujer se presenta en principio como algo que está por fuera de la dialéctica de la presencia y la ausencia del falo. Ni positivo ni negativo, ni dulce ni amargo. No dice nada. Es un silencio, y tenemos que decir que es un silencio mudo, porque hay silencios que hablan. Hablan cuando están articulados en la dialéctica de lo presente y lo ausente. Ese silencio del sexo corporal de la mujer es otra cosa; no es un atributo negativo, sino que es una ausencia radical de atribución, lo que es muy diferente. El sexo corporal de la mujer es la negación de todo semblante, y por eso la tan conocida queja de las mujeres “no tengo qué ponerme” guarda una verdad de estructura que hay que saber leer: no se trata de ponerse algo para cubrir la ausencia de lo que nunca se trató que tuviese. La ausencia fálica misma ya es algo que la mujer “se pone”. Esto es algo articulado como tal por Lacan en la página 155 de La relación de objeto:

“Este falo, la mujer no lo tiene, simbólicamente. Pero no tener el falo simbólicamente es participar de él a título de ausencia, así pues es tenerlo de algún modo”. (Lacan, J., La relación de objeto, Paidós, Bs. As., 1998, pág. 155).

Esta es una idea a la que debemos conceder toda su importancia y debe guiarnos en la consideración de este tema. Que una mujer se suponga a ella misma –o que el otro la suponga– como carente de falo ya constituye una elaboración simbólica, ya es un modo de hacer que su sexo “diga algo”. La ausencia de falo no es un silencio, sino más bien un callar que es declarativo en un contexto de diálogo, como la carta que uno juega dada vuelta. No por ello es menos carta, ni participa menos del juego. En cambio, el sexo corporal de la mujer como real no “hace señas” porque está fuera de todo sentido. Solo cuando es investido fálicamente por el fantasma de él –y el de ella–, ese cuerpo dirá “no tengo”. Decir eso es, con todo, tener algo que decir. Hacer de su sexo una ausencia de falo, ya es una operación fálica que una mujer, como sujeto, lleva a cabo y por la cual investirá su cuerpo de valor fálico, hará de él un falo presente que vela y evoca el falo ausente que contiene. Todo esto significa que pensar lo femenino como “falta de” resulta de esa elaboración que lo hace entrar en la dialéctica falocéntrica bajo el signo de un menos.

“¿Qué quiere decir lo que no tiene? Aquí estamos ya en el nivel donde un elemento imaginario entra en una dialéctica simbólica… en una dialéctica simbólica lo que no se tiene existe tanto como todo lo demás. Simplemente está marcado por el signo menos”. (Lacan, J., La relación de objeto, Paidós, Bs. As., 1998, pág. 125).

Un “menos”, insistimos, declarativo, una atribución que permite la identificación de la mujer y la construcción de una máscara. Esto quiere decir que tanto le posibilita a ella identificarse, como al partenaire identificarla. La máscara fálica con la que la mujer se viste –incluso desnuda– es una ficción. Pero la misma ausencia del falo en su cuerpo que esa máscara vela forma parte de esa ficción. Es la elaboración simbólica de su feminidad corporal, de su sexo silencioso e inenarrable. Porque el sexo corporal de la mujer no es una nada, ni un vacío. La nada y el vacío ya son idealizaciones, embellecimientos discursivos de un real desconsolado y crudo. Freud lo supo ver cuando imaginó las artes del tejido y el hilado como artes femeninas destinadas a velar el sexo de la mujer. No se comprende el alcance de ese comentario de Freud si no se entiende que todo discurso tiene también un estatuto textil. Tejemos fanta­sías para vestir con ellas el mundo y el cuerpo. La imagen fálica es el molde esencial para elaborar esas ficciones que son el varón y la mujer. Sin embargo, más allá de estas consideraciones de carácter general, hay que demorarse en esta indicación freudiana que hace de la mujer una tejedora por excelencia. Hay en ello una huella importante para captar la lógica de su goce, porque lo que se teje, antes que nada, son significantes, pero no siempre lo que las mujeres tejen está regido por el patrón fálico. Sus redes no son redes que siempre agraden a la masculinidad o a los ideales de unicidad y coherencia.

Entonces, si hay algo angustiante en el cuerpo de la mujer no se trata justamente de lo que le falta. La falta es lo contrario de la angustia. Lo angustiante es lo que de su sexo está por fuera de la dialéctica presencia-ausencia del falo. La idea que hace del órgano vaginal algo inferior, mutilado o no desarrollado, ya es una idea falocéntrica, tan falocéntrica como la idea que lo convierte en un alhajero. Ambas son significaciones sobre la feminidad basadas en el eje falo-castración. La feminidad corporal está sin embargo más acá de la atribución de esa minusvalía o supervaloración, y es en esta exterioridad radical respecto de la capacidad atributiva del eje falo-castración donde reside su eficacia angustiante, y no en la valoración deficitaria. Precisamente es por eso que ella encarna lo real como tal, y más por sostener un cuerpo-en-goce que se basta a sí mismo en la medida en que no se presta a la lógica de la falta que es la del significante. Es únicamente desde esa lógica que un elemento cualquiera de la realidad puede aparecer marcado de negatividad o de insuficiencia (no son la misma cosa). Es habitual pasar por alto (sobre todo las mujeres) que la dialéctica del falo también pone en minusvalía al varón, o mejor dicho, a su miembro viril, que siempre aparecerá más o menos fallido e insuficiente respecto del falo. El falo agujerea el cuerpo del hombre con un tener del que no sabe servirse, así como agujerea el cuerpo de la mujer con un no tener. Todo esto determina que cada vez que abordemos la cuestión de la feminidad debamos tener en cuenta dos regímenes diferentes a los que ella obedece.

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