Kitabı oku: «Venus mujer: viaje a los orígenes»
Miguel, Marcelo Mario
Venus mujer viaje a los orígenes / Marcelo Mario Miguel. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-987-87-0813-3
1. Novelas. 2. Narrativa Argentina. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: info@autoresdeargentina.com
Dibujo de tapa:
Escena de las embarcaciones (Seridó), RN (Río Grande do Norte), Ariadna Tucma. Revista Latinoamericana. Michael Justamand. Representación de piragua con figuras humanas (en Parehlas o en Carnaúba do dantas cerca de Seridó). Esta cita es la original: Revista de Historia da Arte e Arqueología. N.º 4. Agosto de 2000. ISSN 1413-0874. BRASIL. “Arte rupestre en Brasil: la tradición noreste”. Gabriela Martín e Irma Asón.
A mis abuelas –las verdaderas y la otra–,
a mi madre Magda, a mi querida hermana Lili,
a mi amor María y a mi adorable hija Sol,
a la cadena de amigas y compañeras.
A todas esas mujeres que corrieron el velo de la humanidad
y fundamentalmente de la feminidad,
que fueron y son la base para que lo espiritual
y lo físico sobrevivan hasta nuestros días.
Les agradezco por todo esto,
seguramente tanto yo como otros, a los que dieron luz
para asomarnos y conocerlas, por lo menos, un poco.
Este libro persigue a través de sus páginas la valoración de las tradiciones orales, como trama tejida por el tiempo y la cultura, a lo largo de la historia de la humanidad. Desde lejanas épocas el ser humano, conviviendo de igual a igual con los animales, las plantas y el cosmos, ha pretendido legar no solo un bagaje material, sino también transmitir a través de la narración oral conocimientos de todo tipo: historias, tradiciones, costumbres, supersticiones, ritos y creencias. Por tal motivo, en este relato se busca movilizar las voces y establecer diálogos interculturales a través de personajes simples, pero potentes de espíritu, en especial mujeres… donde yo, humildemente como protagonista junto a mis sombras pasadas, soy un hilo más de ese ovillo que sobrevive en el torbellino del tiempo llamado humanidad.
Venus Hiaro (protagonista)
Prefacio
Ellos entran a la noche a través de una puerta de fuego
y nos aman
a su manera
pues están llenos de costumbre y paciencia.
Son un puente,
solo un puente entre olvido y olvido.
Y nosotros pasamos sobre sus huesos
para hacer lo nuestro.
—María Julia De Ruschi Crespo
Viaje a los orígenes es el subtítulo de la novela de Marcelo Mario Miguel, VENUS MUJER. El autor se propone una travesía que –sin duda– es también la de los ríos de su propia sangre. Hace una cartografía posible desde el universo donde se ubican los cuerpos que alumbran los senderos de esa mujer –que es todas las mujeres–, en tanto que desvela al escritor como si se tratara de huellas transparentes en la arena de los tiempos.
De ahí que puede decirse –también– que antiguos poetas y filósofos, como Homero o Heráclito, narran las peripecias del héroe o el transcurrir de la vida como un viaje o río, y por eso mismo el transitar del viaje implica el exilio y la nostalgia de los extramuros. Quizá el viaje –iniciático en este caso– no sea otra cosa que la posibilidad de despertar aquella antigua matriarca dadora y cuidadora de la creación misma en su sentido más cabal. Tal vez, esa pareja originaria de gemelos, que rasga la historia para dejarnos asomar a ella, no sea más que las fuerzas o energías antagónicas en el corazón del humano. Tánatos, muerte de toque suave, como la de su hermano gemelo Hipnos, el sueño, o muerte violenta, dominio de sus hermanas amantes de la sangre, las Keres, y Eros, dios primordial responsable de la libertad, la atracción sexual, el amor; el sexo, venerado también, como un dios de la fertilidad.
Mircea Eliade da una definición de mito que deslumbra por su sencillez y certeza: «el mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los “comienzos”. Dicho de otro modo: el mito cuenta cómo, gracias a las hazañas de los seres sobrenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea esta la realidad total, el cosmos, o solamente un fragmento: una isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una institución. Es, pues, siempre el relato de una “creación”: se narra cómo algo ha sido producido, ha comenzado a ser».
Marcelo Miguel pone palabras vivas a un tiempo neutro, insinúa el temblor del caminar sobre los huesos, y reduce los espacios inmensos apenas habitados por el Homo sapiens, para el encuentro milagroso de esos seres, con las más sorprendentes aventuras del vivir-morir. Los personajes de Miguel no sobreviven. Viven la plenitud del vivir y del morir.
Esa íntima conexión vida-viaje al tiempo primordial trae a la novela de Miguel una extraordinaria y potente significación. Miguel sublima e interioriza sus propias derivas e interrogaciones validándolas en esta propuesta novelada. Porque un viaje a los orígenes es también un viaje a la propia infancia, dado que entre novela e infancia se establece una relación cardinal. Hay en este retorno testimonial una escritura que vuelve su mirada intimista al exterior de su propio universo personal en búsqueda de esos orígenes esquivos, siempre a punto de recomenzar de modo inacabable.
En efecto, en su dedicatoria puede leerse: “… A todas esas mujeres…”, nos dice con humildad, “… para asomarnos y conocerlas… por lo menos, un poco”. Mujeres que además de creadoras de vida disponen de una especie de clarividencia, un presentimiento del riesgo y del desasimiento a la vez que son sostenedoras del hilo de la palabra que se desliza de los saberes antiguos llenos de costumbres.
El poeta escritor se enfrenta –quizá– a una imperiosa soledad y a un desafío que ni científicos ni investigadores han podido resolver, como si dentro de un inmenso laberinto habitara un no saber del enigma de lo femenino.
Un viaje, que, tal como diría el filósofo César Enrique Juárez, circula “… de la nada al ser y del ser a la nada”. Un viaje a contracorriente –ciertamente, también, trabajo etnológico– hacia los albores de lo humano. Peripecias anteriores en los calendarios que hicieron los hombres son –de hecho, a la vez– ajenos y propios como danzas sobre el polvo de los huesos acumulados en las coordenadas del viento.
Un itinerario que, sin duda, desnuda en su lectura el drama existencial del hombre contemporáneo que ha olvidado su verdadera naturaleza. Ese despertar al que nos invita el autor descalza en uno la conciencia de nuestra propia condición de exiliados y deudores.
La condición de deudor agradecido de Marcelo Miguel deja –en este libro– señales de los constructores de un saber mítico y etnográfico como lo testimonian las notas de pie de página y su gentileza, la de una bibliografía consignada al final de una novela, que, no obstante ese final de relato, deja abierta la inquietud del ser por un saber siempre incesante.
Celebremos, pues, el frescor de unas letras apasionantes, bajo la forma de VENUS MUJER: VIAJE A LOS ORÍGENES.
María Isabel Saavedra Usandivaras,
Chilecito, otoño de 2020
INTRODUCCIÓN
Un atardecer de verano hace 12.900 años AP,1 cerca de las cuevas de Tsodilo en el desierto de Kalahari, hoy Botsuana, un año antes de la gran explosión producida por el cometa Clovis.2
EL CHAMÁN Y SU CORAZÓN DE FUEGO
Vengo de los albores de la humanidad, de un tiempo primordial. Me llaman /Kal, sonoro como un chasquido de la lengua con los dientes, mi nombre hace mención de “la mujer que ve más allá”, nunca supe qué significaba hasta ese día que cambiaría todo.
Pertenezco al pueblo de //Kaiten,3 integrantes de la primera humanidad. Somos un pequeño grupo que vive en un espacio reducido, apenas para subsistir, y en que, según los relatos transmitidos de generación en generación, lenta pero implacablemente mermaba la cantidad de habitantes de la región, por eso cada niño de la aldea era cuidado como el mayor de los tesoros.
Con el tiempo nuestro ámbito para vivir y cazar se hizo todavía más reducido, casi a la mínima expresión para poder sobrevivir. A pesar de que el territorio era enorme, el resto era habitado y ocupado por nómades salvajes, sin ningún tipo de organización ni creencias, sin conexión espiritual con la naturaleza, haciendo cualquier cosa para subsistir, incluso matar por cobijo o comida. Había escasez de alimento y abrigo. Algunas manadas cerca de los abrevaderos, algunos pocos grupos de animales que quedaban dispersos en nuestro pequeño dominio. Lo que nos aglutinaba a los distintos pueblos en el tiempo era esa capacidad innata para sobrevivir muy arraigada en la comunidad y la firme esperanza que transmitían los relatos llenos de sabiduría y espiritualidad. Pero esa es otra historia.
Yo tenía mi mente ocupada en salir de caza con los guerreros, pensaba que esa era la ambición que le daba sentido a mi vida, hasta ese día. Nunca antes había participado en la caza del Eland,4 venado respetado por mi pueblo, tanto por su carne como por el misticismo que lo rodeaba. Esa jornada, los seguí desde el alba, me ubiqué entre los arbustos. Sabía que contaba con la complicidad de Kui!, mi hermano, con el cual compartíamos un don, habíamos nacido en un mismo tiempo, éramos dos caras de un único ser. Esto había sido un escándalo y un mal presagio en la aldea, nacer juntos y encima enredados, haciendo gritar y sufrir demasiado durante el parto a nuestra madre era algo inusual en la cotidianeidad de la comunidad. Esto, de acuerdo a las creencias, era un mal augurio, mi padre, a pesar de ser muy liberal respecto a las costumbres del pueblo, accedió al ritual de corte con obsidiana caliente, sacrificando uno de sus testículos para que esto no volviese a ocurrir5.
Mi hermano, mi alma gemela hecha hombre, siempre estaba atento protegiéndome; era como mi sombra que me seguía en silencio y no se desprendía jamás de mí, ni en los sueños más oscuros. Teníamos además otra particularidad, no solo éramos hermanos mellizos, sino que el parecido cuando éramos niños era tal que, si no fuese por pequeñas diferencias en la contextura, hubiésemos sido idénticos. Nacidos en un mismo momento, con dos caras de un mismo ser. Cuando pasó el tiempo Kui!, mi hermano, tenía un cuerpo mucho más masculino, pero sus órganos sexuales estaban como disminuidos y eran apenas notorios. Era un hombre diferente.6 Y eso a pesar de que yo tenía la seguridad de que Kui! lo presentía, estaba a punto de descubrir que era una persona muy especial.
Parecía que mi padre nunca hubiese existido, nadie lo nombraba, y yo no recordaba nada de él. Solo una vez de muy pequeña escuché que alguien explicaba a mi madre que él ya no estaba con nosotros, había pasado a otra dimensión de la naturaleza.
Mi mundo de relaciones cerraba con mi querida madre llena de cariño y afecto para todos, con mi sabia abuela y con mi fiel acompañante Umbwa,7 mi loba. Siempre atenta y alerta a todo lo que me sucedía, con sus orejas de puntas redondeadas levantadas al cielo. Era muy rápida casi galopaba bajo sus piernas largas, haciendo timón con su cola más bien corta y curva, para cambiar de dirección y no perder a su presa. Era solitaria, solo estaba a gusto en mi compañía, su piel era de un color gris oscuro, salvo por un parche blanco ancho en el pecho que se hacía más notorio en sus carreras vespertinas. Siempre me daba seguridad, cuando cazaba, esperaba quieta e inmutable mi orden para correr veloz y atacar a la presa que yo le indicase.
En cuanto a mí, cumplí con parte del ritual de guerra, me había rapado la cabeza para favorecer la cacería. Estaba agazapada, inmóvil durante la espera. Kui! me había explicado lo que tenía que hacer. El propulsor8 se ajustaba a mi mano, mi !koïn9 a escondidas lo había fabricado en particular para mí, él decía con orgullo altisonante que yo era distinta y que sabía cómo y cuándo usarlo; a pesar de que carecía de práctica alguna, poseía una destreza natural que lo asombraba y enorgullecía. No era un juguete como algunos pensaban, era un arma para la caza y eso para mí tenía un significado especial. Sentí la suavidad de la madera y cada parte del propulsor adaptada a mi mano y mis dedos. La otra mano, transpirada y tensa, tenía agarrada un venablo10 duro, nuevo y punzante para herir al animal elegido. Un arbusto me cubría casi totalmente. Tenía a los animales frente a mí, a no más del alcance de un tiro de piedra. Había tenido la precaución de ponerme contra el viento, para que la manada no sintiese mi olor. A varios pasos a mi izquierda, veía cómo la suave brisa que corría jugaba con las plumas de avestruz que, unidas a unos palos sobre un pequeño árbol, aparentaban a un hombre parado y vigilante, situación planeada para desviar a la manada indecisa hacia un embudo de cazadores bien escondidos entre la maleza. Miré a un lado y observé a Kui! Me hacía señas muy sutiles. Debía esperar. Un chasquido lejano, en lenguaje clic,11 hizo que Kui! se moviera con sigilo. Él y los otros habían detectado a la presa en el tumulto de animales. Era un venado viejo que cojeaba al caminar. Los cazadores que estaban al otro lado comenzaron a golpear con palos los arbustos cercanos, eso produjo una fuerte corrida de la manada.
Sin mirar, fui colocando el venablo sobre el propulsor, mis dedos temblorosos retrasaban la acción. Sentí la tensión en todos mis músculos. El tiempo pareció detenerse, hasta el vuelo de un tejedor12 recortado en el cielo se hacía lento y mágico. Muy dentro de mí, presentía que algo importante iba a pasar.
A pesar de ello, no quitaba los ojos de Kui!, lo admiraba por su espíritu positivo y valiente, tenía el don de la alegría aun en los momentos difíciles y una capacidad de concentración e inmovilidad que lo mimetizaba con el entorno. Estaba atento y presto ante el peligro de la estampida, mantenía en línea su fuerte brazo con su lanza de punta de cuerno, con la vista fija en el venado seleccionado.
Alguien del grupo, más alejado del resto, rompió una rama bajo su pisada, la manada vibró, olía el peligro y comenzó a correr con furia hacia mí. Espantada, atiné solo a cubrirme detrás del tocón de un viejo árbol quemado. Angustiada, me preguntaba: “¿Habría molestado a algún espíritu o roto algún tabú para semejante estampida?”.
Aterrorizada, sentí los golpes de las astas y las cabezas de los venados contra el árbol, que corrían desesperados en tropel. Entre la nube de tierra, divisé a Kui! en el momento justo en que clavaba y empujaba su lanza con toda su fuerza en el vientre del animal elegido. Mis pensamientos, por un instante, me sumieron en el descuido. Sentí un fuerte golpe en la cabeza y al instante aparecieron nítidos los ojos negros de Umbwa que en ningún momento se separó de mí. Un gusto dulce a sangre me invadió la boca, fue lo último que recordaría. Caí suavemente como abrazada por la tierra.
Me hundí en un sopor, flotando en un sueño tibio, rodeada de una manada de venados que daban giros alrededor de mí como idolatrándome. No les temía. Los admiraba. Pasaban veloces haciéndome sentir el viento y el olor de su pelaje. Cerré apenas los ojos y al abrirlos con asombro me vi acostada en la cueva de la serpiente13 en las montañas sagradas, lugar de viejos rituales y cultos de nuestros ancestros, iluminada por un fuego suave y crepitante. Frente a mí los venados dibujados en la pared extrañamente galopaban. Asombrada, intenté tocarlos, quería sentir su fuerza animal. Hasta mi padre, al que nunca había conocido, apareció con una gran sonrisa, mostraba satisfacción por lo que yo hacía asintiendo con un leve movimiento de cabeza, desde algún lugar lejano a mi universo. Se hizo presente una voz hueca que empezó a fluir en la escena, era un idioma con chasquidos como el mío, pero mucho más simple. Sentí que el sueño me hablaba, giré el rostro y encontré los ojos penetrantes de una anciana que me decía con una voz algo ronca: “La manada que corre hacia la montaña marcará la época del viaje de nuestro pueblo por la gran agua, a tierra desconocida”. Y después continuó diciendo con voz profunda: “Ellas tienen que ser llevadas al otro lado del horizonte”. Me estremecí, no sé si por los dichos de la anciana o por la fiebre que atenazaba mi cuerpo, transformado en cárcel de fuego por un tiempo sin tiempo. Sentí que luchaba por salir de ese letargo del cual estaba prisionera. En ese transcurrir todo fue negro, mi conciencia se perdió en un instante.
Mientras, en mi largo sopor, escuchaba a Kui!, desesperado y con tono de culpa por la situación, explicarle lo sucedido a nuestra madre:
—La encontraron llena de tierra y sangrando, en el camino de la estampida, junto a Umbwa –dijo apenado y tratando de serenarse–. Mientras el grupo de caza quedaba destazando al ciervo muerto y recuperando sus partes valiosas, la cargué en mis hombros y la traje tan pronto como pude –aclaró finalmente.
Escuchaba a mi hermano decir esas palabras que se consumían en mi mente, entonces sentía apenas el paso del tiempo. Creo que no pasó más de un día, cuando desperté rodeada de rostros preocupados, estaba recostada de lado como era costumbre en las mujeres de mi pueblo, posición cómoda dada la curvatura especial de la columna a la altura de la cadera.14 Solo atiné a murmurar algunas palabras incomprensibles hasta para mí. Suspiré profundamente tratando de acumular energía. En ese instante necesité gritar y brotó de mí una voz lejana, ajena y angustiada que decía:
“Hay que llevarlas, hay que llevarlas, ‘ellas’ nos protegerán, juntas les darán sentido a nuestros pueblos para sobrevivir en tierras desconocidas”, gritaba con esa voz extraña, como si fuese otra, no la /Kal que pensaba que era.
Kui! escuchó con asombro y sorpresa mis gritos potentes. Él no lo sabía, pero yo podía meterme en sus pensamientos, me adentraba en su mente oyendo cada cosa que sentía o pensaba. Lo “escuché”, recordaba esas cuevas a las que yo hacía referencia. Entre temor y asombro pasaban imágenes en su memoria de aquel lugar húmedo y penumbroso que visitó con la abuela cuando era un niño. Se veía a él mismo con sus pequeñas manos teñidas de rojo. Pintaba, con orgullo de artista, rayas, círculos y espirales de acuerdo a la tradición de nuestro pueblo. Nunca olvidaría esos viajes a la montaña con la abuela a la que llamaban /Gui15, por ser la relatora y la autoridad más importante entre las mujeres del pueblo. Yo, contenida para no intervenir, solo atinaba a sentirlo. Percibí cómo él sabía que esas montañas eran un sitio de respeto y adoración para el pueblo donde los “escribientes” con una roca dura de punta roma bosquejaban16 sobre los lienzos rocosos figuras humanas, de animales y formas llenas de líneas, ondas y redondeles. Transmitiendo un “paisaje” de lo que pasaba en la vida cotidiana y espiritual, a través de un recorrido por las costumbres de todo el pueblo y la naturaleza, que eran la parte misma de cada uno de nosotros.
Podía ver cómo en esas cuevas fluían las historias, la poesía y la integración cósmica llenas de riqueza de lo que éramos. Los relatos estaban, la mayoría de las veces, a cargo de mujeres, “las relatoras”, como las llamaban los ancianos, mujeres con habilidades superiores innatas, siempre un escalón por encima del resto, tanto en sus pensamientos propios como en la visualización del futuro y del pasado colectivo. Se paraban en el centro de la escena y esgrimían una asombrosa capacidad histriónica para contar con su cuerpo, con sus sombras y con altisonantes palabras las aventuras y desventuras de los elementos que forman lo interno y lo externo de las cosas, seres vivos e inanimados que, desde lo expresivo, dan sentido a ese universo caótico y hostil que los rodeaba. Esto se traducía en un componente imaginario que le proporcionaba un orden lógico y verosímil a la cotidianeidad, donde los gestos ampulosos y la narración oral se convertían en el objeto propio y esencial de la comunicación de los pobladores en el tiempo.
Todavía, en mi estado inconsciente, sentía cómo a mi hermano lo atenazaban suspiros de angustia, desesperado en el interior de su mente buscaba algún alivio pasajero que lo reconfortase, y allí estaba. Una antigua historia que tanto le gustaba se repetía a través del tiempo, se sentía tan vieja como perdida en los confines de la humanidad. Por alguna razón, como un antiquísimo ritual, era relatada en la primera luna antes de las lluvias. De tanto escucharla, en esas noches iluminadas, se había adentrado tanto en él que podía repetirla de memoria. Le gustaba especialmente la parte de la historia del hombre y su conflicto con la gran piedra, en sus pensamientos parecía escuchar a /Gui diciendo:
“El cazador pasaba por allí, siempre en la misma época, año tras año. Siempre solo, él no se permitía ni un fiel y protector lobo domesticado. Tenía mucho que discutir con su interior, con sus presas muertas y con toda esa naturaleza que lo rodeaba, no tenía tiempo para otros hombres ni para nadie vivo. Conocía el sitio con exactitud. Ese día llegó al atardecer. Se acercó, allí estaba, la gran mesa de piedra.17 Encontrarse con ella se había convertido en algo más que una costumbre; significaba el inicio de un nuevo tiempo de ritual. En su centro colocaba el producto de la caza. Algunas veces traía una presa grande y la utilizaba como base firme para curtir el cuero y preparar las tiras de carne que, luego de tratarlas con sal, sol y una técnica de prensado, podía guardar al menos dos lunas sin que se echaran a perder. Era todo un rito hacer por las noches el fuego a uno de sus costados y quedarse dormido sobre su superficie fría mirando las estrellas. Otros hombres antiguos le habían dejado sus marcas como heridas en su piel pétrea. Siempre quiso llevar consigo al menos un trozo de ella, pero era imposible. Su dureza podía contra cualquier golpe que le infligiera. Había probado con madera dura, canto rodado, piedras de considerable tamaño, hasta una vez, con mucho esfuerzo, se había subido a un viejo árbol y desde allí arrojó una gran piedra que al impulsarla le hizo perder el equilibro y fue a dar de cabeza en la arena junto a la gran roca, sin que esta se inmutase, haciendo rebotar su pesado proyectil como si fuera un objeto blando. Todos los años pasaba largas horas tratando de robarle un pequeño pedazo para llevarlo consigo como un amuleto, dado que la consideraba la piedra más poderosa y resistente que ningún pueblo había conocido hasta entonces. Bastaba eso para respetarla. Su superficie era suave, brillosa y compacta, esto le hacía pensar que podía tener algún poder mágico en su interior”.
Recordaba a /Gui que siempre a esa altura de la historia hacía una pausa para aumentar la atención de nosotros para continuar diciendo: “Luego de una larga jornada calurosa de caza, donde solo había atrapado un lagarto, volvió a la rutina de golpear como tantas otras veces a la roca, en busca de algún punto de quiebre. Su superficie reluciente parecía lustrada con piel de Eland, le gustaba pasar sus dedos sobre sus pequeñas depresiones”.
Era uno más de esos tantos atardeceres, según contaba la relatora, aumentando a propósito sus gestos: “Pero el hombre solitario tenía la sensación de que algo estaba por cambiar. Comenzó a golpear la gran mesa, como la llamaba, los sonidos emitidos tan particulares y agudos se escuchaban desde muy lejos. Miró hacia el cielo y vio cómo aparecía lenta y luminosa una gran luna. Maravillado por su luz y tamaño, vio cómo se reflejaba en la gran piedra, parecía acariciar su superficie rugosa. Sin pensarlo dio con todas sus fuerzas en el centro de la imagen y con profunda sorpresa vio cómo se partía un gran cristal de esa luna reflejada. Solo atinó a emitir un pequeño grito de asombro. Se bajó de la gran mesa pétrea y buscó a su alrededor aquel trozo desprendido de la madre piedra. Y, de pronto, entre arena y toscas la vio, supo de inmediato que era un vástago de la gran mesa, era la única que conservaba el tenue reflejo de la luna. La tomó con sus ásperos dedos, ocupaba casi toda su mano, la limpió, como con respeto con un trozo de cuero que llevaba siempre en su morral. Su sorpresa fue mayor cuando la observó con detalle. Era muy particular, llena de ondulaciones en ambas caras, tenía una forma algo conocida, él la giró hacia un lado y luego hacia el otro, hasta que reconoció sus contornos, uno a uno. Advirtió al tocarla, que la figura semejaba, una forma femenina con bustos prominentes y amplias caderas. No pudo sostenerse sobre sus piernas, un temblor interno lo hizo caer de rodillas, en su conmoción sus ojos se llenaron de lágrimas y adoración. Paradójicamente, o no tanto, en ese mismo instante, la tierra comenzó a temblar18 despegándolo del suelo. Levantó su mirada y observó cómo el cielo se llenaba de un denso polvo gris. Las aves y muchos animales parecían desesperados. Atinó a protegerse junto a la gran piedra”.
La relatora se calló un instante y siguió buscando un remate propicio de la historia: “Ese día, todo cambió. Oscureció durante seis largos y fríos inviernos. Pocos subsistieron, él sobrevivió como pudo en medio del frío y la escasez de alimentos, siempre aferrado a la pequeña figura. Ese fue el comienzo. Un mito en forma de mujer tallaría el espíritu humano por miles y miles de años. Al principio fue solo una madre”.
Kui! pestañó con fuerza para cerrar ese pasado lejano, el aire seco azotaba su rostro y lo hizo volver del relato de la mesa de piedra. Cuando recordaba las historias sentía que se ensimismaba tanto que perdía la noción del tiempo y el espacio.
Volvió a pensar en /Kal, sin tener conocimiento de su presencia, /Kal dejó de robarle sus pensamientos y entró en una profunda oscuridad silenciosa. A todo esto, Kui! la observaba con detalle, era notable el parecido con la abuela, pensó en la similitud entre ambas: cuerpo con angulosas curvas y amplias caderas, rostro pequeño y bello con una cabeza más grande que el común de la gente, ligada a una afinidad espiritual y racional, por momentos demasiado reflexiva. Coincidían además en una gran imaginación y una vida interior, a la que el resto solo podíamos asomarnos cuando se producía alguna grieta o resquicio en sus conductas. /Kal tenía la capacidad de ser una especie de soñadora con una vida mental interna, más allá de lo que Kui! podía imaginar, que esto le producía admiración, pero también algo de temor. Kui! no percibía para nada que muy adentro de su espíritu, agazapada, se encontraba /Kal, atenta a cada uno de sus pensamientos y sensaciones.
En ese instante, pasó algo difícil de explicar, /Kal se asomó de su oscuridad con tanta fuerza que impactó en Kui!, Este sintió sin entender, que perdía el manejo de su propia mente, que se iba diluyendo poco a poco y que lentamente /Kal se apoderaba de su conciencia. /Kal pensó que ya era tiempo de que su hermano supiera de su habilidad innata y le dijo desde el interior de su ser estas palabras: “¡Sé lo que estás pensando, querido Kui!”, susurró /Kal, que le hablaba sin articular palabra. Él estaba azorado. Ella, consciente de que la escuchaba en su interior, provocó que su propia respiración se volviera agitada y ronca. Entonces la voz interior de /Kal sonó como un gruñido de una leona después de una cacería. En ese momento, él la sintió como una fiera, que dejaba de ser /Kal para convertirse en una enorme hembra con semblante felino, hasta perderse como en neblinas, en sus pensamientos junto a Umbwa, su eterna acompañante.
Y como en un tiempo sin tiempo, Kui! y /Kal vieron entrar a Kubi//, el !gixa –chamán–, Kui! todavía con asombro y temor latiente; ella, ya lúcida y despierta, lejos de la experiencia espiritual con su hermano, lo observó como si presintiera lo que iba a decir. Este personaje altivo con su manto de piel de Gorib,19 con esa potencia sobrenatural de la n/um,20 que lo hacía poderoso, se acercó a ella y sintió cómo le limpiaba su rostro de los restos de la sangre seca que habían brotado de su frente. Y al instante, con sus negros ojos y potente mirada enarcó las cejas, la observó detenidamente y sin parpadear reparó en la herida que extrañamente tenía una forma de gota con una larga cola que surcaba hacia abajo su frente… Esto provocó que las pupilas del !gixa se dilataran aún más. El chamán sorprendido dio un salto hacia arriba y con un fuerte impulso levantó los brazos y una catarata de chasquidos brotaron de él, como una oración repetida hasta el infinito. Sus palabras irrumpieron, se mezclaron turbulentas tanto en la boca del atribulado chamán como en el corazón de /Kal, donde en realidad habitaban.
La miró, y a pesar del gruñido protector de Umbwa, la levantó con sus largos brazos cubiertos de rojos tatuajes que denotaban su rango espiritual y le dijo agitado, pero con solemnidad: “Es la señal… el espíritu del animal que llevas ha hablado, debemos preparar el viaje para cruzar la gran agua, es nuestro destino. ‘Ellas’, nuestras madres, pueden salvarnos, solo debemos cruzar y llevarlas. Es nuestra oportunidad para buscar un nuevo horizonte para la vida y después traer a nuestra tierra yerma la prosperidad y el desarrollo para aquellos que sobrevivan a estos tiempos de escasez”. Y sin mediar otra palabra, la dejó en el suelo y para sorpresa de /Kal, el pecho del chamán se floreció de color bermellón, estallando de adentro hacia afuera, para caer muerto con todo su peso sobre las brasas. Millones de destellos brotaron a su alrededor, para dejar al descubierto su corazón de fuego. Al apagarse la última chispa, el cielo oscureció.