Kitabı oku: «Última función», sayfa 2
Pétalos
Los pétalos todavía hidratados,
las flores finamente dispuestas
por el pincel
paciente y suave,
la luz blanca que atraviesa el espejo,
rodea un cuerpo y se entrelaza
con las flores,
días antes de que se marchiten,
al centro de la mesa,
acariciadas por las delgadas manos.
Lluvias
a Vicente Rojo
Que el cielo blanquecino
y las negras nubes
laven la oscuridad de esta noche,
ésta y todas las noches;
que esta agua se lleve
todas las aguas
y sea todos los ríos;
que reine para que los ojos
sean agua y agua el dolor
y que todo se borre en agua;
que llueva en la luz
y en el viento
y sean luz y viento
agua que se va;
que por cuarenta noches
contiguas
no cese y sea todo lluvia
y no haya sino agua,
río de nuestra memoria
que huye y no termina.
El cordel
Cuaderno antiguo
con tonalidades de ciudad abandonada,
falsas simetrías de colores
añejados
–heridas en el aire de la memoria.
Los que dejan de mirar
se llevan la luz avejentada y un
cordel que ata
para entrar y salir.
El recuerdo borronea los colores.
Lo ajeno pasa de manos,
cambia de forma,
sobrevive en humedad luz
encallecida,
luz de un muro sin piel, salpicada,
que ata el cordel bajo el tiempo,
el tablero, la espiral y la red.
Contra luz
El último brillo del sol
entre la penumbra del bosque
fulge eternamente
en la memoria del agua
y se pierde.
Contra esa luz
todos los animales son negros,
las siluetas también,
la arena mínima,
los manchones.
Trazos rápidos, encimados,
que dibujan los cielos.
Y cada trazo tiene razón.
Hay voces que preguntan
–aunque ya lo sepan–
y hablan
de la piedra blanca
que engulle sus sueños.
El ensayo
Haces de luz
iluminan desde abajo
el mentón.
Labios y pómulos engañados
por esa luz que mueve
enormes fantasmas en el fondo.
Ella se ajusta las zapatillas.
El largo pelo, el breve abrazo,
las más breves flores,
el brevísimo momento
de un giro sostenido
y un torso inclinado
borroso,
que mira Degas.
Caja de música
Un fuego frío,
de vidrio,
en silencio,
o a lo más
el murmullo
de su detenida destrucción
en el vaho
que desaparece
de un espejo
translúcido
y recomienza.
Lluvia de oscuridad
Por los salones la oscuridad se detiene
–recorre cada pincelada en penumbra–
y enumera uno a uno los cuadros.
La luz es el trazo extinguido
en la noche que vuelve a brillar.
Naturaleza muerta, ventanas ciegas
a los mares muertos,
malabaristas inmóviles sin luz,
desnudo reclinado sobre el sueño.
El minotauro herido, el abrazo,
cuarto de hotel sin amantes,
la clase de piano inconclusa,
en reposo sus manos suspendidas.
Llegada del tren de Normandía
hace más de cien años,
Gare Saint-Lazare, calle
de París bajo la lluvia de oscuridad.
¿Volverá todo algún día a despertar?
Oro de la tarde
La luna deja
rodar unas gotas
de champagne por tu boca.
Sobre la arena,
estrellas de mar.
Álbum familiar
Te miro moverte
de imagen en imagen,
desplazarte
en una desarticulada
cadencia de cine
entre vacíos.
Flotas de una foto a otra.
De un gesto a otro,
te desvaneces del aire,
eres espacio blanco.
Estás en ningún lado
–espejismo
que humea entre mis dedos
donde no te alcanzo a tocar.
El biombo
Una mujer toma un baño,
se inclina,
creación de agua
que surge del aire,
invención de pigmentos,
agua que escurre por su cuerpo
y sacia la sed.
Somos espectadores
de nuestras historias
en sus ojos líquidos
que no nos ven.
Cielos sin voz
Toda la tarde cambiaba el cielo
encima de nosotros.
Siempre estuvo esa nube
sucia, desgarrada.
Toda la tarde esa mancha
incrustada en lo oscuro
que dejaba apenas pasar la luz,
la cancelaba, la iluminaba, la perdía.
Toda la tarde caminé junto al río
y el cielo encima, enorme,
muchos cielos, uno sobre otro,
uno junto a otro,
los cielos de Mark Rothko.
Y las voces callaban
y todo era el cielo, los cielos
inexplicables, sin voz,
todo encendido en el pecho,
todo translúcido apenas.
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