Kitabı oku: «Bucle»

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BUCLE

MARCOS PEREDA

Prólogo de Peio Ruiz Cabestany


© Marcos Pereda Herrera 2020, del texto original.

© Libros de Ruta Ediciones, S.L., 2020.

Bilbao-Galdakao errepidea 10-3

48004 Bilbao

info@librosderuta.com

www.librosderuta.com

Primera edición: julio 2020

Edición: Eneko Garate Iturralde

Diseño portada y maquetación: Amagoia Rekero García

Foto portada: © Henri Cartier-Bresson/Magnum Photos/Contacto

Foto autor: © Gema Rodrigo

ISBN: 978-84-121780-1-2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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ÍNDICE

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

El deporte es cosa de periodistas (embusteros)

PRETEMPORADA

Primavera de sal

Lo de las bicis

Ilustrados, ganaderos y chovinistas: Historia de los grandes puertos de Europa

Historia del mayor deportista de todos los tiempos

Tom Dumoulin, el hombre que huye de las pesadillas

No me odien a Mathieu van der Poel

Remco EvenEpoel: el chico nuevo en la oficina

Por el camino de Swann: sobre el dopaje amateur y sus impulsos

CICLISMO FEMENINO

La Vuelta al mundo (en bicicleta) de Annie Londonderry

Aquel primer Tour femenino de 1954

MILÁN-SAN REMO

Cuando la Primavera fue invierno: La Milán-San Remo de 1910

Milán-San Remo, o cuando Italia volvió a sonreír

La última clásica del ciclismo clásico

CLÁSICAS DE PAVÉ

Kop, kop, kop. Ciclismo en Flandes

El más joven de siempre, la Gran Guerra y un muro adoquinado

Las tres muertes de Paul Deman

Flandes, 1977. Historia de una Sombra, un Vagabundo y un Bohemio

Parce que je t´aime, Pascale

El flamenco que subió una colina y bajo una montaña

ITZULIA

En el lugar de las palabras dulces: un paseo por la Itzulia

ARDENAS

Cuando el campeón eligió la polémica

Un orgullo de Tejón

GIRO DE ITALIA

Enrico Toti: el ciclista-soldado con una sola pierna

El Giro de Italia de 1914: La carrera más dura de todos los tiempos

Alfonsina Strada, o cuando una mujer corrió el Giro de Italia

Bianca corsa rosa

Storia di Ginettaccio

Los últimos serán los primeros: vida y milagros de Luigi Malabrocca

Un brindis para Ecuador: análisis del Giro 2019

Kit del buen aficionado al Giro de Italia

TOUR DE FRANCIA

El primer último del Tour de Francia

Cuando el Caníbal despertó: hablamos con Eddy Merckx sobre el Tour de Francia de 1969

El Tour llega a Vitoria...

Entre Saturno y Edipo: El Tour de Francia de 1984

Ocho segundos con Laurent Fignon

El Tirano ha muerto, viva el Tirano. Val Louron, 1991

Egan Bernal reina en el caos: sobre el Tour de Francia 2019

VOLTA A PORTUGAL

Esplendor de Agostinho

VUELTA A COLOMBIA

En bicicleta hasta Macondo: Ramón Hoyos y Gabriel García Márquez

Cochise contra todos

Un Osito en bicicleta: Pablo Escobar y el ciclismo

JUEGOS OLÍMPICOS

Un Borbón bastardo, una bicicleta y una medalla olímpica

La odisea de Soukho

VUELTA A ESPAÑA

Una prueba olvidada: la Vuelta a España de 1941

La tierra baldía del Águila

Águilas, golpes y bombas de inflar: la Vuelta a España de 1960

El carnicero que venció en Peña Cabarga

Entre el sainete y la épica: la extraña Vuelta a España de 1998

Una tarde en Los Machucos: o cómo la Vuelta transforma un lugar

Yates aprende a ganar, Mas empieza a surgir: hechos y olvidos de la Vuelta 2018

Un señor, un chaval y un saltador de esquí: Crónicade la Vuelta a España 2019

MUNDIAL DE CICLISMO

Esa cerveza de la que usted me habla: Harrogate, el Mundial y su ambiente

CICLOCRÓS Y PISTA

Sonido de ruedas y jazz: velódromos, pintores y madrugadas en la Europa de principios del siglo XX

Recorriendo los Tres Picos: la carrera de ciclocrós más dura del mundo

FUERA DE TEMPORADA

La belleza del no ganar: en recuerdo a Raymond Poulidor

Un sultán en Les Elfes: la vida privada de Jacques Anquetil

En la senda más oscura: ciclismo y campos de concentración

Torrelavega: la Ciudad que respira ciclismo

Entre las viñas y el Mediterráneo: pedaleando por el Priorat

Capitalismo al estilo Guimard: la organización interna del equipo Renault

Yates, bicis y burdeles: historia del Tour de Trump

El Águila de un país devastado

¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir ciclismo? Historias picantes de la serpiente rodante

PRÓLOGO

Yo era un auténtico fenómeno, muy rápido y, sobre todo, con una resistencia casi infinita. Peleando contra el reloj era el mejor, contra el segundero de mi reloj. Lo digo sin falsa modestia, me proponía unos objetivos y los cumplía, batiendo récords con elegancia y sin perder la compostura. Jadeaba ligeramente y sudaba pero no me agotaba, no paraba, no lo hacía hasta cumplir mi meta; cargar todo el pedido en el camión. El camionero de Transportes Hontoria flipaba conmigo, él estaba acostumbrado al almacenero de siempre, con sus zapatos negros y su boli en el bolsillo del pecho de su chaqueta azul de tela de Vergara, parsimonioso pero eficaz. Ese verano ocupaba su puesto, y yo corría, con mis zapatillas deportivas, mis bermudas y mi camiseta de algodón, tiraba de la carretilla al mismo tiempo que buscaba en el albarán el siguiente bidón que tenía que cargar en el camión. No sé si eran polímeros, bolitas de plástico de colores o lo que fuera que vendía la multinacional Sandoz a las papeleras de los alrededores, yo solo miraba las referencias del albarán y el reloj, y cargar el pedido, ni cafelito ni leches.

Mi padre, mi jefe, el jefe de Sandoz en la zona me había puesto a trabajar en el almacén ese verano. El siguiente curso tenía que repetir el COU, y tenía que repetir curso solo porque había cateado mates, ¡putas matemáticas! ¿Para qué quiero yo las matemáticas? ¿Qué le costaba haberme aprobado? Lo peor del profe de mates no es que fuera un hincha del Athletic de Bilbao, casi hooligan, además era un payaso, esto no es un insulto, un payaso que salía todas las semanas en un programa en directo en la televisión vasca. Peor aun, podía ser el payaso listo o el gamberrete, pero no, era el mudo, ¡el mudo!, el que interactuaba con una bocina de esas en forma de trompeta que cuando apretabas el globo de plástico lanzaba aire hacia la trompeta y emitía un ridículo ¡mooc! Hala, a repetir COU, ¡mooc!¡mooc! No le guardo rencor, pero tampoco puedes estar toda la vida diciendo «a Perico de los Palotes, por poner un nombre anónimo, no le guardo rencor» sin añadir a continuación, para quedarte a gusto, «pero fue un pedazo cabrón», por poner un adjetivo anónimo.

¡Mooc!¡mooc! le hacía yo al camionero, que me miraba boquiabierto y con un palillo pegado a su labio inferior que mantenía milagrosamente una inclinación similar a la del Tourmalet, ¡mooc!, para que se apartara mientras recorría de un lado a otro el almacén con mi carretilla. Mi padre, mi jefe, el jefe de Sandoz, tengo que decirlo, no me había puesto a tirar del carro ese verano porque el payaso del profesor, perdón, el profesor payaso, no había tenido el detalle de aprobarme las matemáticas y poder presentarme a la selectividad, ¡que iba por letras!, no fue por eso, no. La razón por la que yo estaba batiendo récords de carga de bidones en camión era otra y me enteré al cabo de un mes, cuando cobré mi primera nómina. «Has ganado más dinero trabajando de mozo de almacén que tu hermano Jordi como ciclista» me dijo mi padre jefe, y añadió, empezando a girarse, «por mucho que salga su nombre escrito en la parte deportiva de los periódicos». Yo podía parecer tonto, no lo niego, tenía que repetir el COU, pero un rato espabilado ya era. Intuí que con esas palabras que me acababa de soltar, mandaba a su vez algún tipo de mensaje oculto que yo tenía que descifrar.

Bajaba sigilosamente al sótano y me pasaba mis buenos ratos mirando la bicicleta de carreras de mi hermano. Una Zeus chulísima, siempre limpia impoluta, me parecía que brillaba. Me fijaba en los innumerables agujeros que acribillaban todas las piezas de la bici, las bielas, los platos, los frenos, ¡el manillar! Cuando me pillaba junto a su bici, lo machacaba a preguntas. A mi casa llegaban dos y tres periódicos al día, y había auténticos piques y peleas entre los siete hermanos por hacernos con uno de ellos. Yo me leía los periódicos enteros, de atrás hacia adelante. De vez en cuando encontraba el nombre de Jordi Ruiz Cabestany en alguna crónica o clasificación de carreras amateur. Le preguntaba por las carreras, por los ciclistas, por las bicis, por qué agujereaba su bicicleta, «para bajarle peso» me decía, «pero todos lo hacen» y me parecía normal. Hasta los ciclistas me parecían normales.

Jordi se fue a correr la Vuelta a Gran Bretaña con la selección española, que en realidad era el equipo Zeus de Gandarias travestido en selección, que era el tipo de equipo que permitía esa carrera. En esa época se llamaba Milk Race, era la leche esa carrera -me lo han dejado a huevo-, y el diario Deia tenía un enviado especial. Para amortizar la inversión de llevarle a una carrera amateur, con las mejores selecciones de los países del Este, pero amateur, el especial enviado tenía que rellenar un par de páginas enteras cada día. No podía llenar tanto espacio únicamente con desconocidos, aunque muy buenos, Kachirin, Dvoracek o Janus Pozak. Tampoco lo podía hacer solo con el director Gandarias o el jefe de equipo Larrinaga, ni con el carismático Imanol Murga. Sí, ese que luego fue compañero mío de equipo, el que en alguna ocasión se colocaba detrás de nuestro esprínter y en la última curva se tiraba al suelo para que cayeran con él los rivales y así ganar la etapa, ese, un gregario de verdad de los que se entregaban por el líder de los que lo daban todo. Pues eso, también tenía que hablar de mi hermano, entrevistas y fotos, páginas. Según iba devorando cada día el periódico, el pedestal en el que lo tenía colocado iba aumentando de tamaño. Definitivamente, yo quería ser ciclista.

Me daba igual que se ganara más dinero trabajando de mozo de almacén, que mi hermano me repitiera una y otra vez que no se me ocurriera competir en bici, que se negara en redondo a cederme alguna de las piezas que tenía por ahí para incorporarla a mi ultrapesada BH Titán, que no tuviera un puñetero duro para comprarme una bici regular, que tuviera que estudiar en una academia por las tardes noches para aprobar lo que me suspendió el cómico rojiblanco, nada, ya había probado un montón de deportes, -incluso me había apuntado a un curso de salto de esquí para hacer combinada nórdica-, y quería ciclismo. A alguien que le parece normal que se agujeree un manillar para reducirle peso, ese, es carne de cañón para el ciclismo. A mí me parecía normal. Además, ¡qué coño!, en esa época los que estábamos mínimamente informados, sabíamos que en cualquier momento iba a estallar el conflicto nuclear y todos al garete. Yo ya tenía calculado, guiándome por los grafismos de la prensa sobre una explosión nuclear, que si la bomba caía en Irún tenía posibilidades de sobrevivir, pero más cerca ya, chamusque. Así que, ¿por qué no voy a ser ciclista?

Mi imagen del ciclismo era idílica. Aún no había leído este libro de Marcos Pereda, donde ves el ciclismo desde todos los ángulos, en todas las épocas, con perspectiva, con grandezas y con miserias. No había leído el primer artículo de este libro donde dice una gran verdad, que todos los periodistas de ciclismo mienten -Marcos Pereda es periodista-. O, al menos, exageran. Yo me lo creía todo. Y me hice ciclista. En mi primer año me seleccionaron para dos mundiales, el de pista y el de carretera. Allí, en México, el médico de la federación me dijo no sé qué de las rótulas y que al volver a casa me iba a operar porque en caso contrario, solo duraría tres años más en el ciclismo. Yo, niñato impertinente, que hacía caso a lo que contaban los periodistas pero poco a los médicos, le contesté que bueno, que luego ya me dedicaría a otra cosa. Si es que antes no habían apretado los botones rojos y me tenía que dedicar a buscar la antorcha de una estatua enterrada en alguna playa desierta.

Al tiempo que yo jugaba con los juveniles, mi hermano había pasado al profesionalismo con el mismo equipo de Gandarias y algunos fichajes como Elorriaga o Villardebó. Ya era otro nivel, Vuelta a España y esas cosas, Flavia–Gios se llamaba el equipo profesional, pero el contundente argumento de «mozo almacén» seguía inamovible. Sin embargo, era un gran cambio, ya no era la visión del niño, que me sacaban de clase para ver pasar a los ciclistas de la Vuelta al País Vasco y retorcía los ojos intentando reconocer entre ese veloz amasijo de cuerpos y metales a Perurena o Lasa, a tus ídolos. Ahora era tu propio hermano el que estaba ahí.

En la decimoquinta etapa de la Vuelta a España entre Ourense y Ponferrada, se produjo una escapada de un grupo de corredores que fueron aumentando la diferencia. Entre ellos estaba Elorriaga, el más rápido de ellos y seguro ganador en caso de llegar juntos. Pero también estaba Laguía, corredor de un modesto equipo en su primer año de existencia, el Reynolds, pero hombre peligroso para la general. La escapada no valía, se dijeron entre coches y empezaron a tirar fuerte del pelotón. Al rato, entre coches también, encontraron una solución, Laguía se descuelga y todos en paz. Ganó Elorriaga del Flavia gracias al detalle de Reynolds. En paz sí, pero ahí quedó pendiente una deuda, se firmó un pagaré. Al día siguiente venció Dominique Arnaud y venció, también, el pagaré. El bravo francés se escapó junto a mi hermano, un Reynolds y un Flavia, y llegaron juntos a la meta de León. Arnaud celebró su victoria lanzando su gorra al aire al tiempo que Jordi, en lugar de esprintar, se entretuvo intentando coger esa gorra al vuelo. Los pagarés los firman los directores pero los pagan los corredores. Y yo quería ser ciclista.

Yo quería ser ciclista, sí, pero mi padre no, ni mi madre, de manera menos impetuosa, pero tampoco le hacía ninguna gracia. Mi hermano seguía, por alguna extraña razón, con su actitud de no motivarme a seguir sus pasos pero, como he dicho antes, era espabilado e intuía que me lo decía con la boca pequeña. Eso y que algún ciclista que me encontraba entrenando me contaba que se había enterado por otro ciclista que, a la vez había oído de otro ciclista que Jordi se vanagloriaba orgulloso ante sus compañeros, de que tenía un hermano que andaba la leche. Como la Vuelta a Gran Bretaña.

Así que mi hermano no contaba como freno a mi empeño y mis padres, ¿qué podían hacer? Nos habían educado en la más absoluta de las libertades, no sabían si entraba, si salía, si estaba en casa, hasta me firmaba yo mismo los justificantes por gripe cuando me iba a esquiar o con la bici. Mientras no hubiera un suspenso, era un no news good news de libro. Eso sí, mi primera bici me la compré con el dinero que saqué recogiendo cerezas en Milagro con dos compañeros de clase, y con el dinero que me sobró me fui a sanfermines. Bueno no, al revés.

Mi padre hizo lo único que podía hacer, me dijo que si quería ser ciclista, lo único que saldría de su bolsillo hacia mi persona sería para pagar estudios, ni casa ni comida ni nada. No me costó entender ese elegante búscate la vida. También les entendía a ellos, así, en general. Mi madre pudo ver desde los montes que rodeaban el pequeño pueblo de Tarragona donde nació, escondida y sobreviviendo a base de algarrobas, cómo unos aspirantes a un puesto en la NASA intentaban poner en órbita la torre de la iglesia a base de dinamita. Spoiler: no llegó a elevarse y los cascotes junto a las campanas quedaron esparcidos por la plaza del pueblo. Luego se refugió en Barcelona, se sacó la carrera de magisterio y entró a trabajar en Sandoz.

Por su parte, mi padre se hizo ingeniero industrial pero, lo peor de todo, era hijo de un señor que emigró desde un pequeño pueblo de Albacete y se ganaba la vida de taxista, haciendo carreras. ¡Anda, como yo! O sea, una de esas personas que se ha hecho a sí mismo desde la nada, de esas personas que no te imaginas oyendo a su hijo decir que quiere ser ciclista y le dice que sí, que ánimo chaval. Por suerte a mí nunca se me ocurrió decir eso, en realidad no decía nada, solo hacía. Los dos trabajaban en la multinacional Sandoz y la conclusión más obvia es que de ahí vienen los niños, no de París. Pero no, la historia real es un obstáculo más para obtener su aquiescencia a mis aspiraciones en el deporte de las dos ruedas. Se conocieron jugando al baloncesto, al basket, basketball o como carajo se llamara en esa época.

¡¡Baloncesto!! Ese sí que es un deporte megaguay. Juegas en un espacio cubierto, con calefacción y sobre parqué. En esa época era descubierto y suelo de cemento, pero es igual, juegas cuatro tiempos de nada, te sustituyen, te sientas, te pones una toalla a los hombros y el juego consiste en avanzar haciendo botar una pelota con la palma de la mano para, finalmente, intentar introducir ese balón por un aro que está situado a una cierta altura. Cuando tiran el balón, con ese movimiento de la mano de atrás hacia adelante, me los imagino soltando un ¡vamos tontorrón, métete! Pero tiene mucho prestigio el juego-deporte este, pero mucho, en cambio el ciclismo es..., es eso, ciclismo. Pero no me rindo.

Si hubiera querido jugar al baloncesto me hubiera animado orgulloso, ¡vamos enano! -era muy guasón- y hasta me hubiera comprado una canasta y un balón. Pero con este deporte jamás se podrían contar historias como las que nos deleita Marcos Pereda en este libro. No hay jugadores que se esconden en un barreño de agua para intentar ser el que menos canastas mete en un partido, u otro que pasara mensajes escondidos en el balón para salvar judíos en la Italia de Mussolini, o una mujer que se tiene que travestir para poder jugar un partido, ni siquiera, una mísera historia épica de un jugador que cae desfallecido por el agotamiento tras recorrer la cancha para meter una canasta. No, para lo bueno y para lo malo el ciclismo es único y extremo. Los ciclistas son personas que tienen algo extraño en la cabeza, digno de estudio, protagonistas de historias como las que podemos leer en este libro, con pasión. Interpelando.

Durante la lectura de este libro no he podido dejar de pensar en mis padres, ellos, a los que tanto les gustaban los libros y la buena lectura. Les imaginaba enfrascados en la lectura de estas maravillosas historias de ciclismo. Cuando empecé a destacar en este deporte cambiaron de opinión sobre mi empeño en ser ciclista, estaban muy orgullosos de mí. Lo que no sé, y me lo pregunto, es que si hubieran leído este libro en el momento de mis inicios, me hubieran animado a entrar en este loco mundo del ciclismo o, simplemente, se hubieran rendido a la evidencia de que yo era un caso perdido.

Peio Ruiz Cabestany

INTRODUCCIÓN

El deporte es cosa de periodistas (embusteros)

Jot Down Magazine, febrero 2020

En una palabra: mentirosos.

Ya después, si gustan, les pueden llamar otras cosas. Geniales, visionarios. Osados. Incluso periodistas, si es por atender a su profesión. Pero lo que verdaderamente los define es lo otro. Lo de faltar a la verdad. Por mucho que de sus manos nacieran, por ejemplo, algunas de las carreras ciclistas más legendarias. Aunque su nombre sea sinónimo, ojo, de reportero extremo, de pluma controvertida, de firma admirable...

Acompáñenos, lector curioso, por toda una sarta de bravuconadas, falsedades, certezas que no lo son, leyendas sin base alguna y mucha, mucha mala baba.

El primer Tourmalet

«¿Quiere que acuda a verlo sobre el terreno?», pregunta Alphonse a Henri. «Vaya», contesta el padre del Tour, «y a su vuelta hablaremos sobre esta locura».

La escena transcurre en el número 10 de Faubourg-Montmartre, sede del diario L´Auto. París, principios del año 1910. Hace solo unos minutos que Alphonse Steinès, redactor, ha propuesto a Henri Desgrange, director, una idea que más parece epopeya. Hacer que los ciclistas del Tour de Francia suban los grandes puertos pirenaicos. El Peyresourde, el Aspin, quizá el Tourmalet y el Aubisque.

«Imposible», brama Desgrange, «imposible, demasiados peligros, las rutas están rotas, impracticables. Pero vaya, vaya allí, y dígame si se puede hacer».

Steinès, osado y orgulloso, parte. En Pau el Ingeniero de Puertos y Caminos encargado de la zona responde riéndose. «¿Ciclistas en el Aubisque?, en París os habéis vuelto locos, es muy fácil ahí, sentaditos junto al fuego, jugar a ser pioneros. Pero esto son las montañas, amigo». Steinès no se rinde, y viaja hasta Bagnères de Bigorre. En el pueblo busca un chófer que lo acompañe a atravesar nada menos que el Tourmalet, el monstruo de más de 2000 metros. Un tal Dupont acepta, después de muchas reticencias. Aún hay nieve arriba, pese a ser junio. A cuatro kilómetros de la cima el coche no puede avanzar más. No hay camino, solo un blanco homogéneo, refulgente, que se va apagando poco a poco porque la noche cae. Steinès insiste, «concluiré la subida a pie, usted espéreme en la otra vertiente del Tourmalet». Dupont queda preocupado, pero como aquel tipo tan raro ha pagado por adelantado lo deja ir con un consejo: «siga usted las pértigas rojas y blancas...marcan la senda».

Un par de horas después la situación de Steinès es dramática. Ya no hay pértigas, ya no hay luz, está congelado, sus ropas completamente empapadas, avanzando casi a tientas entre la nieve, hundido hasta la cintura. Corona el coloso completamente a oscuras y, aturdido, empieza a bajar. Es de madrugada cuando ve, a lo lejos, unas luces. El pequeño pueblo de Barèges. Llega a las primeras casas, una voz lo interrumpe. «¿Quién va?», dice. Steinès está tan agotado que no responde. «¿Quién va?», repiten, más apremiante ahora. «Si no se identifica dispararé». El periodista susurra. «Soy Alphonse Steinès». El otro lo reconoce, todos están buscándolo después de que Dupont diera la voz de alarma. Le llevan a una cabaña, lo acercan al fuego, lo meten en un barreño de agua templada. En la montaña saben tratar a los hombres que regresan del frío. Al día siguiente, apenas recuperado, Alphonse Steinès manda un telegrama a Henri Desgrange. Falaz, canalla. Histórico.

Tourmalet pasado. Stop. Muy buena ruta. Stop. Perfectamente practicable. Stop. Firmado: Steinès.

Qué historia tan bonita, ¿verdad? Seguro que muchos la conocen. Al menos los aficionados al ciclismo. Es el origen de los Pirineos en el Tour de Francia, y la cosa tiene que quedar suficientemente coqueta. Este año, cuando la vuelvan a escuchar, podrán además decir a todos que es falsa. Porque la epopeya de Steinès poco tuvo que ver con lo que nos han contado. Se lo prometo.

Veamos.

De primeras el Tourmalet no era un gigante intransitable que asustaba a los viajeros y les hacía volver por donde habían venido solo con su nombre. Ni siquiera en bicicleta, vaya. De 1895 data el primer ascenso sobre velocípedo al monstruo. Quien lo protagoniza es un maestro de escuela en Chartres, de nombre Briault, que nos va a contar la experiencia en una curiosa obra titulada Les Pyrénées et l´Auvergne a bicyclette. Briault habla del frío, de las pendientes agotadoras, de la nieve en las cumbres, de que hace casi todo el ascenso con las manos muy cerca de su revólver «por si acaso». Pero logra coronar el Tourmalet, hacer completa la bajada. La carretera es perfectamente transitable.

Tanto que años después, en 1902, se celebra allí una carrera. Sí, sí, una carrera ciclista. La organiza el Touring Club de France, y tiene nada menos que dos ascensos al gran puerto, uno por cada vertiente. Ahí es nada. El vencedor será un tal Müller, que va a invertir 11 horas y 39 minutos en hacer los 225 kilómetros del recorrido a una nada despreciable media de 19,31 kilómetros por hora sobre su bicicleta Clément. Sacó doce minutos a Fischer, treinta a Barbé y Lapréé y cuarenta y cinco a Viviant. Sexto, a más de una hora, fue el conocido Hippolyte Aucouturier, quien con el tiempo llegará a vencer en dos París-Roubaix, además de ser segundo en el Tour de Francia de 1905. Incluso está por allí cierta Mademoiselle Marthe Hesse, dama que logra coronar el coloso sobre una De Vivie que pesaba unos 16 kilos y medio. Cuentan que no puso pie a tierra en todo el ascenso...

Así que cuando Steinès va hasta allí juega con ventaja. Es inventada, o al menos exagerada, la anécdota con el ingeniero en Pau. Es falso el hecho de que los lugareños se asustasen y ninguno de ellos quisiera acompañarle en coche hasta la cima del puerto. Si sabemos que desde 1900 se alquilaban «vehículos de apoyo» para llegar al Tourmalet al módico precio de diez francos la hora... No es que nadie quisiera hacer de chófer a Steinès, sino que ningún vecino quería quedar mal con el «taxista oficial» de la zona, que en ese momento estaba ausente. Tampoco había peligro en lo de encontrarse osos, ni existía una imposibilidad cierta para franquear el paso. Es, fue, todo una mentira.

Una enorme, gloriosa y legendaria mentira.

Los forzados... un poco menos forzados

Albert Londres es una leyenda. Uno de los pioneros que podían llamarse a sí mismos «periodista de investigación». Personalidad comprometida, polémica, siempre crítica con los poderosos, con las injusticias. Sus reportajes y artículos informaron a la sociedad culta europea de lo que estaba ocurriendo en lugares lejanos y peligrosos. Su estilo era a veces exótico, en otras puramente realista. Habló sobre la prostitución en América Latina, sobre las desigualdades en China, sobre las mafias en Marsella, sobre el terrorismo en los Balcanes. De su pluma salieron algunas de las palabras más límpidas relacionadas con el ascenso del imperialismo en Japón a principios del siglo XX, la revolución soviética o la astracanada de D´Annunzio en el Fiume. Un auténtico referente, uno de esos maestros a los que volver de vez en cuando para ver de qué va todo esto...

También, por qué no decirlo, un tipo (a veces) demasiado crédulo.

Julio de 1924. El diario Le Petit Parisien encarga a nuestro Albert Londres que viaje con los corredores durante el (casi) mes que dura el Tour de Francia. Que envíe sus crónicas, que aporte ese estilo personal, tierno pero inquisidor, que lo ha hecho famoso. El resultado serán un puñado de piezas que se han convertido, casi un siglo más tarde, en clásicas, pequeños cuentos en los que Londres nos descubre a figuras fascinantes, a ciclistas que enceran un ojo de cristal al final de cada jornada, a tahúres, galanes y héroes.

Y a ellos. Sobre todo, a ellos.

A los forzados.

Porque si por algo recordamos esta (única) aportación de Albert Londres al mundo del ciclismo es por un pequeño artículo, muy breve, denominado Les forçats de la route.

Coutances es una pequeña localidad situada en plena Normandía. Tiene una preciosa catedral, el primer Liceo del Imperio Francés y todo el tono de la zona (un poco de baja burguesía, un poco de decadencia bien asumida). Allí existió, hasta el año 1998, un Café de la Gare. Y fue en ese establecimiento donde nuestro protagonista entrevistó a los hermanos Pelissier.

Los Pelissier, Henri y Francis, eran amados por el público francés. Altos, guapos, con bigotito bien recortado y un aire socarrón que arrancaba suspiros y sonrisitas. Quizá por eso Henri Desgrange, el patrón del Tour, los odiaba. De hecho aquel día, en Coutances, ya habían abandonado la carrera, no sin antes cruzarse unas cuantas hostias a mano abierta con el propio Desgrange. «¿Por qué, por qué todo esto?», preguntó Londres. Y ellos empezaron a hablar. El resto es leyenda.

«Es un tirano», dicen que dijeron, «nos obliga a competir todo el día con un solo maillot, pasando frío en las mañanas, calor al mediodía. Y luego se van calentando. Esto es inhumano, no sabe usted, Monsieur Londres, lo que hay que hacer para soportar tales penurias. Nos echamos cocaína en los ojos, con el fin de mantenerlos abiertos. Tenemos el culo en carne viva. Mis cordones son de cuero y se rompen... imagine cómo andará mi piel. La diarrea nos vacía por dentro, necesitamos cloroformo en las encías porque no nos dejan dormir. Un calvario».

Londres, buen olfato, sabe que está ante un enorme relato. El texto que dibujará con él va a pasar a la historia. Los forzados de la ruta, nada menos. Y lo dice quien acaba de volver de la Île du Diable, del presidio más cruel e impenetrable de toda la geografía francesa. Sí, Londres sabe de lo que habla cuando habla de castigos y penas, qué enorme admiración habrían de despertar aquellos tipos que enfrentan los peores tormentos por la gloria sobre dos ruedas...

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