Kitabı oku: «Leer antes», sayfa 6

Yazı tipi:

Fin de siglo: festival de las diferencias

A principios del siglo XXI, en el jardín de la novela estadounidense, los senderos se abren en todas direcciones y hay espacio para las concepciones más disímiles y opuestas. Con sólo revisar lo publicado en la década de 1980 y 1990, basta para tener un buen muestrario de esta variedad. La novela “histórica” abarca en ese tiempo desde el feminismo apasionante de la Blonde de Joyce Carol Oates hasta el experimentalismo de Mason Dixon de Thomas Pynchon pasando por la revisión de la Guerra Civil en la última novela traducida de Jane Smiley, Las maravillosas aventuras de Lidie Newton. El posmodernismo más puro sigue adelante, no sólo con los intentos del mismo Pynchon sino también con los ensayos de autores como Steven Millhauser, que intentan un cruce de la literatura con artes visuales como la historieta o la pintura. El western todavía resiste: basta con leer En la frontera de McCormack o Donde los ríos cambian su curso de Spragg. Y, más allá de la increíble versatilidad de las mujeres novelistas más conocidas como la misma Smiley y Oates, hay nombres como Barbara Kingsolver con La Biblia envenenada o Melissa Banks con Manual de caza y pesca para chicas, tan sorprendentes como las dos primeras. Eso, sin hablar de los géneros populares (ciencia ficción, fantasía, policial, terror) que retienen dentro de sus filas a escritores de increíble valor a pesar del desprecio de cierta crítica tradicional que se niega a leerlos en profundidad.

Como se ve, en los Estados Unidos del último siglo, la novela ha sido un género de posibilidades infinitas, un género capaz de reproducirse y crecer como ningún otro. Por su vitalidad, se diría que, a pesar de los malos pronósticos que anuncian su muerte desde la década de 1960, la novela goza de una salud impecable y de un afán de aventuras digno de la adolescencia, un afán que la lleva simultáneamente hacia cientos de direcciones por su jardín mil veces bifurcado.

Los géneros populares: las ideas van y vienen

Como las jergas orales del pueblo, los géneros populares son semilleros de ideas, innovaciones, conceptos y recursos para la literatura “general”. Tienen sus lectores fanáticos, que aman el género y lo leen por lo que tiene de “genérico”, no por el autor ni por la calidad de cada libro. Pero eso no significa que algunos libros y algunos autores “de género” no sean directamente extraordinarios.

En la ciencia ficción, por ejemplo, hay una fuerte creación de recursos literarios que en otros tiempos se hubieran llamado “de vanguardia”, desde lenguajes nuevos hasta estructuras circulares, fragmentarias, y pictóricas, como las que proponen Kurt Vonnegut o William Gibson, entre otros. Las mujeres de la ciencia ficción (Lois McMasters Bujold, Ursula K. Le Guin, Suzy McKee Charnas, Cherryh) también han hecho aportes significativos tanto en los planteamientos socio-políticos como en las reconstrucciones de mundos que suelen caracterizar al género.

La novela policial, por su parte, ha tenido una relación de ida y vuelta con la novela de “literatura general”, para darle algún nombre. Autores de mucho renombre han escrito novelas y cuentos policiales (William Faulkner, entre muchísimos otros) y copiado esquemas, ideas y figuras típicas de ese género. Por otra parte, algunos escritores policiales han tomado recursos de la literatura “general” y enriquecido así el género.

Lo mismo ha sucedido con el terror (en el que Stephen King se está convirtiendo cada vez más en un autor que se estudia en la academia; ya era hora: su manejo del lenguaje suele ser capaz de dejar a sus lectores sin aliento), la “novela histórica” y hasta la novela romántica (que inspiró más de una vez versiones revulsivas de autoras feministas).

Hay autores posmodernos como John Irving cuya literatura no existiría sin las cadencias, recursos, estereotipos, problemáticas de los géneros populares, en quienes se apoya una y otra vez. Para dar sólo un ejemplo: la mal comprendida Un hijo del circo está sin duda relacionada con la novela policial ya que hay un crimen, un misterio, una investigación y una carga de miedo alrededor de un asesinato; Una mujer difícil narra otro crimen y otra investigación; Oración por Owen gira alrededor de varios misterios y de ciertas alusiones a la novela sentimental y religiosa.

Lo cierto es que las relaciones entre los géneros populares y la literatura “general” son profundas y fascinantes aunque no se las haya estudiado mucho. Si abrimos todavía más la mirada hacia géneros mixtos como la historieta y el cine, la novela estadounidense demuestra que su capacidad de asimilar, aprender y entregarse a otros géneros y espacios artísticos es sorprendente y está tan despierta como en el siglo XIX.

Literatura estadounidense: lo que hay detrás de una lista de nombres

El artículo de Gordon Burn sobre la novela estadounidense, publicado en Ñ el sábado 20 de marzo (de 2004), está basado en una falacia muy grande que me parece importante discutir. El problema va mucho más allá de una diferencia de opiniones sobre la descripción que se hace de esa ficción “nacional” o sobre su supuesta “decadencia”, mucho más allá de una “defensa” de esa literatura en sí misma.

Antes de pasar al análisis de ese punto en particular, quiero aclarar que la parte de “opinión” del artículo de Burn puede discutirse en un nivel mucho más personal, enfrentando lo que dice con una visión distinta pero igualmente discutible. En cuanto a las opiniones, Burn hace dos afirmaciones: por un lado, dice que la literatura estadounidense es desmesurada; por otro, se dedica a hablar de la frialdad y el cientificismo de los autores que nombra.

Si de opiniones se trata, yo creo que Burn tiene razón en cuanto a lo “exagerado” de la literatura estadounidense pero opino que eso es justamente lo que la hace maravillosa, como sucede con todas las literaturas del continente americano, cada una a su manera y en su propia dimensión, todas tan distintas de los mesurados autores europeos. Por otra parte, si de minimalismo se trata (es lo que Burn parece pedir al final de la nota), ¿por qué no hay mención alguna de Raymond Carver?

Juan Ramón Jiménez decía que había odiado la poesía de Pablo Neruda porque le parecía exagerada y monstruosa, hasta que viajó a América y comprendió que aquí, de este lado del Atlántico, la monstruosidad, la exageración era no sólo posible sino coherente. El deseo de minimalismo de Burn es muy europeo y además, muy personal porque no todos los lectores desean eso en los libros que leen. Yo soy un ejemplo en contrario: la desmesura de novelas como la de Jeffrey Eugenides, que él mismo nombra, es fabulosa y deseable para mí.

Por otro lado, su queja sobre la frialdad de la prosa en autores como Thomas Pynchon o, antes, Vladimir Nabokov, es otro punto opinable, y lo digo aunque, en esto en particular, me apunto con Burn. A mí tampoco me interesa la literatura que algunos llaman “autorreferencial”. Yo, como Burn, la llamo “fría” y “cerebral”. Pero nuevamente: hay lectores que la aprecian, escritores que se han nutrido de ella —ciertos escritores argentinos muy reconocidos, por ejemplo—, y por más que a algunos de nosotros nos parezca cansadora y aburrida, no es ni más fría ni más cerebral que ciertos autores ingleses irónicos como Tibor Fischer, por ejemplo.

¿Literatura nacional?

Sin embargo, el problema de la nota de Burn no está en esas opiniones, ni siquiera en el hecho de que él las presente —por lo menos en un principio—como algo menos personal que una “opinión”. Tampoco en el hecho de que, desde mi punto de vista, confunda la frialdad de lo científico con la maravilla de la desproporción bien utilizada, cosa que hace con Middlesex de Eugenides, una novela dedicada al mundo (no a la literatura), un libro claramente político, que no debería ponerse en la misma bolsa que las obras de Pynchon o Nabokov. Lo que realmente se puede criticar del artículo tiene que ver con algo más básico y más importante: la etiqueta de “literatura estadounidense”, la definición misma.

La lista de nombres que aparecen en la nota (muchos, por cierto), es el centro de este problema: Don DeLillo, Ring Lardner, Saul Bellow, Jonathan Frazer, Richard Powers, William Gibson, Norman Mailer, entre otros. Si se miran las fotos publicadas en Ñ, el punto queda todavía más evidente: son todos (todos) hombres, todos blancos (menos Saul Bellow y Eugenides, que no son “anglosajones” ni del todo blancos en la definición muy estrecha que se hace en los Estados Unidos de la palabra, ya que uno tiene antepasados judíos y otro antepasados griegos).

La cita de Harold Bloom, el hombre que más ha hecho para defender este tipo de lista con su inefable El canon occidental, no hace más que confirmar la posición de Burn. Y lo criticable no es que Burn lo cite sino que, en la textura de su nota (para usar una palabra que amarían Thomas Pynchon y Vladimir Nabokov), no haya ninguna marca que deje testimonio de que la visión de Bloom no es la única posible en una definición de “literatura nacional estadounidense”. Burn ni siquiera nombra una vez las posiciones de muchísimos críticos y estudiosos que se oponen al pensamiento representado por Bloom; y tampoco toca el tema de las razones por las cuales el prólogo de El canon occidental parece un discurso de barricada, escrito por alguien que se siente acorralado: la definición de Bloom no es la que más se utiliza en las universidades estadounidenses. Al contrario, Burn da por sentado que, si hablamos de “literatura”, estamos hablando de los “grandes nombres”, pero la lista de nombres que propone la nota simplifica y empobrece terriblemente la cultura que está examinando y la reduce al arte de los miembros de cierta clase social, cierto género, cierta raza.

El canon y sus bemoles

Por definición, el canon es una lista de nombres. En el caso del análisis de literaturas nacionales, son los nombres que, según se supone, representan al arte literario de una nación. Pero si se lo piensa sólo un momento, se verá que el canon es mucho más: esa lista de nombres es un espacio de lucha, un lugar en el que se producen debates y enfrentamientos por espacios en la lista. Una lucha para determinar qué se incluye en ella y qué no.

La definición canónica que da Burn de la literatura estadounidense tiene rivales muy serios ya desde la década de 1960, a partir de la lucha por los llamados Derechos Civiles que inauguraron tanto las mujeres como la minoría negra. Desde ese momento, hubo críticos y críticas que revisaron la lista “oficial” del “canon” literario y vieron vacíos enormes, enormes cegueras. Tanto ha cambiado la consideración de ese “canon” que, actualmente, críticos muy importantes como Eric Sundquist reivindican para la minoría negra (y esclava) la creación de géneros literarios totalmente originales —no copiados de Europa como la novela, el teatro, la poesía occidental— como las llamadas “Slave Narratives”, las narraciones autobiográficas de los esclavos escapados del Sur antes de la Guerra Civil, de las cuales la de Frederick Douglas es la más famosa.

Si se incluyen las Slaves Narratives en la literatura, el canon del siglo XIX cambia por completo y se puede decir, con todos los críticos negros —por ejemplo, Henry L. Gates—, que no era cierto que no hubiera escritores negros anteriores al movimiento del Renacimiento de Harlem en la década de 1920. Había y muchos: el problema era que no estaban incluidos en el canon. El canon era ciego a esas producciones. Los que lo manejaban habían decidido que nada que no fuera novela, teatro o poesía era literatura y eso dejaba fuera de la lista a autores como Douglas.

El “canon” es un instrumento ideológico y tiene sentido que hombres como Bloom se dediquen apasionadamente a defender la lista que proponen: esa defensa tiene que ver con una idea de nación, específicamente con quiénes están dentro de la nación y quiénes no. No es mi intención hablar de lo que significa “nación” ni de las pasiones que se relacionan con ese concepto —ese tema excede los límites de esta nota— pero sí quiero relacionar la lista de nombres literarios del canon, fría y aparentemente académica, con ese concepto y las pasiones que despierta. “¿Quiénes son nuestros escritores?” es una pregunta sumamente ligada a “¿quiénes somos?”

Janet Tompkins, crítica feminista, escribió un artículo al respecto, publicado hace años en castellano en la revista Feminaria. El artículo discute la idea de Bloom (y otros) según la cual la inclusión en el canon depende solamente de la “calidad” de cada texto y los autores incluidos serán valiosos tanto hoy como dentro de muchos años. Tompkins ataca la supuesta “eternidad” de los valores según los cuales se juzga esa calidad y lo hace de una forma muy simple: revisando antologías. Hay que aclarar que las antologías son la corporización del canon y tienen un título que lo declara: se llaman, por ejemplo, Antología de la literatura estadounidense, es decir que tienen un afán de abarcarlo todo, afán interesante de por sí.

Tompkins revisa y compara antologías estadounidenses muy conocidas desde la década de 1930 hasta el momento en que escribe su artículo y llega a la conclusión de que no hay nada “eterno”. A principios del siglo XX, esas antologías no tomaban a Emily Dickinson y en cambio, entronizaban la poesía de Longfellow. Lo que se leía de Edgar A. Poe era la poesía y no los cuentos (que es lo que se estudia ahora). La lista sigue. Tompkins afirma que cada época busca temas, formas y recursos muy diferentes en la literatura y que la “calidad” de la literatura depende también de qué se esté buscando en ella. Incluso el idioma está en juego: una nueva antología de literatura estadounidense publicada a fines de la década de 1990 se llama Antología de literatura estadounidense no escrita en inglés, con lo cual la definición de lo “nacional” cambia por completo y considera estadounidense obras escritas en castellano, alemán, polaco, mandarín y en los idiomas indios originales. No hay duda de que los políticos de California que abolieron el bilingüismo en las escuelas se enfurecen cuando les hablan de eso. Pero, ¿acaso Isaac B. Singer no es estadounidense aunque escriba en idish? Y sobre todo, ¿no son “americanos” los indios, que estuvieron en el territorio siglos antes que los anglosajones? En el otro extremo, ¿acaso nosotros, los argentinos, no leemos a William Hudson, que escribió sobre Argentina en inglés?

Hay una anécdota personal que viene muy al caso: en un curso al que asistí en los Estados Unidos, un curso en el que la visión general de la literatura era multicultural e incluía a las mujeres, hubo un único profesor que defendió el canon al estilo Bloom. Hizo una lista de nombres semejante a la que aparece en la nota de Burn. Furiosos con los vacíos evidentes en la lista, un compañero de curso y yo pensamos en un nombre que fuera indiscutible y se nos ocurrió preguntarle qué pensaba de una Premio Nóbel estadounidense, Toni Morrison. Nada más canónico que el Nóbel aunque la persona que lo reciba sea negra y mujer.

Supuse que el profesor me diría que Morrison no le parecía buena, que no le gustaba, es decir, que me daría una opinión discutible pero aceptable como la que da Burn en la nota. Si lo hubiera hecho, yo habría tenido que callarme. Morrison me parece uno de los genios que prueban que la literatura estadounidense está bien viva, pero no hay duda de que no a todos les gusta su ficción. Sin embargo, el profesor me sorprendió: dijo que no la había leído. Era un estudioso de la literatura de su país y nunca había leído a esa mujer, ganadora del mayor de los premios literarios del mundo. La siguiente pregunta por supuesto es ¿por qué no la había leído? ¿Por qué no le había interesado Morrison? ¿Tal vez porque no se parecía a lo que el canon quiere que sea un escritor nacional? ¿Porque era negra y mujer?

Otra lista

Lo correcto después de leer la nota de Burn es preguntarse si no hay otros nombres para considerar en lugar de la larga lista de hombres blancos que aparecen en ella. Y si, al agregar esos nombres alternativos, las características que da Burn a la “literatura estadounidense” no son bien diferentes.

Y la verdad es que sí hay otros nombres, nombres grandes como el Joyce Carol Oates (capaz de variar la voz, la estructura, el tema en cada una de sus novelas), el de Leslie Marmon Silko (tal vez la escritora más original de los Estados Unidos), el de Louise Erdrich, el de Greg Sarris, el de Sherman Alexie, el de Alice Walker, el de Isaac B. Singer, otro Nóbel. La lista es interminable y lo notable, lo que cuesta entender, es que Burn no considere importantes a ninguno de estos autores, ni siquiera a una Premio Nóbel como Toni Morrison.

Todas esas voces escriben cada una a su modo una ficción espectacular, desde la infinita diversidad que es la verdadera esencia de la literatura de los Estados Unidos (y de todas las literaturas del continente). La mayoría tiene una visión desmesurada, sí, porque pertenecen a América, pero no se inclinan a la autorreferencia y ninguno de ellos, desde mi punto de vista, está en decadencia. El problema es que, al parecer, para Burn no son literatura estadounidense. Tal vez, si alguien se lo preguntara, los llamaría “resentidos”, como Harold Bloom en el prólogo de su libro.

Voces diferentes: escritores amerindios de los Estados Unidos

“Hay algunos que dicen que Colón era indio pero eso es un error. Colón no sabía adónde iba, no supo adónde había llegado, se quedó con el suelo que pisaba y lo hizo todo con el dinero de otros. Claramente, era blanco”. En su libro Custer murió por tus pecados, el ensayista Vine Deloria Jr, descendiente de sioux, cuenta muchos chistes como éste sobre Colon y sobre el general Custer en un intento por luchar contra los estereotipos del “indio”, que para la mayor parte de los estadounidenses es siempre impasible y serio y sobre todo, pertenece al pasado, ha desaparecido de la faz de la tierra hace ya bastante tiempo.

La idea de que los indios son historia desde el siglo XIX es tal vez la primera característica del estereotipo al que se enfrentan las culturas indias del siglo XX (y el XXI). A diferencia de lo que sucede con otras minorías étnicas estadounidenses, lo que necesitan decir es “aquí estamos, no nos ponemos plumas ni cazamos con flechas pero seguimos siendo indios”.

Tal vez sea justamente ese afán por conservar culturas que muchos creen muertas lo que hace de la literatura contemporánea de los aborígenes de los Estados Unidos una de las más interesantes y sorprendentes de ese país.

Puntos de contacto

Algunos de los temas de estos libros tienen puntos de contacto llamativos con la historia de un país latinoamericano del extremo sur del continente, llamado Argentina.

Por ejemplo: durante muchos años (y todavía hoy) hubo graves problemas relacionados con la adopción de los chicos indios de muchas de las tribus del Norte. La incidencia del alcoholismo en la generación intermedia de las reservaciones hizo muy común el abandono de niños y a su vez, eso facilitó la adopción fuera de la tribu. Los grupos indios resistieron: cuando se desea conservar una cultura, no se puede perder el futuro que representan los hijos. La cuestión llegó al Congreso y se pasó una ley por la cual, en el día de hoy, para adoptar un chico indio, hay que tener no sólo el permiso de la madre sino también el de toda la tribu.

Ese conflicto se describe en Puercos en el cielo, una novela de Barbara Kingsolver, traducida al castellano por Emecé. El libro muestra lo mucho que hay en común entre la lucha por la identidad de los chicos perdidos de las tribus y lo que hacen en nuestro país grupos como el de Abuelas de Plaza de Mayo o el de H.I.J.O.S. Las consecuencias de ese robo de identidad (así se califica en ambos lados del continente) aparecen también en una novela feroz, llamada Indian Killer de Sherman Alexie, autor del guión de la primera película india distribuida por las grandes compañías, la excelente Señales de humo, que a veces puede verse en los canales de cable.

Pero la adopción no es el único modo en el que puede perderse el sentido de identidad grupal. Hay por lo menos otras dos opciones que tienen que ver con instituciones importantes de la cultura occidental: la escuela y el ejército.

El momento en que la cultura blanca impone la educación obligatoria a los hijos de las comunidades aborígenes es casi un cliché en cuentos, novelas y poemas indios. La enseñanza de la historia y la de los valores estadounidenses (individualismo, trabajo, ganancia económica y triunfo) reciben un rechazo muy grande en los miembros de las tribus. La experiencia que se narra cuando se habla de las escuelas es casi siempre traumática y terrible para los niños indios. Como describe Jo Whitehorse Cochrane en un poema:

la asistente social quiere

que describas tu familia

pregunta

tu padre te golpea

tu madre

tu padre bebe

tu madre

odias a tus padres

lloras

dime dime te gusta

más la reservación

te avergüenzas en la clase

cuando te haces pis en los pantalones

por qué no hablas

por qué no haces que te den permiso

por qué no vas en el recreo

dime dime habla

miras por la ventana

das vuelta un bloque de madera con letras en las manos

habla en inglés en inglés

grazna la asistente social

afuera los gansos canadienses atraviesan tu cielo inmediato

seis en un arco se van al sur

si fueras Una que Cambia de Forma como Muchacho Estrella

podrías volar con esos cuellos largos

pero tienes que quedarte y mirar por esta ventana.

En ese fragmento de poema —un poema desgarrador como pocos—, Cochrane toca puntos clave de la experiencia india en los Estados Unidos: la promesa de pertenecer a una sociedad más rica (una promesa falsa, por otra parte, sobre todo si la persona no es físicamente semejante a un WASP) exige la renuncia a lo propio. De ahí la orden de la asistente social: tienes que hablar en inglés. El resultado es el trauma. La timidez que hace que ella se orine en clase, la vergüenza. Gerónima, una película argentina injustamente olvidada, relataba algo semejante en nuestro país: tal vez el hospital al que llevan a la protagonista es menos pobre que su casa, pero para ella, es el infierno.

De todos modos, conservar lo propio cuesta caro: implica una participación económica de grado casi cero en la sociedad central y ahí hay otro punto de contacto con el drama argentino. Los indios son la minoría más pobre de los Estados Unidos y las imágenes de la vida en las reservaciones se parecen mucho a las de la vida de los barrios pobres de ciudades como Lima, Santiago y sí, Buenos Aires. Para comprobarlo, basta ver el principio de películas como Powwow Highway, Medicine River, Señales de Humo e incluso la hollywoodense Corazón de Trueno.

La lucha por la cultura propia es el tercer punto de contacto: estos autores defienden una forma de vida completamente distinta de la que venden los productos culturales estadounidenses. Como el cine y la literatura latinoamericanos, oponen su idioma al de las novelas y grandes películas comerciales en lo técnico, lo temático, lo simbólico y lo ideológico.

Desde el año pasado, podría agregarse a esta lista la necesidad de defender formas comunitarias de lucha política y hasta de vida, que son constantes desde siempre en las culturas indias y que ahora, desde el 20 de diciembre del 2001, han empezado a surgir entre nosotros con las asambleas, las organizaciones de desocupados y los movimientos políticos de base.

Literaturas mestizas

Las novelas, poemas, obras de teatro y películas de las comunidades indias se caracterizan por la voluntad de apoyar culturas opuestas al “American way of life” y por hacerlo sobre la base lingüística del inglés, el idioma que probablemente expresa con mayor claridad esa forma de vida. Lo que se dice en libros como House Made of Dawn, de Scott Momaday, que ganó el Pulitzer en 1967; Filtro de amor de Louise Erdrich, que lo ganó unos años después; Ceremony, Storyteller, Almanac of the Dead de Leslie Marmon Silko, en mi opinión tres de los mejores libros de las últimas décadas del siglo XX, es tan antiestadounidense que el inglés cambia rotundamente en ellos, se “reinventa” como dicen en el título de la antología que publicaron en 1998 Gloria Bird y Joy Harjo, dos de las poetas amerindias más importantes del momento.

El centro de esa reinvención es lo híbrido, lo mestizo. No podría ser de otro modo: la experiencia de vida de estos autores es híbrida: universitarios en su mayoría, pasaron la infancia dentro de las reglas y la visión del mundo de sus abuelos. Esa visión, distinta en cada tribu, es una filosofía de vida completa, coherente y capaz de cambiar para adaptarse a la modernidad pero hundida con firmeza en las raíces del pasado. Leslie Silko hace una metáfora sobre ella cuando describe la casa del Medicine Man (hombre que cura) en Ceremony: una casa circular, con estantes en los que hay de todo, desde envases vacíos de Coca Cola y diarios viejos hasta raíces medicinales indias. Esa mezcla es esencial en la ceremonia del título pero la ceremonia está regida por principios laguna pueblo.

Por supuesto, no estamos hablando de una sola cultura. Los blancos estadounidenses suelen reducir las quinientas tribus de América del Norte a un solo gentilicio: el de “indio”, relacionado, en imagen, con las tribus de las Grandes Praderas (cheyenes, sioux, comanches), que el mundo entero creyó conocer a través del género western. Ese estereotipo es erróneo tanto porque la información sobre esas tribus es falsa como por el hecho de que, desde los mohicanos del Este a los navajos del Sudoeste, los indios de los EEUU tienen culturas muy variadas y complejas y muy diferentes unas de otras.

La novela es quizás el “género” en el que más se nota el uso extraño que se hace del inglés para expresar esa variedad. En general, se trata de libros tan extraños que los lectores no indios suelen sentirse confundidos cuando los leen. Uno de los puntos de diferencia más contundentes es el borramiento de la oposición entre foco (historia principal, héroe, antagonista) y fondo (ambientación en tiempo y espacio, personajes secundarios). Gran parte de la ficción amerindia, apoyada en visiones del mundo netamente comunitarias — muy alejadas del individualismo estadounidense—no tiene ni héroe ni foco. No hay ningún centro en ella. El lugar, por ejemplo, es esencia, no simple “telón de fondo”. A veces, por ejemplo en Storyteller, no puede encontrarse otro protagonista que la Tierra misma. Y eso desconcierta: nada más inesperado que descubrir que el personaje que uno creyó protagonista muere en el segundo capítulo y el libro continúa.

Por otra parte, el deseo de romper con oposiciones básicas para la cultura Occidental se repite a todo nivel. En estos relatos no hay límites marcados —ni linguísticos ni ideológicos— entre los vivos y los muertos, los animales y los seres humanos, los espíritus y los seres “naturales”. La “magia” no existe porque no se la puede separar de lo que nosotros llamaríamos “naturaleza” o tal vez, forzando las cosas “realidad”. Eso es notable, por ejemplo, en los libros “policiales” de Louis Owens: tejidos alrededor de un crimen, como pide el género, dejan completamente de lado al detective y al problema de la Ley y el castigo e introducen a los espíritus de los muertos en la trama. El enigma esencial nunca es el crimen mismo sino la cuestión de la vida en general y, dentro de ella, la supervivencia del planeta.

Otra de las oposiciones esenciales que se intenta romper es la que separa oralidad de escritura. La mayor parte de las culturas amerindias de los Estados Unidos se transmitía oralmente y por esa razón, el lenguaje hablado es mucho más importante que el escrito dentro de las historias. Para los autores, ese deseo de volver a la ceremonia de la “historia oral” en una obra escrita es un callejón sin salida pero, como dice Leslie Silko, todos ellos conciben la narración como algo sagrado y tratan de reproducir sus ritmos orales, su fragilidad y sobre todo la relación espontánea y presente entre un narrador oral y los que lo escuchan.

El sentido de la literatura

En la sacralidad de las “historias” y en su importancia para la vida que se desarrolla fuera de ellas, radica tal vez la mayor de las diferencias entre estas literaturas y la literatura blanca estadounidense de la segunda mitad del siglo XX. Para los occidentales, la relación entre las palabras y las cosas que las designan está quebrada, como bien dijo Foucault: la expresión de un deseo, por ejemplo, no modifica el mundo exterior al lenguaje, hay una grieta entre la palabra y la cosa. Para gran parte de las tribus a las que pertenecen estos autores, en cambio, la palabra tiene poder fuera de sí misma y puede cambiarlo todo. La palabra es la cosa y la modifica y no hay nada arbitrario en la relación entre el nombre y la cosa misma. Dentro de esa concepción de lo lingüístico, la “historia” no puede ser simplemente “diversión” ni referirse solamente a otras historias, como quería Borges. Las “historias” amerindias están completamente ligadas al mundo y son “una declaración política”, como dijo Leslie Marmon Silko en una entrevista, son, siempre, instrumentos de modificación de la realidad.

Por lo tanto, se trata de libros políticos —lo cual no significa que sean menos valiosos que otros, a menos que los lectores compartan las ideas de Harold Bloom al respecto—, y lo son consciente y cuidadosamente. Hablan de cambio y de triunfo, de resistencia. Unos años antes de la aparición del Subcomandante Marcos, Leslie Silko hablaba de Chiapas como el lugar de la rebelión en Almanac of the Dead. Mucho antes de la globalización, los valores de la sociedad estadounidense —centrados en el dinero y la ganancia económica—enfermaban físicamente a los personajes de Ceremony, a los de Scott Momaday en House Made of Dawn y a los de Louise Erdrich en Huellas.

₺229,93
Türler ve etiketler
Yaş sınırı:
0+
Hacim:
551 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9788491341727
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

Bu kitabı okuyanlar şunları da okudu