Kitabı oku: «Feminismo Patriarcal»
Feminismo
Patriarcal
Margarita Basi
© Feminismo Patriarcal
© Margarita Basi
ISBN: 978-84-18411-50-2
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1ª edición: 2021
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PRÓLOGO
Muchos heteros también nos sentimos discriminados o, al menos, en discordia con la identidad que siempre representamos y creímos nuestra y natural. Algunos somos conscientes de la tomadura de pelo a la que hemos sido sometidos en cuanto a creer saber quiénes éramos y con qué atributos y cualidades nos identificábamos para expresar nuestra verdadera voluntad de ser.
Soy una hetero renegada. No me gustan las mujeres heteros o de cualquier otro colectivo identitario que rechazan sistemáticamente el machismo de los hombres mientras utilizan sin reparos los privilegios que el patriarcado les cede por seguir siendo dócil rebaño de doble moral. También siento cierta aversión por las feministas de ideología avanzada y mente privilegiada que solo reivindican loables derechos para su colectivo, excluyendo a quienes no comulgan con sus categóricas ideas y descuidando a quienes no pertenecen a su «clase» y son, por ello, más proclives a padecer el sistemático menosprecio patriarcal, como lo somos las heteroféminas. Y, por supuesto, todas aquellas mujeres que no son occidentales, blancas, con estudios superiores, sanas (desprovistas de enfermedades o discapacidades) y con un trabajo que el sistema patriarcal les cede generosamente.
Hay que mencionar también a aquellas intelectuales que, con buena intención, difunden un discurso filosófico, humanista, ontológico y brillante… pero olvidan que el objetivo de su trabajo no es obtener el beneplácito y reconocimiento intelectual con el que la comunidad cultural feminista las aplauda, sino el de despertar a las hipnotizadas conciencias femeninas y masculinas (pertenezcan estas a cualquier tipo de colectivo) de millones de personas que, en su gran mayoría, no entienden el elaborado y complejo léxico con el que se supone que las feministas tratan de difundir su mensaje.
Con igual vehemencia, siento un desagradable menosprecio hacia los heterohombres que, con su paternalismo, suficiencia y hasta en algunos casos violencia, intentan menoscabar la poderosa y libre energía femenina (venga de cualquier tipo de sujeto) disimulando así su insegura identidad, con la que ya no logran identificarse y van dando bandazos, como pollos sin cabeza, sin saber cómo actuar frente a un mundo que ruge un traspaso de poderes o, al menos, una humilde revisión y autocrítica por parte de todos los colectivos.
Tampoco soporto a los heterohombres que pretenden hacernos creer que se adaptan cómodamente a los efectos colaterales del pseudofeminismo (ideología que cree que la solución al dominio heteropatriarcal está en ocupar el mismo poder que sustenta el hombre siendo las mejores profesionales, las mejores madres, las mejores parejas, las mejores amantes… y las mejores enfermas) sin oponer resistencia alguna (porque de hacerlo se los tacharía de misóginos o machistas), aunque luego desahogan esa contención alimentando el mismo sistema que dicen querer erradicar, aceptando chantajes emocionales que les coartan la libertad y el derecho a expresar sus deseos y necesidades vitales, o trabajando compulsivamente para llenar con su profesión un tiempo que destinarían a cultivar sus aficiones, al cuidado del hogar o a sus relaciones afectivas.
Estas reflexiones son las que me han llevado a escribir este ensayo porque, aunque un sentimiento se experimenta más que se analiza, suscita ya de por sí una visión más emotiva y no tan razonada. Y es este, a mi modo de ver, el único modo en que cualquier colectivo identitario deja de serlo para convertirnos en personas sentidas y conmovidas, cualidades que todos los seres humanos compartimos.
A veces, nuestro agitado y complejo intelecto nos arrastra hacia la confusión en lugar de aclarar y poner luz en la oscuridad de la ignorancia. Porque cuanto más ahondamos en la búsqueda de respuestas, más nos apartamos de los sentimientos que nos provocan ciertos comportamientos y creencias con los que acabamos escindidos y dolidos con nosotros mismos.
Heteros, lesbianas, gais, transexuales, andróginos, intersexuales, queer… no somos tan diferentes. Para empezar, somos personas únicas e irrepetibles; y, en segundo lugar, estamos todos, sin excepción alguna, unidos por las mismas emociones y sentimientos, aunque estos provengan de distintas experiencias. Somos conmovidos y conmovemos de igual forma unos y otros.
¿Cuándo aprenderemos a ver la profundidad del ser antes que su superficial fachada? Otra de las motivaciones que me han llevado a escribir este trabajo es que, después de revisar y consultar bastante bibliografía sobre la identidad femenina y masculina, no he logrado desentrañar en sus eruditas reflexiones —tremendamente lúcidas e ilustradas, por cierto— ninguna solución tangible al eterno conflicto que ambas arrastran. Me refiero a hallar alguna propuesta que pueda materializarse en hechos. Veo mucha verborrea tanto en ensayos como en discursos y mesas de debate, donde hay más palabrería que hechos consumados.
¿Habremos llegado a un punto de no retorno? ¿Será que la única manera de avanzar en estas cuestiones hoy en día sea poner el sistema patas arriba como propone Mona Chollet en su ensayo Brujas?
Además de una apóstata del sistema heteromasculino-patriarcal y falogocéntrico (como define Monique Witting), soy un sujeto de cultura media; eso sí, curiosa y controvertida. Y posiblemente sean estas razones las que me han llevado al atrevimiento de exponer unas reflexiones en un lenguaje fácilmente comprensible para todos, en el que he arrojado más dosis de sentimientos y emociones que de análisis y deducciones sobre las identidades concretamente heterosexuales, algo de lo que ya existe una vasta bibliografía.
Me he dado cuenta de que abordar la masculinidad y la feminidad heterosexual tal como hoy día se vive y manifiesta no es un asunto caduco ni denostado, más bien al contrario. Porque, con base en estos modelos caducos binarios y limitantes, heteros y no heteros, construimos nuestra identidad, aceptando y rechazando su política, ideología y naturaleza… Pero, al fin y al cabo, son nuestros únicos referentes identitarios. De ahí que sigamos viendo y sintiendo la identidad como algo que nos diferencia o aleja de un colectivo y nos une a otro, nunca como una expresión emocional y sentida igual por todos nosotros.
Creo que el enfrentamiento que sigue marcando las relaciones identitarias entre distintos colectivos (incluso entre miembros del mismo grupo de identidad) es el motivo por el que no encontramos un cierto consenso, un oasis en el múltiple universo de la identidad al que todos, sin excepción, podamos acudir cuando nuestro ánimo y resistencia flaqueen, hartos de luchar contra unos atributos política y culturalmente impuestos y que, en un momento de nuestra existencia, ya no nos sirven.
Sin embargo, es tal el miedo que enfrenta a unos y a otros, es tal la pugna por demostrar qué grupo es el más válido, competente, inteligente, justo… que en esta lucha sin fin ni sentido el ser humano pierde parte de su humanidad al vivir amedrentado y apegado a ciertos valores y atributos que le fueron asignados al nacer y que, en el mejor de los casos, ya nada tienen que ver con él, con la época en la que vive, con sus verdaderos anhelos y deseos. Y es tal el temor a que lo excluyan del grupo y el beneplácito ficticio con el que este le corresponde cuando individuos de otro colectivo atacan sus valores o intereses que vive atemorizado más que orgulloso de ser parte diferencial del grupo. Porque sabe, en el fondo de su conciencia, que es un esclavo de un poder que decide por él y que, en cuanto se le ocurra alzar la voz o discrepar de alguna de las conductas identitarias establecidas como «normativas», será lanzado al abismo de la solitud, le harán sentir un fracasado y será la comidilla del grupo, que lo mirará con vehemente prepotencia e incluso agresividad por considerarlo un despojo social. Y tan solo por haber elegido pensar por sí mismo.
El problema reside en el marco y el entorno en el que la masculinidad hetero ha decidido, por sí misma y sin consultar a nadie más que a sus propios intereses, las reglas y la normativa en la que hay que expresar la identidad personal.
Todo ello con una reglamentación y una base ideológica tan arraigada a nuestro ADN como esta. Después de más de 20 000 años de patriarcal dominación, seguimos creyendo en la «naturalidad» del binomio masculino y femenino con todos los atributos culturales y artificiales que estos conllevan y con los que el sistema nos ha convencido durante este periodo de que nacer con sexo de mujer implicaba automáticamente sentir unas pulsiones específicas con las que ya jamás nos liberaríamos. Pero además —y ahí la perversidad del engaño—, esas cualidades y rasgos femeninos adquiridos por nacimiento serían proclives a la dependencia, a la debilidad física, a la apatía existencial, al poder de sacrificio, a la frigidez, al cuidado y atención al prójimo… Y, sobre todo, a la incapacidad natural de la conquista y de la agresividad, atributos imprescindibles para la supervivencia de la especie.
Así, la mujer ha ido moldeando su ser en la dualidad de la pasión sexual versus la devoción familiar, por poner un ejemplo de la dicotomía existencial con la que la fémina lleva soportando miles de años la manipulación masculina de su identidad. ¿Hasta cuándo aguantará? Los modelos a los que los intelectuales se refieren como binarios, universales, naturales y biologicistas (en los que se continúan perpetuando los roles y pensamientos masculinos y femeninos) son los principales causantes no solo de la decadencia en valores de identidad saludables para los heteros, sino para el resto de las personas de otros colectivos identitarios.
Unos, los heteros, acatan, siguen, perpetúan… Otros, los LGTBI, se rebelan, rechazan y devienen en el reverso opuesto del modelo categórico. Sin embargo, pocos de ellos se dan cuenta de que no están del todo libres del adoctrinamiento hetero (como muchas lesbianas que se autodefinen «no mujeres»). No lo están en absoluto.
Quien ha superado un trauma o una actitud violenta de opresión contra su voluntad, no actúa de la misma forma, alegando querer destruir todo lo que huela a heterosexualidad y censurando al tiempo cualquier otra forma de expresión que se aleje de sus creencias; simplemente porque está repitiendo el mismo patrón opresivo y violento de sus opresores.
Es necesario revisar los patrones de identidad hetero y así poder desechar aquellos que ya no son necesarios ni sanos para la expresión de una identidad libre, ambigua y que fluya sin límites dentro y fuera de la masculinidad o feminidad impuesta. Porque, como expresión humana, la identidad tiende a ser creativa y, por tanto, mixta, alternando modos masculinos y femeninos (por llamarlos de alguna manera) dependiendo del estado de ánimo, la experiencia del momento, etc.
Utilizo el término «revisar» y no «destruir» porque es vital analizar bien todos los atributos asignados a la masculinidad y a la feminidad con el fin de desentrañar, quizá, algún rasgo, cualidad o valor original y primigenio que pueda no estar manipulado y valga la pena apropiarse de él y utilizarlo a nuestro favor, a favor de todos.
A veces, no se trata de si las conductas son problemáticas o censurables, sino del entorno y las creencias que imperan en ese ambiente que las vuelve nocivas. La agresividad en sí misma no es ni mala ni buena, dependerá del contexto en el que se exprese para calificarla de aceptable o no, porque actuar violentamente contra quien nos quiere atacar es supervivencia. Estos sentimientos me han llevado a explorar las creencias con las que nuestro sistema de valores hetero nos ha dirigido y domesticado, induciéndonos a la adquisición de modelos de identidad perlados de pseudoverdades y con las que el mismo sistema patriarcal ha conseguido influir en las personas con el fin de obtener un comportamiento óptimo de ellas para engrasar la maquinaria política y económica en su único beneficio. Y esto ha sido así desde el fin de la prehistoria.
He sentido mucha rabia por haber colaborado durante muchos años de mi vida a alimentar la voraz maquinaria heteropatriarcal. Me resigné a seguir soportando desplantes e insinuaciones sobre mi capacidad y competencia femenina por ser borde (también soy simpática, pero solo cuando no me siento cuestionada por mi imagen de mujer), brusca y sin filtro a la hora de dar mis opiniones y, sobre todo, por ser promiscua (etiqueta que la heteromasculinidad te cuelga si no tienes pareja estable y mantienes relaciones sexuales con quien te apetece). En cambio, no establece ningún término peyorativo para la mujer que permite que su pareja la utilice para tener sexo, solo porque no quiere que él se canse y lo acabe perdiendo, o como pago por los obsequios y atenciones materiales que este tiene con ella.
De ahí que no sea más benevolente o complaciente ni con los hombres ni con las mujeres. Ambos nos hemos devorado y dañado mutuamente. La heterofémina no es una víctima mientras tenga capacidad de defenderse de la violencia de su agresor a través de entrenar su cuerpo para la violenta defensa y protegerse junto a mujeres y hombres que secunden nuevos valores antimachistas.
El heterohombre no es un animal con sed de poder y sexo a quien hemos de aniquilar si queremos solucionar nuestros problemas femeninos, a pesar de que muchas mujeres quieran colgarle esos atributos para seguir perpetuando su papel de frígidas, víctimas o vengativas.
Pero, mientras nosotras no cambiemos nuestros hábitos de conducta y relación con los hombres, estos no se sentirán obligados a dejar atrás ese tipo de identidad.
Sin embargo, nada de esto será nunca posible si antes las heteroféminas (y otros colectivos) no abandonan su dependencia y apego a la normativa y a la política heteropatriarcal a la que muchas siguen conscientemente ancladas.
Revisar esas motivaciones, tanto heteromasculinas como heterofemeninas, es vital para denostar conductas nocivas, pero también para mantener aquellas originales y primigenias que yacen bajo muchas capas de manipulación y que quizá valdría la pena rescatar.
Hace ya catorce años comencé a despertar del limbo heteromasculino en el que había permanecido abducida y, poco a poco, mi identidad fue evolucionando. Curiosamente, me encontré más próxima a la niña rebelde, curiosa y algo vehemente (reacción propia de quien se siente manipulado o sometido para ser alguien que no ha elegido libremente ser) que en un tiempo fui que a la mujer madura, complaciente y políticamente correcta con la que mi entorno se congratulaba.
Acabo concluyendo este modesto ensayo con los tres arquetipos femeninos más repudiados y temidos en toda la historia de la humanidad, y que, precisamente por el rechazo que suscitan, son las únicas inspiraciones válidas que se me ocurren para el renacimiento femenino en general: la Bruja, la Amazona y la Promiscua.
INTRODUCCIÓN
Este no es un ensayo sobre las identidades, al menos el lector no va a encontrar en estas líneas un tratado completo y riguroso que reúna conocimientos biológicos, culturales, empíricos, de género, psíquicos, emocionales, creativos, culturales… En definitiva, un trabajo de filosofía hermenéutica y ontológica donde queden reflejadas muchas de las escuelas de pensamiento y sus teorías sobre el origen, la construcción y el sentido de la identidad humana.
Yo no podría hacer algo así. ¿Entonces de qué va esto?
Muy sencillo. Mis aspiraciones son más modestas, entre otras cosas porque no soy una erudita ni una intelectual. Pero sí gusto de los asuntos polémicos porque desatan en las personas su verdadero yo, sus deseos más ocultos y casi siempre desatendidos. Necesito cuestionarme y que me cuestionen para comprenderme mejor y deshacerme del pegajoso ego con el que creemos saber, cuando en verdad no sabemos nada.
Para mí, el verdadero gozo de escribir está en el hecho de hacerlo y no tanto en el objetivo que se pretende alcanzar con ello. La mayoría de las veces que escribo sobre un asunto en concreto, y a medida que exploro y avanzo en ese terreno, acabo descubriendo otras cuestiones que trastocan y me obligan a dar un giro de 180 grados al sentido inicial del tema.
Por esa razón, debo avisar al lector de que, sintiéndolo mucho, yo escribo principalmente para mí, aunque en ese ejercicio vital no excluyo a nadie, ¡faltaría más!
Soy el tipo de persona que se identifica más con las emociones y sentimientos como vía de conocimiento propio y del mundo que con las razones. Cuando era una niña de tres o cuatro años, tuve conciencia de sentirme diferente de las compañeras del colegio. No entendía nada de lo que explicaban en clase; sin embargo, percibía cómo ellas captaban lo que a mí se me escapaba. Tampoco comprendía por qué las demás niñas seguían a una líder y se avenían a hacer lo que ella les proponía, sin protestar. ¿Por qué era yo distinta al grupo? ¿Tenían conciencia ellas también de todo esto?
No lo creo. La razón podría ser que mis compañeras se sentían cómodas en el entorno del colegio y de sus normas, así que no tenían necesidad de preguntarse por qué estaban bien. Casi nadie se cuestiona aquello que no le incomoda o le da placer, simplemente lo experimenta y se deja llevar.
Las personas que se plantean preguntas y son controvertidas lo hacen porque no encuentran su sitio en el mundo o se percatan, por su sensibilidad, de las injusticias o malas praxis a las que otros no dan importancia.
Esta es la razón por la que quiero explorar la identidad desde las sensaciones y los sentimientos humanos más que desde las razones intelectuales. Es obvio que si además de capacidades racionales tenemos capacidades emocionales, podemos perfectamente utilizarlas para llegar al saber desde otra vía.
A la identidad interna se llega a través de expresarnos antes como personas emocionalmente inteligentes (empáticas, fraternales y solidarias) que como individuos intelectuales y racionales. Porque, como demostraré a lo largo de este ensayo, los atributos que responden al intelecto acaban por alienar al ser humano, reduciéndolo a carne de estadística con la que el sistema lo adoctrina en la creencia de que si quiere alcanzar el éxito económico y el reconocimiento social debe cumplir unos estereotipos marcados y, si trabaja duro, tarde o temprano los conseguirá.
¿Cómo va el individuo a conectar con sus emociones y sentimientos y usarlos como forma de comunicación y entendimiento con los demás si la sociedad en la que sobrevive no lo protege; es más, lo utiliza como eslabón de la maquinaria neoliberal capitalista con la que tan solo una reducida élite se apropia de la mayor parte de la riqueza, dejándolo a su suerte?
Nuestro sistema de valores y, en consecuencia, de identidad sigue siendo el mismo que existía en la Edad Media, con pequeños matices. Ahora hemos abolido la pena de muerte, el derecho de pernada o un sistema penitenciario inhumano o insalubre, por poner algunos ejemplos. Sin embargo, la ideología que aún alimenta las creencias en las que se basa un sistema económico de libre mercado y capitalista como el nuestro contribuye al aumento de la pobreza a nivel endémico, los conflictos bélicos por intereses económicos, la destrucción de la naturaleza y los riesgos que esto supone para la salud de las personas y animales…
Seguimos educando a nuestros hijos en los principios de competitividad, liderazgo, materialismo y poder intelectual. ¿Por qué?
Porque el mundo que el patriarcado ha creado es así y necesita de millones de peones alienados, desmotivados, endeudados, amedrentados y apegados (hasta sometidos por las creencias) que esta ideología inocula desde la niñez en sus cerebros, haciéndoles creer que obtendrán la felicidad si viven de acuerdo con el plan establecido: aprender en una escuela que los formará en los valores de la competencia agresiva y en el puro intelecto; estudiar una carrera o profesión con la que aspirar a trabajar y ganarse el sustento; formar una familia para dar al sistema futuros obreros y para endeudarse de por vida con hipotecas, créditos y demás aspiraciones materiales, vivir de acuerdo con unos principios o valores que el patriarcado da por normativos y apropiados y que, sean los que sean, nunca pueden mezclarse. Al heterocentrismo no le gusta que sus servidores entren y salgan de distintos estilos de vida, adopten y rechacen creencias y, en definitiva, abandonen la burbuja patriarcal e inspeccionen otros territorios en donde a buen seguro encontrarían miles de respuestas y opciones diversas con las que vivir y ser de otro modo.
De existir una mayoría de personas emocionalmente estables e inteligentes (cuando eso ocurre es porque hay una inteligencia emocional como base; en cambio, una persona muy racional e inteligente en ese sentido puede no serlo emocionalmente), incluso se encontrarían con otro escollo. Es complicado mantener una actitud virtuosa basada en sentir el mundo y a los demás como partes indisolubles de uno mismo y, por tanto, sensibles a recibir el mismo trato exquisito y delicado con el que uno intenta tratarse a sí mismo si la sociedad que nos acoge y debería protegernos nos lanza al ruedo repleto de víboras y demás depredadores con un duro mensaje: «Te ganarás el pan con el sudor de tu frente».
Porque no solo hemos de sobrevivir y que gane el más fuerte, sino que la forma de hacerlo será dolorosa. ¿Por qué? ¿Somos masoquistas? ¿O es lo que una élite ha establecido y dado por «normativo» para que el resto crea que ese es su deber y así una minoría pudiente pueda vivir del malvivir de la mayoría de las personas?
¿Y cómo lo hacen? A través de creencias que nos adoctrinan en la intolerancia y en el acercamiento hacia el «otro», según posea nuestros mismos valores externos o no. Es decir, según su ideología política, religiosa, tendencia sexual, poder económico, conocimiento intelectual y la influencia social que posea. Y, por supuesto, su imagen, si esta es agradable, juvenil, hermosa y seductora.
No es posible dar prioridad a los principios o ideas que constituyen una identidad emocional y sensitiva si antes no erradicamos ciertas normas sociales antagónicas que discriminan y someten sibilinamente a los sujetos despojándolos de la libertad de asumir y expresar sus genuinas formas de identidad con las que convertirse en personas emocionalmente equilibradas.
No es que el humano sea un lobo para el humano, como afirmaba Hobbes, sino la sociedad en la que el supuesto lobo se expresa y se relaciona. Si vivo en una comunidad que segrega en función de la apariencia externa, delimita qué identidad o estilo de vida íntimo y personal es normativo o no, obliga a todas las personas a ganarse la vida sin que partan todas ellas de las mismas opciones, no se preocupa de que todo individuo tenga asegurado un trabajo digno y vocacional, o consolidada una renta mínima universal, ¿cómo demonios voy a mostrar y dar prioridad a mis sentimientos antes que luchar por mi supervivencia?
La paradoja en este asunto, como suele ocurrir cuando se plantean este tipo de disquisiciones, es que la única opción para llegar a transformar las normas patriarcales con las que desgraciadamente convivimos e impregnan cada gesto y cada idea con la que expresamos nuestra supuesta, libre y natural identidad, aunque nos cueste aceptarlo, es ser conscientes de la manipulación en la que vivimos a diario creyendo ser quienes creemos ser, rebelarnos contra ese perverso dominio de nuestra identidad y, por último, expresar sin censura (acción), pudor o vergüenza todos aquellos comportamientos, sentires e ideas que surjan de nuestra recién estrenada identidad enviándolo todo o casi todo al cuerno.
Sin embargo, si queremos conocernos realmente, aceptando cualidades y defectos, así como atrevernos a relacionarnos con los demás desde la verdad, a veces incómoda o dolorosa, no hay más opción que cultivar nuestra identidad interna y expresarnos a través de ella siempre que podamos.
Con la identidad externa, las apariencias, las máscaras, las ideologías, las creencias y la doble moral llegaremos lejos, sin duda, y más en esta sociedad binaria y heterocéntrica de cultura hipócrita. Sin embargo, nunca estaremos seguros de saber quiénes somos en realidad y hasta dónde podemos llegar. Ni tampoco estableceremos relaciones originales, estimulantes y sanas con los demás.
A partir de esta idea, trato de hilvanar una correspondencia entre estas vías de conocimiento propio (externa e interna) y la idea o concepto de masculinidad y feminidad heterosexual.
Es a este último colectivo a quien dedico especialmente mi estudio, aunque sé que debería encontrar otro vocablo que se ajustara mejor a la idea de identidad masculina y femenina heterosexual, por resultar estos ambiguos y pasados de moda al no considerarse ya como modelos representativos de identidad.
Sin embargo, son los únicos que tenemos porque nadie ha inventado otros aún. De hecho, todas las demás formas de expresión de identidad fuera del alcance del binarismo masculino-femenino son representaciones aparentemente y en su superficie nuevas, pero que son nutridas de manera inevitable por los atributos masculino y femenino que siempre han existido.
De ahí mi intención de no «erradicar» por ahora (como sí apuesta el feminismo radical o el colectivo de lesbianas) esos vocablos y darles un voto de confianza a la espera de, a partir de ellos y de sus mensajes sin duda impostados y politizados, descubrir si alguno sigue siendo beneficioso y a partir de él crear nuevos, más acordes con nuestras propias y genuinas creencias emocionales e internas.
Pero, mientras hallo el término más adecuado, me permito seguir con mi explicación: si restaurar o erradicar el sistema heteronormativo masculino y patriarcal está en función del número de personas que inicien internamente su propia reinterpretación de valores y conductas personales, es creíble pensar que la casi todos los conflictos que sufren las personas que expresan su identidad fuera de los cánones que marcan el «modelo masculino» o «femenino» de la «heteronormalidad»1 desaparecerían o disminuirían considerablemente si arrancáramos a esos «modelos» su categoría de modelos.
Es decir, revisando el origen y la idea que sustenta una conducta que se basa en el dominio, en la manipulación o en el sometimiento del otro y, si así es, despreciarla hasta ridiculizarla. Pero, en mi opinión, antes de eliminar cualquier vestigio de machismo patriarcal en nuestros aún vigentes modelos de identidad heterosexual, es imprescindible hacer este proceso consciente de análisis y limpieza. En caso contrario, podrían regresar con más virulencia.
Vivimos en una cultura que, afortunadamente, ya da señales de querer deshacerse de conceptos demasiado encorsetados y binarios como lo son «lo femenino» y «lo masculino».
Ahora bien, ¿sería lícito preguntarse si las identidades llamadas LGTBI y demás formas «de ser» no heterosexuales están exentas de representar algún tipo de cliché o prejuicio tan solo porque son relativamente nuevos modelos de identidad que transgreden otros más antiguos?
¿Qué es lo que lleva a unos atributos, cualidades, conductas y creencias varias a reunirse en un modelo de expresión personal dando forma a un estilo propio de identidad?
Son muchas las causas, obviamente. Una de ellas podría ser consecuencia de la decadencia natural que sufre un modelo de identidad que, después de siglos de permanencia, requiere ser sustituido o reformado, llevado por la necesidad creativa y emocional de sustituirlo y transgredirlo.
¿Y no representan también las identidades no hetero distintos modelos, cada uno con sus idiosincrasias particulares, pero a la vez conjuntas?
¿Por qué entonces se hacen llamar por un término que las identifica como tales? Entonces, ¿los términos «feminidad» y «masculinidad» deberían significar algo también?
¿Por qué hay casos de conflictos entre transgéneros que no perciben de igual manera la forma en que cada uno expresa su identidad?
Por no mencionar (daría para otro ensayo) la pugna existente entre colectivos trans y lesbianas por considerar, algunas de ellas, que un trans o una trans ha claudicado al modelo heterocéntrico machista al adaptar (y en muchos casos amputar) partes de su cuerpo para encajar en el modelo masculino o femenino que establece el patriarcado.
El ser humano necesita poner etiquetas a sus emociones, ideas, sentimientos… Y eso está bien, pues así expresa su condición de animal pensante. Sin embargo, al hacerlo, olvida a veces su capacidad creativa y ambigua, aquella que lo impulsa a curiosear, a probar y a explorar la vida sin que estas actitudes lo obliguen a elegir una sola de las opciones y aferrarse a ella para siempre.
Por esta razón, lo verdaderamente importante en estas cuestiones es ser conscientes de que, cada vez que etiquetamos un comportamiento o una ideología, estamos cerrando inconscientemente una parte de nuestra mente a la posibilidad no solo de integrar a cualquiera en ella, sino de que puedan coexistir al mismo tiempo y en una misma persona dos o tres o más tipos de modelos de ser.