Kitabı oku: «El rastro»
MARGO GLANTZ EL RASTRO
NARRATIVA
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© 2002 Margo Glantz
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Primera edición: septiembre de 2019
ISBN: 978-607-8667-58-1
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MARGO
GLANTZ
EL RASTRO
Para Ariel
Y a los dolientes
A morir muriendo vamos…
PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA
Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba;
y Amor, que mis intentos ayudaba,
venció lo que imposible parecía:
pues entre el llanto, que el dolor vertía,
el corazón deshecho destilaba.
Baste ya de rigores, mi bien, baste;
no te atormenten más celos tiranos,
ni el vil recelo tu quietud contraste
con sombras necias, con indicios vanos,
pues ya en líquido humor viste y tocaste
mi corazón deshecho entre tus manos.
SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ
La castración tiene una segunda función:
permite trastrocar la escala natural de las voces.
Libera a la voz humana de la dependencia
del sexo y de la dependencia de la edad.
PASCAL QUIGNARD
Si puedo tomar resuello,
ha terminado el dolor.
MONO BLANCO
Me llamo Nora García.
Hace muchos años que no vengo al pueblo: estaciono mi coche, me acerco tímidamente, con cautela, a la puerta principal y entro a la casa, apenas la reconozco, ha cambiado para mal, el jardín descuidado, las plantas secas, el pasto amarillento, algunos espacios vacíos donde antes había arbustos florecidos. Abajo, en la barranca, árboles de copa ancha y colorines. Gente en todas partes, me cohíbo, se me oprime el corazón: conozco a varias personas, no son exactamente las que más estimo, quizá haya otras de quienes me he olvidado: ha pasado mucho tiempo. Creo reconocer a una mujer, el cuerpo hinchado, la cara también, su color es desagradable, ¿será un color fúnebre? Exagero, me digo, es la noticia de su muerte, el regreso a la casa, el temor a recordar demasiado, la seguridad de volver a ver a gente que detesto y me ha hecho daño, lo de siempre, las incertidumbres del corazón. El nombre de la mujer se me escapa, ella me mira ¿burlona?, ¿con sorna?, ¿o es un saludo? Quizá así mira la gente en un entierro, quizá es solamente la vida, como decía siempre mi mamá, que en paz descanse, como ahora descansa Juan, o por lo menos eso deseo, que en verdad descanse.
Saludo apenas a los que atienden en la casa, y me dirijo al salón donde lo están velando, es una pieza grande (más bien enorme), llena de instrumentos musicales y partituras en desorden sobre una mesa extensa al lado de las computadoras y el papel pautado aún virgen (¿partituras, todavía hay partituras?).
Miro a mi alrededor, a lo largo de los muros libreros con muchos libros —así debe ser, en los libreros hay libros o debiera haberlos—, en las paredes cuadros, además, manchas de humedad.
Varias personas de pie junto al féretro. Me acerco.
Como todos los ataúdes, este tiene una especie de ventana —¿podría ser una puerta?—, deja ver parte del cuerpo, el rostro es lívido, supongo que así debe ser, es simple, ya se ha muerto, los rostros de los muertos carecen de color, su corazón ha dejado de latir, así es, me digo, así es, ya se ha muerto. Se ha muerto, ya no respira, su corazón ha dejado de latir, la sangre de circular. Husmeo, miro a mi alrededor, me detengo, siento curiosidad por saber lo que siento, pero en realidad no siento nada, nada, mi pulso, tranquilo, late acompasado, normalmente, cien pulsaciones por minuto. Se siente un fuerte olor a moho, lo invade todo, el cuarto, el ataúd, mi persona, ya huelo a moho, a humedad, una densa humedad. Alguien se aleja del féretro, me aproximo para ver mejor, verlo mejor, ver mejor a Juan. Me inclino, casi toco con mi mejilla su rostro, tiene las manos cruzadas sobre el pecho y sostiene una cruz: no lo esperaba. ¡Qué raro color tiene su cara, olivácea, amarillenta! Como si estuviera muerto, pienso, así ha de ser, así son las cosas, sí, claro, así de simple, ya se ha muerto: el corazón le ha dejado de latir. Un bigote pequeño y entrecano o más bien cenizo le cubre los labios más delgados que nunca, la piel es transparente, los pómulos sobresalen, la frente muy alta, como un estuche, enmarca los ojos, muy hundidos, y los párpados profundamente cerrados. El féretro de madera de pino clara con incrustaciones de metal dorado; apoyadas sobre la pared, varias coronas: cubren los cuadros. Sobre los libreros también coronas, cubren los libros. Cirios, al lado del ataúd, cuatro. Y el olor dulzón, el olor a moho (¿por qué me sorprende?, es un lugar caliente y húmedo), un denso olor a moho. Juan lleva puesto un saco informal, color de heno seco que hace juego con la lividez de su rostro y el color de la madera. La corbata y la camisa son del mismo tono. Es una capilla improvisada, llena de gente, cuadros, libros, instrumentos musicales, un largo piano de cola abierto, un Bösendorfer con una partitura sobre el atril; al lado, el clavecín con su tapa abierta, primorosamente decorado con motivos barrocos, un paisaje en tonos pastel delineado de manera muy suave, casi idílica (¿Y el Steinway? No lo veo). Allá lejos, en un rincón, vestida de negro, una figura cariacontecida. Al lado mío, un hombre lampiño con pantalón de manta y sombrero de paja en la cabeza, como para protegerse del sol donde no hay sol. Un perro entra, es en realidad una perra, muy flaca, con los pellejos pegados a los huesos, los dientes amarillos, el hocico agudo, las tetas caídas y ennegrecidas, acaba de dar a luz y parece hambrienta, nadie la echa de la habitación, se acerca al ataúd, me roza con la cola, husmea (igual que yo), se echa y las negras tetas —¡tantas!— se desparraman por el suelo. Vuelvo a inclinarme sobre el ataúd, para verlo mejor, para observarlo, para aprehender los más mínimos detalles de su muerte (de su muerte corporal), y lo que encuentro es una extraña cruz entre sus brazos y un bigote ralo, plomizo, ¿duro o rígido?, ¿engominado?, un bigote que cambia totalmente su fisonomía, la disfraza, la degrada.
Una mujer me ofrece una bebida, la acepto haciendo de tripas corazón (es un Herradura reposado) (entra un hombre muy bien vestido, bajito, ceremonioso, se acerca al ataúd y le pregunta a la mujer que sirve los tequilas, con voz engolada, dicción epónima, desproporcionada a su estatura: ¿Es a usted a quien debo darle el pésame? Negando con la cabeza, la mujer se dirige, rápida, a la entrada principal). (¿No hubiera debido preguntármelo a mí? ¿No era a mí a quien hubiera debido darle el pésame?) (¿A mí, Nora García?). Nada hay, no habrá nada ya que me aparte de este olor dulzón a moho o a sangre coagulada. Me asquea. Salgo, me tropiezo con alguien que me saluda, no contesto, camino hacia el patio, procuro no mirar a nadie: el olor me circunda, me sigue, paso a paso, densamente. Hace calor, mucho calor, y estoy mal vestida para soportarlo, llevo un suéter, pantalones y botas. Acabo, por fortuna, de cortarme el pelo, me rejuvenece. Finjo no conocer a quienes tanto me molestaron cuando estaba con Juan, cuando aún los niños eran niños y los perros y el gato convivían contradiciendo el refrán, porque jamás se peleaban como perros y gatos, jugaban, apenas jugaban como si hubiesen sido de la misma especie, raza y sexo, la perra montaba a veces al perro o el perro la montaba a ella, brincaban, jadeaban, se echaban unos sobre los otros, los gatos y los perros o los perros entre sí, y el gato con los perros, porque sólo hubo un gato y muchos perros que se encimaban, jugaban con furor inocente (el jardín es muy grande) (hay muchas plantas, muchos árboles en la parte de abajo del terreno), los perros gruñían, aullaban, ladraban, lamían, se mordían o pelaban los dientes, entrelazaban sus colas, de color blanco o amarillo, de color chocolate o negro, con mucho o poco pelo y un acre olor a gato lo invadía todo, a gato macho persiguiendo hembras.
En el patio, hombres altos y bajos, unos muy elegantes, otros vestidos de manera informal o muy humilde, un hombre con la cabeza rapada y cubierta enteramente de tatuajes, mujeres gordas, como la que he descrito antes, y busco y ya no está en ninguna parte; en su lugar, una mujer joven con una pelusilla oscura sobre el labio; muchos ¿dolientes? de complexión mediana o devastada, morenos, trigueños, bronceados, blancos, de ojos azules, de ojos negros, de pelo castaño, muchos con bigote, otros lampiños, algunos visten humildemente, otros, demasiado elegantes para una casa de campo, pero todos, sin excepción, incluyendo al hombre del tatuaje (¡qué extraño!, ¿le habrá dolido mucho hacerse esas inscripciones que salen de su frente, cubren su cabeza y toda la nuca?), llevan una copa en la mano y hablan, ríen, hacen guiños. Un grupo en especial, varios hombres con trajes de casimir muy bien cortado, sus posturas son incómodas: una rigidez que hace juego con su bigote, casi todos lo tienen crecido, aunque de forma diversa (sólo uno tiene barba), sí, me llama la atención la abundancia de bigotes, ásperos, rígidos, crecidos, despeinados o bien aliñados, chiquitos, largos, rizados, claros, castaños. Uno con bigote negro y debajo una sonrisita tímida. Otro, la barbilla rala, no muy pulcra, aquél es rubio, con bigotes rubios también muy largos, tanto que casi le llegan a los ojos y la punta derecha se la agarra con los dedos. El bigote del hombre alto y guapo, de tez morena (clara) es muy abundante, oscuro, sedoso, bien recortado y ancho, su sonrisa es amplia, como de conejo. También Juan se ha dejado crecer un bigote tieso y áspero. Los veo de reojo, una actitud solemne, empaquetada, aunque hayan bebido mucho, su cuerpo guarda la rigidez de un instrumento musical —un chelo, por ejemplo—, y cuando alguien se acerca y los saluda, las palmadas afectuosas y rituales repercuten, haciendo contrapunto con el sonido de las trompetas, los guitarrones y los violines destemplados de los mariachis, los mariachis que no paran de cantar (el rostro cetrino, las carnes abatanadas) (cuando cantan les tiemblan los bigotes), vestidos con sus trajes parduzcos de charro, su botonadura de plata falsa, sus corbatas desteñidas de colores patrios, la doble hilera de botones que bordea sus pantalones y acentúa sus piernas zambas. En otro grupo hay una pareja de mujeres vestidas de manera semejante, como réplica la una de la otra, una rubia, la otra morena, una alta, la otra delgada y pequeña, los ojos claros, serenos, una; la otra, un reflejo rojizo en la mirada, los vestidos casi idénticos, una con falda larga y sandalias de tacón alto, la otra de pantalones y mocasines, pero sus trajes son blancos como si estuvieran pasando vacaciones en un balneario de lujo, ¿trajes blancos en un entierro, me pregunto?, ¿por qué no? Una de las mujeres lleva muchos collares de plata, la pequeña usa anillos de brillantes y collares de oro. Un desfile de modas, crónica de sociales. Un hombre, frente a mí, con expresión ensimismada, pone la mano sobre su sexo, es alto, moreno, con el pelo claro, los ojos verdes, abre la boca y deja asomar dos colmillos de oro. Al lado, los mariachis siguen cantando —los mariachis cantaron— y los botones de sus trajes son de metal grosero ya oxidado. Uno de los dolientes, vestido de gran ceremonia, se acerca y se pone a cantar (con énfasis y ardor) una canción de José Alfredo Jiménez como si estuviera entonando un aria de ópera: áspero clamor de cuerda rota; asienta bien los pies (son chiquitos) para poder cantar mejor y el bigote se le cimbra. Varios campesinos cerca, con su sombrero de palma y su cara cetrina, macilentos de carne, su camisa blanca y pantalones de mezclilla, los demás vestidos a la vieja usanza indígena con pantalones de manta cruda. Un enano, ¿será flautista? Meseros con bandejas de bocadillos y copas de tequila circulan constantemente (¿por qué no darán vino?, ¿acaso el vino tinto no hace sangre?), en la cocina las empleadas preparan la comida, un intenso olor a aceite requemado infecta el aire.
Entre los invitados predomina la gente cuyo oficio es hacer música, los pianistas y las pianistas, los cantantes, sopranos, contraltos, bajos, barítonos, contratenores, los directores de orquesta, las chelistas (también yo soy chelista), los violinistas y los violistas, el que toca el oboe, el saxofón, los compositores, las compositoras, los eruditos y académicos, un flautista (toca la flauta traversa), una flautista (la flauta de pico), el baterista, el crítico que escribe en los suplementos culturales. ¿Qué esperaba? ¿Podría ser de otra forma? ¿Qué hay de raro en ver a un famoso flautista, un percusionista, una cantante de ópera en casa de un compositor, director de orquesta y magnífico pianista que acaba de morir?
¿Llorado más por los funerales que por muerto?
¿No abundan en el gran salón —donde lo velan— los instrumentos musicales, las partituras antiguas, los discos, los libros de música, las biografías de compositores? ¿Partituras?, sí, también partituras. Discos y partituras de Bach, Schubert, Pergolesi, Haydn, Monteverdi, Haendel, Schumann, Beethoven, Vivaldi, Campra; discos de pianistas, sólo pianistas: Glenn Gould, Horowitz, Rubinstein, Wilhelm Kempff, Walter Gieseking, Michelangeli Benedetti, Sviatoslav Richter, Claudio Arrau, Marta Argerich, Andras Schiff, Emil Gilels, Vladímir Áshkenazi, Maria João Pires, Radu Lupu. Acetatos también y el tipo de tocadiscos donde antes se tocaban; muchos compactos, y en los devedés, memorables representaciones operísticas del siglo XIX y del barroco donde cantan la Callas, René Jacobs, Kathleen Battle, la Stratas, Andreas Scholl, Cecilia Bartoli, Pavarotti, Plácido Domingo; un disco de los últimos castrati con su voz chillona, chillan como si estuviesen castrando a un gato. Recuerdo las interpretaciones, me parece oírlas (los antiguos, todavía en viejos discos pesados de setenta y ocho revoluciones por minuto: Caruso, Tebaldi, Vickers, Chaliapin, Schwarzkopf), me parece oír a los intérpretes, puedo verlos mientras entonan a perpetuidad sus arias, gesticulando, la boca bien abierta y los brazos en alto, majestuosos, declamatorios, aparecen en Aída y La Traviata, en Orfeo (y Eurídice), Dido y Eneas, Ulises que retorna, y el Jerjes (de Haendel) (ahora muy a la moda), cantado por David Daniels, un contratenor (en francés se dice hautcontre y en inglés countertenor).
Regreso a la casa, entro al salón donde lo velan: el aire es húmedo y pastoso. Encima del piano dos copas, a medio tomar, una tiene rastros de un lápiz de labios oscuro. Me hago lugar junto al féretro, me inclino, veo fijamente a Juan, lo observo con morbosidad, repaso los detalles de su rostro, de su atuendo, del ataúd, los enumero, y, en voz muy baja, como si estuviese rezando, entono algunas de mis impresiones, las tarareo, acompaño a quienes rezan el rosario, como si ese murmullo ayudase a amortiguar el denso olor a humedad. ¡Qué raro, vuelvo a decirme, le han puesto una cruz en las manos, la tiene recargada sobre el pecho! ¡Qué bellas eran sus manos! ¡El pecho, esa coraza de huesos y músculos que protege al corazón! (el corazón es solamente un músculo, una bomba que irriga nuestro cuerpo, una extraordinaria máquina) (huelo a cigarro). El color de su cara es sepulcral. ¿De qué otro color esperaba yo que tuviera la cara? Me intriga su bigote muy tenue, muy cano, ralo, más bien cenizo, áspero, ¿engominado? Nunca antes había usado bigote, parece una caricatura, una parodia, un bigote que no alcanza a ser canoso, color de heno quemado (como las enormes pacas mal aderezadas en los campos cuando manejo rumbo al pueblo, del mismo color que su saco de pana), el ataúd de madera clara y basta con incrustaciones de metal dorado, las coronas recargadas en las paredes exhalando su pesado olor. No obstante, ni el aroma de las flores ni el de la cera quemada mitigan el reiterado olor dulzón que envuelve al cuerpo como una aureola, se extiende, me envuelve, empieza a sofocarme, me provoca angustia. Vuelvo a inclinarme sobre su rostro, lo observo, lo miro, miro su rostro, su cuerpo —lo que alcanzo a ver de su cuerpo—, repaso y reitero uno a uno los detalles: la corbata banal que lleva puesta, el saco color verde paja, el ataúd de tosca madera clara, su vulgaridad. Juan, sí, Juan, a quien tanto le gustaba la ropa bien cortada, las corbatas finas (de marca), las camisas impecables (a la medida, siempre de buen gusto), los suéteres de casimir, los trajes de Armani, las corbatas de Balenciaga. ¡Qué lástima!, no puedo verle los zapatos, ¿de qué color serán?, ¿y los calcetines? (¿Me estoy volviendo estúpida?). Alzo los ojos y vuelvo a mirar su rostro. ¿Cómo es posible que no lo hubiera advertido antes?
Un pañuelo negro sostiene sus quijadas, intensifica su lividez, realzada por el color de heno quemado de su traje, hace juego con el color de la madera, pero no con el olor dulzón a sangre coagulada que me circunda, me rodea como si fuera una aureola.
Cierro los ojos, lo veo ahora, extendido frente a mí, casi desnudo, sobre una mesa, su cuerpo perforado de agujas, en el pecho, en el vientre, en los oídos, encima de las cejas, la frente triste de pensar la vida y en la piel del cuello, cerca de la yugular, una tensa aguja. Yo ya no duermo de cansada y cada vez que lo sueño, es otra la vida que he vivido. Sigo de pie, frente al cuerpo, tiene los ojos cerrados, una aguja clavada cerca del ombligo, la piel lisa. Un tono levemente rojo traza el rastro de la aguja; en el vientre y alrededor de los pechos un vello negro y sedoso, las finas areolas rosadas, los casi inexistentes pezones. Con los ojos siempre cerrados, cada vez que lo sueño es otra la vida que yo vivo, las agujas clavadas en medio de la frente, de su frente, de la mía, la de la muerte que viene a cerrarle los ojos, los ojos que se murieron al verlo, al verlo así con dos agujas en diagonal, como en vilo, vibrando sobre el hueso. Extiendo las manos, pongo la derecha sobre su pierna izquierda, se estremece, la levanta, la flexiona, lo recorro lentamente, toco su rodilla, me inclino sobre él y coloco la palma sobre su pecho tibio, la vida es una herida absurda, me traspasa el corazón, el suyo está tranquilo (cincuenta a cien latidos por minuto), la manta que lo cubre se entreabre y deja asomar un fragmento de su muslo izquierdo, me estremezco, vuelvo a estremecerme como cuando éramos jóvenes: ¿cien o más pulsaciones por minuto?, ¿taquicardia?, sí, el pulso —el mío— se acelera: el corazón es solamente un músculo, una bomba que irriga nuestro cuerpo y lo mantiene vivo (el corazón envía la sangre venosa a los pulmones, y una vez oxigenada la recupera en forma de sangre arterial para distribuirla enseguida por todo el organismo). El corazón: yo lo usaba en los ojos.
Los abro y allí está de nuevo, inmóvil, una muerte de agujas me acapara, la ventana de la caja deja ver su rostro, su color lívido, ese bigote entrecano, inoportuno, duro, inútil, el pañuelo negro aprisionando las quijadas, la chaqueta verde musgo, la corbata banal (debajo de la ropa, el corazón ha dejado de latir) y el olor, siempre el olor, el denso y sofocante olor a moho.
No me encuentro bien en ningún sitio, vuelvo a salir, con movimientos convulsivos, camino hacia el jardín. Hay grupos dispersos, cerca de los arriates, en los desniveles, junto a la barranca. La gente pisotea el pasto, echa cigarros apagados (o encendidos) sobre los rosales, cerca, las enredaderas de buganvilias crecen sobre los muros, su color tan encendido como el registro metálico de las trompetas. Se oyen retazos de conversaciones (Soñé que me perdía), palabras sueltas (desperté furiosa), desparramadas (ya no me encontré.), oraciones hipócritas: pesan, algunas marcan (¿A quién se le da el pésame?, dice alguien, con arrebato retórico de prócer), configuran un lenguaje que aunque mutilado se inscribe en la piel como tatuaje. Tatuaje: cubre su carne, el aire, enmascara el dolor, el de las agujas que perforan la piel, escudo, máscara, medusa. Sólo es verdadero lo que no existe. El corazón tiene impulsos que la razón desconoce. Una persona insensible, incapaz de conmoverse ante el dolor de los demás, tiene el corazón de piedra. Ezequiel lo anuncia en el Antiguo Testamento: Dios practica en los corazones empedernidos un trasplante espiritual. El enfermo que recibió un corazón artificial acaba de morir de un infarto al miocardio de metal.
Veo, oigo a un hombre en el jardín, rodeado de gente, habla en voz muy alta, fatua. La facilidad implica la dificultad, así de simple, les digo, así de fácil es morir, uno se muere cuando le falla el corazón, fallaste corazón, así nada más, así de simple. Es un viejo amigo de Juan (y alguna vez mío), me hace un guiño imperceptible de reconocimiento, repite: la facilidad implica la dificultad, es simple, le estalló solamente el corazón. Es enorme, barbado y viejo, en una de sus manos —inmensas, ajadas, grasas, velludas, voluminosas— sostiene una copa de tequila (King Kong asciende por el Empire State Building, cargando a la damisela rubia), los párpados caídos le dan un aspecto soñador, a pesar de que sus ojos son enormes y muy abiertos. La nariz ancha, la boca importante a pesar de su delgadez, los labios alargados y las comisuras haciendo juego con los ojos que caen hacia abajo: no usa bigote. Cuando habla, los labios se repliegan en una mueca voraz y desdeñosa. Una señora pálida, esbelta, pequeña, bien peinada, bien vestida, sin cosméticos, sin una sola joya, ascética (¿viperina?) (¿su corazón manchado por el contagio del mundo?), sonríe maquinalmente, de pie, a su lado, agigantando a Eduardo. Los demás lo miran arrobados: en la banalidad de su discurso lleva enredadas varias intenciones. Se oye una voz detrás, un hombre curtido, de bigote dulce y tímido: ¿A poco la muerte nos anda hablando? Nos llega así, de repente, cuando menos la esperamos. Vuelve a hacerse el silencio, me alejo, es cierto, pienso, la muerte no nos habla, nos llega así, nomás, solita, sin hablarnos. No me interesa la facilidad con que se alcanza la perfección, aunque esa facilidad implique que le ha estallado el corazón, su corazón hecho pedazos (también el mío), sí, la vida, la herida absurda que es la vida, sí, es cierto, el corazón es simplemente un músculo que irriga nuestro cuerpo y lo mantiene vivo, un músculo que alguna vez nos falla.
Deambulo del jardín al patio, del patio al jardín (es muy grande). Me instalo cerca de una balaustrada; debajo la barranca: varios árboles altos y de extensa copa, algunos colorines florecidos, sus ramas extendidas, desencajadas, en la punta una flor roja. No soporto el ruido, los indicios vanos, el tintineo de las copas, el olor a moho, las sombras necias, las palabras que me trae o se lleva el aire, el vil recelo que me sobresalta, la malicia, las hipócritas oraciones. Saco un cigarro, estoy a punto de encenderlo (los fumadores tienen doble riesgo de sufrir una crisis cardiaca). ¿Eres Nora?, reconozco la voz, levemente grave y sombría, alzo los ojos, una mujer está frente a mí, sí, soy Nora, respondo. Hace mucho que no te veía, dice, qué bueno que te encuentro, porque no tenía a quién darle el pésame, y su voz cambia de registro: más oscuro. Es una mujer rubia, alta, ligeramente encorvada, no acierto a recordar su nombre. Soy María, añade. Hago un gesto banal, significa muchas cosas, ¿que la recuerdo, que no la recuerdo, que me alegra volver a verla, que me es indiferente? Me pregunta ¿Lo visitabas? Fui al hospital, estaba en la sala de terapia media, se puso muy nervioso, había adelgazado tanto que la dentadura postiza le quedaba grande. No le dio gusto verme, más bien le dio rabia que lo viera así, desencajado, irreconocible. Sí, claro, me dice, es que fue tan, taaan guapo. Le molestaba que lo vieran en ese estado, repite, pero en realidad no quiere oírme, no le interesa lo que le digo, quiere ser ella la que hable, quiere relatarme su propia versión de la enfermedad (y de la muerte) de Juan, me dice que cuando ya no podía respirar —cosa curiosa, ¿no?, explica— empezó a usar bigote, me habla de que le faltaba la respiración, de que se ahogaba, de su marcapasos (uno de sus inventores fue el argentino Favaloro), del tanque de oxígeno que tenía que transportar a todas partes, del trombo que se le fue al pulmón, de la punción en la pleura para extraer el agua, del intenso dolor que eso le había causado, del sofoco grande que estuvo a punto de matarlo aquella noche y muchas otras, de las diarias violencias que recomponen la vida de un enfermo: el cansancio, la depresión, el suero, las agujas, las medicinas, los médicos, el marcapasos, los fibriladores (en caso de urgencia extrema), la angioplastia, los pasos a desnivel entre la aorta y las coronarias. No me hace mella su relato, en cambio me fascina su manera de contar las cosas (óyeme con los ojos), la forma en que mueve la boca, muy aprisa, ya no entiendo lo que dice, no me importa, me he pasmado, hipnotizada, mirando cómo escupe, frenética, las palabras, su labio inferior empieza a adelgazarse mientras habla; su labio superior, mucho más grueso que el de abajo, desaparece poco a poco, y justo cuando dice se me parte el corazón sólo de pensarlo, sus labios apretados por el rencor, ya no tiene boca, se la ha tragado, su rostro ha quedado dividido en dos mitades, una herida sanguinolenta lo cercena, bien marcados los labios de la herida, es de un intenso rojo (¿carmesí?) (esa herida absurda que es la vida) y deja un rastro oscuro. El olor a moho que me persigue y antes rodeaba al ataúd como si fuera un halo se instala en la cicatriz, el olor es leve, casi imperceptible al principio, se acentúa más y más, caliente, dulzón. El olor y la herida se coagulan, forman una masa viscosa compuesta de ademanes, gestos, y la reiterada, infatigable repetición de la palabra corazón. Siento náuseas, empieza a faltarme el pulso (ya son menos de cien latidos por minuto), la voz se eleva, las palabras ruedan mientras me deslizo y pierdo pie y el olor se arrastra conmigo, se hunde junto a mí en el hondo bajo fondo donde el barro se subleva. María interrumpe su discurde oírse su voz gso, su boca descansa, cuando la recobra enteramente (el labio superior más abultado que el de abajo) (el rojo intenso se atempera), coloca una mano sobre mi hombro, me sostiene, me mira preocupada. Hago un esfuerzo inmenso, me agarro de la balaustrada, regreso a mí, jadeo un poco, me tranquilizo, sin dudar un segundo, María retoma su última frase y se dispone a perder la boca en el proceso, me he repuesto y me dispongo a escucharla con atención, me distrae como siempre el dibujo asimétrico de su boca, el labio superior (abultado) y el de abajo, alargado y fino, esos labios apretados por el rencor o por el miedo, predestinados a la desaparición: la vida es una herida absurda y roja. Un color uniforme delinea aún el contorno de la boca, es un lápiz de tono más oscuro, un fragmento de labio asoma, luego desaparece, vuelve a aparecer, me concentro fascinada en el movimiento y en el color, ¿cómo se llama?, ¿guinda?, ¿carmesí? Es un color fúnebre, es lo único que sé, ¿cianosis? La miro fijamente, hipnotizada, percibo sin entenderlo el sonido incesante que sale de su boca, palabras proferidas con ritmo acelerado, irregular, convulsionado; entre los dientes (blancos, contrastan con el rojo encendido de su boca) sobresale, a manera de bajo continuo (en el chelo o el clavecín), la palabra corazón.
Calla abruptamente, deja de oírse su voz gangosa, como de metal. Inicia una despedida, se inclina para darme un beso en la mejilla, me palmea afectuosa el hombro, extiende la mano para despedirse (Te hablo con el corazón en la mano, me asegura), masculla un rápido pésame. Contesto maquinalmente, algo de lo que digo —no sé bien qué— la detiene, no, más bien la cautiva. Me mira, gesticula y, como si le hubieran dado cuerda, retoma de inmediato su relato, sus labios se desdibujan, se achica su labio inferior, se destiñe, se altera el diseño de su rostro, el labio superior más grueso tarda un poco más en perder su consistencia, el rostro se le parte en dos, se traga los dientes (se parece a Juan cuando lo visité en el hospital), se come la boca con todo y maquillaje, la imagen viva de un corazón herido por el infortunio, de unos labios apretados por el rencor y la impaciencia.
¿Por qué me lo preguntas?, ¿no te lo acabo de contar?, ¿no te expliqué que no podía respirar?, ¿no sabías que estaba muy enfermo?, ¿no te digo que sólo de pensarlo se me parte el corazón? (La coronariografía (literalmente, radiografía de las arterias coronarias) permite visualizar las arterias que alimentan el corazón, gracias a la inyección de un producto de contraste opaco, que puede, en ocasiones, producir una alergia). Le hicieron una angioplastia. ¿Sabes cómo se hace? Una sonda provista de un pequeño globo se introduce en la arteria femoral mediante una pequeña incisión en la ingle para ensanchar las arterias y disolver el coágulo (que puede ser mortal). Se introduce luego un hilo metálico para prevenir una nueva (y siempre probable) obstrucción. No sé qué cosa siento cuando te lo cuento, te lo juro, se me oprime el corazón (el de Juan tenía las paredes rígidas y gruesas, mucho más que lo normal, la sangre no circulaba regularmente, no se oxigenaban bien sus pulmones, por eso se le llenaron de agua, tuvieron que hacerle una punción, muy dolorosa), ya sabes, lo conoces, es decir, lo conocías, lo conocías muy bien, sabes cómo era, ¿no lo sabías?, no puedo creer que no te acuerdes. Era orgulloso, muy orgulloso, nunca se quejaba, nunca hablaba de sus males, jamás mencionaba sus operaciones ni las arterias artificiales que llevaba dentro, pasó un tiempo largo en el hospital, ¿sabes?, la medicina es cada vez más sofisticada, los médicos disponen de un número cada vez mayor de recursos técnicos para prevenir o curar las enfermedades del corazón, pero era demasiado tarde, su corazón ya estaba muy deteriorado, el corazón, lo sabemos, es simplemente un músculo que irriga nuestro cuerpo. Cuando volvimos a verlo, después de la operación, estaba muy cambiado, ¿te imaginas?, usaba ese bigotito ralo y áspero, ya no podía desplazarse sin su tanque de oxígeno a cuestas, sí, ¿no te digo que no podía respirar? (dicen que toda su dentadura era postiza). Uno diría que el corazón es de acero, pero no, te lo aseguro, a todos nos puede fallar el corazón.