Kitabı oku: «Mamá, ¿Dios es verde?», sayfa 2
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Palabra de Miguel
¿Qué piensan verdaderamente de Dios los niños educados en la fe cristiana? ¿Les permitimos formular con sus propias palabras su experiencia trascendente? ¿No sabías que Dios puede ser verde, como lo imagina Miguel, o azul como el cielo infinito del Algarve? ¿Que puede y debe ser de mil colores, olores, matices y sensaciones?
Ocurrió en la playa portuguesa de Roxa Baixinha, entre dos localidades costeras del Algarve: Vilamoura y Albufeira. Allí, a pie de mar, con la vista perdida en el horizonte enrojecido por el atardecer, mi hijo pequeño, Miguel, que contaba entonces sólo cinco años, me espetó con su media lengua: «Mamá, ¿Dios es verde?». Ante mi extrañeza por semejante pronunciamiento, Miguel se dispuso a explicarme su reflexión: «Dios tiene que ser verde».
Venía a decir Miguel, quise entender después de hablar con él, que en aquel momento de extraordinaria belleza y plenitud, rodeados de la hermosa paleta cromática que nos ofrecía la naturaleza, Dios debía asemejarse al intenso verde esmeralda del océano Atlántico. A lo más bello, lo más bueno, lo más grande que él podía divisar y percibir en aquel instante. Y seguramente no iba muy desencaminado al decir de los teólogos[1].
Lógicamente, Miguel habla de Dios porque alguien le ha hablado previamente de Él, puesto que crece en una sociedad laica en la que la religión ya no es, ni mucho menos, omnipresente. Tendrá pues que convivir con muchas personas no creyentes o que profesan otras religiones distintas de la suya, si confirma finalmente la fe incipiente en que está siendo educado. Y deberá hacerlo desde el respeto. Pero ese respeto no debe paralizarnos a quienes vivimos nuestra propia fe como algo bueno y hermoso en nuestras vidas, para ofrecerlo a nuestros hijos como una oportunidad de felicidad, para dejarles en herencia lo que ha sido para nosotros un precioso bien de incalculable valor. De ahí que, dos años más tarde, me disponga a debatir con Miguel sobre cuestiones que quizás otros niños y otros padres no discutirán jamás.
Porque, ¿qué piensan verdaderamente de Dios los niños educados en la fe cristiana? ¿Les permitimos formular con sus propias palabras su experiencia trascendente? ¿Encontramos nosotros, padres creyentes, las expresiones acertadas para acercarles al misterio de nuestra fe, para enseñarles como cristianos a seguir los pasos de Jesús de Nazaret, que es el más fiel retrato de Dios que conocemos?
Dos años después de aquella primera conversación a la orilla del mar, las clases de religión y la catequesis de preparación para la Primera Comunión han ido llenando el discurso de Miguel de fórmulas memorizadas sobre Dios que él repite a veces deshaciéndolas de su verdadero sentido o incluso deformándolas hasta convertirlas en divertidas aberraciones propias de la imaginación de un niño. Y allá que voy yo a corregirle y explicarle, desde mis humildes conocimientos teológicos y mi íntima experiencia trascendente, lo que significa para mí creer en Dios.
Y al mantener con él esas conversaciones «teológicas» he caído en la cuenta de que muchos padres se sienten hoy incómodos al hablar de Dios a sus hijos. Necesitados de trasladarles las bondades que la fe ha supuesto para ellos, pero incapaces de utilizar las fórmulas, los mecanismos y los lenguajes de antaño, que se han quedado caducos y obsoletos. Ya no nos sirve el «Jesusito-de-mi-vida» que nos enseñaron a recitar nuestras abuelas. Por eso pienso que quizás este libro pueda ser útil. Que pueda servir para desnudar a Dios y la religión del ajado vestido que los ha envuelto durante siglos hasta volverlos casi invisibles a nuestros ojos contemporáneos. Para afrontar sin miedo las preguntas más extrañas de nuestros hijos y ofrecerles respuestas, si es que las tenemos, compatibles con la mentalidad contemporánea. Y puede que incluso para reconciliarnos con nuestras propias experiencias del misterio y devolver luz a nuestro mundo interior y lustre a nuestro compromiso por la construcción de un mundo mejor a la medida de ese Dios en que decimos creer.
Un Dios imposible de enclaustrar en ninguna forma, que puede ser verde, como lo imaginó Miguel, o azul como el cielo infinito del Algarve. Que puede y debe ser de mil colores, olores, matices y sensaciones.
—Pero mamá, que yo dije que era verde por Picolo.
—¿Por Picolo?, ¿y eso qué es?
—Un dibujo animado de esos en los que pelean los buenos contra los malos. Y él es uno bueno. Aunque el que tiene más superpoderes es Goku, que es el mejor. No es el mejor en realidad, pero al final lo va a ser. Pero ahora que ya soy mayor sé que Dios es carne. ¡Color carne, mamá! Como tú y como yo –remata Miguel la conversación con aires de suficiencia y dándose un pellizco en el brazo para explicitar su aclaración.
¿Y tú, querido lector o lectora, de qué color ves a Dios? ¿Te atreves a discutirlo con tus hijos? ¿Con nosotros? Estás invitado a esta conversación. Palabra de Miguel.
2
Súper Dios
No es fácil desmontar la imagen de un Dios todopoderoso que manda terremotos o enfermedades, para castigar a unos, y derrama bendiciones sobre otros de manera discrecional. ¿Podrá asumir un niño desde su mentalidad maniquea a un Dios «nadapoderoso» y «todocariñoso» que se hace presente en la fragilidad y deposita en el ser humano la responsabilidad y la libertad de acabar con el sufrimiento o transformar la realidad? ¿Y nosotros, estamos dispuestos a aceptar nuestra vulnerabilidad?
—Dios es el rey del mundo. Vamos, que puede hacer que llueva, que haga sol... ¿Estás escribiendo, mamá? Que Dios es el único que tiene poderes.
Miguel se ha tomado muy en serio su participación en este proyecto de libro. Y no me queda otra que seguir a golpe de grabadora su ritmo vertiginoso de pensamiento y expresión.
—¿Qué clase de poderes dices que tiene Dios, Miguel?
—Todos. Es como un superhéroe, pero que no mata a la gente y eso, no tira puñetazos... Que dice que llueva, y llueve. O llora y llueve...
Menos mal que ha identificado la lluvia con el llanto de ese Dios antropomórfico suyo, y no con el sudor, la saliva... ¡o la orina! Porque de todo he escuchado yo. Parece que Miguel no tiene muy claro en qué consiste eso de un Dios todopoderoso. En su mentalidad infantil, identifica el «corazón del mundo»[2], al que los creyentes llamamos habitualmente Dios, con uno de esos personajes mitológicos que lanza rayos o derrama la lluvia. Pero no es de extrañar, a juzgar por la imagen del Absoluto que se sigue transmitiendo desde muchos ámbitos, determinados sectores de la Iglesia católica incluidos. Seguimos pidiendo a Dios que llueva y acusándolo de mandar penalidades sobre los humanos a modo de castigo. Mantenemos una fe infantilizada, semejante a la de un niño de siete años como Miguel. Quizás porque sea más cómodo aceptar la realidad como una fatalidad en vez de comprometerse en cambiarla; pensar que somos marionetas en manos de un Dios caprichoso que mueve los hilos, en lugar de seres libres, dueños de nuestros actos y las consecuencias que se derivan de ellos, como nos cuenta la más moderna Teología.
Intento explicar a Miguel, en un lenguaje comprensible, que las imágenes de Dios que manejamos suelen estar fabricadas desde las medidas y limitaciones de la mente humana[3]. Y que, precisamente por eso, son incompletas, defectuosas o están distorsionadas: lo vemos a veces como un déspota que aplasta a su antojo la libertad de los humanos, al estilo de los caprichosos dioses griegos y romanos; como un Dios con copyright, propiedad sólo de unos pocos elegidos; como un Dios-aspirina, al que pedimos que nos cure la gripe o corrija nuestras deficiencias físicas; o ese Dios-vigilante y castigador que persigue nuestras vidas hasta las dimensiones más íntimas por medio de un amenazador ojo que todo lo ve... Y así hasta un número infinito de imágenes que cercenan la verdadera dimensión, infinita, inabarcable, del Dios del amor.
—¿Y no te parece un poco caprichoso ese Dios, un poco injusto, si decide mandar cosas buenas a unas personas y cosas malas a otras? –le pregunto–. ¿Por ejemplo, condenar al hambre o al sufrimiento a una parte de la humanidad mientras la otra, a la que pertenecemos nosotros, nada en la abundancia, Miguel? ¿No sería ese un Dios «regular» en vez de un Dios todo amor y bondad, un Dios «todocariñoso», como le gusta llamarlo a un cura amigo mío que se llama Javier Baeza[4]? A mí no me gustaría creer en un Dios así de malo...
—Es que yo eso no sé por qué es, mamá. Y tampoco se sabe por qué Dios ha creado cosas malas. ¿Tú lo sabes?
—¿Tú crees que Dios crea las cosas malas? ¿Que se inventa los terremotos o el hambre y nos los manda para castigarnos?[5] Porque yo lo que creo es que Dios es el resumen de todas las cosas buenas que uno pueda imaginar. Todo eso, concentrado, es Dios[6]. Lo que pasa es que los seres humanos somos libres para actuar. Y unas veces actuamos bien y otras actuamos mal. Y podemos llegar a hacer mucho daño. Incluso hacemos daño y lo justificamos diciendo que Dios lo ha querido. Como si tuviéramos hilo directo con él a través de un teléfono especial o algo así. O como si fuéramos simples marionetas manejadas por un ser caprichoso.
—Hombre, eso no... –tercia Miguel. Y yo continúo con mi exposición sobre un aspecto de la vivencia de la fe que, debo reconocerlo, me apasiona.
—Pero además de las cosas malas que nosotros podamos hacer o provocar, en la vida hay otras cosas que no podemos controlar. Que son un misterio. O que dependen de las leyes de la naturaleza, del flujo de la energía, de la mala pata o la casualidad. Y entonces a veces ocurren tragedias, hay enfermedades, terremotos... y las personas mueren. Pero no podemos pensar que es que Dios nos ha mandado el terremoto. El terremoto ha ocurrido. Y uno, cuando es creyente, piensa que Dios está con él cuando ocurren cosas buenas y también cuando ocurren cosas malas. ¿Tú lo entiendes? ¿Pero cómo va a mandarnos Dios esas cosas malas si creemos que es nuestro padre?
—No, bueno... ¡Que no se sabe!
Miguel se ha enfadado. Se ofusca ante cuestiones que escapan del abecé de las clases de Religión. No tiene respuestas para todo, claro. ¿Cómo puede tenerlas un niño de siete años ante el Misterio? Ni siquiera yo las tengo aunque pueda parecerlo. Sin embargo, algunos teólogos han dado una explicación, en la medida de sus posibilidades, a la supuesta discrecionalidad divina. Es el caso de Luis González-Carvajal, profesor de Teología de la Universidad Pontificia Comillas, que afirma: «Desde luego, nadie debería pensar que un buen día –mejor dicho: un mal día– Dios decide que se desborde un río o se produzca un terremoto. Los científicos explican cómo se producen tales fenómenos y, cuando no logran explicar cómo se ha producido uno de ellos, no se les pasa por la cabeza decir: “Esta vez ha sido Dios”. Dan por supuesto que los fenómenos naturales tienen siempre causas naturales y siguen investigando».
Por eso intento explicarle a Miguel que no tiene sentido culpar a Dios de esas catástrofes u otras desgracias. Como no lo tiene, por difícil de aceptar que nos pueda parecer, pedir a Dios que nos cure de un cáncer o nos saque con vida de una operación.
—Y entonces, cuando rezamos, ¿qué le podemos pedir? ¿Puedo pedir una hermanita, porfa? Que ya tengo dos hermanos...
—No, cariño, que tengas una hermanita o no la tengas dependerá de la decisión de tus padres, de la genética y el azar. Pero no está Dios cada día decidiendo si junta a un espermatozoide u otro con un óvulo para que salga niño o niña, tenga los ojos azules o sea pelirrojo. ¡Menudo trabajo! –bromeo–. A Dios puedes pedirle que te infunda la fuerza de su espíritu para ser capaz de aceptar las dificultades, las contradicciones o hacer lo que debes hacer. Puedes pedirle que inspire a quienes deben tomar decisiones, como los gobernantes, o los médicos, por poner un par de ejemplos concretos en los que dependemos de los demás. Pero, como suele explicar mi amigo Luis, si somos verdaderamente cristianos, o sea, seguidores de Jesús, tendremos que hacer como él: «Que curaba a los enfermos, alimentaba a los hambrientos y predicaba la reconciliación. No es Dios, sino nosotros mismos, quienes debemos acabar con el sufrimiento. O, mejor dicho, Dios ha querido acabar con el sufrimiento a través de nosotros: nos ha dado inteligencia para que podamos luchar contra los males físicos»[7].
—Pero es que nosotros no tenemos poderes como Dios...
—Pues te sorprendería saber de lo que somos capaces, a poco que nos empeñemos en ello. Mira, yo conozco a personas que, a fuerza de intentar imitar a Jesús o porque están convencidas de que eso es lo que todo ser humano digno de llamarse así debe hacer, transforman para bien las vidas de muchas muchas personas.
—¿Transformar, cómo?
—Pues consiguen que esas personas tengan acceso a la salud, a los médicos y las medicinas, para entendernos. O facilitan que los niños y niñas puedan ir a la escuela. O implantan la justicia en situaciones profundamente injustas...
—Jo, mamá, ¡que te estás emocionando! ¿Y por qué no me presentas a alguna de esas personas?
—Me parece una buena idea. Así podrás comprobar lo que te digo. Y será más fácil para ti ponerle cara a Dios.
—¿Cara? ¡Yo ya le he puesto cara! Lo he dibujado con barba muy larga y una sonrisa muy grande, de bueno que es. Porque Dios nos quiere mucho.
—Ya. Veo que te cuesta un poco escapar a las imágenes clásicas de Dios. Lo comprendo. Pero al menos intenta no verlo como ese superhéroe que lanza desde el cielo rayos y centellas. Más bien habría que intentar verlo como a un Dios «nadapoderoso»[8].
—Estás loca, mamá: si es nadapoderoso ya no es Dios...
El argumento de Miguel cae por su propio peso. Pero quizás pueda hacer que se cuestione su propia afirmación.
—Y entonces, ¿por qué crees que Dios se hace pequeño y nace frágil e indefenso, en un pesebre?
—¡Ese es el niño Jesús! ¡Yo me sé toda la historia!
—Lo sé, lo sé. Pero a lo mejor no habías reparado en ese detalle. ¿En qué clase de Dios creemos los cristianos, que nace vulnerable y carente de cualquier poder? ¿Que acaba muriendo en una cruz como un maleante?
—Hombre, mamá, que ese es su hijo... ¡No te líes!
Miguel sacude la cabeza de un lado a otro y chasquea la lengua con suficiencia. Ha encontrado un agujero en la aparentemente sólida línea de flotación del argumentario de su madre y lo exhibe orgulloso de su hallazgo. ¿Y tengo ánimos para meterme ahora con él en un debate bizantino sobre la Trinidad y su misterio? Mejor lo dejamos para otro día, que aún hay que hacer los deberes y preparar la cena. ¡Y yo sí que no tengo superpoderes! Aunque ya me gustaría...
3
Tres mejor que uno
¿Qué tienen que ver Indiana Jones y el misterio de la Trinidad? ¿Te atreves a bailar al ritmo de la banda sonora del Espíritu y perfumarte de justicia, compromiso y compasión?
A los pocos días de nuestra última conversación «teológica», me encuentro a Miguel pensativo mientras mira al cielo en un despejado día de primavera.
—¿Qué haces, Miguel?
—Mirando el sol.
—¿Y eso?
—Porque dice mi profe que el sol es «una muestra de Dios». ¿También la luna, mamá? Si no, la luna, ¿qué es? ¿¡El demonio!? No me aclaro... ¿Pues Dios no estaba dentro de nosotros? ¡Yo no tengo el sol dentro, que me quemaría y explotaría!
—Tú eres un sol, que no es lo mismo...
—En serio, mamá. Esto de Dios es muy difícil porque se supone que hay un solo Dios, ¡pero son tres! Y de los tres... Jesús es el mejor, ¿no?
Imposible contener la risa, así que Miguel vuelve a enfadarse por mi incomprensión ante su lío con esto de la Trinidad y sus misterios. Me viene entonces a la memoria la «solvencia» con que creí explicar yo perfectamente y sin resquicios a la duda, en una sesión de formación en mi parroquia cuando contaba quince o dieciséis años, en qué consistía eso de la Trinidad, anulando por completo todo su misterio. No comprendía entonces que el misterio es una parte esencial de cuanto acontece en torno a la fe, las creencias, la dimensión trascendente de los seres humanos[9]. Que las palabras no siempre pueden ayudarnos a contar lo que vivimos y experimentamos íntimamente los creyentes. Los seres humanos en general. Aunque estemos acostumbrados a manejar montones de palabras y estereotipos para explicar la fe o definir la divinidad. Así que, ¿cómo contar a un niño de siete años eso de tres personas en una? Menudo embrollo.
—Verás, Miguel, lo de las tres Personas en una...
—¡Es la Santísima Trinidad! ¿A que me lo sé todo? Es que la profe de Reli es muy maja y explica muy bien –vuelve a recitar de memorieta sin calcular el efecto un tanto repipi que provoca en los demás.
—Pues eso, Miguel: la Santísima Trinidad es una manera de explicar las distintas formas de percibir la presencia de Dios en tu vida. Es algo así, para que me entiendas, como diferentes versiones de un juego o una película que te guste mucho. Estaría la película como tal, que puedes ver en el cine, en la tele o en ese reproductor de vídeo pequeño que llevamos para los viajes largos en el coche. Pero de esa película han hecho una obra de teatro para que puedas ver a sus personajes en carne y hueso. Y el resultado es absolutamente fiel al guión original. Incluso puedes entender mejor el guión y conocer de verdad el contenido de la película en toda su profundidad. Ese sería Jesús.
—¡El prota! ¿Y el que falta?
—Pues el Espíritu Santo sería algo así como la banda sonora. Cada vez que oigas la música, en la tele, por la calle o en el MP3, sentirás que revives la película, que vuelves a estar dentro de ella o ella dentro de ti. Incluso te moverás o gesticularás como el protagonista, a imitación suya. Exactamente como te ocurre cuando oyes la música de Piratas del Caribe, o de Indiana Jones, para que me entiendas.
—Tananana, tananá, tananana, tananananá, tananana, tananá, tananana nanana, tanananá naná...
Miguel se sabe de memoria la melodía principal de esas películas de Steven Spielberg que se han convertido en un clásico. Y parece que ha entendido mi explicación porque anda moviendo un látigo ficticio como si se enfrentara a una banda de malhechores que le persiguen por las calles de El Cairo. Mi argumentación quizás no sea demasiado ortodoxa[10], pero puede serle útil a sus siete años. Y luego, como todo creyente, si se confirma en la fe que ha heredado de sus padres desde la libertad, tendrá que buscar y formular sus propias respuestas.
Cuando se cansa de jugar al arqueólogo aventurero, procuro que Miguel regrese a la conversación. No me gustaría que se quedara en la superficie de mi ejemplo.
—Oye, Miguel, que lo divertido, lo interesante, es estar atento a la música. Procurar escucharla y bailar a su ritmo.
—A mí me gusta bailar. Y tocar la flauta.
—Ya lo sé. Pero en el caso del que hablamos, no vale con bailar cuando a uno le apetece. No. Si uno es creyente tiene que intentar bailar siempre al son de Dios, de su aliento divino, la Ruah.
—¿Qué es eso de la Ruah? Suena a monstruo de cómic...
—Pues es otra manera de nombrar al Espíritu Santo. Y además hay que hacer algo más difícil aún: hay que transparentar a Dios.
—¡Ah! –pone cara de repugnancia–. ¡Yo no quiero ser transparente, que se me verían las tripas!
—Es sólo una forma de hablar, ya me entiendes. Como si al hacerte una radiografía, de las que hacía la abuela en el ambulatorio antes de jubilarse, además de verse tus huesos, se percibiera la presencia de Dios. Porque tiene que notarse de alguna manera que Dios está dentro de ti. Algo así como si te pones un perfume que huele muy bien y la gente se vuelve cuando pasas y te pregunta qué clase de colonia es la que llevas puesta que te hace oler tan bien. Pues los cristianos tenemos que «oler» a Jesús.
—¿Y a qué huele Jesús? ¿A uno de los perfumes que vende papá? No, ya sé, a flores, o a chucherías, porque si es tan bueno...
—Pues no sé a qué olería físicamente Jesús en su tiempo, aunque dada la época, me lo puedo imaginar... –divago–. Pero el perfume de Jesús huele a justicia, a solidaridad, a respeto, huele a compromiso con los demás seres humanos y a la defensa de sus derechos. Desde luego huele a igualdad, a abrazo, curación, compasión, perdón...
Se dispara mi discurso y no reparo en que quien me escucha tiene sólo siete años y muchas de esas palabras le resultan demasiado grandes. Sin embargo, como cualquier niño, es capaz de comprender mucho más de lo que parece y ha captado el mensaje. Aunque juguetee con mis argumentos para ponerme, ¿cómo no?, a prueba.
—Pero si esas cosas no huelen. ¿A qué huele perdonar?, ¿eh? Yo no huelo a nada.
—Ya sé que no huelen. Pero si tú las pones en práctica tu comportamiento llamará la atención y puede que alguien se pregunte por qué te portas de ese modo. Y tú, en lo más íntimo, sabrás que lo haces porque quieres hacer tanto bien como Jesús. Pero de cara al exterior será como si desprendieras un cierto olor o una luz especial[11]. Ese es el perfume de Jesús. Su presencia en ti. Y esa es la manera de intentar animar a los demás a que se porten igual. Sobre todo si ven que portándote de ese modo eres feliz.
—Hombre, mamá, eso no tanto. Es que... portarse bien no siempre mola...
—¿Eso piensas? ¿A qué te refieres, a ver?
—Pues que no mola hacer deberes. Mola más jugar todo el rato y ver la tele.
—Ya. Salirte siempre con la tuya, vamos. Sin embargo, cuando no obedeces a papá y mamá o te portas mal en el cole o eres egoísta con tus hermanos, ¿qué pasa al final? Porque yo creo que lo que ocurre es que te dura muy poco esa aparente alegría de hacer lo que uno quiere y acabas llorando y enfadado porque te peleas con los hermanos o te reñimos los mayores. En cambio, ¿no te parece que cuando te portas bien y recibes felicitaciones por tu comportamiento, y besos de aprobación y satisfacción, cuando haces felices a los demás, eres mucho más feliz en el fondo?[12]. Eres una especie de héroe, como Jesús.
—Bueno...
El escepticismo en su cara le delata. Es difícil de asumir eso de la felicidad asociada a comportamientos que, hoy por hoy, requieren de nosotros cierto sacrificio, como la austeridad, la generosidad, la entrega, la honestidad... No es que le ocurra a él por ser un niño, es que nos pasa a todos. Aunque el ex franciscano José Arregui sostiene: «Respeta, compadece, comparte, cuida. Hazlo por tu bien y por el bien de todos los seres. Pero no lo hagas porque esté escrito o mandado, sino porque es tu ser y sale de tus entrañas. Hazlo y serás más feliz, pero no lo hagas para ser feliz»[13].
—Lo que pasa, Miguel, es que vemos las cosas siempre a muy corta distancia, en lugar de pensar en lo que va a ocurrir cuando pase algo más de tiempo o incluso mucho más tiempo.
—¿Cuando seamos tan viejos como los abuelos?
—Como los abuelos te oigan decir que son viejos te la vas a cargar...
—Hombre, es que son un poco viejos pero no tanto. Cuando ya eres viejo del todo te mueres, como el bisabuelo. Y yo, como soy de noviembre, me moriré antes que Pablo Torres, que cumple en diciembre. Pero para eso falta mucho tiempo porque soy un niño. Menos mal... –suspira aliviado–. Es a todo ese tiempo a lo que tú te refieres, ¿no, mamá?
—A todo ese tiempo, sí, más o menos. –¿Cómo aclararle que las personas no tenemos algo así como una fecha de caducidad, que no morimos por estricto orden cronológico? ¿Que la vida es más frágil y escurridiza que todo eso? Pero ahora este detalle es lo de menos. Porque su curiosa reflexión me sirve nuevamente como fino hilo con el que tejer otra fase de nuestra conversación–: Y si uno se ha portado en su vida tan bien como los abuelos, habrá hecho muchos amigos y tendrá alrededor mucha gente que le quiera y le haga feliz. Porque además se sentirá muy satisfecho. Pero si se ha portado mal, si ha sido cruel, malvado, avaricioso, egoísta... mala persona, entonces su vida... (pienso que estará vacía y seguramente envuelta en soledad, pero no llego a formularlo para no violentar a Miguel. Aun así, él se adelanta a mis palabras e intuye lo que no he llegado a expresar. Y entonces Miguel se pone progresivamente triste hasta el punto de no poder contener el llanto).
—Pero bueno, ¿y tú ahora por qué lloras?
—Porque yo no he sido del todo bueno. Y entonces me van a pasar cosas malas. O peor: ¡me voy a ir al infierno!
El llanto estalla ahora en desconsuelo y lágrima viva. Menudo sofocón... Es evidente que he sido demasiado dura con él. A veces cargo el tono moralizante de mis explicaciones, quizás por herencia de la vieja educación que todos recibimos, pero eso es especialmente peligroso cuando hablas con un niño de siete años. Habrá que calmar a Miguel con una buena dosis de mimo y de ternura. Hacerle ver que nada tiene que ver la maldad con esas travesuras infantiles que le preocupan. Y deshacer esas imágenes que ha ido formándose sobre el cielo y el infierno para que se esfumen sus pesadillas y viva su fe sin miedo ni angustia.
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