Kitabı oku: «Beguinas. Memoria herida», sayfa 3
Esta última posibilidad era poco frecuente por diversos motivos.
Hay que tener presente que las mujeres medievales fueron reinas, nobles y plebeyas; libres y esclavas; cortesanas y trabajadoras; casadas y solteras; madres y sin hijos; jóvenes y mayores; con formación y analfabetas; monjas y laicas... Lo que nos lleva a situarlas en las condiciones sociales y estructurales de la época medieval y a tomar en consideración las reglas y normas sociales de ese momento y sus escalas de valores.
Todas las mujeres de la Edad Media que no eran monjas –reinas, comerciantes, artesanas o simples mujeres que sobrevivían como podían– compartieron un mismo trono. Este trono fue la silla de partos. La obligación de dar herederos o simplemente hijos las unió a todas fuera cual fuera su lugar en la sociedad. Ese fue el punto en común para las no religiosas. A partir de ahí, el mundo femenino medieval fue tan variado como su sociedad.
Contrariamente a lo que se piensa, la mujer medieval fue mucho más libre que la que vivió en el Renacimiento –en plena Edad Media, bastantes mujeres llegaron a recorrer el Camino de Santiago bajo pretexto del cumplimiento de un voto o incluso por mandato divino 34–. El Concilio de Trento, que fue un buen concilio pastoralista y, en algunos casos, fue beneficioso para la mujer –la creación de los «libros de almas», donde se anotaban los casamientos, impidió que muchos hombres siguieran con la costumbre de abandonar a la mujer y a los hijos a su suerte e irse a formar una familia a otro sitio–, sin embargo hizo que su presencia quedara muy marginada, porque no podemos olvidar que Trento impuso la clausura definitiva para la vida religiosa –sin tener en cuenta características y carismas propios de ciertas Órdenes femeninas 35–, pero afectó también a las mujeres que no eran monjas con otro tipo de clausura. La mujer soltera dependía del padre o del tutor nombrado para controlarla y no tenía ni la más mínima libertad para salir de casa –la casa era su clausura–; lo mismo le pasaba a la casada, sometida a la voluntad del marido –también la casa era su clausura–, y a las prostitutas les estaba prohibido salir del burdel –el burdel era su clausura–. De esta forma, las actividades económicas llevadas a cabo por las mujeres medievales quedaron en el olvido.
Muchas mujeres de esta época han llegado hasta nosotros por medio de la visión que tenían los hombres de ellas y lo que nos han transmitido 36. Mayoritariamente las consideraban inferiores y débiles, aunque dotadas de una peligrosa capacidad de seducción. La imagen de la mujer queda dibujada –más bien desdibujada– con la idea que entonces se predicaba de la escena del Edén, cuando la mujer no solo tomó del fruto prohibido, sino que se lo dio a comer a Adán, y lo arrastró al pecado 37. Nadie cayó en la cuenta de que Adán, tanto como Eva, hizo uso de su libertad.
Fueron los monjes, más que el clero secular, quienes presentaron y enfrentaron dos modelos femeninos irreconciliables: María y Eva. Esta última pronto fue sustituida por María Magdalena, ahora sí con todo el apoyo del clero secular. Ayudó mucho a este cambio Jacobo de Varazze –Jacobo de la Vorágine– y su famosa Leyenda dorada 38 para afianzar ciertas imágenes. Sucedió que tanta perfección en María resultaba imposible de alcanzar y vivir para las mujeres y, en cambio, tanto pecado –todavía hoy sin clarificar– y tanto arrepentimiento en María Magdalena sí era posible, asumible y entendible. En el imaginario femenino se afianzó la imposibilidad de aproximarse a María como modelo y sí poder hacerlo a María Magdalena, mucho más reconocible y capaz de imitar. María quedó como un ser lejano, y María Magdalena ganó en proximidad a las mujeres medievales, lo que tampoco les hizo ningún favor para mejorar la imagen debido al ¿pasado? de la santa penitente 39. Así las cosas, el valor –sobre todo moral– que se le asignaba a la mujer era en ese momento muy bajo, por no decir inexistente. Parte de ese poco valor moral venía de las afirmaciones de personajes de gran relevancia, aunque fueran de siglos pasados.
Odón, abad de Cluny 40, cuyas predicaciones y escritos no dejaban de tener una influencia de la que no se podía escapar fácilmente, decía de las mujeres:
[...] la belleza del cuerpo viene solo de la piel. De hecho, si los hombres pudiesen percibir lo que se esconde bajo la piel –como se lee en Boecio, que los linces son capaces de ver en el interior–, tendrían asco de ver a las mujeres. Su belleza está, en realidad, hecha de moco, sangre, líquido y hiel. Si uno piensa en lo que está dentro de las narices, en la garganta o en el vientre, encuentra solo porquería. Y, dado que no soportamos tocar ni siquiera con la punta del dedo el moco o el estiércol, ¿por qué debemos desear abrazar un saco de estiércol? 41
Esta animadversión –misoginia en toda regla– contra las mujeres se utilizaba para intentar fortalecer el voto de castidad de muchos clérigos, que, durante ese período, lo tenían bastante relajado, cuando no olvidado. Desde el siglo XII, que es cuando se recurre a lo ya dicho sobre las mujeres –caso de Odón– y se crean «nuevas lindezas» para referirse a ellas, la insistencia de la Iglesia con respecto al voto de castidad se incrementó, aunque no existe garantía alguna de que erradicara el problema. Sin embargo, resulta curioso cómo en un asunto que era de dos parecía que la culpa solo la tenía una persona, ¡la mujer!
Pero las mujeres medievales eran fuertes y estaban capacitadas para muchas actividades, y la ley –hecha por esos hombres que no las valoraban– les permitía tener y administrar feudos; iban a las cruzadas, gobernaban 42 y tenían poder político, económico y social por sus tierras, cargos 43 –reinas, regentes, abadesas–, parentesco o negocio 44. Las reinas, nobles y abadesas sabían leer y escribir –no todos los varones nobles sabían, como hemos visto–, lo que les permitió tener acceso a la cultura y a su difusión, a escribir libros y a dejar constancia de acontecimientos históricos de primer orden. Eso es lo que hizo Ana Comneno 45, hija del rey de Bizancio Alejo I, que se convirtió en la cronista de la primera Cruzada. Otras mujeres, dentro y fuera de los monasterios, hicieron de la copia de textos o de su iluminación su oficio, hecho que se confirma por los colofones hallados en ellos y por alguna sorpresa que nos deparó el cuerpo de una mujer hallado en un cementerio junto al monasterio de Dalheim 46, en cuya dentadura se hallaron restos de pintura hecha con lapislázuli, que solo se empleaba para iluminar manuscritos.
Hubo mujeres que, no siendo nobles, al verse solas durante mucho tiempo por la ausencia de sus maridos o quedar viudas por las guerras y las epidemias, se hicieron cargo de los negocios familiares y, en muchos casos, recuperaron las dotes aportadas al matrimonio 47; otras ejercieron la mayoría de los oficios –incluida la prostitución, que pagaba impuestos– censados en la época.
Es frecuente encontrar en fuentes literarias e iconográficas a la mujer tejiendo, hilando, bordando, lavando, yendo a por agua a las fuentes y ríos, vendiendo alimentos, ayudando en el taller artesano, trabajando la tierra, guardando ganado, sirviendo en la taberna, curando enfermos, asistiendo a partos e incluso trabajando en la construcción de edificios, como la colaboración de mujeres en la reparación del palacio real de la Aljafería de Zaragoza 48.
El legado que nos ha llegado de las mujeres medievales nos permite comprobar que su formación no era menor que la de los varones, salvo en las artes militares, y no en todos los casos.
Para las mujeres medievales, una de las consecuencias directas de las guerras, además de dejarlas viudas y con la responsabilidad de los hijos y los negocios, fue que tuvieron que afrontar un cierto excedente femenino que condicionó la vida de muchas de ellas 49. Los hombres escaseaban y era un problema a la hora de casarse. Esto hizo que los monasterios femeninos tuvieran más peticiones para entrar que capacidad para acoger a las solicitantes. Aunque la causa primera, muy por encima de cualquier otra, de peticiones para acceder a los monasterios era el deseo de libertad.
Las que más padecieron esta situación fueron las mujeres con menores recursos económicos, ya que no podían satisfacer las dotes exigidas para acceder a la vida religiosa; las ricas y nobles –a instancias de sus familias, que les imponían esa forma de vida– tuvieron que enfrentarse al problema de una vida religiosa para la que no tenían ni la más mínima vocación en muchos casos. El resultado de esta obligada vivencia de una vocación inexistente fue que, en muchos monasterios bajomedievales, había una marcada tendencia hacia lo mundano, de la que dejaron constancia por escrito los obispos en sus visitas, y que algunos sínodos y concilios intentaron atajar, aunque fue imposible. Un caso curioso es el de las monjas de Lincoln, en Inglaterra, donde el obispo llevó una copia de la bula Periculoso, promulgada por Bonifacio III, por la cual se instaba a las monjas a estar siempre encerradas en el convento, y que ellas arrojaron a la cabeza del obispo cuando este abandonaba el monasterio 50. Pese a todo, los monasterios fueron auténticos espacios de libertad para las mujeres, y algunas de las que llegaron sin vocación vivieron su vida honestamente y entregadas a la misión que tenían.
No en toda Europa se vivió esta época bajomedieval de la misma manera ni en todos los nacientes países hubo peculiaridades y temas concretos con respecto a la mujer 51. Pese a todo, y especialmente en algunos lugares donde el aprecio a la mujer dejó mucho que desear, las mujeres medievales fueron admiradas y, hasta cierto punto, envidiadas por las del Renacimiento.
En todo caso, España tuvo para la mujer medieval –aunque siempre hubo excepciones 52– puntos positivos en cuanto a su consideración legal. Sirva como muestra este dicho que recoge el trato que los fueros 53 daban a las mujeres en diferentes lugares: «De moza navarra y de viuda aragonesa, de monja catalana y de casada valenciana» 54. Exceptuando Navarra y Aragón, que eran reinos independientes, los otros dos lugares a los que alude el dicho –Cataluña y Valencia– formaban parte de la Corona de Aragón.
Algunos movimientos medievales
Hay un aforismo que sostiene que «si el carisma de un fundador no se institucionaliza, se pierde, y, si se hace, se pervierte» 55.
La Iglesia formada por varones cayó más bien pronto en hacer realidad ese aforismo y, para intentar devolverle su imagen primitiva y evitar más desviaciones de las que ya presentaba, a lo largo de la Baja Edad Media aparecieron diferentes movimientos que, impulsados por un hondo sentido eclesial, reflexionaron y pusieron en práctica diversas maneras de recuperar todo lo que la Iglesia fue dejando por el camino.
Estos movimientos percibieron diferentes factores que llamaron su atención y que vieron que necesitaban algún reajuste para devolver el rumbo original a la Iglesia.
1) Factor religioso: con la necesidad de purificar el cristianismo, que se desviaba en una Iglesia de corte imperial y donde se daba algo que, curiosamente, ahora parece haber vuelto con fuerza, como la autorreferencialidad, nace una religiosidad popular como respuesta de la gente sencilla, que no entendía, por ejemplo, una liturgia en latín culto y a la que veía lejana y desconectada por completo.
2) Factores sociológicos: la Edad Media era, como hemos visto, una sociedad teocrática donde no se entendía que un niño no fuera bautizado al nacer y donde no se diferenciaban mucho los ataques a la Iglesia o al poder civil, porque, fuera quien fuera el atacado, los dos se daban por ofendidos. A esto había que añadir que nuevos estamentos sociales nacían con la aparición de comerciantes y artesanos, que tenían acceso a la educación y, como aprendían a leer, aprendían a pensar.
3) Factor viajero: con las peregrinaciones a Roma, Jerusalén, Santiago de Compostela y Vézelay, los viajes por las rutas comerciales que se estaban abriendo y las mismas cruzadas, las ideas se extendían rápidamente.
Aunque todos los movimientos tenían como idea central la purificación de la Iglesia, unos resultaron al final más rupturistas que otros, aunque a la hora de la verdad sus finales fueron muy semejantes. El más rupturista de todos –de hecho, fue tachado de hereje desde el principio– fue el movimiento de los cátaros, que tuvo una rapidísima expansión y un arraigo que costó mucho arrancar. Este movimiento tiene tres focos de nacimiento: una rama sale de Alemania; otra, de la zona de los Balcanes, y se unen en el norte de Italia, sur de Francia, el valle de Arán... Este movimiento, que tenía un carácter marcadamente dualista e incluso influencias de otras herejías, amenazó por igual al poder civil y al eclesiástico.
Se caracterizaba por negar la existencia de un único Dios al afirmar la dualidad –un Dios bueno y un dios malo–; negaba el dogma de la Trinidad, rechazando al Espíritu Santo y presentando a Jesús como una aparición que señalaba el camino perfecto y no como Hijo de Dios; su concepto del mundo y de la creación eran diferentes e inaceptables; y la salvación, para ellos, llegaba a través del conocimiento y nada tenía que ver la con la fe.
La Iglesia destinó a sus mejores oradores –entre ellos a Bernardo de Claraval e Hildegarda de Bingen– para que con sus predicaciones evitaran que el movimiento creciera y se expandiera más. Como era imposible contenerlos con la palabra, pusieron las espadas en juego contra ellos en lo que se llamó la «cruzada albigense». Realmente, este movimiento no aportó nada positivo.
El resto de los movimientos 56 sí tenían elementos válidos, y bastantes de ellos los compartían. En la historia de la Iglesia se les conoce como «movimientos precursores de la Reforma», y a mí me gusta llamarlos «movimientos hoguera», en un doble sentido. Por una parte, como ese resto escondido entre las cenizas que, a poco que lo muevas, arde y vuelve a calentar e iluminar –por eso nunca se acabó con estos movimientos del todo–, y, por otra parte, como el resto que queda de un sentimiento, de una pasión, y añadiría que de un convencimiento –lo que también impidió acabar con ellos–.
Entre estos movimientos están los valdenses, seguidores de Pedro Valdo –también conocidos como los pobres de Lyon–, en el siglo XII, en Francia; las beguinas, que se extendieron de manera oficial en el tiempo desde finales del siglo XII hasta finales del XIV por prácticamente toda Europa; los lolardos, seguidores de John Wyclif –también conocidos como wyclifistas–, en los siglos XIV y XV, en Inglaterra; los husitas, seguidores del sacerdote Jan Hus, en el siglo XV –de los más próximos a la Reforma–, en Bohemia, y, aunque parezca extraño, los franciscanos, porque al inicio tuvieron muchos problemas –sobre todo por la extrema pobreza–, que se solucionaron cuando juraron fidelidad al papa.
Todos estos movimientos compartían características comunes: la traducción y lectura de la Biblia a las diferentes lenguas vernáculas y la predicación en esas mismas lenguas, para que la gente sencilla pudiera entender; la predicación, que entendían no tenía que ser solamente patrimonio del clero, sino de los laicos –mujeres incluidas–, porque consideraban que estaban más cerca de la realidad que el clero y sus explicaciones se entendían mejor; la pobreza de vida, como forma de vida semejante a la de Cristo, y que los valdenses y los franciscanos recogieron expresamente en la cita del evangelio de Mateo (19,21): «Vende todo lo que tienes y dalo a los pobres. Luego ven y sígueme». Vida sencilla, sin lujos, vivir del trabajo sin acaparar riqueza. En el caso de los franciscanos, su pobreza cuestionaba la vida monástica de la época –que no era pobre precisamente– y que estaba considerada la joya de la corona de la Iglesia; su visión católica, ya que se consideraban movimientos de carácter universal, porque no tenían intención de promover ninguna ruptura ni de crear otra Iglesia, sino de expandirse –aunque sabían que lentamente– de la forma más natural posible; también compartían el cuidado de la creación, sobre todo los valdenses y los franciscanos. La similitud entre estos movimientos es tal que la conocida oración: «Hazme, Señor, instrumento de tu paz», que los católicos consideramos escrita por Francisco de Asís, los valdenses la consideran escrita por Pedro Valdo.
Aquello que los diferenciaba era muy notorio: los franciscanos mostraron una fidelidad y obediencia inquebrantables a la Iglesia, con un superior general supeditado al papa. Todas las sospechas que había generado su pobreza de vida se fueron diluyendo, y la Regla que propuso Francisco al papa fue aprobada tras algunas controversias iniciales. El documento donde fue aprobada es la bula Solet annuere, fechada el 29 de noviembre de 1223, y firmada por Honorio III.
En 1181, Pedro Valdo es convocado por el arzobispo de Lyon a una asamblea de representantes del clero y de la nobleza de la ciudad, presidida por el arzobispo de Chartres como delegado pontificio. Se le hizo jurar la profesión de fe y así lo hizo. Al parecer, todo terminó bien; sin embargo, bastante tiempo después es nombrado arzobispo el inglés John Bellemane, quien considera que el movimiento es herético, y los excomulga. Ellos consideran injusta la condena y comienzan a diferenciar la autoridad de Cristo y de su Evangelio de la de la Iglesia, rechazan la confesión, las indulgencias y son contrarios a los juramentos. Expulsados de Lyon, se refugian en las montañas del norte de Italia, donde en el siglo XVI los encontrarán los reformadores alemanes y verán en ellos una primitiva manera de vivir la Reforma, que ya está instaurada en Alemania.
Los lolardos –que es un término despectivo que viene a significar los murmuradores– también eran conocidos como los itinerantes seguidores de John Wyclif, profesor de Oxford. Este movimiento cuestionó desde el principio el culto a los santos, las peregrinaciones y las reliquias, porque no veían que eso fuera necesario. Aceptaban una presencia espiritual en las especies del pan y el vino y, en determinadas circunstancias, los laicos podían celebrar la eucaristía. Apostaban por una fe personal, vivida, no solamente aprendida. El movimiento tenía un fuerte carácter social y señalaba la opresión que sufrían los pobres. Era un movimiento con una fuerte impronta moral, al que pronto se sumaron nobles ingleses descontentos con el pago de impuestos que tenían que hacer obligatoriamente a Roma. Esto conviene señalarlo, porque muchas veces creemos que la ruptura de Inglaterra con Roma y la aparición de la Iglesia anglicana se debe solamente al capricho de Enrique VIII al pretender divorciarse de Catalina de Aragón. Y no fue así, ya que desde hacía mucho tiempo se estaba larvando un gran descontento entre la nobleza, que aprovechó una circunstancia personal para convertirla en asunto de Estado. El Concilio de Constanza (1414-1418) condenó las enseñanzas de John Wyclif, que pasó a ser hereje, al igual que sus seguidores.
Los husitas, herederos directos de los lolardos, creían y predicaban que era Cristo quien sostenía a la Iglesia y no el papa; estaban interesados en una reforma moral en general, más que en una reforma eclesiástica, y predicaban que el castigo para el pecado mortal tenía que ser el mismo fuera quien fuera el que lo había cometido y, si eran papas u obispos, debían ser apartados de sus cargos inmediatamente. Este movimiento arrastraba un sabor amargo ante lo católico, ya que tres siglos antes habían sido sometidos política y eclesiásticamente por católicos alemanes, lo que demuestra que no solo son factores de tipo religioso lo que alimentó a estos movimientos. Hus mantuvo que defendería sus ideas en un juicio; así lo hizo y fue condenado. Le despojaron de su condición de clérigo y fue quemado en la hoguera, y sus cenizas, arrojadas al río Moldava. Esto lo convirtió en un héroe nacional.
La herejía era sinónimo en la Edad Media de destrucción de la cristiandad, y quienes se veían amenazados, Iglesia y poderes feudales, actuaron en consecuencia. La Iglesia, con una centralización ya consolidada –derecho canónico, monopolio pontificio de la ortodoxia...–, prestó a los señores y nobles feudales la inestimable ayuda de su discurso eclesiástico, y estos, los señores feudales, intentaron un relativo fortalecimiento de su realidad política –Inglaterra, Corona de Aragón, Francia...–, muy fraccionada en la época.
Al principio, la Iglesia, que se defendía de lo que consideraba un ataque, intentó un acercamiento y la vuelta de los miembros de los movimientos disidentes; finalmente, con el devenir del tiempo y ante la magnitud que cobraron algunos de ellos, la Iglesia admitió el uso de la fuerza y la violencia. Desde entonces, pocas veces resultaron pacíficas las soluciones para disuadir o prohibir los intentos de estas personas y movimientos, que, no olvidemos, actuaban con auténtico deseo de purificar la Iglesia.