Kitabı oku: «Mi lucha por la vida. Mi infancia»

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MI LUCHA POR LA VIDA.

MI INFANCIA


CARMEN PIEDAD HERRERA

MI LUCHA POR LA VIDA.

MI INFANCIA

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2019

MI LUCHA POR LA VIDA. MI INFANCIA

© Carmen Piedad Herrera

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2019.

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ISBN: 978-84-17845-68-1

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

CARMEN PIEDAD HERRERA

MI LUCHA POR LA VIDA.

MI INFANCIA

Índice de contenido

Portada

Título

Copyright

Índice

A modo de introducción

Mi nombre es Carmen

Tendría yo poco más de seis años…

Un antes y un después

Del flamenco y otras formas de evasión

A solas con mi violador

Imperdonable

La penetración como obsesión

Un dolor de estómago insoportable

Mi primer beso

Punto y final a una violación

Por una sociedad donde el futuro de nuestros pequeños no esté en manos de violadores.

A la memoria de mi papá, mamá, hermanos, cuñadas y sobrinos/as.

A modo de introducción

La OMS, en 2002, definió el abuso sexual a menores como «una acción en la cual se involucra a un menor en una actividad sexual que él o ella no comprende completamente y para la cual no tiene capacidad de libre consentimiento o su desarrollo evolutivo (biológico, psicológico y social) no está preparado o, también, que viola las normas o preceptos sociales».

Por su parte, Loredo, en 2004, ante la National Center of Child Abuse and Neglect, contempló este tipo de abuso sexual del siguiente modo: «Contactos e interacciones entre un niño y un adulto (agresor), quien usa al niño para estimularse sexualmente él mismo, al niño o a otra persona».

Igualmente, el ICBSF colombiano, en la misma línea, planteó en 2007 que el abuso sexual sobre la infancia «va más allá del contacto físico e incluye las siguientes manifestaciones, que pueden perjudicar psicológicamente a un niño en lo que respecta a su temperamento y personalidad, además de aspectos psicosomáticos y psicopatológicos reflejados a nivel personal, familiar y social de forma inmediata y mediata: el incesto, la violación, el tocamiento o manoseo a un niño o niña, con ropa o sin ella, alentar o permitir a un niño o una niña que toque de manera inapropiada a un adulto y el abuso sexual sin contacto físico como seducción verbal, solicitud indecente, realizar actos sexuales en presencia de los niños o las niñas, la masturbación, la pornografía, la exhibición de los genitales o gestos sexuales para obtener gratificación sexual espiándolos mientras se visten, bañan o realizan sus necesidades en el baño».

Cualquiera de las prácticas descritas, pues, en los tres enunciados anteriores es constitutiva de abusos y debería ser desterrada de nuestra sociedad con el fin de preservar y garantizar el normal desarrollo emocional del estamento más débil y vulnerable de aquella: las niñas y los niños de cada país.

Los gobiernos y los Estados, a fecha de hoy, parecen haber tomado una mayor conciencia del problema y su importancia, articulando medidas y mecanismos para evitar, en lo posible, que se produzcan las situaciones que se denuncian.

Sin embargo, y por desgracia, hay algo que los Estados y los gobiernos no pueden cambiar por mucho que quieran: la mentalidad que, por edad, les corresponde a niñas y niños víctimas de abusos sexuales. Esa permanece invariable e indiferente a las leyes que se promulguen. Las víctimas no asumirán la realidad de los hechos en que su agresor les obligó a participar hasta pasados unos años. Será entonces cuando surgirá el verdadero problema.

No digo, como apunto en el último capítulo del libro, que la solución que yo di a mi situación fuera la correcta ni la aconsejable. Seguro que había otras, pero yo no las vi y fue la que fue. Y, como también afirmo al final del capítulo, no me arrepiento de ella en absoluto.

La autora

Mi nombre es Carmen

Hola, mi nombre es Carmen y nací hace algo más de cuarenta años en una conocida población costera andaluza, de esas que a menudo ocupan las portadas de periódicos y revistas y cadenas de radio y televisión.

Ya les he dicho mi edad y mi lugar de procedencia. Ahora toca entrar en materia: la razón de este libro. No pretendo en él significarme como un modelo al que seguir en situaciones parecidas a las que voy a describir. No soy (afortunadamente) perfecta y si en algo creo fervientemente es en el esfuerzo y en avanzar a través de la autoestima.

Quede claro, pues, que no quiero convertir estas páginas en oráculo ni guía para nadie. No al menos en el sentido estricto de la palabra. Su intención, simplemente, es promover la reflexión ante acontecimientos incómodos o no deseados y extraer las energías positivas que nos ayuden a cerrarlos convenientemente. Es decir, la reflexión necesaria para analizar todo aquello que nos afecte, darle la dimensión que realmente tiene y, una vez delimitado el problema y definida la medida en que nos afecta, extraer esa energía.

Sin embargo, hay en nuestras vidas una etapa en que somos especialmente vulnerables y en la que no contamos, por desconocerlos, con los medios adecuados para afrontar ese tipo de situaciones que nos superan y que con el tiempo, si no se resuelven y llegan a enquistarse, pueden ser causa de graves alteraciones de conducta.

Supongo que lo tienen claro. Sí, estoy hablando de la niñez. Y es precisamente de mi niñez de lo que voy a hablar en este libro. De esa etapa de mi vida cuyo capítulo comienza cuando apenas tengo cinco años y se cierra cuando cumplo los catorce.

Recuerdo la casa en que crecí como una casa sencilla, sin lujos, propia de una familia de la época, cuyos ingresos permitían simplemente sobrevivir.

¿Mi padre? Me quería. No puedo decir lo contrario. Era la pequeña de cuatro hermanos y, en cierta medida, eso decantaba la balanza a mi favor. No digo que a mis otros hermanos no los quisiera, nada de eso, pero ya eran mayores cuando mi cigüeña aterrizó en casa y dos de ellos no tardaron en emanciparse. Así que me convertí en la «peque» de la casa y ello se notaba en su relación conmigo.

Pero, como suele ocurrir en casi todas las familias, había un «pero» en él, en mi padre, que no puedo ocultar por obvio. Mi padre era alcohólico. Jamás sus estados de embriaguez me causaron daños físicos. Nunca me puso la mano encima, pero las discusiones con mi madre en esos momentos eran altamente desagradables y, aunque tampoco nunca llegaron a agredirse, la violencia verbal entre ellos era tal que siempre temía que sus trifulcas pudieran desembocar en algo peor, lo que me causaba una gran intranquilidad, una angustia que solo cesaba cuando en la cama me vencía el sueño. Eso cuando no me despertaba, asustada, en mitad de la noche, por una pesadilla cuyos protagonistas eran mis padres y sus disputas subidas de tono.

Todo transcurría con normalidad: el desayuno, el colegio, los juegos con mis amigas… Todo se revestía de normalidad hasta que, cercana la hora de la cena, mi padre llegaba a casa. ¡Cómo odiaba ese momento! Si no había bebido, igual no pasaba nada y reinaba la calma aunque el ambiente, por la relación que tenían mi madre y él, estuviera tenso. Su sobriedad no ofrecía garantía; tampoco era un valor seguro.

Mi madre, que nunca parecía estar contenta, se encargaba de romper los escasos minutos de armonía. Parecía un disco rayado, siempre con la misma cantinela: que si «con lo que ganas no nos llega para nada», que si «¿sabes los milagros que he de hacer para serviros un plato de comida en la mesa?»… En fin, toda suerte de frases hechas, siempre relacionadas con el dinero, lo poco que (en su opinión) ganaba mi padre y lo mucho que (también en su opinión) se esforzaba ella para que nuestra economía doméstica no fuera peor de lo que ya iba.

Si algo ejecutó mi madre con maestría fue el papel de víctima, interpretación con la que se elevaba a nivel de estrella cuando mi padre llegaba, como suele decirse, con dos copas de más. Sea como fuere, no había tiempo, por lo general, para comentar cómo había ido el día, el colegio… No. Dinero, dinero y únicamente dinero era el centro de la conversación que presidía toda la cena. Solo hablaban ellos. Mi hermano y yo parecíamos convidados de piedra.

No éramos una familia estructurada al uso, no al menos en su totalidad, y desde bien pequeña entendí que nos faltaba algo, que lo que yo veía en las casas de mis amiguitas era diferente a lo que veía en la mía… y eso no me gustaba y me llenaba de angustia. Tanto es así que cuando alguna de mis amigas venía a jugar a casa, cuando intuía la hora en que mi padre podía aparecer por la puerta me las ingeniaba para dar por finalizados los juegos y que las amigas que estuvieran conmigo regresaran a sus domicilios.

Se acercaba la noche y, con ella, todo lo bueno del día oscurecía con los sucesos que la rutina vaticinaba. Y la actitud de mi madre no ayudaba precisamente a crear un escenario distinto. Bastaba que mi padre se retrasara unos pocos minutos para que volcara su malestar sobre los que estábamos a su lado. «¡A saber por dónde andará tu padre!», «¿qué clase de hombre es el hombre que cambia su familia por una botella?» u otras expresiones de idéntico corte formaban parte del léxico al que desde siempre nos tenía acostumbrados. O malacostumbrados, según se mire.

No sé si con ello pretendía indisponerme con mi padre o crearme un conflicto con el hermano que aún vivía en casa y con el que compartía habitación. A estas alturas aún no sé bien el propósito de aquellas invectivas. Pero ya entonces, fijándome en el comportamiento de otras madres, sí sabía que el suyo, el de mi madre, no era el más adecuado para propiciar un ambiente de concordia.

Insisto, cuando caía la tarde no lo podía remediar. Era superior a mí. Se me aceleraba el pulso y se me encogía el corazón. Luego, con suerte, resultaba que a lo mejor mi padre llegaba sobrio, no pasaba nada y todo eran bromas y sonrisas conmigo. No en vano era, sobrio o no, su niña bonita. Aun así, mi madre no perdía la oportunidad de lanzar alguna de sus pullas. Pero yo estaba más tranquila. Estando sobrio no entraba tanto al trapo y el temido enfrentamiento se quedaba en simple controversia.

Sin embargo, el hecho de que el día acabara sin incidencias familiares de importancia no implicaba que desapareciesen mis sobresaltos nocturnos. La ansiedad acumulada parecía sentirse cómoda en mi subconsciente y había tomado el hábito de obsequiarme con pesadillas, que irrumpían con violencia en mis horas de sueño, algo que me superaba totalmente, no podía controlar y hacía que iniciara el día con menos fuerza y energía de las que por edad me correspondían.

No obstante, hacía todo cuanto estaba en mi mano para que ese cansancio no interfiriera negativamente en mi rendimiento escolar ni en mis amistades de clase o vecinales. No quería que vieran reflejados en mi ánimo o aspecto los problemas que vivía en casa y, aunque es cierto que lo conseguía, esforzarme en ello me aportaba una cuota de estrés añadida. La verdad, había momentos en que prefería no levantarme de la cama.

***********

En la mesa, dos platos de sopa de sobre fueron mi única comida el sábado y el domingo. Explicación a cargo de mi madre: «Tu padre se ha ido a emborrachar este fin de semana con unos amigos y no me ha dejado dinero para la comida». Nada más falso. Mi padre se ausentó ese fin de semana por razones de trabajo… y dinero para comida en casa no faltaba porque había cobrado un adelanto de esas dos jornadas extraordinarias. Mi madre mentía y lo hacía con facilidad y una frialdad sin límites. Tal era su obsesión por enemistarme con mi padre que ahora estoy convencida de que más de la mitad de cuanto decía sobre él era mentira, pura invención que intentaba convertir en realidad, si bien lo peor de todo es que llegaba a creérsela. Ante esa situación no sé qué resultaba más negativo: si tener un padre alcohólico o una madre mentirosa, manipuladora y con una obsesión enfermiza.

***********

Un niño no merece ese trato. No reivindico que haya de crecer entre algodones, pero sí en un ambiente en el que impere un mínimo de coherencia emocional. Y en mi caso (y en mi casa), aunque no me sentía rechazada, no la encontraba porque no existía. Y la niñez, para su correcto desarrollo, necesita invariablemente de referentes positivos. La falta de esas referencias, de esos espejos en que mirarse, puede provocar secuelas en la salud del niño, tanto a nivel mental como emocional, difíciles de erradicar.

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