Kitabı oku: «Los secretos de Lilva»

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LOS SECRETOS DE LILVA


MAPI RODRÍGUEZ

LOS SECRETOS DE LILVA

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2021

LOS SECRETOS DE LILVA

© Mapi Rodríguez

© de la imagen de cubierta: Miki Noëlle

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2021.

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ISBN: 978-84-18730-38-2

MAPI RODRÍGUEZ

LOS SECRETOS DE LILVA

«A los que buscan

aunque no encuentren,

a los que avanzan

aunque se pierdan,

a los que viven

aunque se mueran».

M. Benedetti

A Miki, Héctor, Mari Gracia, Juan Antonio y Chema

por ser la luz de mi vida.

A la abuela Victoria, Nazaria, Victoria, Elvira, Juanita,

Mari, Carmen, Asunción, Neus, Lola, Tayo, María, Aurita,

María, Rosario, Isabel, Marilita y Lucía. Esta humilde novela

se inspira en esas leyendas que nuestras abuelas, de una u otra

manera, nos contaban de pequeños. Para todas esas personas

especiales mi amor y luz.

Gracias al equipo de Exlibric y a Carlos Torres

por confiar en Lilva.

Mil gracias a Javier, Marcial y Mario por amar la literatura.

Contents

Primera parte

Segunda parte

La casa misteriosa

Sobre la autora

Primera parte

19 de abril de 2014

Mi nombre es Lilva. Hoy es mi ochenta y seis cumpleaños. Vivo en Gran Tarajal, Fuerteventura, con mi fiel amigo Ulises. Es un caniche color albaricoque, algo refunfuñón pero bastante sociable.

Me gusta vivir en este pueblo costero. Sus gentes son amables y cariñosas. Creo que la principal virtud de este próspero rincón insular del municipio de Tuineje es que su playa está situada justo en pleno casco urbano. Es una playa de arena negra y aguas tranquilas que se extiende plana durante más de un kilómetro. Y eso, para una señora como yo, dolorida por la artritis reumatoide y por el cáncer de mandíbula, es todo un lujo. Sé, claro, que tengo los días contados así que disfruto cada momento de la vida como si fuera el último.

Cada tarde, al caer el sol, suelo ir a tomarme un helado de turrón en la maravillosa avenida que se abre hacia el Atlántico. Disfruto como una niña del sorbete que derrite el viento entre mis dedos torcidos. Me cuesta sujetarlo, pero no importa. Mis ojos se distraen observando las olas, sintiendo la suave brisa acariciándome el cabello, y dejando que la soledad acune mis recuerdos.

Aunque a mi amiga Carmen le gusta bajar una hora más tarde que yo a la orilla, justo hoy parece que adivino su paso lento, elegante, a lo lejos. Al llegar, me saluda con una sonrisa deslumbrante, se acomoda en el sillón de mi derecha, sosteniendo otro helado. El de hoy es de fresa, me comenta. Dice que está muy cansada y que no tiene muchas ganas de hablar, así que empiezo yo.

Quizá la culpa la tuvo aquella calma, o la sensación de paz que me transmitía el sol cayendo tras el horizonte. El caso es que esa tarde decidí confesarle algo. Así. Sin pensármelo demasiado.

—Querida Carmen —le dije—, quiero contarte cómo aprendí a recorrer un camino poco convencional y algo especial gracias a un don del que nunca te he hablado.

Carmen, con gesto de asombro, se secó el helado de los labios con una servilleta y dijo:

—Soy todo oídos, querida...

Segunda parte

19 de abril de 1953

Eran casi las seis de la mañana cuando sonaba Blue moon, de Julie London. El olor a café tostado me apasionaba; esa mezcla de aromas a caramelo tostado con el ruido de la cafetera, casi al compás de la música.

Acababa de cumplir ocho maravillosos años. Vivía en el seno de una familia acomodada. Mi madre, María, era sastre de alta costura. Antonio, así se llamaba mi padre, era dueño de una flota de camiones. Para él era su segundo matrimonio, ya que enviudó de su primera esposa debido a una pulmonía. Mi madre tenía diecinueve años cuando contrajo matrimonio y papá, treinta años.

Soy la pequeña de tres hermanos, tras Juan y Laia. Mi fisionomía era fuerte, alta para la edad que tenía, de piel blanca y ojos verdes pardos. Decía mi tía Dolores que era vivaracha, especial y muy curiosa.

Cada día, hacia el amanecer, corría a la cama de mis padres, ya que siempre era reconfortante abrazar a mi madre y sentir su calor. Cerraba los ojos y pensaba que estaría así horas y horas. Compartíamos risas y carantoñas hasta que lograba levantarla. La cogía de su suave mano y, en voz baja y casi de puntillas, le decía que fuéramos a la habitación secreta.

La casa era una antigua casona canaria a pie de playa. Constaba de cinco habitaciones y un patio bastante grande, de unos cincuenta metros, al fondo del cual había un horno de leña donde mamá realizaba los mejores panes y rosquetes1, como decía ella, y justo a mano derecha había una pequeña habitación que llamaban la habitación secreta. Tenía no más de dos metros y las paredes de color blanco. Colgaban de los laterales, junto a la pequeña ventana, ramilletes de manzanilla seca, llantén, tomillo, laurel, romero, pasiflora, hierbaluisa y tila. Además, había un pequeño altar lleno de velas mariposa bañadas en cuenco de aceite; así la llama permanecía encendida hasta el fin de la promesa.

Le gustaba utilizar esos remedios caseros para uso doméstico y para los más allegados. El caso es que todos recurrían a ella, muchas veces solo para escucharla; tenía el don de la amabilidad y la dulzura infinita. Le gustaba estar rodeada de ángeles y vírgenes, entre ellas la Virgen del Carmen, ya que era una gran devota, de ahí que vistiese con su hábito marrón, con un grueso cordón amarillo atado a la cintura y un escapulario de tela colgado al cuello. Era su lugar especial, que apenas compartía con nadie, solo conmigo.

A esa habitación no accedía ningún hombre. Era un ritual secreto al cual no se permitía la entrada a hombres. Era generacional, solo entre mujeres de la misma familia.

Una vez que estábamos dentro de la habitación cerramos los ojos, cogidas de la mano, y respiramos el olor a velas mezclado con el del aceite y las hierbas aromáticas. Así nos quedamos durante unos minutos. Después mi madre abrió los ojos y se rio al verme concentrada, intentando imitar sus gestos. Mamá cogió mi mano y se balanceó como una Isa Canaria2, pero de repente un golpe nos asustó y paramos.

—¿Hola? —dijo mi madre.

—Vaaa, que nos tenemos que ir a ver a la abuela Lilva —nos apremió papá tras la puerta.

Mi padre tenía un fotingo3 de color negro antiguo, de 1820. Mamá, antes de subirse al coche, se paró un momento, salió corriendo hacia la casa y dejó la llave debajo de la alfombra de la entrada principal por si venía algún familiar.

—¿Mamá? —Y salí como un rehilete4 disparada hacia donde estaba mi madre.

Nos dirigimos a casa de la vieja Lilva, como le llamaba la familia. De ahí mi nombre. Vivía en Antigua a unos 26 kilómetros aproximadamente por carretera de Gran Tarajal. Mi abuela paterna era madre soltera; algunos miembros de la familia incluso la repudiaron por su condición.

Durante todo el trayecto me recordaban que no tocara nada de los objetos de la abuela, ya que tenía muy mal carácter, pero en el fondo se ponía muy contenta a nuestra llegada a la casona. Mis hermanos apenas iban; no les gustaban ni ella ni la casa. Decían que les daban miedo.

La abuela Lilva masticaba tabaco y llevaba un pañuelo casi negro de escupir y limpiarse. Pocas mujeres compartían dicha costumbre. La verdad es que a veces me daban arcadas, pero me daba mucha pena. Era una mujer liberal, feminista y bastante huraña.

Vivía en un precioso caserón de color blanco con puertas y ventanas azul añil. Tenía diez habitaciones, de las cuales tres eran dobles y seis individuales. Además, había tres salones y una cocina enorme que daba a un patio con naranjos, limones y olivos, en cuyo centro se ubicaba una fuente redonda de piedra volcánica sin agua y, justo en medio, una estatua de Zeus de casi dos metros. Destacaban unos maravillosos balcones torneados de madera maciza.

Por la tarde venía su vecina Petra con un saco de cal y lo metían en un cubo dentro de una habitación del fondo, que la tenía llena de trastos para tirar. Quemaban la cal y la cerraban. Era un remedio para los pulmones y decían las abuelas del pueblo que mataba los virus, así que la acompañaba hacia esa habitación a que inhalara esos vahos.

Me gustaba correr por los pasillos y mi madre siempre me decía que, por favor, no lo hiciera, ya que le molestaba mucho a la abuela, tras las pisadas, ese ruido a madera que crujía por el desgaste.

Como una gacela me dirigí a mamá y me indicó que la saludara, pero a regañadientes le dije que no. Mamá y yo cruzamos nuestras miradas cómplices. Me fui acercando poco a poco y le di un beso en la mejilla fría, áspera y con un cierto olor a naftalina que se me quedó durante todo el día.

La abuela Lilva nos ofreció si queríamos beber algo. Cogí un vaso de agua que tenía justo detrás de la cama; estaba algo turbia y apenas se le podía ver el fondo. Contuve la respiración unos segundos, bebí un sorbo por obligación y di las gracias. Mientras mamá y la abuela conversaban, procedí a limpiarme la boca rápidamente en la manga del vestido y continué por el pasillo del viejo caserón. Encontré una habitación cerrada. Me dirigí a ella, cautelosa y casi de puntillas, y miré por el cerrojo. Observé casi todos los muebles tapados con sábanas blancas e intenté abrir la habitación, pero estaba cerrada con llave. Al escuchar la voz de mi padre me sobresalté y salí corriendo hacia ellos.

—Va, Lilva, nos tenemos que ir. Vendremos la semana que viene a verte, mamá. Despídete de la abuela que en nada estaremos aquí—.

Justo saliendo del caserón ya estaba algo oscuro y observé a lo lejos una pequeña pero potente luz. Podría estar a un kilómetro y consistía en un brote luminoso de distintos colores que se veían en la oscuridad.

Comentaba la gente de los pueblos y la misteriosa “Luz de Mafasca” que unos pastores rompieron una cruz para juntar la leña necesaria para preparar el fuego. Era costumbre colocar una cruz en el lugar donde fallecía una persona, pero con el hambre que tenían hicieron caso omiso de esa tradición y utilizaron la cruz para alimentar el fuego. Según la leyenda, cuando las llamas comenzaron a consumir la cruz de madera, de entre las cenizas surgió una extraña luz que saltaba de un lado hacia otro como si tuviese vida propia. Los pastores, asustados, corrieron, alejándose de aquel objeto luminoso que para ellos no era otra cosa que el alma del difunto. También se decía que a toda persona que la observara se le acercaría esa luz y la acompañaría durante todo su camino hasta el siguiente punto de partida, pero que era mejor no molestarla ni incitarla a que se acercase. Además, también viajaba a otras islas. Eso decían los lugareños y los abuelos del pueblo. Aunque no me quedé conforme con toda la explicación, mi curiosidad era mirarla.

Emprendimos el viaje hacia Gran Tarajal conmigo ya algo adormecida y en nada ya estábamos en casa. Dejamos el coche en el lugar de costumbre, justo delante de la vivienda. A papá no le hacía gracia dejarlo muy lejos; tenía una puerta que no cerraba bien y siempre temía que le robaran. De todas formas, creo que era por comodidad. Bajamos del fotingo con pereza del viaje y algo de susto en el cuerpo y entramos en casa, como de costumbre, a saludar a mis hermanos y preparar la cena.

Esa noche teníamos una sopa que había sobrado del día anterior con fideos, papas y un poco de hierbabuena. A papá le gustaba añadir trozos de pan duro. Así comimos algo caliente pese a que mi hermano Juan detestaba la sopa. En cambio, a Laia siempre le parecía todo bien, excepto cuando hacían pimientos, que solo con el olor le daban ganas de vomitar.

Justo antes de dormir le pedí a mi madre que al día siguiente, en la habitación secreta, me revelara qué escondía la abuela en esa habitación. También quería saber más sobre la luz. Esa misma noche, cuando me metí en la cama con mi muñeca de cartón, pensé en esa luz y en qué pasó en casa de mi abuela. Estaba tan cansada que me quedé dormida hasta el día siguiente.

Me levante sobre las siete, corrí hacia la cama de mi madre e intenté que se levantara.

—Corre, vamos, mami.

—Espera, querida.

Se recogió el largo cabello, cogió del sillón la bata gris de raso, ajustando a la cintura una gran lazada, y nos dirigimos hacia la habitación secreta. Encendimos un par de velas, cerramos los ojos y rezamos un padrenuestro para toda la familia, en especial por la abuela. Cuando mi madre acabó de rezar le pedí que me explicase.

Me sostuvo por mis pequeños hombros e insistió en que nunca entrase a solas a esa habitación. Había algo allí, un espíritu que no sabían quién era, y a toda persona que entraba le ocurrían cosas fatales. Dijo que una prima de su madre entró a escondidas y durante mucho tiempo contó que durante la noche, mientras dormía, parecía que la destapaban de golpe. Incluso amanecía con algún que otro moratón en las piernas. Desde ese día no quiso ni oír hablar de tan desagradable experiencia. En realidad no sabían qué pasó en dicha habitación, solo que murieron varias personas de la familia allí, pero yo insistía en que quería entrar en ella. Mamá volvió a negarse y me pidió que intentara olvidar esa conversación.

Durante esa semana no dejé de pensar en la luz pese a que a mamá no le gustara que estuviera investigando y solo quería que jugara con mis hermanos.

Por fin pasó la semana y fuimos a visitar de nuevo a la abuela Lilva. Entré a saludarla, disimulé un rato y fui silenciosamente hacia el pasillo. Cuando llegué a la habitación cerrada extraje de mi bolsillo una pequeña navaja vieja de mi padre, que había cogido a escondidas mientras estaba despistado en la cocina, y me propuse forzar la cerradura. Tras varios intentos, de repente escuché un ligero ruido a óxido roto y la puerta se abrió poco a poco. Mi corazón estaba a punto de saltar, mis pupilas empezaron a dilatar. Miré a un lado y a otro, me adentré en la habitación y encontré que estaba todo cubierto por sábanas blancas, casi todos los muebles, excepto el piano de cola negro. Me acerqué; estaba todo cubierto de polvo y dibujé un pequeño corazón. Se respiraba un ligero olor a humedad.

Algo aterrada di unos pasos hacia delante, me acerqué a la ventana e intenté abrirla, pero no lo conseguí, así que di media vuelta. Di un salto y pude tirar la sábana que cubría un gran cuadro de la familia. Era bastante tétrico, de fondo negro, y mostraba a una señora con cara de pocos amigos vestida de negro y con las manos cruzadas, en las que resaltaba un anillo con una piedra de color verde aguamarina. Justo debajo del cuadro, una estantería de caoba donde había una botella grabada de cristal y una caja de madera. Cuando me apoyé en la mesa sentí una sensación extraña, la vista estaba nublada. Vi una luz que iluminó el anillo en el cuadro, dio un salto hacia mí y giró a mi alrededor, casi acariciándome la cara. En ese mismo instante escuché a mi madre, que venía por el pasillo. De golpe desapareció la luz y corrí, saliendo inmediatamente de la habitación.

—¡Lilva! ¿Dónde estás, cariño?

—Estoy aquí, mamá.

—¿Qué hacías, cariño?

—Nada, mami.

Salí como si no hubiese pasado nada y le propuse a mi madre dejarle algo de cena a la abuela, así que nos pusimos a recoger ropa que tenía por el medio. Me daba pena que estuviera todo desordenado. Ella estaba algo débil de salud, así que me puse a ayudar a doblar ropa.

Estaba anocheciendo y a papá no le gustaba conducir de noche, con poca luz y en medio de un paisaje árido y algo frío. Tras dejar la cena preparada y la casa algo recogida, nos pusimos en marcha en el fotingo. Regresando en el coche, mi padre comentó que tendríamos que trasladar a la abuela a casa, ya que era una pena que estuviese sola. Nosotros la podríamos ayudar y estaría acompañada. Pero yo insistí en que no, que era su casa. Mis lágrimas empezaron a brotar como una fuente en continuo movimiento y cambió enseguida de tema. Proseguimos el viaje sin apenas hablar.

Al llegar a casa, algo cansada, me encaminé a mi habitación y no dudé en ponerme directamente el camisón rosa. De puntillas fui al patio en busca de Juan y Laia para jugar al escondite. Siempre me encontraban; era muy fácil para ellos, pues estaba en el mismo sitio, la habitación secreta. Mis hermanos se reían mucho de eso y de que no buscara otros lugares, pero a mí me apasionaba estar allí, se respiraba mucha paz. Estuvimos jugando durante una hora, antes de cenar.

Ya estábamos cansados de jugar y Laia se quedó leyendo tranquilamente en el sillón, a la entrada del salón. Podría pasarse horas leyendo. Me dirigí a la cocina y pregunté a mamá si quería que le ayudase a hacer la masa de unos rosquetes de pan. Nos gustaba muchísimo deleitarnos con el sabor dulce del maíz tostado, así que nos pusimos a ello. El delantal arrastraba casi por el suelo. Subí a una silla para poder llegar bien a la encimera de mármol y comencé a rociar todo de harina como me enseñó la abuela. Así la masa no se pegaría. Mi madre hacía pequeñas bolas con la masa y yo les daba formas circulares hasta quedar casi perfectos rosquetes.

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