Kitabı oku: «Los amos del cielo y de la tierra», sayfa 2
—Ave María Purísima.
—Buenos días, hermana. Sor María Teresa me espera. Le traigo unos documentos. Soy Félix Vázquez, el abogado. Vengo acompañado de mi esposa, si no hay inconveniente.
—Avisaré a la madre María Teresa. Esperen, por favor.
Unos minutos después.
—Pasen los dos. Síganme.
La pareja, cogida del brazo, caminaba por el claustro en dirección a las oficinas donde la madre superiora esperaba noticias de los papeles que Félix traía en la cartera.
—Don Félix. Venga con Dios. ¿Su esposa?
—Sí, hermana, mi esposa María Luisa.
—Sea bienvenida a esta casa. Pero, pasen a mi despacho. Tomen asiento.
—Gracias, hermana.
La religiosa ocupó su sillón y el matrimonio se sentó en sendas sillas delante del escritorio. Sor María Teresa se dirigió a la mujer del letrado:
—Es un placer conocerla, doña María Luisa. Permítame decirle que don Félix y usted hacen una excelente pareja.
—Gracias, hermana. He venido a darle las gracias por el obsequio. Es precioso. Todo un detalle.
—No las merece. El rosario es una herramienta de lucha que no debe faltarnos en los tiempos que corren. Úselo para rezar muchos rosarios, y con ellos pedir que Dios les mande hijos pronto —dijo la monja.
—Esperemos que así sea. La verdad, estamos deseando tener un retoño.
Sor María teresa se dirigió al letrado:
—Bien. Espero que me traiga buenas noticias. ¿Cómo va todo?
—El trámite está prácticamente terminado. Las escrituras definitivas van a tardar unos meses. Tienen que ir a Madrid. Ya sabe la burocracia como es. En cuanto estén se las haré llegar. Mientras tanto, estas le valen a todos los efectos.
—Muchísimas gracias, don Félix. Un trabajo impecable. No esperaba menos de usted. Cuando lo crea oportuno me pasa la minuta.
—Cuando lleguen las escrituras definitivas. Solo le cobraré los gastos de la gestión administrativa. He considerado su aclaración en cuanto a su economía.
—Dios se lo pagará.
La religiosa, sonriente, se dirigió a María Luisa:
—Tiene usted suerte de tener a don Félix como esposo. Rezaré para que Dios les mande hijos muy pronto. Sin embargo, será lo que Él designe. Hay mucha desgraciada que los trae sin pretenderlo. Pero para eso estamos las instituciones, para ayudar a esa pobre gente, y proporcionar un futuro a esas criaturas.
—Sí, hermana, hay que resignarse a lo que Dios nos manda. Pero es una gran labor ocuparse de los desvalidos como esos niños y madres desamparados.
Caminaban los tres por el claustro en dirección a la salida. Hablaban de las obras de beneficencia que el convento llevaba a cabo con muchachas provenientes de familias marginadas.
A la salida, los esposos se despidieron de la religiosa.
—He pasado un rato muy agradable, hermana. Gracias por recibirme. Soy consciente de que, en estos lugares, las visitas están restringidas.
—Para ustedes están las puertas abiertas siempre que nos necesiten. Para lo que sea. Vayan con Dios —dijo la monja reteniendo la mano de María Luisa entre las suyas.
—Quede con Él, sor María Teresa.
Salieron a la calle. Anduvieron un trecho sin decir palabra. En sus corazones y en sus pensamientos un mismo latir. Una ventana abierta a la esperanza.
CAPÍTULO III
SEVILLA 1965
Sor María Teresa se detuvo en el dintel de la puerta del locutorio. Al observar la figura de la persona que tenía delante, pensó que se trataba de una aparición. Abrió los ojos cuanto pudo y sacudió la cabeza varias veces para intentar deshacerse de la imagen que tenía frente a ella.
Dentro de la sala un hombre, de unos treinta y cinco años. Alto, moreno, vestido con chaqueta sport y corbata, miraba a su alrededor con ambas manos en los bolsillos del pantalón. Observaba, curioso, muebles, cuadros y paredes. Un lujo impropio del lugar, dedujo.
A través de las ventanas, de una altura considerable, el sol del mediodía iluminaba el locutorio.
De todas las obras pictóricas que colgaban de las paredes, al joven le llamó la atención una que desentonaba, o al menos eso le pareció, y se detuvo frente a ella para mirarla de cerca. Un óleo con un retrato. Un señor de unos sesenta años. Parecía un hombre importante, elegantemente vestido con una chaqueta a la moda de la época, camisa y corbata, atada con un nudo mariposa.
El visitante oyó pasos y se volvió. Una religiosa, de edad avanzada, le miraba desde la entrada del locutorio. Fue hacia ella. Le tendió la mano para saludarla al mismo tiempo que se presentaba:
—Soy Miguel Vázquez Mora, hermana, el abogado con quien os habéis puesto en contacto para un asunto de transmisión de patrimonio.
Sor María Teresa, conforme el joven caminaba hacia ella, no pudo evitar un ligero traspiés que le obligó a sujetarse en el quicio de la puerta para no caer al suelo. El joven acudió enseguida.
—Hermana. ¿Qué le ocurre? ¿Se encuentra bien?
La monja, los ojos fijos en él, respondió:
—Sí, sí, gracias. Es un mareo sin importancia. Cosas de la edad, perdón.
Sor María Teresa, una mujer menuda de unos ochenta y tantos años, vestía el hábito de su congregación, gris y blanco. Gafas con montura de pasta detrás de las cuales podían verse unos ojos claros de mirada profunda que daban la sensación de arrastrar un cansancio insoportable. Nada que ver con la imagen de la monja de hacía más de tres décadas. Los años y los acontecimientos habían hecho mella en la madre superiora del convento San Millán.
El abogado la sujetó del brazo y la acompañó hasta un asiento.
—¿Se encuentra mejor?, ¿aviso a alguien?
—No, no, gracias, ya se me pasa. Por favor, si es tan amable, acérqueme un vaso de agua.
Miguel miró a su alrededor y descubrió una bandeja, vestida con un paño de lino blanco bordado en rechileo, sobre un mueble consola. Contenía un vaso y una jarra. Vertió parte del contenido de la jarra en el vaso y se la ofreció a la religiosa que todavía temblaba. Tomó el agua a sorbos, sin dejar de mirar al joven.
Mientras bebía e intentaba reponerse, acudían a su memoria recuerdos de tiempo atrás, de hacía más de treinta años, en aquella misma sala. Recuerdos que la atormentaron y persiguieron durante toda su vida. ¿Querría la Providencia darle la oportunidad de reparar el daño causado? Todo a cambio de un patrimonio manchado de injusticia y de ignominia. Reconocía la religiosa después del tiempo pasado.
Se le retorcía el alma cada vez que pensaba en aquella desgraciada. Forzada a desprenderse de su propia vida. La veía en sueños sentada en el último banco de la capilla. Resbalaba una lágrima por sus mejillas cada vez que el sacerdote daba la Comunión, cosa que a ella le estaba vedada. Era la norma de la Santa Madre Iglesia.
Miguel, a punto de llamar a las hermanas, preocupado por el ensimismamiento de la anciana, tocó su brazo llamándole la atención.
—Hermana, por Dios, ¿se encuentra bien?
Sor María Teresa volvió en sí.
—Perdóneme, ya estoy mejor. Los años no pasan en balde, abogado.
—Puedo volver otro día.
—No, no, para nada. Este asunto no admite demora. Por el bien del convento y de mis hermanas.
—Dígame.
La monja respiró hondo. Después de una pausa comenzó a explicarle el asunto para el que había sido llamado.
—Mire, señor Vázquez, hace un año y medio falleció uno de los benefactores de la orden, Alberto Dávila de Fabra. Era propietario de esta casa y de otros bienes procedentes de la herencia familiar. Nos consta que tenía intención de legar a nuestra orden esta residencia conventual, lo cual hizo en su día, así como una hacienda olivar en usufructo de las hermanas que aquí vivimos. A día de hoy no hemos recibido notificación alguna por parte de la familia de nuestro benefactor, sobre la cesión de la hacienda olivar que él dijo que dejaría en heredad a esta congregación. Nos hemos puesto en contacto con la familia Dávila de Fabra, que es quien tiene que ceder el patrimonio, y dicen no tener conocimiento alguno de que su pariente tuviera esa intención. En resumen: Se niegan a ceder la propiedad. Nos habían recomendado su bufete por ser uno de los pocos que se ocupa de este tipo de problemas.
El abogado, después de escuchar atentamente a la monja, le dijo:
—Y usted me pide que averigüe si su benefactor hizo testamento o algo parecido en donde se constate la intención de legar a ustedes su patrimonio. ¿Cierto?
—Así es, don Miguel.
—Bien, hermana, tengo que ponerme al corriente de algunos detalles, como comprenderá. ¿Cómo sabe que el tal Alberto Dávila tenía la intención de dejarles esa hacienda?
—Me lo dijo él personalmente.
—¿Cuánto hace de eso, hermana?
—Hace treinta y cinco años.
Al decir esto, sor María Teresa desvió la mirada de la imagen del joven, que tomaba notas en un bloc.
—¿Había algún testigo cuando el señor Dávila le manifestó su intención?
—No, estábamos solos en este locutorio.
—¿Le dejó algún documento o alguna garantía de que cumpliría su palabra? Verá, hermana, no sería la primera vez que alguien, de una decisión así, da marcha atrás.
—No, don Miguel, no tengo ninguna prueba escrita.
—Comprenderá que es difícil lo que me pide, se trata de su palabra contra la de la familia Dávila.
—Lo sé. Debí exigirle un documento, una carta; pero no lo hice. Pensé que aparecería en su testamento. Tengo razones para pensar que no cambiaría de parecer, estoy segura de ello.
Miguel miró atentamente a la religiosa, se inclinó hacia ella para ver mejor la expresión de su rostro.
—¿Puedo saber qué razones son esas, hermana?
—No puedo decírselo. Pero créame, le digo la verdad.
—Hermana, debo decirle que cuantos más elementos de juicio tengamos, más fácilmente podremos llegar al fondo de todo esto. En todo caso me pondré en contacto con esta familia y estudiaré si hay algún modo de llegar a resolver este desacuerdo.
—Este señor tiene dos hermanos: Javier y Marta. Don Javier es soltero y la señora Marta tiene una hija, todos viven en la finca La Carretela. Esta siempre ha sido la residencia habitual de la familia, está ubicada entre Lora del Río y Carmona.
—¿Tienen ustedes la transmisión patrimonial de la casa conventual?
—Sí, pasó a propiedad de la Orden en 1930.
—Bien, hermana, me pondré manos a la obra, trataré de averiguar si hay algún tipo de testamento o memoria testimonial sobre el asunto. Actuaremos, si es su deseo. Deme unos días.
—Gracias, don Miguel.
Sor María Teresa hizo intención de levantarse para acompañarle.
—No, déjelo, no se levante. Descanse, hermana y cuídese.
El abogado se dirigió a la salida del locutorio y antes de franquear la puerta oyó la voz de la religiosa:
—Don Miguel, una última cosa y perdone mi curiosidad. ¿Es usted pariente de los Vázquez, la familia de abogados y juristas?
—Sí, hermana, mi padre es Félix Vázquez Tena. Notario.
Después de responder a la religiosa con una sonrisa, se dirigió a la salida del convento acompañado por la monja que lo había recibido a la entrada. Esta le despidió con un «vaya con Dios» y cerró el postigo que dejó en la calle al abogado.
Miguel se dirigió a la plaza de La Magdalena para luego, por O’Donnell, encaminarse hacia su bufete. Mientras pensaba: «Menudo embrollo, las monjas contra los Dávila de Fabra. Una familia influyente. No me lo van a poner fácil».
Después de caminar un buen rato, portafolio en mano, y la mente a pleno funcionamiento pensando cómo abordaría la solución de su caso más reciente, llegó a la plaza de La Encarnación, en una de cuyas calles se encontraba el edificio donde tenía su bufete. Una casa grande con un patio central rodeado de departamentos. En uno de los cuales rezaba una placa en la puerta de entrada: «Don Miguel Vázquez Mora, abogado. Asesoría Jurídica».
Pensativo, empujó la puerta que se hallaba entreabierta, cruzó la sala de espera donde aguardaban varias personas a las cuales saludó, de manera rutinaria, y se dirigió a su despacho que se hallaba al fondo. Un corredor amplio y largo que albergaba varias dependencias que servían de despacho y oficina a su ayudante, Fernando y a Ana, la secretaria.
Miguel entró en su despacho y cinco segundos después entró Ana.
La secretaria esperó a que su jefe tomara asiento, este se dejó caer en el sillón. Se llevó las manos a la cara. Luego levantó la mirada hacia la mujer. Su rostro mostraba un gesto de preocupación. Ella esperaba al otro lado de la mesa a que su jefe le diera alguna novedad, si la había. Acto seguido le hizo la pregunta de rutina.
—¿Se le ofrece algo, don Miguel?
—No, Ana, gracias. ¿Y por aquí?
—Nada de particular.
La mujer le dio la espalda y antes de salir al pasillo, desanduvo el trayecto entre la puerta y la mesa.
—Don Miguel, ¿le pasa algo?
—No… bueno, sí. Traigo un asunto nuevo que os comentaré a última hora, cuando Fernando termine de despachar. Nos veremos en la sala de reuniones, avísele.
—Bien, don Miguel.
Ana abandonó el despacho de su jefe dejándolo con el gesto de preocupación que se lo encontró. Ella lo conocía bien, llevaban varios años trabajando juntos.
Una llamada de teléfono, que Miguel percibió como un fuerte timbrazo, le sacó de su ensimismamiento. Al otro lado, Ana:
—Don Miguel, le paso una llamada de doña María Luisa.
—Sí, sí, pásemela. Mamá, dime, ¿cómo estás?... Esta noche. De acuerdo. Por la tarde tengo que despachar un par de visitas, después iré a casa y comeré con vosotros. Seguro, mamá. Hasta la noche. Besos.
Miguel, dada su soltería y aunque vivía en su propio apartamento, iba a casa de sus padres casi a diario.
Después de hablar con su madre cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás e intentó relajarse. Estuvo un rato divagando. Al cabo de un tiempo, se distrajo mirando a través de la ventana los naranjos del patio común del edificio. Oyó unos golpes en la puerta. Después, la voz de Ana:
—Don Miguel, cuando quiera. Le esperamos en la sala.
—Voy enseguida.
El abogado se levantó, se ajustó la corbata y estiró los puños de su camisa, buscó en su portafolio el bloc de notas que contenía los detalles que la hermana María Teresa le había contado en su visita al convento, se pasó la mano por el pelo y sin más se dirigió a la sala para reunirse con sus subordinados.
Ya en la sala tomó asiento en un extremo de la mesa. Les miró con poco entusiasmo.
—Acabo de coger un pleito y no sé si he hecho bien. El convento de San Millán está en litigio con una familia que, según las monjas, les niega el derecho a heredar una finca que les dejó uno de sus miembros. Se trata de una hacienda olivar en producción. La familia dice que no hay constancia del hecho y no están dispuestos a ceder la propiedad.
—¿De qué familia se trata? —preguntó Fernando.
—Los Dávila de Fabra.
El ayudante se echó hacia atrás en su asiento y emitió un silbido.
—¿Quién de ellos se supone que ha dejado a las monjas esa hacienda?
—Alberto Dávila. Murió hace un año y medio. Era soltero y no se le conoce descendencia. Se supone que sus propiedades pasarían a sus parientes más cercanos o ascendientes directos. Dos hermanos y una sobrina, hija de su hermana, la menor de la familia. Viven en una de las fincas que poseen en la Vega del Guadalquivir, por Lora del Río. Eso me lo ha contado sor María Teresa.
—¿Algún plan de trabajo? Necesito que me diga qué actuaciones se van a seguir para solicitar permisos, concertar citas y demás cuestiones —preguntó Ana.
—Habrá que consultar el registro de Actas de Última Voluntad en el Ministerio de Justicia. Ah, necesitaremos una nota de la defunción del tal Alberto Dávila.
Miguel quedó pensativo. Luego se dirigió a su secretaria como si se hubiera encendido una luz en su cerebro.
—Consígame una cita con la familia Dávila. Pero no antes de tres o cuatro días. Si es posible, que sea en la finca donde residen, así podré matar varios pájaros de un tiro. Si hay suerte los cojo a todos allí, a ver por dónde respiran.
—Yo me informaré del asunto del testamento —comentó Fernando.
—Perfecto. Lo más importante es saber si hay testamento y si aparecen en él las monjas de San Millán.
—Perdona, Miguel, ¿de qué tipo de testamento estaríamos hablando: abierto, cerrado…?, porque si hizo un testamento ológrafo y la familia lo descubrió, pudieron deshacerse de él para mantener el patrimonio dentro de la casa. Depende de quién fuera el depositario, si lo hay.
—Puede ser, aunque la casa conventual donde viven las hermanas también proviene de la misma familia. Primero fue cedida y luego la recibieron en propiedad en 1930. El propietario era Alberto Dávila, que la había recibido en herencia al morir su padre. La hacienda olivar, que es objeto del actual litigio, no fue suya hasta después de la muerte de su madre.
Ana y Fernando, con cierta extrañeza y casi al unísono, preguntaron:
—Ese hombre, ¿dejó todo eso a las monjas?
Ana hizo una reflexión antes de obtener una respuesta de sus compañeros.
—En aquellos tiempos era casi una costumbre que las familias adineradas regalaran o cedieran parte de sus propiedades a las órdenes religiosas. Pensarían que así expiaban sus pecados.
—U otros favores, quién sabe —puntualizó el ayudante.
—Si hay un testamento cerrado donde se nombraran herederas a las monjas en alguna parte, lo tenemos fácil; pero si no, vamos a sudar. Aunque si lo hubiera ya se lo habrían notificado a las hermanas.
—Sí, así es. Si no hay nada más, me marcho —dijo Fernando haciendo un ademán—. Por cierto, ¿cuánto hace que murió Alberto Dávila?
—Pues, según la monja, un año y medio más o menos. Como te he dicho antes.
—Es importante, ya sabes, por los plazos.
—Páseme al despacho las personas que tengo citadas cuando lleguen. No deben tardar. Y luego, si quiere, puede irse usted también —le comentó a Ana.
—Gracias, don Miguel, me vendría bien, tengo que hacer un par de cosas.
Los tres se levantaron de la mesa y salieron en fila india de la sala de reuniones. Fernando recogió de su escritorio el portafolio, se cambió la americana por una cazadora de entretiempo, se despidió de Ana con un «hasta mañana» y salió a la calle.
Miguel fue a su despacho para atender a los clientes que tenía citados. El joven letrado no podía evitar pensar en su nuevo caso. Una especie de corazonada le producía una incómoda incertidumbre. No tardaría en averiguar por qué aquel caso le producía una extraña sensación de malestar.
CAPÍTULO IV
Miguel entró en su despacho y comenzó a repasar el expediente del asunto cuya visita estaba esperando. Otro caso de herencias.
Ana llamó a la puerta.
—Don Miguel, las personas que esperaba están aquí. Por cierto, necesito los datos del asunto de las monjas para ponerme a ello mañana a primera hora.
—Tenga esta carpeta, están todos los detalles: nombres, fechas. La finca se llama La Carretela.
—Hasta mañana.
—Adiós, Ana. Hasta mañana.
—Pasen al fondo. Don Miguel les espera.
La secretaria salió y cerró la puerta tras de sí. Miguel empezó a despachar con los clientes el asunto que traían entre manos, lo cual le sirvió para despejarse del tema que de momento le preocupaba.
Cuando hubo despachado quedó a solas. Empezó a dar vueltas al asunto de los Dávila. Recordó la entrevista con sor María Teresa. Tenía la sensación de que había detalles que la monja le ocultó.
El abogado recordó la sala donde estaba ubicado el locutorio. Quedó impresionado. Un patrimonio de gran valor. Intentaba ponerse en situación para entender qué razones podrían motivar a alguien a regalar algo así.
Eran las ocho de la tarde. Había quedado con sus padres a comer. Se levantó, se arregló la corbata, tomó su portafolio y se dispuso a dar un paseo hasta el domicilio paterno que se hallaba a quince minutos del bufete, a la otra orilla del Guadalquivir.
Después de cruzar el patio interior del edificio donde tenía su oficina, Miguel salió en dirección a la Plaza del Duque.
Era primavera de 1965. Las terrazas de los bares comenzaban a estar ocupadas por transeúntes que paraban de camino a casa para tomar un aperitivo a base de tapas que abrían el apetito. Algunos comercios, todavía abiertos, despachaban sus mercancías a diestro y siniestro con prisas para cerrar.
Miguel cruzó el castizo puente del Patrocinio. La brisa, proveniente del río, hizo volar sus cabellos y su corbata que, inmediatamente, puso en su sitio. Aceleró el paso. En esa época del año refrescaba por la tarde, la marea vespertina inundaba el aire de azahar.
El letrado era un hombre atractivo, bien parecido, de constitución atlética. A sus casi treinta y cinco años estaba soltero, cosa que su madre se encargaba de recordarle cada vez que tenía ocasión.
Había tenido algunas novias siendo estudiante, nada serio. Primero la carrera, luego el trabajo para asegurarse un porvenir y no haber dado con la mujer adecuada, naturalmente. Miguel se había convertido en un buen partido entre su círculo de amistades.
Llegó a casa de sus padres a eso de las ocho y media de la tarde.
—¡Mamá, papá!
—Aquí, hijo. —Se oyó dentro la voz de su madre.
Los padres de Miguel esperaban en la sala de estar.
María Luisa Mora era una mujer que, incluso a sus casi setenta años, conservaba cierto atractivo.
Félix Vázquez, su padre, algo mayor que su esposa, notario en edad de jubilarse, se resistía a ello. Trabajador incansable, gracias a lo cual, había conseguido una consideración y un gran respeto como profesional y como persona dentro de la clase letrada de Sevilla.
Miguel entró en la sala de estar. Félix solía preguntar a su hijo cómo iban las cosas por el bufete; pero esta vez no tuvo tiempo, su hijo se adelantó. Tomó asiento y empezó a contarle.
—Papá, ¿conoces el convento San Millán, el que está cerca de La Magdalena?
—Sí, ¿por qué?
—Estoy trabajando en un pleito que tienen las monjas a causa de un patrimonio del que se le niega la transmisión. Por lo visto, hay una hacienda que tendría que haber pasado a su propiedad y la familia de la que proviene se niega a cederla. Por cierto, sor María Teresa, la superiora, me ha preguntado si yo era familia de los Vázquez, los abogados. Le dije que era tu hijo, ¿os conocéis?
—Hace tiempo se hicieron en la notaría algunas gestiones a petición de ellas. En relación con la casa conventual. No hubo ningún problema. El entonces dueño de la casa palacio no puso obstáculos a la hora de hacer los trámites.
Félix no quiso mirar a su esposa, imaginaba la expresión de su rostro, y siguió escuchando a su hijo.
—Se trata de la familia Dávila de Fabra nada menos. En aquel tiempo vivía el propietario. Ahora la cosa no pinta bien, en estos momentos con la política enrarecida por el Régimen, no es fácil ni bueno enfrentarse a gente tan pudiente, ya me entiendes, hoy por hoy son los amos.
El veterano notario, después de tragar saliva, le habló a su hijo más que como jurista, como persona y como padre.
—Hijo, te conozco y sé que harás lo que tengas que hacer. Resolverás hasta donde puedas. Por otra parte, no hay motivo para enfrentamiento, en todo caso son las monjas las que litigan con ellos.
—Sí, papá, pero a la hora de elaborar las actuaciones es imposible no indagar, nunca se sabe lo que puedes encontrarte.
María Luisa seguía sentada frente a la televisión, pero no veía ni escuchaba, su mente estaba lejos, muy lejos. En otro momento, en otro lugar.
Eran las nueve de la mañana del domingo, cuando la madre de Miguel Vázquez cruzaba el puente de Triana en dirección a La Magdalena o, mejor dicho, en dirección a la capilla del convento de San Millán, para oír misa.
María Luisa Mora caminaba a paso ligero, ansiaba llegar a la capilla, necesitaba un poco de sosiego en su corazón, y esperaba encontrarlo. Entró en la capilla de San Millán. Se santiguó. Todavía estaban dando la letanía del Rosario que precede a la celebración de la misa. Se arrodilló en uno de los últimos bancos y se llevó las manos cruzadas a la frente en señal de recogimiento. Después de unos instantes levantó la cabeza y miró a su alrededor. Buscaba la figura de una monja a la que hacía mucho tiempo que no veía, tal vez ni apareciera, debía ser muy mayor y a lo mejor su salud no le permitía asistir a la misa ordinaria de esa hora de la mañana.
Comenzó la celebración. No apareció la religiosa a la que esperaba con impaciencia. Cuando empezaba a pensar que se iría sin verla, el sacerdote comenzó a dar la comunión. Entonces apareció la monja por uno de los pasillos laterales, del brazo de una hermana joven.
María Luisa dejó su asiento y fue a comulgar justo detrás de ella. Al volver del altar la buscó con la mirada. Sor María Teresa estaba sentada en un banco junto a la religiosa que la acompañaba, ella se sentó detrás. La monja permanecía con la cabeza baja después de recibir la comunión. Cuando hubieron terminado los cantos y el sacerdote despidió a los feligreses, María Luisa la esperó en el pasillo.
—Buenos días, hermana.
Sor María Teresa miró a la mujer que la saludaba y entornó los ojos para verla con claridad. Al momento, la reconoció.
—¿Doña María Luisa?
—Sí, hermana, la he visto comulgar y he querido saludarla.
La monja la miró con cierta desconfianza. Ella continuó:
—¿Cómo está? Días atrás me refirió mi hijo Miguel, Miguel Vázquez, el abogado, que había estado aquí para tramitar unos asuntos. Me comentó que no se encontraba bien de salud.
Sor María Teresa observó a su interlocutora desde el fondo de sus cansados ojos claros, ya ajados por los años, y le dijo lo que ella había venido a oír:
—Estoy mejor, doña María Luisa. Quédese tranquila, le aseguro que puede estar tranquila.
—No sabe cuánto me agrada oír eso. He querido venir a verla después de que mi hijo nos comentó que usted le había preguntado por la familia.
—Sí, cuando supe su apellido me di cuenta de que se trataba de él. Yo había encomendado la gestión a una de las hermanas encargadas de la administración. Le aconsejaron su bufete.
—Bien, hermana, espero que todo salga como usted quiere, y estoy encantada de haberla saludado. Quede con Dios.
—Que Él la acompañe.
María Luisa Mora encontró a su vieja amiga excesivamente delgada, con un rictus de cansancio que no concordaba con el recuerdo que tenía de ella. Llevaba muchos años sin verla y aunque la monja era muy mayor (debía andar por los ochenta) la notó derrotada, al menos esa fue su impresión. Con todo, se le veía erguida y aún conservaba un atisbo de su antigua arrogancia.
Miguel había pasado el fin de semana repasando los pormenores acerca del pleito de las monjas con la familia Dávila.
El lunes por la mañana llegó al despacho más tarde de lo habitual, no había descansado bien los últimos días. Nada más llegar, Ana le abordó en el pasillo:
—Buenos días, don Miguel. Su cita con los Dávila es el miércoles a las doce del mediodía en la finca La Carretela. Javier Dávila le recibirá en su casa, entre otras cosas porque no está muy bien de salud para desplazarse hasta Sevilla.
—Bueno. A ver qué pasa. Gracias, Ana, buen trabajo.
La secretaria le puso al día de los cambios en la agenda para cuadrar la mañana del miércoles. Miguel preguntó por Fernando.
—Está en los juzgados, estará allí toda la mañana —respondió Ana marchándose a su departamento.
El letrado entró en su despacho y sacó de su cartera un dosier que, durante el fin de semana, había confeccionado con los datos que poseía sobre la familia Dávila de Fabra. Los abogados con los que tendría que pleitear, si hubiera que llegar a los tribunales, eran huesos duros de roer. Por otra parte, sabía que si ganaba este caso pondría a su bufete en una muy buena posición, por lo cual no se dejaría intimidar así como así.
Consultando prensa, archivos, etc., se había hecho con gran cantidad de datos y pormenores de la familia. Se trataba de gente muy influyente, con muchas propiedades inmobiliarias en Sevilla capital y en la Vega del Guadalquivir. Eso sin contar con las tierras que poseían todas en producción. Respecto a sus componentes, se informó de que el tal Alberto Dávila había sido un señorito de su época, soltero, amante de la juerga y de la noche sevillana. Cosa que parecía lógico, atendiendo a la vida que llevaba. El letrado pensó que legaría a las monjas parte de su patrimonio con la pretensión de expiar las culpas por la vida de crápula que había llevado.
Javier Dávila, hermano de Alberto y con quién había quedado para la entrevista del miércoles, era algo más joven, también estaba soltero. Por comentarios de gente que había sondeado sabía que era un hombre solitario y difícil de tratar. Llevaba años retirado en el campo.
Después de dos días preparando la entrevista con los Dávila, el miércoles a las ocho de la mañana Miguel Vázquez entraba en su despacho como de costumbre. Se hallaba inquieto con aquel asunto, había dormido poco y mal y le pidió a Ana que le trajera un café y una aspirina.
—Tenga, don Miguel. ¿No se encuentra bien? —dijo Ana mientras ponía encima de la mesa de su jefe el café y el remedio para su malestar.
—Me duele la cabeza.
—Tenga, una carpeta con los documentos que me pidió. Don Fernando no pasará por aquí, irá directamente a los juzgados —le informó la secretaria.
—Bien, yo repasaré estos papeles y me iré a Lora a la finca de los Dávila.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.