Kitabı oku: «La noche del cometa»

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María Elena Schlesinger


La noche del cometa

© María Elena Schlesinger

© 2017 Editorial Piedrasanta

5.ª calle 7-55 zona 1

Ciudad de Guatemala, Centroamérica

PBX: (502) 2422 7676

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editorialPiedraSanta

@EditorialPiedraSanta

Primera edición: agosto de 2012

Segunda edición: septiembre de 2013

ISBN impreso: 978-9929-562-28-8

ISBN digital: 978-9929-562-38-7

Diseño de cubierta:

Ivan B. von Ahn

María Inés Méndez-Vides Schlesinger

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, registrada o transmitida por ningún sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, fotocopia o cualquier otro medio, sin el permiso previo, por escrito, de Editorial Piedrasanta.

Para Adolfo, siempre.

A mis hijas Ana María, Nina, María Inés,

Ane y Gaby, herederas de mi memoria.

Todo relato es, por definición, infiel. La realidad, como ya dije, no se puede contar ni repetir. Lo único que se puede hacer con la realidad es inventarla de nuevo.

Tomás Eloy Martínez

Hace poco más de cien años, la ciudad de Guatemala era pequeña, cuadriculada, con calles y avenidas trazadas a cordel, rodeada por fincas con potreros y bosques de cipreses y encinos. Era un poblado tranquilo, en donde la gente se reconocía y saludaba por las mañanas con un “buenos días don Felipe, ¿qué tal amaneció?”, o con un “buenas noches tenga usted”, acompañado con un gestito de inclinación de cabeza, si es que ya había caído la tarde y se escuchaba la alharaca de los zanates en los árboles de la Concordia.

Aunque la ciudad seguía siendo pequeña y tranquila, la llegada de los novedosos inventos y avances comenzaron a trastornar la rutina: la cámara del cinematógrafo, el servicio de teléfono con número de tres dígitos, el tranvía jalado por mulas, la locomotora Decauville movida con carbón y la telegrafía. Ocupar el cargo de telegrafista era muy bien visto, porque gozaba del reconocimiento social de los moradores. “Felicitaciones a Anastasio Bran, pues ha sido nombrado telegrafista”, apuntaba la primera página de un matutino de 1899, crónica que dejaba entrever a quién se convertiría con el tiempo en el confesor y confidente de los vecinos.

En la Plaza Central o en el Bulevar 30 de Octubre se paseaban personajes ilustres como el doctor Rodolfo Robles, a quien se identificaba como el sabio Robles por sus investigaciones científicas. O el doctor Toledo, quien gozaba de fama por tener un excelente ojo clínico. “Aquí huele a pulmonía”, decía al no más poner un pie en la habitación de un paciente enfiebrado y con dolor de espalda. Fue el doctor Rodolfo Robles quien, después de realizar numerosas investigaciones con campesinos enfermos, descubrió, el 18 de enero de 1917, el parásito de la erisipela de la costa, causante de una fatal ceguera que aquejaba a los indígenas cortadores de café y caña.

En el Portal del Señor se ubicaban los turcos con sus ventas de telas, anteojos y perfumes, y también la refresquería La Chicharra, donde servían vasos de refresco de piña y horchata, bocadillos de matagusano, toronja, cocadas y bolsitas de barquillos.

La ciudad contaba a principio del siglo XX con un asilo para locos o manicomio, y un hospicio, cuyos niños fueron los consentidos de don Manuel Estrada Cabrera, personaje gótico de nuestra historia, quien mitigaba su conciencia de tirano implacable extendiendo su mano a los huérfanos desvalidos, a los que se les miraba después de misa caminando por el Calvario, más corriendo que andando, en fila, en parejas y uniformados con gabachitas a cuadros verdes, felices de la vida y sonrientes, porque los domingos la salida a ver la calle era su dicha...

I.

Árbol de tinta

Viaje de regreso

El abuelo aceptó a regañadientes y muy a su pesar la invitación hecha por su hermano para pasar unos días de temporada en una casa de descanso que tenían en Tecpán. Convencerlo de realizar aquel viaje había costado mucho, ya que siempre encontraba alguna excusa o razón importante para aplazar la salida. Su hermano le aseguraba que lo disfrutaría gracias a lo benévolo del clima frío, al aire puro, a las extensas pinadas y a la tranquilidad absoluta que reinaba en Tecpán.

Para el abuelo, eso de dejar su casa del Callejón Normal le parecía casi una tragedia. Era un hombre de costumbres sencillas, casi espartanas, el caldo caliente con verduras y culantro, y el dulce de guayaba servido en traste de peltre para la hora del almuerzo, siempre a las doce. Las gárgaras de agua de mentol después de las comidas y la costumbre diaria de reunirse con dos de sus amigos, siempre los mismos, cerca del Palace Hotel, vistiendo traje completo, sombrero redondo y bastón, y caminar juntos platicando de mil cosas hacia la Sexta Avenida, para revisar despacio y sin prisa las carteleras de los cines y entrar a la función de las cuatro de la tarde.

Mi abuelo se llamaba Dámaso y había viajado en los primeros zeppelines de pasajeros antes de que algunos explotaran en el aire y se prohibieran. Siempre le preocuparon mucho los asuntos del tiempo y las distancias, y allá a principios de los años veinte aseguraba convencido, mientras acariciaba a su loro y se entretenía mirando los arabescos de colores en su caleidoscopio, que un día se podría desayunar en Guatemala, almorzar en París, en plenos Campos Elíseos, y regresar a dormir a su casa. “Serán tiempos increíbles”, afirmaba el abuelo de manera rotunda, asustando al loro que revoloteaba a refugiarse a la cocina.

Lo que más le mortificaba de salir de viaje era dejar su casa y su cama. Por eso, cuando le prometió a su hermano que llegaría a visitarlo a Tecpán, inició los preparativos y el equipaje con una semana de anticipación. Un día antes de su partida llegó a la entrada de la casa un viejo camión de mudanzas, el cual se encargó de llevar los objetos personales del abuelo para la semana que estaría fuera. Primero subieron la cama de latón con su colchoneta de algodón de rayitas rojas y azules, los cuatro almohadones de plumas, varios ponchos imitación de piel de oso, la mesa de noche de dos compartimientos, uno superior y el especial para la bacinica y las graditas de madera que utilizaba para subir a la cama porque era bajo de estatura. Una maleta de cuero con sus enseres de higiene personal, con cepillo de dientes, el tónico para la garganta, tarro de afeitar y navajas, jabón Pears, un frasco de vidrio con agua de lavanda, junto a sus siete camisas blancas enyuquilladas, cuatro pantalones de casimir gris, dos sacos y las respectivas siete corbatas para la semana. Una bufanda para el frío de Tecpán y una caja de botellas de vino tinto francés para obsequiarle a su hermano por las atenciones. También llevaba una tableta grandota de jalea de guayaba “para que no le falte su postre en el viaje”, le había dicho la abuela antes de partir, además de un tomo empastado en cuero café con las obras de Pepe Batres Montúfar que el abuelo disfrutaba leyendo cuando le daba resfrío o mal de panza y no podía salir al cine.

Un taxi llegó a recoger a mi abuelo temprano en la mañana de un día despejado de noviembre. Mi abuela y mi tía Lucita salieron a despedirlo a la puerta y no entraron de vuelta sino hasta cuando se convencieron de que el abuelo se había marchado y que el auto en que viajaba había cruzado la esquina de la Segunda Avenida, frente al Paraninfo.

Como a las ocho de la noche de ese mismo día se oyeron dos grandes toquidos en el portón de la casa del Callejón Normal. “Es mi papá”, dijo mi tía incrédula. “No puede ser”, dijo la abuela. Y así fue. Mi abuelo estaba de regreso en su casa, feliz y contento después de haber realizado la hazaña. Había llegado a Tecpán a mediodía, con tiempo suficiente para almorzar con sus parientes. Obsequió el vino a su hermano y le agradeció sinceramente por tanta deferencia y dio un discurso de pie, copa en mano, a la hora del postre. Visitó el bosque, disfrutó del clima, se puso la bufanda y oyó el ruido que hace el aire al chocar con las ramas de los pinos. Todo le pareció precioso y encantador, pero a eso de las cuatro de la tarde se despidió y dijo que muchas gracias, pero que realmente no podía quedarse. De nada valieron los ruegos y las súplicas. Mi abuelo abandonó Tecpán aliviado, diciendo adiós con un pañuelo por la ventanilla del camión destartalado de la mudanza, junto con su cama de latón, el colchón de rayitas y la mesita de noche con todo y su bacinica de peltre.

El árbol de tinta

No recuerdo bien su nombre, pero sé que lo llamaban Jovencito Ruiz Lira y que vivía cerca de la iglesia de la Merced en una casa grande de paredes descascaradas de color amarillo canario. Era de baja estatura, pelo más bien quishpinudo y usaba unos anteojos redonditos y gruesos que solo se quitaba los días que se reunía con los muchachos de la cuadra para jugar pelota en los campos del Gallito. Se le miraba siempre serio y apurado, caminando de arriba para abajo por el Callejón de Jesús, por la Calle de Santa Rosa o por el Callejón del Fino, cargando bultos de ropa ajena que llevaba enrollada en una sábana de tela blanca, para que su madre la lavara y planchara en casa. Era un oficio duro, pero al Jovencito Ruiz Lira parecía agradarle pues se entretenía entrando a las grandes casas del barrio, con sus patios repletos de geranios y colas, y observar detenidamente las cosas fascinantes que sucedían adentro.

Así, llevando y trayendo bultos de ropa ajena, llegó a la casa de los Barnoya, la que está frente a la iglesia de Santa Rosa. Pasó adelante y, mientras le contaban las piezas de ropa planchada, vio que había revuelo y bullicio en la cocina. Las mujeres de la casa preparaban una masa amarilla con achiote y pastitas blancas de trigo, y rellenos de manjares de leche con canela, de verduras y sardinas para hornear, empanadas y rosquetes. Entonces, Ruiz Lira imaginó la fiesta, de esas bulliciosas y alegres, en las que echan pino en el piso y contratan marimba. Tal vez un cumpleaños o comunión, pensó, como cuando adornan los patios y corredores con palomitas y flecos. Habrían muchas sillas y mesas en el corredor y quizás servirían refresco de carambola u horchata de pepitoria. Y mientras sus pensamientos volaban, Ruiz Lira advirtió el aroma de las empanadas y los rosquetes que en ese momento salían del horno de leña.

En otra ocasión, en el Callejón del Fino, recogió un bulto de ropa en una casa extraña y misteriosa. La casa pintada de azul le asustaba un poco porque estaba repleta de cosas viejas y empolvadas: libros de lomos rojos con letras doradas, muebles de patas grandes como gigantes, espadas y algunas armaduras colgando de la pared. Un día, cuando entregaba las sábanas y sobrefundas enyuquilladas y olorosas de azulillo en aquella casa del Callejón del Fino, contempló a un joven, de mirada triste, a quien todos llamaban “poeta”. Según se enteró luego, aquel muchacho se llamaba Manuel José Arce, quien desde muy pequeño se pasaba las horas leyendo libros debajo de un gran palo de morro, en medio del patio de su casa.

Pero había una casa que el Jovencito Ruiz Lira imaginaba maravillosa, inmensa, casi tan grande como un castillo o una catedral, a una cuadra de la Merced. Tenía un gran portón de madera de caoba con un tocador de mano de león. El Jovencito Ruiz Lira llegaba con miedo a la casa de la Merced, como la llamaban todos entonces. Un mozo le abría la puerta y le indicaba que permaneciera sentado en la banca de piedra adosada a la pared derecha del zaguán. Al fondo se miraba un patio repleto de plantas y flores rojas y amarillas, un corredor con sus bancas de madera y una pila que no dejaba de escupir agua. Pedía, entonces, el mandado de su madre: veinte hojas del árbol de tinta para remojar la ropa.

Un día, allí, sentado, esperando las hojas de tinta, escuchó tres toquidos fuertes en el gran portón. La paz de la casa se convirtió en revuelo y todo el mundo —empleadas, la señora y las hijas de la casa— comenzó a correr de un lado al otro. Una pidió a gritos el agua fría de la jícara de barro. Las otras, las tortillas calientes del comal, la salsa espesa de chiltepe y el caldo hirviendo de pollo con verduras, porque los toquidos eran la seña de que pronto llegaría una visita importante.

Sentado en la banca, sin decir palabra, el Jovencito Ruiz Lira vio cómo se abrían las puertas del castillo; cómo corrían más de diez muchachos descalzos a detener a la bestia, y cómo desmontaba de un enorme caballo blanco el Mariscal Zavala, quien aquel día almorzaría con sus primas en la casona inmensa de la Merced.

Sobre viajes y viajeros

Viajar por Guatemala, hace poco más de un siglo, era una cosa muy seria. La salida se preparaba con antelación y esmero, y se debía estar joven y en buena salud para aguantar las largas jornadas en tren, carruaje, lomo de mula o semoviente e inclusive a pie, dado el estado de los caminos de herradura, veredas o rutas de cabra.

Ir a la Antigua en diligencia, por ejemplo, tomaba más de ocho horas. Se salía temprano, a eso de las seis de la mañana, del Establo de Schuman en el Callejón de la Cruz, y llegaban a la pila de la Concepción como a las dos de la tarde.

Era mejor viajar en la temporada seca del año pues las bestias caminaban sin dificultad por los caminos aunque los viajeros sufrían tragando polvo, por lo cual, entre sus menesteres, llevaban a la mano botellas o tecomates con agua y varios pañuelos que humedecían para cubrirse nariz y boca.

En tiempos de lluvias, la cosa se ponía color de hormiga para los viajantes, cocheros y semovientes porque nomás se salía del empedrado de la ciudad de Guatemala, sobre el camino que conducía al Occidente de la República, las bestias se hundían hasta la barriga en las zanjas y lodazales, provocando grandes atascaderos. Entonces no había más remedio que el viajero, muchas veces vestido de punta en blanco o con jerga o tela de lujo, se quitara el saco y se arremangara las mangas de la camisa enyuquillada y ayudara a jalar las bestias junto al cochero.

Los vendedores de géneros, trastes y medicinas fueron los primeros exploradores de nuestra escarpada geografía. Iban de poblado en poblado ofreciendo sus baratijas y menjurjes como Dios les diera licencia: ratitos a pie y otros a lomo de mula, caballo o carruaje cuando se trataba de ciudades. En las crónicas de viaje de la época, cuentan aquellos primitivos comerciantes que visitaban el área de las Verapaces, que llegaban hasta las pequeñas aldeas caminando por veredas de herradura y vericuetos hasta arribar a los poblados en donde los vendedores de valijitas negras hablaban con señas a los nativos, quienes no entendían una sola palabra de español.

Aquellos viajeros iban de un lado a otro a merced de la hospitalidad y la buena voluntad de los parroquianos, quienes compartían siempre una hamaca, el resguardo de su fuego y la escasa comida. Según contaban, bastaba el “Ave María purísima” para que se le abrieran las puertas de la casa o finca al forastero, quien muchas veces, a la luz del fogón, informaba sobre los infortunios o prodigios que se sucedían en aquel lejanísimo lugar que era entonces la capital. “El mes pasado bajó del cielo en una máquina voladora”, contaba, “de ésas que llaman aeroplano, un hombre alto y canche llamado François Duraford. El piloto era un suizo y con su nave dio varias vueltas por el cielo. Luego, descendió en un descampado llamado Campo de Marte, ante el asombro de varios mirones. Allí estaba yo. La nave parecía una enorme mariposa de hierro”.

Sobre viajes y viajerosViajar

por Guatemala, hace poco más de un siglo, era una cosa muy seria. La salida se preparaba con antelación y esmero, y se debía estar joven y en buena salud para aguantar las largas jornadas en tren, carruaje, lomo de mula o semoviente e inclusive a pie, dado el estado de los caminos de herradura, veredas o rutas de cabra.

Ir a la Antigua en diligencia, por ejemplo, tomaba más de ocho horas. Se salía temprano, a eso de las seis de la mañana, del Establo de Schuman en el Callejón de la Cruz, y llegaban a la pila de la Concepción como a las dos de la tarde.

Era mejor viajar en la temporada seca del año pues las bestias caminaban sin dificultad por los caminos aunque los viajeros sufrían tragando polvo, por lo cual, entre sus menesteres, llevaban a la mano botellas o tecomates con agua y varios pañuelos que humedecían para cubrirse nariz y boca.

En tiempos de lluvias, la cosa se ponía color de hormiga para los viajantes, cocheros y semovientes porque nomás se salía del empedrado de la ciudad de Guatemala, sobre el camino que conducía al Occidente de la República, las bestias se hundían hasta la barriga en las zanjas y lodazales, provocando grandes atascaderos. Entonces no había más remedio que el viajero, muchas veces vestido de punta en blanco o con jerga o tela de lujo, se quitara el saco y se arremangara las mangas de la camisa enyuquillada y ayudara a jalar las bestias junto al cochero.

Los vendedores de géneros, trastes y medicinas fueron los primeros exploradores de nuestra escarpada geografía. Iban de poblado en poblado ofreciendo sus baratijas y menjurjes como Dios les diera licencia: ratitos a pie y otros a lomo de mula, caballo o carruaje cuando se trataba de ciudades. En las crónicas de viaje de la época, cuentan aquellos primitivos comerciantes que visitaban el área de las Verapaces, que llegaban hasta las pequeñas aldeas caminando por veredas de herradura y vericuetos hasta arribar a los poblados en donde los vendedores de valijitas negras hablaban con señas a los nativos, quienes no entendían una sola palabra de español.

Aquellos viajeros iban de un lado a otro a merced de la hospitalidad y la buena voluntad de los parroquianos, quienes compartían siempre una hamaca, el resguardo de su fuego y la escasa comida. Según contaban, bastaba el “Ave María purísima” para que se le abrieran las puertas de la casa o finca al forastero, quien muchas veces, a la luz del fogón, informaba sobre los infortunios o prodigios que se sucedían en aquel lejanísimo lugar que era entonces la capital. “El mes pasado bajó del cielo en una máquina voladora”, contaba, “de ésas que llaman aeroplano, un hombre alto y canche llamado François Duraford. El piloto era un suizo y con su nave dio varias vueltas por el cielo. Luego, descendió en un descampado llamado Campo de Marte, ante el asombro de varios mirones. Allí estaba yo. La nave parecía una enorme mariposa de hierro”.

Los carretones de bueyes

Los carretones de bueyes llegaban a golpe de rueda a la ciudad, tempranito en la mañana, por el camino viejo de Mixco, por las empinadas laderas de Puerta Parada, o por la senda que va al Oriente, procedentes de los llanos y potreros cercanos al río Las Vacas.

Los bueyes caminaban despacio, espantándose de vez en cuando las moscas con su cola peluda. Un mozo andaba descalzo al lado de las bestias, y los iba azuzando con un varejón de membrillo, picándoles los ojos para que la yunta avanzara y aligerara el paso, “aaaarrre bueyes, aaaarrre bestias”, mientras las ruedas de madera golpeaban el empedrado de las calles y la carreta se bamboleaba de un lado al otro como si fuera lancha.

A la casa del Callejón Normal llegaba cada semana la carreta de bueyes de la Finca El Naranjo con la leña de encino que se usaba en el poyo de la cocina. “Yaaaaa llegooó la leeeñaaa”, gritaba Joaquín, mientras el portón de madera de la casa se abría de par en par para que los mozos bajaran las tareas de leña del carretón. Llevaban el cargamento en sus hombros, protegiéndose del peso con un costal, y lo colocaban apilado en el segundo patio de la casa.

Manuela era la encargada de llevar la cuenta de las tareas, que eran apiladas junto a la pared que daba a la cocina mientras ella marcaba pequeñas rayitas en la pared con un carbón, contando la compra adquirida.

Por muchos años la carreta de bueyes de la Finca El Naranjo entregó la leña en la casa de los abuelos, en tiempos cuando el agua que caía en la única bañera de la casa se calentaba también en la estufa de leños, por medio de una tubería de metal que pasaba por el fogón de la cocina.

La carreta partía rumbo al Gallito por el camino que llevaba al cementerio nuevo, para llegar antes del atardecer al Naranjo. “Ya se fueron los animales” gritaba Joaquín desde el zaguán de la casa. Entonces aparecía Manuela corriendito, con un guacal de peltre en la mano, a recoger con una palita el excremento de las bestias, “porque no hay como el popó de buey para abonar la tierra” decía, “para que crezca bonito el palo de anonas y la mata de güisquil”.

La noche del cometa

En el segundo patio había una escalera que llevaba a una terraza pequeña desde donde se podían contemplar los volcanes y las torres achatadas que custodiaban la iglesia de Santo Domingo. Era el lugar más alto de la casa, en donde a veces descansaban las palomas que llegaban desde la Catedral, y en los días despejados de enero se podían ver hasta los montes de Mixco. Era una especie de torre, solitaria y silenciosa, en la cual el niño se pasaba muchas horas de la noche alumbrándose con una lámpara de gas, tirado en el suelo, dibujando en una hoja grande de papel las estrellas, la luna y sus constelaciones.

Siempre le sedujeron el firmamento, las estrellas y las lunas, y fue por eso que cuando su padre le regaló un par de binoculares de marca alemana para que pudiera observar mejor el paso del cometa Halley por Guatemala, se sintió completamente dichoso.

Había oído hablar tanto del cometa que ya sabía de memoria su recorrido, cuándo sería su aparición más brillante por París y Guatemala, y cuándo regresaría de nuevo a la Tierra, cosa que según sus cálculos ya no verían sus ojos, porque los astrónomos aseguraban que el Halley aparecería nuevamente hasta 1986. “Tal vez mis hijos o mis nietos lo verán como lo haré yo”, pensaba, “ya que la vida no nos alcanza para tanto”.

Muchos días antes de la llegada del cometa, el niño se entretuvo coleccionando información sobre el Halley. Le espantó la noticia dada por los astrónomos de la Universidad de Chicago en la cual afirmaban haber descubierto que la cola del cometa traía un gas de color verde ponzoñoso que podría contaminar la Tierra. Leyó también que en Nueva York fabricaban píldoras azules de cometa, pero lo que más impresionó su mente de niño fue la teoría de un astrólogo húngaro que aseguraba que el astro era aquella luminosa estrella que había guiado a los magos de Oriente a su llegada a Belén.

Le conmovía hasta las lágrimas pensar que tendría la oportunidad única de ver al Halley con sus propios ojos, en su paso cercanísimo por la Tierra y que su inmensa cola, de más de treinta millones de kilómetros, iluminaría como nunca antes el firmamento entero, desde el horizonte hasta el cénit. Sería el mejor y más increíble de los avistamientos, pensaba.

El niño preparó con tiempo suficiente todo para poder apreciar el paso luminoso del cometa por Guatemala desde su pequeño altillo. Una silla alta que usaban en la cocina para alcanzar los peroles, dos ponchos gruesos, el termo para el té caliente, una lámpara de gas para la espera, y su diario, una pequeña libretita negra en donde apuntó la fecha, Ciudad de Guatemala, madrugada del 18 de mayo de 1910. Día feliz y esperado cuando veré por fin el paso del cometa Halley.

Aquel niño se llamaba Luis y era mi padre. Él nos contaba siempre la historia del paso del cometa, y de la noche previa a su avistamiento en los cielos. De los nervios que le hacían tiritar sus dientes y de la orden expresa que le dieron sus padres de irse a dormir temprano para que pudiera levantarse sin problema de madrugada. Obedeció, pero no quiso ponerse pijama ni meterse entre los ponchos. Se quedó vestido con bufanda y gorro de lana, y en su pequeño diario apuntó con lujo de detalles los últimos sucesos del día, la hora en que se acostó en la cama, el paso del sereno a eso de las diez y sus nervios.

No podía conciliar el sueño. Despierto en la cama imaginó la ruta que utilizaron los magos de Oriente en su travesía por Egipto guiados por la estrella luminosa. Las constelaciones que atravesaría su cometa antes de la llegada a la Tierra, y los espacios siderales e infinitos que visitaría al alejarse. Ya a medianoche, vio por la ventana que el cielo estaba despejado, lo que le auguraba que el cometa se vería con toda nitidez, según la última anotación que dejó apuntada en su diario.

Mi padre cayó dormido al filo de la medianoche. Un sueño profundo le impidió oír el despertador de campanas que había dejado debajo de la almohada. Nunca se lo perdonó. Nunca se perdonó aquel sueño que le impidió contemplar la noche del 18 de mayo de 1910 el paso del flamante y luminoso cometa Halley, atravesando los cielos despejados de Guatemala.

El primer aeronauta

La noticia se dio a conocer en Guatemala, a principios del mes de enero de 1848, en nota periodística del Diario de Centro América. “Con mucho entusiasmo se anuncia” decía, “que próximamente arribará a la ciudad capital, el famoso aeronauta, el señor don José María Flores, quien con la intrepidez del caso, volará por los aires patrios en un enorme globo”. “El señor Flores” apuntaba aquel diario, “llegará muy pronto a nuestra patria, trayendo consigo, dentro de un enorme baúl forrado de piel, el globo con el que realizará su proeza”.

El vespertino advertía que la ascensión del aeronauta Flores sería un espectáculo único en su género, nunca antes presenciado en Guatemala, por lo que se invitaba al público en general a asistir el 30 de enero a la Plaza de Toros.

La noticia corrió de boca en boca por todo lo largo y ancho de la ciudad, por los potreros y pastizales del antiguo pueblo de La Ermita hasta el Guarda Viejo; de la Villa de Guadalupe hasta Jocotenango. Se comentaba el arribo a Guatemala del valiente personaje que surcaría los cielos en su inmenso globo de tela. Se preguntaban de qué tamaño sería y cómo lograba transportarlo, doblándolo perfectamente para que cupiera sin problema dentro de aquel baúl afelpado y especial. Pero ante todo, se preguntaban los vecinos de la pequeña ciudad de Guatemala, cómo haría el aeronauta para esquivar a los zanates, a los zopes y a las golondrinas en su vuelo por los cielos azules.

El viajero del espacio no se dejó ver sino hasta el día señalado. Esa mañana, un convite acompañado por la banda marcial anunció que en la tarde se elevaría por los aires, en su flamante globo, el audaz don José María Flores, hazaña única en su tipo; que había asombrado a ciudades tan importantes como París, Buenos Aires y San Miguel en el vecino país de El Salvador.

La gente comenzó a llenar la Plaza de Toros desde las primeras horas de la tarde, y los que no tuvieron para pagar la entrada se amontonaron en unos cerritos cercanos a la iglesia del Calvario, conocido con el nombre de “El Cielito”. Otros, los que prefirieron la comodidad de sus casas, subieron a sus tejados y se colocaron en donde por las tardes toman el sol los zanates.

A las cuatro en punto llegó el presidente de la República vestido con su traje de general de mil batallas y saludó a la concurrencia. El general Carrera no se perdía evento, y menos uno tan extraordinario como éste por lo que poco a poco, el palco presidencial y sus alrededores se fueron llenando con los de funcionarios del gobierno, quienes imitando al mandatario, cerraron sus despachos temprano para ver la ascensión.

El aeronauta Flores entró a la arena y saludó a su público con una inflexión de cintura. Dio una vuelta por el ruedo con las brazos levantados y las manos extendidas en señal de triunfo, mientras la gente lo ovacionaba. “Suerte, suerte, que tengas mucha suerte”, le gritaban.

En medio del estruendoso aplauso y del griterío, muchos se persignaban una y otra vez como para espantar el maleficio y los malos pensamientos, intuyendo el peligro y el atrevimiento de la hazaña, rogando encarecidamente a Dios que Flores se hubiera confesado en la mañana y que ojalá alguien le hubiera regalado el escapulario bendito de la Virgen del Carmen para que estuviera bien acompañado en su viaje por las alturas chapinas.

Dentro del ruedo, sobre la arena de la plaza, varios mozos ayudaron al aeronauta en la preparación del globo. Comprobaron que la nave de tela estuviera lista, bien inflada y sin ningún desperfecto. Que los mecates estuvieran bien amarrados y tensos; que el combustible fuera suficiente, la tea encendida y todo en su justo lugar; en dos palabras, listo para dar inicio al ascenso.

A las cuatro y media de la tarde, el intrépido se colocó una gorra en la cabeza, la abrochó alrededor de la cara y se enfundó los guantes de cuero. Movió los dedos varias veces como para desentumecerlos y saludó una vez más. El público no le apartaba la mirada de encima y los ancianos se persignaron. “Él no se encomendó”, comentaron unos. “Mala seña”, añadieron otros.

La banda tocó una fanfarria y la gente se entusiasmó con la fiesta, mientras el globo, alentado por las bocanadas de fuego del soplete, comenzó su ascenso lento por los cielos al tiempo que Flores saludaba con la mano a la concurrencia. Los señores, señoras, niños y niñas siguieron con la mirada la trayectoria del globo y abrieron sus bocotas de hipopótamo ante el prodigio. El cielo estaba despejado y el globo se fue para arriba, nítido, suave, volandito, hasta alcanzar los quinientos metros, cuando se escuchó la voz de alerta entre el público gritando ¡fuego, fuego!

Ante los ojos incrédulos de decenas de personas, las llamas comenzaron a devorar el globo. Primero los lazos que sostenían la canasta. Luego el manteado rojo y blanco y la gran cesta de mimbre en donde iba el aeronauta José María Flores. Todos vieron conmovidos cómo la canasta se desplomaba cortando los aires en una vertiginosa caída libre, hasta hacerse pedacitos en los terrenos baldíos cercanos a la estación del ferrocarril.

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182 s. 5 illüstrasyon
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9789929562387
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