Kitabı oku: «Diosidencias hacia la luz»
Primera edición septiembre 2021
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Fotografía de portada: ©María Eugenia Muñiz
En algún lugar del Camino Francés hacia Santiago de Compostela
Fotografía de contraportada: ©María Eugenia Muñiz
Basílica del Santo Sepulcro - Jerusalén
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María Eugenia Muñiz / una mirada distinta
Cuando una crisis profunda trastoca tu vida y tocas fondo, quedan dos opciones posibles: o te hundes en la oscuridad de un pozo sin fin, o confías en que lo que sucede conviene, para cambiar todas aquellas cosas de tu existencia que no te dejaban encontrar la paz. Si esa crisis va acompañada de la Fe, es posible transitar el dolor que muchas veces es inevitable, con sabiduría para elegir entre las opciones que se te presenten, entendimiento para comprender y no ofuscarse, y fortaleza para no desfallecer, antes de que llegue el tan anunciado final.
Ocho años transcurrieron desde que tuviera que llegar ese punto de inflexión en mi vida, ese cambio de mirada, para darme cuenta de que alguien había señalado el camino con sus huellas, y alguien también, con mucha sutileza, fue delimitando con unas inesperadas rosas. Lastimarte y sufrir con las espinas durante el recorrido, es casi imposible de evitar. Enojarse, resentirse y resistirse es previsible, pero opcional.
La paz, solo es posible, cuando sigues ese camino que te guía hacia a Dios, para algún día poder llegar a ver y sentir esa luz que nuestros seres queridos que se han adelantado en la partida ya han visto, y sin dudas, gozan.
Compartir mi experiencia con quien lea estas páginas tiene como finalidad dar testimonio de cómo Dios me abrazó para rescatarme, cuando más perdida me sentía, y cómo a partir de ese abrazo, me fue otorgando distintas herramientas, para poder retomar la marcha con una inesperada fortaleza, que me permitirían enfrentar nuevos e inesperados desafíos… aquellos que serían los más tristes y dolorosos de toda mi vida.
Prólogo / Ángeles que nunca fallan y jamás olvidan
¿A qué sabe un vaso de vino? Imaginemos que nunca lo hemos probado y preguntamos a qué sabe. Por muchas palabras que nos quieran describir, hasta que no experimentamos y no lo hacemos vida, no sabemos a qué sabe. Lo mismo pasa con la experiencia de Dios: podemos leer, escuchar, pero las personas que tienen esa experiencia brillan entre la multitud.
María Eugenia vivió una experiencia de Dios, que se podría decir que fue de alto impacto, lo que hizo que su vida a partir de ese día, cambiara para siempre.
Iñaki, su hijo, llegó a la vida de su madre para ayudar en ese cambio y terminar de transformarla. Su paz y su amor la guiaron de forma sutil a mantenerse en el camino. Luego partió de este mundo, pero aún así brilló, y supo transmitir a su madre esa experiencia de Dios, a pesar de la ausencia.
No sabemos el vacío que puede dejar una persona, hasta que se marcha… La vida nos pone en situaciones límites y, en ocasiones, no encontramos el sentido de la vida, cuando una persona muy querida nos dice adiós. Si ese adiós es repentino y sientes que no te ha dado tiempo a despedirte, entonces el tránsito a esa paz tan anhelada se hace pedregoso, difícil de caminar.
Las despedidas deberían ser pausadas y profundas, es lo que siempre pedimos a Dios, pese a lo inevitable de la vida, que es la muerte. Pero no somos nosotros los que elegimos la manera de cómo partir a la casa del Padre. Solo Él sabe el momento idóneo, por muy duro que lo sintamos. Debemos vivirlo como un plan mejor, que tiene reservado para unos pocos. Algunos tenemos que llegar a la meta final con más experiencias de vida y de fe, pero otras personas, como Iñaki, aprendieron todo lo que Dios consideraba como necesario, y por esa razón, marchan pronto.
El camino de aprender en la Fe, de saber que nos encontraremos con nuestros ángeles al final de nuestra vida, no es una tarea fácil. Las señales que recibimos de ellos, no siempre son nítidas o fácilmente interpretables, pero en lo importante se hacen muy visibles. Los ángeles nos acompañan en los momentos buenos, pero también en los menos buenos, porque solo ellos saben con su experiencia, que en las dificultades está la gracia, los frutos y la transformación verdadera del corazón.
En el mundo terrenal nos volvemos algo egoístas, porque echamos de menos esa presencia que nos hace insoportable el día a día, sin ser conscientes que cada uno de nosotros tenemos nuestra propia historia de salvación, única e irrepetible. No podemos, entonces, ver la vida con ojos mundanos, debemos verla con ojos de trascendencia, de una trascendencia que nos traspasa y que no logramos descifrar. El lenguaje de Dios no es el mismo que el nuestro, no intentemos entender este lenguaje desde nuestro idioma, porque nos frustraremos.
La mirada tiene que ser alta, al Padre. También tenemos que entrenar una mirada protectora y tierna como la de nuestra Madre. Ella también sabe consolarnos en los momentos de mayor orfandad.
La historia de María Eugenia e Iñaki es una historia de amor, de una despedida que, aunque pudiera parecer fortuita a ojos de cualquiera, no lo es. A ojos de Dios, ellos venían acompañándose en un largo viaje. En el viaje de nuestras vidas estamos acompañados de ángeles que, como Iñaki, se muestran prudentes pero a la vez alegres. Son protectores, pero a su vez te dejan la libertad para equivocarte. Percibir ángeles que brillan entre tanta oscuridad, y que nos transmiten esa experiencia de Dios, es muy necesario en estos tiempos que corren. Ángeles que nunca te fallan, siempre te cuidan, siempre te esperan, jamás te olvidan.
Alba Montalvo Iniesta Periodista y comunicadora
Mater Mundi TV - Madrid
Prólogo
Quien a lo largo de su vida no haya experimentado aún, como un vendaval interior que todo lo azota; quien no haya sentido que se desvanece el suelo que pisa, y toda su existencia queda flotando en el vacío; quien no se haya sentido aún, desbancado en sus seguridades y en sus certezas, aunque sea una vez, aunque sea por brevísimos segundos, entonces quizás, no esté preparado para caminar junto a María Eugenia por este tránsito por el que ella, nos invita a acompañarla.
«Pero para el delirio no hay explicación. Tarde o temprano irrumpe en todas las vidas… y quizá sea muy pobre la existencia que no se ha visto arrastrada al menos una vez por la tormenta del delirio, la vida que no ha sufrido las sacudidas de un terremoto hasta en sus cimientos o la fuerza de un tornado, que arranca las tejas con un rugido y que revuelve en un momento todo lo que la razón y el carácter han mantenido en orden hasta entonces».
La mujer Justa de Sandor Márai.
¿Es que acaso puede haber otra intencionalidad al pasar nuestros ojos por estos signos negros que se presentan sobre el frío papel o la pétrea pantalla, que la de acompañar a la autora a navegar por sus mares interiores, como quien sube a una barca ajena, y es invitado a sentarse cómoda y simplemente a disfrutar del paisaje?
Quien empiece a leer esta historia, aunque sea por mera curiosidad, se verá tentado a coger de la mano a la autora como si la conociera de toda la vida. Se dolerá en sus dolores y gozará en su gozo, o bien se subirá al pedestal de su ignorante soberbia y, desde esa enana altura, pretenderá juzgarla, con la saña y la violencia con la que no se atreve a juzgarse a sí mismo: son dos reacciones posibles. La que seguro no tendrá lugar, es la indiferencia. Cada uno tiene sus vendavales interiores y cada uno sale de ellos, como puede.
En este caso, una mujer sencilla de tierna mirada decide abrir su corazón y compartir este camino por el que ella pasó, dejándonos a nosotros la oportunidad de revisar nuestros propios abismos y la valentía que tenemos, o no, para pasar por ellos.
Quien pretenda sacar conclusiones de esta experiencia contada, a mi modo de ver, se equivoca, pues en todo caso las conclusiones solo le pertenecen a la autora quien, con seguridad, seguirá cada día sacándolas a su luz.
Que cada uno saque sus propias conclusiones sobre su propia historia y se sienta invitado a aceptar la ayuda de los ángeles que transitan por nuestras vidas: esa es la invitación que subyace en este relato tan fotográfico, como vital.
Quien tenga un corazón abierto y unos cuantos dolores que hayan pasado por él, podrá verse retratado en este tránsito. Si es valiente se lanzará a transitar su propio camino; y si además es honesto, encontrará también su alma gemela y a los ángeles enviados para acompañarle en este, más o menos largo transitar, al que llamamos vida.
Por último me viene del corazón, directo a la garganta, un sencillo: «¡Gracias, Eugenia, por haber abierto tu coraza/corazón!»
Simplemente, ¡gracias por compartirlo!
Alejandro Meyniel
Primera etapa del camino
~Una mirada al punto de partida~
Nací y crecí en una familia católica, pero no practicante. Cursé el primer y segundo grado de la escuela en un colegio público. Cuando iba a comenzar el tercer grado, mis padres nos cambiaron a mi hermana y a mí a un colegio católico de monjas, con fama de ser muy estrictas. No puedo recordar si ese cambio me daba igual o si me hacía feliz, pero lo que sí recuerdo es que, unos pocos días después de que empezaran las clases, mi abuelo paterno sufrió una descompensación que lo condujo al hospital. Mis padres nos dejaron en casa para llegar hasta allí lo más rápido posible. Tardaron varias horas en volver, y lo hicieron con la peor de las noticias. Los padres de hace cuarenta y tantos años atrás carecían de conocimientos de psicología, y la sutileza para enfrentar este tipo de situaciones, brillaba por su ausencia.
La noticia fue, al menos para mí, como un jarro de agua fría en pleno invierno o, más bien, como un puñal directo al corazón. No tiene sentido que a esta altura de mi vida niegue que era mi abuelo preferido, ese con el que compartía casi todos los fines de semanas y meses enteros de vacaciones, en una casa de un lugar llamado Carlos Paz. Su casa y mis abuelos eran mi refugio.
Todavía hoy tengo el recuerdo vivo del impacto de la noticia, pero lo que no recuerdo es haber tenido tiempo ni espacio para derramar alguna lágrima, porque después de darnos la noticia nos enviaron a la cama, ya que al día siguiente había que ir a la escuela. No hubo ningún tipo de despedida, no fuimos invitados, ni nos dieron velas para ese entierro. Por esa razón, volver al día siguiente a un colegio donde había tantas cruces, tantas imágenes de Vírgenes y santos, no fue plato de mi gusto, más aún, si tenemos en cuenta que me estaba preparando para recibir, ocho meses después, el sacramento de la primera comunión.
¿Cómo iba a poder preparar el corazón para conectar con lo divino? Sin yo saberlo, acabé de cortar esas relaciones invisibles, porque la noticia de la muerte de mi abuelo me había partido el corazón. Si Dios era bueno, ¿por qué se había llevado a mi abuelo? No se lo perdoné hasta muchísimos años después, ya que tuvieron que pasar algo más de tres largas décadas para que eso ocurriera.
Fui una adolescente insegura, muy sensible, que debido al carácter rígido de mi colegio, no me motivó a sacar las garras, sino todo lo contrario: me hizo débil y sumisa.
Sí tenía buenas amigas y un gran amigo que conocí fuera del colegio, porque el nuestro era en aquel entonces un colegio de mujeres. Se podría decir que era el único amigo varón que tenía, o al menos era con el único con el que hablaba las cosas que me iban sucediendo. Uno de esos amigos graciosos, que te hacen reír todo el tiempo, por lo que cuando me decía que yo era su amiga del alma, no me lo tomaba muy en serio. Tampoco creía que tuviera un alma, ya que no alcanzaba a entender muy bien qué era, ni en qué parte del cuerpo se encontraba.
Antes de empezar la universidad, le planteé a mi padre que quería ir de mochilera a España, y que una vez allí encontraría un trabajo para poder pagar mis gastos. Era insegura, no tenía muy claro qué hacer con mi vida pero, por lo visto, mi espíritu se sentía libre y aventurero. Eran otras épocas y el NO fue rotundo, por lo que con dieciocho años me fui a otra ciudad —Rosario—, a estudiar la carrera de odontología.
A los pocos días de llegar, conocería a la persona con la que me casaría casi dos años después y quien se convertiría en el padre de mis dos hijos.
Nos casamos por la iglesia. Más por mandato social que por convicción, ya que yo seguía sin creer en Dios. Tampoco se me pasó por la cabeza no hacerlo, dado que era obediente y dócil a lo que la sociedad estipulaba.
Terminé la carrera en el tiempo establecido, aunque dudando en esos cinco años si era eso lo quería hacer. La cabeza iba por un lado y el corazón por otro, pero no aprendería hasta mucho tiempo después, que siempre hay que seguir lo que dice el corazón, aunque sea incierto y arriesgado. El corazón nunca se equivoca, como nunca se equivoca la intuición, que es la voz del alma. Para descubrir esta gran verdad, primero tuve que soltar el ego, a la vez que aprender, que para escuchar al corazón y a la intuición, primero hay que perder los miedos.
Al terminar la carrera nos fuimos a vivir a España, a la región de Cataluña. Yo siempre había soñado con irme a vivir a la tierra de mi padre y de mis abuelos, ya que eran asturianos, pero resultó ser una etapa muy difícil y solitaria, y porque lo soñado no se parecía en nada a la realidad. El golpe de gracia vino con la noticia de que, para poder trabajar como odontólogos, teníamos que examinarnos en trece materias. Fue una etapa de muchas lágrimas, angustia y nostalgia. Extrañaba mucho a mis seres queridos, dado que la tecnología no había llegado más allá del televisor a color, por lo que apenas tenía comunicación con ellos. Todo se limitaba a cartas que tardaban mucho tiempo en llegar, de uno u otro lado del océano. Si se llegaba a perder mi carta o bien su respuesta, el drama estaba asegurado. No voy a mencionar los teléfonos públicos, porque los que no tengan más o menos mi edad, no sabrán de lo que estoy hablando, ya que los móviles estaban lejos de existir.
En fin, que la tristeza y la nostalgia ganaron la batalla y decidí volverme a mi país, a mi ciudad. Alfredo, mi esposo, regresó unos meses después que yo. Decidimos mudarnos a una casa enfrente de mi consultorio. Cuando por fin todo parecía estar acomodado y en paz, aconteció otra noticia de difícil asimilación: falleció mi padre, estando en ese momento, solo en su casa.
Otra despedida inesperada que también dejó pendientes muchas cosas, muchos abrazos, pero sobre todo, muchas vivencias por compartir.
Por primera vez fui a un psicólogo, porque la verdad es que era muy escéptica a esas terapias, pero sentía que sola no iba a poder con tanta tristeza e impotencia. Otra vez volvía a sentir un enojo a alta escala, porque se llevaron a un ser querido de forma inesperada y repentina. No creyendo en Dios ni en el cielo, tenía una lejana esperanza de volverlo a ver.
Tan solo nueve meses después nació mi primera hija: Sol. Como bien indica su nombre, vino a iluminar nuestras vidas y nuestros días, ya que esos últimos meses se habían vuelto oscuros. Al menos esa era la sensación que tenía en ese momento. Con ella tuve que aprender a ser mamá, en una etapa de bajo ánimo, por lo que casi todo se me volvía cuesta arriba. Con el primer hijo los padres aprendemos y cometemos muchos errores. Con los segundos practicamos lo aprendido y tratamos de no volver a fallar. Así que los hijos se convierten en nuestros grandes maestros, para lo bueno y para lo malo.
Al año siguiente, cuando mi hija tenía seis o siete meses, atravesé con ella medio mundo para llegar a Sídney, con el fin de que la conocieran mi hermana y mi cuñado que viven allí.
Lo que tenía que ser un viaje inolvidable, también se torció, porque recibimos una llamada telefónica que no hacía más que remover el dedo en heridas que no habían cicatrizado bien. En realidad era una nueva herida que se sumaba a la anterior. Mi abuela paterna, que gozaba de muy buena salud antes de partir, fue ingresada. Una complicación después de una operación sencilla hizo que no se pudiera sobreponer.
¡Otra pérdida irreparable! En esta ocasión de mi abuela predilecta. Un adiós sin palabras ni despedidas, agravada por una distancia geográfica que evitaba una vuelta rápida y repentina a mi país.
Tres personas importantes en mi vida, de quienes no tuve la más mínima posibilidad de darles un abrazo, ni siquiera un beso. Tres partidas fulminantes que lograron exterminar por completo cualquier tipo de conexión divina. Las pocas lágrimas derramadas con mucho enojo fueron suficientes para dar por quemados todos los fusibles.
Siendo madre y sin mucho tiempo para detenerme en mi dolor, seguí adelante con la coraza bien calzada en mi corazón, tratando de que nada ni nadie la desencajara de su lugar.
Casi tres años después de que naciera Sol, llegó Iñaki. Un muñeco rubio y tranquilo, que vino a nuestras vidas a darnos clases magistrales en todo tipo de situaciones, con una sabiduría innata, espontánea, que nos ha descolocado más de una vez.
Tratar de estar en su misma sintonía no fue una tarea fácil, al menos para mí, ya que era un gallito de lucha manejado por un buen manojo de nervios. Me ayudó a templar mi carácter, porque me daba cuenta de que era demasiado sensible, por lo que tuve que aprender a medir mis palabras y mis acciones, si no quería lastimar de forma permanente esa sensibilidad.
Siendo Iñaki un bebé, decidimos volver a intentar vivir en Cataluña. Tomamos esa decisión a principios del año 2001, ya que se avecinaba una fuerte crisis, y la inseguridad que se empezaba a respirar entonces era nuestro talón de Aquiles. Habíamos dejado de ser dos, y pasamos a ser una familia de cuatro, lo que nos llevó a pensar primero en ellos y en su futuro.
Ya estando con los pies casi arriba del avión, me diagnosticaron un carcinoma papilar de tiroides, o sea, cáncer de tiroides. Por lo que los planes de irnos tuvieron que ser aplazados unos meses, ya que primero debía operarme, para luego hacerme un corto tratamiento con yodo radioactivo.
Otra vez sentía que la vida estaba contra mí y que me perseguía la mala suerte. No sabía si era Dios o el universo quien se encargaba de amargarme la jugada, pero yo tenía la sensación de que jamás iba a ganar un partido.
Así fue como nos trasladamos, por segunda vez, a la Madre Patria.
~Una mirada rápida al segundo tramo~
La primera etapa de esta segunda vida en tierras catalanas, como la solíamos llamar, no fue fácil. Los chicos eran pequeños, uno de mis brazos estaba limitado de movimiento por causa de la intervención quirúrgica, por lo que todo requería un esfuerzo extra de mi parte, tanto en lo físico como en lo mental. Estudiar para homologar se hacía muy cuesta arriba, más cuando a finales del 2003, después de unos controles de rutina, me informan de que me deben volver a operar, ya que se volvían a visualizar unos nódulos. No alcanzaba a canalizar mis emociones, que nuevos palos en las ruedas volvían a complicar mi vida diaria.
Mis hijos iban creciendo, pero yo seguía en una espiral negativa, sin saber por qué todo se me torcía, una y otra vez, sin poder avanzar en esas cuestiones tan mundanas como cotidianas, que el resto de los mortales parecían sacar adelante sin mayores inconvenientes. Me cuestionaba, casi a diario, cuál era mi misión en la vida. Algo en mi interior me decía que, además de criar a mis hijos y homologar mi título para poder trabajar de esa profesión que tantos dolores de cabeza me daba y a la cual ya le empezaba a tener un fuerte desdén, tenía que aportar mi granito de arena para hacer de este mundo un lugar mejor. No sabía ni cuándo ni cómo, pero sentía la convicción de que debía hacerlo.
Seguía sin creer en Dios y tampoco confiaba en nadie que tuviera que ver con Él. Pero recuerdo hacer, más de una vez, ese pedido desesperado de corazón, clamando con enojo e impotencia: «Dios mío, Dios mío, si es verdad que existes, ¡ayúdame!».
Para mí, el tema de los ángeles siempre fue lo más inverosímil de toda esa historia que nos contaban que había ocurrido dos mil años atrás. Ya me costaba creer en una mujer embarazada por obra y gracia del Espíritu Santo, en la resurrección de un hombre que decía ser hijo de Dios, tres días después de haber sido crucificado, por lo que la existencia de «personajes alados» me parecía tan ridículo, como imposible de creer.
Años después entendí que se presentan en nuestras vidas, en un momento dado, personas normales, de carne y hueso, tan solo para brindarnos una ayuda determinada o para acompañarnos a transitar un período concreto de nuestras vidas. Luego, pueden permanecer o bien desaparecer de ellas, porque ya cumplieron con su cometido.
Un ejemplo de ello fue cuando apareció una mujer especial y de una forma poco convencional en nuestras vidas. Ella también es argentina, odontóloga, y no tuvo inconveniente en venirse al pueblito donde vivíamos perdido en el interior de Cataluña para estudiar y sacar, con mucho sacrificio, el tedioso y martirizante trámite de homologación. Necesitábamos ayuda extra para poder hacerlo, y la ayuda llegó.
Cuando mi mirada cambió, he podido percibir, por fin, que en la etapa de la homologación del título hubo «muchos toques divinos», de esos que tanto necesitaba que llegaran a mi vida. Hasta entonces fui incapaz de percibir nada fuera de lo estrictamente terrenal.
La nostalgia volvía a llamar a mi puerta, junto con la angustia y la tristeza. Yo las dejaba pasar, pero ellas se sentían muy cómodas en mi cuerpo, como si estuvieran en su casa. Mi cabeza no paraba de preguntarse y cuestionarse todo. Sentía que tenía cosas pendientes del pasado, mientras que el presente no lo llegaba a disfrutar demasiado, porque aunque homologara veía el futuro como un túnel negro, largo, y sin poder divisar un rayito de sol. A todas luces estaba deprimida. Un proceso que arrastraba en el tiempo, sin poder revertirlo de alguna manera eficaz.
Sentía una rara sensación de no encajar en el mundo, donde me afectaban demasiado, hasta las malas noticias que todos los días veía en los noticieros. Iba por la vida muy sensible. Me sobrepasaba tanto lo externo como lo interno sin resolver. Tenía una crisis existencial muy profunda, que se agudizaba de vez en cuando.
El contacto con mis seres queridos de Argentina era más fluido en esta segunda etapa, porque con la aparición de los ordenadores, el mail y Skype, todo se hacía un poco más cercano.
Tan solo en una oportunidad pudimos viajar los cuatro juntos a nuestra tierra para visitar a nuestros familiares y amigos. Entre ellos, a mi viejo amigo, aquel que siempre decía que yo era su amiga del alma.
Dando un gran salto en el tiempo, para abreviar capítulos de esa nueva temporada en Cataluña, llegó el año 2011, año en que se cumplían 25 años de egresadas del colegio. Ese lugar donde había pasado gran parte de mi niñez y adolescencia, motivo por el cual, a principios de ese año, se empezó a organizar el acto y la fiesta posterior.
En un principio me negué de manera rotunda a viajar, alegando que era una fiesta a la que no me hacía ilusión asistir, ya que yo mantenía contacto fluido con mis amigas por medio de mails, Facebook, Skype... Todas esas herramientas digitales, que ya hacía un tiempo habían aparecido para cambiarnos, de una forma impensada, la vida.
Solo por la insistencia de mi familia, para que no me perdiera un acontecimiento que solo se volvería a repetir 25 años después, fue cuando en octubre de ese año volví a Santa Fe, a Argentina.
Había que volver al punto de partida, había que volver a boxes, si quería volver a ponerme, por segunda vez, en carrera. Pero la reparación iba a llevar un tiempo, e iba a tener un alto costo, ya que nada es gratis en esta vida.
~Un viaje que cambió mi mirada~
Como me gusta mucho la fotografía y soy una nostálgica patológica, en todas mis mudanzas, la caja que contenía las fotografías era inevitable que se trasladara de una casa a la otra.
Entonces, cuando decidí que viajaría a Argentina, tuve la feliz idea de hacer un video para pasarlo en algún momento de la fiesta, compaginando imágenes y música. Fue el primer sacudón invisible a mis emociones y dolores postergados.
Tratando de que quedara lo mejor posible, pasé muchísimas horas mirando fotografías y escuchando distintos tipos de canciones, para que la letra contara a la par con lo que veríamos en la pantalla.
Tiempo después me di cuenta de que fue un «viaje angelado» desde el preciso momento en que me subí al avión rumbo a Argentina, hasta mi regreso a Barcelona quince días después, ya que fui mimada por mis familiares y amigos en todo momento, y ese es un recuerdo que me emociona hasta el día de hoy. Un viaje que superó las limitadas expectativas con las que partía. De hecho, antes de llegar a Santa Fe, ya había estado con mis amigas odontólogas en Rosario, ciudad donde había estudiado, viviendo situaciones que ya me habían arrancado las primeras lágrimas de emoción profunda.
En este viaje lo que sí es relevante contar es el encuentro con mi mejor amigo, con el que mantenía amistad desde hacía veintiocho años.
Salí de Rosario con dos de mis amigas, con quienes nos pusimos al día. Cuando apenas entrábamos en la ciudad —en ese momento tendría algo más de 480 000 habitantes—, en un semáforo, percibo que desde el vehículo de al lado alguien miraba de forma insistente hacia el interior del nuestro: ¡era mi amigo Fabián!
Cuando el semáforo nos habilitó, nos estacionamos a un costado de la avenida. Luego de los abrazos y gritos pertinentes, me fui con él y su íntimo amigo, que en ese momento lo acompañaba.
Para describir un poco a mi amigo, puedo decir de él, que es una persona muy extrovertida, que se ríe mucho, muy gracioso y divertido. Hasta ese momento no había descubierto su lado más profundo, y faltaría un poco más de tiempo para saber que su presencia en mi vida no era casual, como tampoco fue casualidad que nos encontráramos en ese semáforo.
Un día quedamos en encontrarnos en una heladería que hay enfrente de mi colegio, después de lo que en principio sería, una breve visita a la institución a la que había asistido y pertenecido durante tantos años. Había acordado pasar por allí para hablar con la vicedirectora del nivel secundario de aquel momento, que era una de mis amigas y compañeras de promoción. Teníamos que ver cómo íbamos a proyectar el video que yo había preparado para la cena de la fiesta de egresadas. Pero esa visita a mi colegio, que yo creía que sería fugaz, fue el comienzo del cambio, el comienzo de una reconexión invisible, pero de alto voltaje.
Nada más entrar, a pocos metros de atravesar la puerta principal, veo a un costado una gran pancarta con muchas fotografías. Algo hizo que me desviara de mi camino para acercarme y ver de qué se trataba. ¡La curiosidad me pudo! Era un cartel sobre la conmemoración de una fecha importante de la institución y las fotografías formaban un gran collage de distintos grupos de exalumnas. Algo que, tal vez contado a la ligera, parezca un detalle sin importancia, pero que para mí en ese momento fue algo inesperado y que me llegó directo al corazón. Había varias fotografías, donde en tres de ellas aparecía yo en medio de distintas amigas y compañeras.
No guardaba un recuerdo especial ni cariñoso de mi colegio, por lo que ver esas imágenes fue algo inesperado que removió mi alma dormida.
De la fotografía central, de las que estamos sentadas, soy la tercera de izquierda a derecha. Sí, la que por su frondosa cabellera se parece a la hija más petisa de Cristóbal Colón.
Tras ese primer momento de impacto, empecé a caminar por un pasillo largo con dirección al lugar donde se encuentra el nivel secundario, notando que mis piernas empezaban a temblar de una manera descontrolada. Fue llegar al patio y, justo a la altura donde hay una gran figura de la Virgen María, comienzo a llorar de forma desconsolada y sin un motivo aparente. Por más que intenté evitar las lágrimas, me desbordó la angustia y una tristeza muy profunda. Es en ese instante, cuando sale mi amiga de su oficina, recibo un fuerte abrazo de bienvenida y consuelo, que era justo lo que necesitaba en ese momento.
Luego, mientras daba una visita fugaz por la iglesia para sacar algunas fotografías, me encuentro con una de las monjas que ya estaba en el colegio, cuando nosotras éramos alumnas. La hermana Rivero era muy querida por su carácter afable, siempre sonriente y con muy buen trato. Ahora más mayor y con una patología que afecta a la memoria a corto plazo, me hacía varias preguntas. Cuando llegaba a la última volvía a empezar por la primera, repitiendo una y otra vez las mismas: «¿Quién eres?, ¿dónde vives?, ¿cuántos años tienes?, ¿qué haces?».
Preguntas existenciales que ya me venía haciendo desde hacía tiempo y que, sin dudas, estaba teniendo algunas complicaciones para encontrar sus respuestas.
¿Quién era yo? ¿Qué estaba haciendo de mi vida? ¿Se dirigía esta hacia donde yo quería? Tenía una familia preciosa y todo aquello que la sociedad te hace creer que basta para ser feliz; sin embargo el vacío existencial era grande. Y ese día sería el principio del fin de una etapa, para dar comienzo a otra muy distinta, tan inesperada como imprevisible.