Kitabı oku: «Cuando la hipnosis cruzó los Andes», sayfa 3

Yazı tipi:

Díaz de la Quintana llegó a una ciudad que por esos años atravesaba un acelerado proceso de transformación. A resultas de las oleadas inmigratorias iniciadas unas dos décadas antes, Buenos Aires hacía lo que podía para albergar una población que crecía a un ritmo inusitado. Para 1887, la población de la ciudad ascendía a 430.000 habitantes, y más de la mitad eran de origen extranjero.34 En 1869, había sólo 170.000 almas; es decir, en 20 años la cantidad de personas se había casi triplicado. Este ritmo de expansión demográfica se mantendría y, para 1915, la capital argentina contaba ya con un millón y medio de habitantes. Estos números tenían una explicación muy sencilla: por ejemplo, en 1889 Díaz de la Quintana fue tan sólo uno de los 260.000 inmigrantes que llegaron a la ciudad puerto —en lo inmediato, y debido a la crisis económica del año siguiente, el volumen de individuos de ultramar sufrió un abrupto y pasajero descenso: en 1890 llegaron a Buenos Aires 132.000 extranjeros, mientras que en

1891 apenas 73.000—. Estas hordas de buscadores de sueños forzaron una metamorfosis vertiginosa en una ciudad aún en construcción, que cotidianamente mostraba sus carencias en las trágicas epidemias de fiebre amarilla, cólera y viruela, entre otras. Dichos brotes enfermizos eran moneda corriente en una urbe en la que, para 1890, sólo un tercio de las viviendas contaba con agua corriente.35 O en la que casi un quinto de su población se hacinaba en piezas de infinitos conventillos. En efecto, existían en la ciudad 2.249 de esas viviendas colectivas que, con sus 37.603 habitaciones, alojaban a 94.000 personas.36 Ahora bien, el cambio de fisonomía de Buenos Aires tenía también sus costados atractivos. Las políticas educativas y de alfabetización, sumadas a los incentivos a la inmigración, habían creado un notable dinamismo cultural, ilustrado por ejemplo en el auge de publicaciones periódicas. A partir del último tercio del siglo XIX proliferaron por todo el país los diarios de comunidades extranjeras, al tiempo que los matutinos locales lograban cifras de venta exorbitantes. Para hablar solamente de la ciudad de Buenos Aires, cabe recordar que en 1887, cuando la población local ascendía a 430.000 individuos, periódicos como La Nación o La Prensa ponían en circulación todos los días unos 18.000 ejemplares cada uno. Si se sumaban todos los diarios impresos en español, se llegaba a la cifra de 100.000, es decir, un periódico cada cuatro habitantes, lo cual colocaba a la capital argentina en la cima de los rankings mundiales en términos de cantidad de ejemplares por individuo.37 Ya veremos que Díaz de la Quintana se plegará a ese fervor local por la hoja impresa, fundando en la ciudad un par de revistas e incluso un periódico.

Cuando el español llegó a estas costas, la profesión médica se hallaba en un momento de transición. Los brotes epidémicos que asolaron la ciudad desde mediados de siglo habían puesto de manifiesto la urgencia de contar no sólo con una mejor infraestructura sanitaria, sino también con un cuerpo médico capaz de dar respuestas más efectivas. Este y otros factores incentivaron una serie de procesos que, en el transcurso de las últimas décadas de la centuria, modificaron sustancialmente la naturaleza y la posición social de la medicina porteña. La modernización de los planes de estudio de la Facultad, la apertura de nuevos hospitales e institutos (por ejemplo, del Instituto Bacteriológico, fundado en 1886), la puesta en marcha de planes de vacunación, la jerarquización de exigencias higiénicas (impulsadas y monitoreadas por el Departamento Nacional de Higiene, que en 1891 logró un ordenamiento más seguro), fueron algunos de los síntomas y condiciones de dicha transformación. Se ha querido ver allí los pilares de un proceso de medicalización, merced al cual los cuerpos, los hábitos y las formas de vida de los porteños quedaron constantemente a disposición de las indicaciones y las cautelas higienistas. La literatura histórica tal vez ha sobreestimado el alcance de esta presunta consolidación de la disciplina galénica. Las innovaciones resaltadas en verdad convivían con otros elementos que obligan a matizar o a revisar algunas de las interpretaciones más difundidas sobre dicho período.

Entre estos últimos cabría consignar, con cierto desorden, primero, las flaquezas de la formación académica que recibían los futuros doctores. Estos puntos débiles, denunciados de forma repetida por los propios profesionales, tenían que ver, por ejemplo, con la total falta de laboratorios, la poca aceptación que la teoría bacteriológica lograba en algunos profesores, o la resistencia que algunos colegas oponían contra los nuevos métodos de asepsia o antisepsia.38 Segundo, no podemos pasar por alto que para fines de siglo la batalla contra modos alternativos de sanación no había conocido todavía un desenlace claro. Volveremos a ese punto en estas páginas, y por el momento habremos de anticipar que, en no menor medida debido a la poca efectividad de sus propios medios terapéuticos, los diplomados debían competir todo el tiempo con otros sanadores que no habían pasado por las aulas de medicina. Tercero, es menester recordar que investigaciones recientes han documentado que en instancias vistas generalmente como territorio médico, como por ejemplo el tratamiento asilar de los locos, los profesionales eran apenas un actor social más en un escenario habitado por muchos otros perfiles y representaciones.39 Por último, uno de los síntomas de la endeblez del prestigio médico se reconoce en la pobreza de la literatura médica producida en el medio local. Junto con las alicaídas tesis de medicina, salieron de las plumas de los doctores unas pocas monografías capaces de lograr cierto reconocimiento internacional antes del cambio de siglo. Más aún, en comparación con otros contextos geográficos, la medicina porteña contó con muy escasas publicaciones periódicas. En términos estrictos, antes que iniciara el siglo XX los profesionales locales poseían apenas un par de medios de prensa propios: la Revista Médico-Quirúrgica (1864-1888), cuyas páginas estuvieron destinadas sobre todo a la defensa de intereses corporativos, y que durante varios períodos fue comandada por sujetos que no habían concluido sus estudios médicos;40 los Anales del Círculo Médico Argentino (1877-1908), tribuna privilegiada de la nueva generación de profesionales que batallaban por una modernización de los conocimientos; la fugaz, y casi inhallable, Revista Argentina de Ciencias Médicas (1883-1889, que en su primer período se llamó Revista Argentina de Oftalmología Práctica); y La Semana Médica (1894-).41

Carente de un prestigio social asegurado, acusada constantemente de ineficaz en lo referido a la terapéutica, la medicina porteña libró una batalla sin descanso a fin de alcanzar una posición social más cómoda. Entre las estrategias de legitimación empleadas por los doctores hay que listar la utilización constante de la prensa general (bajo la forma de artículos con firma, destinados a divulgar preceptos higiénicos o comunicar adelantos en la disciplina), la puesta en marcha de cierta inventiva en aras de competir en el mercado de remedios (inventiva encarnada en la creciente fundación de institutos de todo tipo, desde electroterapia hasta aeroterapia, pasando por la gimnasia mecánica) y, sobre todo, la prosecución de tácticas encaminadas a influir sobre los poderes públicos (con el fin de conseguir mayor financiación o reformas legislativas que sancionaran el monopolio médico del cuidado de la salud). Como trasfondo de estos gestos operó la conformación de un discurso que colocaba a la medicina como única y abnegada salvadora ante los peligros que asolaban a la raza argentina (la degeneración hereditaria, la multiplicación de los criminales incorregibles y un largo etcétera). Ahora bien, es necesario recordar, una vez más, que no es posible hablar de una tendencia uniforme o sin fisuras. No todos los médicos se plegaron a tales estrategias. Hubo muchos que no sentían ningún apuro por acabar con el ejercicio ilegal de la medicina, ni mostraban convencimiento sobre las medidas higiénicas auspiciadas por las oficinas de gobierno. Sin ir más lejos, uno de los factores que dificultaba la creación de consensos o aglutinamientos seguros entre los doctores estaba dado por la convivencia obligada entre médicos locales y extranjeros.

A partir de 1860, la llegada de doctores extranjeros era un motivo de preocupación para los galenos nacionales, que solían desconfiar de la autenticidad de los títulos de los recién llegados o de su verdadera pericia en la materia médica. Por tal motivo, desde los órganos de prensa gremiales, pero también a través de canales menos oficiales, solían pedir a las autoridades que hicieran efectiva la obligación para los doctores extranjeros de revalidar su título (ratificada por la ley de 1877 sobre ejercicio legal de la medicina). Lo cierto es que siempre existió, para lamento de los locales, bastante permisividad en este punto.42 En las últimas dos décadas del siglo, con la llegada de muchísimos diplomados extranjeros, el recelo hacia estos competidores cobró renovado vigor, e incluso se puso en cuestión la superficialidad del trámite de reválida.43 Esta suspicacia, teñida de nacionalismo, hallaba fundamento en ciertas cifras. Por ejemplo, en 1887 vivían en Buenos Aires 436 médicos, repartidos entre 277 argentinos y 159 del exterior.44 Por otro lado, había años en que la cantidad de profesionales extranjeros que aprobaban la reválida era igual o superior a la de recibidos en la facultad local: por caso, en 1890 figuraron 31 individuos en el primer grupo, frente a tan sólo 28 argentinos que completaron sus estudios de medicina.45

He allí, entonces, algunos contornos del escenario porteño en que Díaz de la Quintana comenzó a actuar a mediados de 1889. Apenas desarmadas las valijas, nuestro hipnotizador se volcó de lleno a sus especialidades. En primer lugar, el 19 de julio de aquel año comenzó una larga serie de colaboraciones para El Correo Español acerca de la “Higiene en los niños”. A través de unas 16 entregas aparecidas bajo dicho título hasta fines de octubre de ese año, abordó distintos aspectos de la puericultura, desde la lactancia a la vacunación, pasando por las estrategias para elegir una correcta nodriza. Poco después fundó en Buenos Aires una revista sobre higiene, de la cual ha sobrevivido un único ejemplar.46 No hay que pasar por alto la significación que esta participación en la tribuna periodística podía tener para los objetivos de nuestro hipnotizador. En efecto, él supo medir a la perfección cuán necesarios le eran los recursos de la prensa para llevar a cabo sus iniciativas.

Díaz de la Quintana aprovechó con mucha pericia los instrumentos de prensa para ganar prestigio y forjarse un nombre en una ciudad plagada de extranjeros tan inventivos como él. En los meses por venir no sólo publicó artículos de divulgación; usó las páginas de avisos publicitarios, pagó columnas para dar batalla contra sus contrincantes locales, fundó revistas, dirigió diarios, publicó piezas teatrales y poemas. Hábil clínico y hombre de acción, Díaz de la Quintana jamás descuidó el otro costado de sus intereses, y durante sus años en Buenos Aires fue sobre todo un trabajador de la tinta. Entendió, más bien, que no había dos costados contrapuestos, y que insertarse en el mercado de la sanación requería construir no sólo una reputación, sino también un público demandante.

Mientras los lectores de El Correo Español seguían con atención los consejos pediátricos de su compatriota, se enteraban además de que no sólo se especializaba en nodrizas y vacunas. Muy pronto tuvieron ante los ojos astutos avisos que advertían que el visitante era un maestro en la aplicación del hipnotismo, y que con ese remedio era capaz de sanar muy variadas enfermedades: la locura, la manía, el histerismo, la epilepsia, la sordera, el insomnio, los vértigos y un abultado etcétera. De hecho, tales milagros prometía Díaz de la Quintana mediante el primer aviso publicitario de su “Gabinete Hipnoterápico”, aparecido en el diario de su comunidad el 13 de agosto de 1889.


El Correo Español, 13 de agosto de 1889

Sabemos que el emprendimiento fue muy exitoso y la clientela del español abundante. No podía ser de otro modo, pues se trataba del primer consultorio de hipnosis abierto en la ciudad. Desde hacía unos años llegaban a Buenos Aires ecos de las controversias y pasiones despertadas por el hipnotismo en Europa, tanto en los círculos académicos como entre el público general. En estas tierras desembarcaban repetidas noticias de los maravillosos fenómenos asociados a un campo de estudio que llenaba en igual medida las páginas de las revistas galénicas, las ficciones literarias y las carteleras teatrales. Ya desde comienzos de la década, pero con mayor fuerza a partir de 1886, algunos pocos doctores porteños habían dirigido su atención a ese tópico. Sin embargo, los médicos locales no lograron apropiarse de modo seguro de esta herramienta terapéutica, ni en términos teóricos ni en cuanto a su costado práctico. En efecto, los profesionales de la ciudad escribieron muy poco sobre la materia: apenas un par de tesis y un puñado de artículos. Más aún, en la mayoría de dichas páginas quedaba en evidencia que sus autores no habían logrado un manejo adecuado del hipnotismo curativo.47 Para el momento en que Díaz de la Quintana llegó a Buenos Aires, los pocos doctores que se habían acercado al sonambulismo artificial lo habían hecho con fines experimentales o en contextos de pericias solicitadas por la justicia.

No es sencillo explicar la tenue acogida que la Buenos Aires galénica prestó al hipnotismo, que llegaba a la ciudad con todo el atractivo de un objeto a la moda. Para unos profesionales que seguían muy atentamente la literatura médica de París, regida por la figura de

Charcot —para quien el hipnotismo poseía una utilidad más experimental que terapéutica—, la carencia de una tradición local en fisiología de laboratorio pudo funcionar seguramente como un obstáculo en el intento o el deseo de replicar aquí las experiencias.48 Como segundo factor de peso, cabe conjeturar que al hipnotismo curativo le fue imposible abrirse paso en la clínica porteña debido al dominio del paradigma asilar. El manicomio, con su material humano (sobre todo enfermedades ligadas al alcoholismo, la parálisis general y el delirio), con su siempre denunciada sobrepoblación y, sobre todo, con los saberes que lo sostenían (referidos a la peligrosidad, la locura o el desenfreno pasional), difícilmente podía hacer las veces de lugar de implantación de una herramienta curativa dependiente de una relación íntima entre profesional y enfermo. Máxime cuando la existencia de esa herramienta estaba sostenida por un saber que abrevaba en registros muy distanciados al del peligro o del delirio. En efecto, dicho un poco esquemáticamente, el hipnotismo moderno resulta de un lenguaje sobre los automatismos, los mecanismos involuntarios o los reflejos, es decir, sobre objetos que nacieron fuera de las paredes asilares. Pues bien, la medicina porteña se demoró bastante en alojar tales tópicos novedosos. A pesar de que desde mediados de la década de 1880 se hizo lugar a un costado de las “enfermedades mentales” —que tenían una cátedra ligada a ellas que funcionaba como extensión del manicomio—, dicha medida no garantizó a las “enfermedades nerviosas”, en lo inmediato, una reapropiación de aquellas problemáticas. El nuevo territorio de “lo nervioso” quedó en manos de José María Ramos Mejía, quien, a partir de 1887, se hizo cargo de la recién creada cátedra de “Patologías Nerviosas”. Pues bien, la enseñanza de Ramos —complementada por su labor a la cabeza de la sala homónima en el Hospital San Roque— mostró ser un dominio poco propicio para alojar y difundir materias como la hipnosis.49 Preocupado desde siempre por la locura, hizo de ella el pivote invisible de una labor pedagógica que, de todas maneras, colaboró en la difusión local de categorías diagnósticas de neurología.

Siendo así las cosas, no ha de extrañar entonces que los pocos médicos de Buenos Aires que antes del cambio de siglo mostraron algún somero interés por la hipnosis hayan sido, en su mayoría, o bien alienistas preocupados por alertar sobre los perjuicios sociales de su difusión, o bien jóvenes profesionales que aún no habían elegido una especialización.50 Estos últimos hicieron del hipnotismo el asunto de sus tesis de grado, casi por mera curiosidad, pero prontamente abandonaron la temática. Algo muy distinto sucedía en el escenario de los no-diplomados. A partir de 1880, aparecieron en la ciudad magnetizadores e hipnotizadores carentes de título médico que ofrecían a la población sus poderes sanadores.51 No cabe pasar por alto, por otro lado, que estos competidores de los médicos se mostraron incluso más hacendosos en lo que se refiere a la teorización sobre el hipnotismo. Las obras y tratados sobre hipnosis más completos y ambiciosos desde el punto de vista conceptual fueron fruto de la pluma de estos no-diplomados: ilusionistas, diletantes, periodistas y espiritistas.52 A ese complejo terreno se sumó Díaz de la Quintana con sus iniciativas a partir de mediados de 1889. Si bien algunos sanadores y espiritistas lo habían precedido en la oferta de hipnotismo curativo, el suyo fue el primer consultorio o “gabinete” lanzado por un profesional que parecía respetar los hábitos y el lenguaje de sus colegas médicos.

Con el correr de los meses, la oferta de sus remedios adquiriría mayor complejidad. Ese primer aviso publicitario continuaría apareciendo en las páginas de los diarios porteños. Pero a él se agregarían otros distintos, que ponen de manifiesto que Díaz de la Quintana amplió poco después sus recursos terapéuticos. Además de hipnosis, comenzó a utilizar en su consultorio otros artilugios como la electricidad, la metaloterapia y los imanes. Así, en un aviso impreso en agosto de 1891 en El Correo Español, anunciaba su nueva “Instalación Hipno-electroterápica”, ubicada en la calle Artes 526 (hoy Carlos Pellegrini). En esa publicidad se presentaba a sí mismo como el “introductor en la República Argentina del tratamiento hipno y electro-estático en las enfermedades nerviosas y mentales”. Bajo los datos de su nuevo consultorio figuraba un pequeño texto conteniendo la declaración en primera persona de un ciudadano del barrio de Barracas que, después de los infructuosos intentos de varios doctores, había sido librado de una molesta parálisis de un nervio facial, que le provocaba la caída de uno de sus párpados, mediante la aplicación del “soplo electro-estático” de Díaz de la Quintana.


El Correo Español, 23 de agosto de 1891

Díaz de la Quintana no dedicó sus esfuerzos solamente al hipnotismo terapéutico —de cuyo ejercicio no se han conservado otros rastros, como historiales clínicos o informes médicos— y al marketing de su consultorio. Pocas semanas después de la apertura de sus instalaciones hipno-terápicas, fundó una revista enteramente dedicada a ese capítulo médico. La misma llevó por título Hipnotismo y sugestión, y fue la primera publicación de su estilo en el país —quizá también en

Latinoamérica—.53 El primer número apareció el 15 de septiembre de 1889.54 Sobrevivió al menos hasta marzo del año siguiente, contando hasta entonces con 9 números. Por extraño que ello resulte, no se ha conservado ningún ejemplar de esa revista.55 Tal como se verá, Díaz de la Quintana nunca logró ingresar a los círculos profesionales de la medicina porteña. Más aún, la relación que mantuvo con los galenos locales fue siempre dificultosa, al punto de ser acusado de ejercicio ilegal de la medicina. En ese sentido, no es extraño que ninguna de las revistas médicas que por entonces se imprimían en la ciudad haya incluido alguna reseña o comentario de la publicación del español.56

Las únicas noticias que tenemos de esa revista provienen de dos periódicos, Sud-América y El Correo Español, que publicaron los sumarios de algunos números a medida que éstos eran editados. En base a estos datos, es posible deducir algunos rasgos de este emprendimiento de Díaz de la Quintana. La revista publicaba artículos sobre el tratamiento hipnótico de las enfermedades nerviosas, y muchos de esos textos eran de autores franceses. Es muy probable que esas traducciones fueran extraídas de los volúmenes de la Revue de l’hypnotisme expérimental et thérapeutique, editada en Francia desde 1887 bajo la dirección de Edgar Bérillon. Junto a los trabajos de los autores europeos figuraban, de tanto en tanto, colaboraciones del director, que daban cuenta de curaciones hipnóticas obtenidas en su consultorio de Buenos Aires.

En rigor, al día de hoy conocemos solamente un breve fragmento de esa revista, reproducido en una columna de El Correo Español de comienzos de octubre de 1889. El pasaje reproducido contenía solamente una carta con la que Francisco Moreno Godino expresaba su agradecimiento al español por la bienhechora curación hipnótica aplicada sobre su familiar Francisca Román.57 Sería poco cauteloso extraer demasiadas deducciones de la revista Hipnotismo y sugestión en base a ese pequeño fragmento. De todas maneras, algunos aspectos de ese breve artículo merecen nuestra atención. Si estamos en lo cierto al suponer que el texto aparecido en El Correo Español era idéntico a, o era un extracto de, uno de los escritos del volumen segundo de la revista, vemos que Díaz de la Quintana apelaba al viejo recurso del paciente agradecido no sólo en sus publicidades sino también en sus intervenciones textuales más especializadas. De esa forma, contravenía ligeramente los hábitos de sus colegas locales. Los médicos porteños no tenían ningún reparo en prestar sus nombres para publicidades de los remedios más variados (tónicos energizantes, collares eléctricos contra la epilepsia, pastillas capaces de curar todo desarreglo nervioso, pócimas digestivas, etcétera).58 Ahora bien, según nuestro entender, no hacían uso de supuestas declaraciones de pacientes agradecidos en los avisos de sus consultorios y, menos aún, en sus publicaciones más eruditas. Podían echar mano a esa estrategia de marketing de modos más velados, por ejemplo, haciendo imprimir (o alentando para que así se hiciera) cartas de agradecimientos en secciones pagas de algunos diarios de la ciudad.59

Resulta evidente, entonces, que algunas de las acciones de Díaz de la Quintana no coincidían con los hábitos de los profesionales de la ciudad. Estos últimos no recurrían en sus avisos, y menos aún en sus publicaciones, al viejo truco de transcribir las esquelas de pacientes deseosos de anunciar a los cuatro vientos que un remedio les había salvado la vida. Y los médicos tampoco solían organizar demostraciones públicas de hipnotismo a las que se invitara a la prensa.60 También en ese punto Díaz de la Quintana parecía tomar el mal camino. De hecho, al menos en una ocasión, organizó una de esas veladas. El 9 de abril de 1890, el diario Sud-América anunciaba que “El doctor Díaz de la Quintana celebrará esta noche a las 9, en su casa de Lima 1092, una interesante sesión de hipnotismo y sugestión. Con este objeto ha invitado a numerosas personas, y entre ellas a todos los directores de diarios. Los invitados tendrán ocasión de presenciar notables fenómenos de hipnosis en la persona de Carolina del Viso”.61 El director de Hipnotismo y sugestión no solamente patrocinó estas sesiones en las que el sonambulismo era el atractivo ofrecido a los curiosos, sino que en dichas veladas porteñas estuvo acompañado por la misma paciente que había utilizado en Madrid con idéntico fin. Sabemos que la historia de la hipnosis en la medicina europea de fines de siglo está llena de anécdotas de este tenor: profesionales que estudiaban de cerca y durante largo tiempo a una misma enferma que, gracias a esa atención, cobraba igual o mayor celebridad que su científico; las efemérides de la hipnosis incluyen a más de una histérica que recorría las grandes ciudades del Viejo Continente gracias a la sed de conocimiento de los académicos. El gesto de Díaz de la Quintana, empero, no era tan habitual. Y allí, una vez más, pareció abrazar hábitos que eran más propios de los prestidigitadores que de los científicos de guardapolvo. La presencia de Carolina del Viso en aquella sesión de abril de 1890 abre interrogantes que no podemos responder con certeza. ¿La “sonámbula” vino a la Argentina acompañando al médico español?62 ¿Trabajaba con él en su gabinete?63

Una lombriz solitaria y los primeros altercados con las autoridades locales

Volvamos un segundo a Hipnotismo y sugestión. ¿Por qué se interrumpe su publicación en marzo de 1890? Esta interrupción parece más que sorprendente, máxime si tomamos en consideración que el consultorio hipnótico de su director tenía por aquel entonces un evidente éxito de público. La respuesta está en el primer escándalo público en que Díaz de la Quintana se vio envuelto durante su estadía en la ciudad, que fue ampliamente difundido por los periódicos locales, sobre todo por aquellos que comenzaban a mirar con recelo los hábitos heterodoxos del español. A fines de marzo de 1890, apenas unos días después de distribuido el noveno y último número de la revista, los diarios porteños se hicieron eco de una denuncia inquietante: Enrique Della Croce, un joven italiano y dueño del establecimiento tipográfico que se había hecho cargo de imprimir las dos revistas de Díaz de la Quintana, acusó al español de haberle obligado a firmar un pagaré de 20 mil pesos en estado de hipnosis.64 Patrocinado por el letrado Rafael Noailles, la victima presentó una denuncia por estafa y defraudación ante el juez Abella. En su escrito detallaba que desde hacía cierto tiempo venía sufriendo malestares estomacales, a raíz de lo cual había visitado a varios médicos, sin conseguir alivio. A mediados de diciembre de 1889, poco después de iniciar su colaboración con Díaz de la Quintana, éste se hizo cargo de su tratamiento médico y lo convenció de que la causa de su mal residía en una lombriz solitaria. Le prometió, asimismo, que mediante el hipnotismo lograría devolverle la salud. En esas circunstancias comenzaron las hipnotizaciones y, durante una de las sesiones, según el italiano, el médico le ordenó firmar el mentado pagaré.

He allí, en resumidas cuentas, la imputación realizada por Della Croce y difundida ampliamente por los periódicos a comienzos de abril de 1890.65 Ella implicaba una dura afrenta al prestigio de Díaz de la Quintana, no sólo porque ponía en entredicho la buena fe de su proceder hipnótico, sino porque la descripción que daba de su consultorio parecía más bien el de un taumaturgo u ocultista. El español, patrocinado por Carlos Malagarriga, emprendió su defensa, tanto en sede judicial como en la tribuna periodística, desmintiendo las alegaciones de su exsocio. No tenemos modo de saber si había algo de cierto en las acusaciones de Della Croce, y tampoco conocemos el destino ulterior del proceso judicial. Lo que sí podemos afirmar con seguridad es que el juez hizo lugar a la denuncia, y que ordenó una pericia médica sobre el acusador. Los diplomados debían responder dos preguntas: primero, si Della Croce “estaba predispuesto a la hipnosis y la sugestión”; y, segundo, “si es posible, mediante la sugestión post-hipnótica, hacer suscribir documentos o efectuar otro acto análogo a un sujeto de las condiciones del mismo”. De hecho, el texto de la pericia constituye uno de esos escasos trabajos sobre hipnotismo que los médicos porteños produjeron a fines de siglo. Firmado por los dos alienistas más célebres de esos años (Domingo Cabred y Antonio Piñero) y por otros dos colegas de renombre (Julián Fernández y Samuel Gache), fue publicado en septiembre de 1890 en los Anales del Círculo Médico Argentino.66 De esas páginas podemos recortar por lo menos dos elementos. En primera instancia, que los profesionales pusieron en evidencia allí su escasa pericia en la práctica del hipnotismo; a pesar de haber sometido a Della Croce a siete sesiones de hipnotización, no fueron capaces de hacerlo entrar en franco sonambulismo ni de producir los fenómenos más valiosos (como inducción de alucinaciones o sugestión de órdenes post-hipnóticas). Dicho en otros términos, fracasaron estrepitosamente, a pesar de ser muchos, allí donde otro, en soledad, había alcanzado éxitos más reconocibles (obligar a firmar un pagaré, según el decir del examinado). En segunda instancia, es sintomática la caracterización que la pericia traza de ese “otro” (Díaz de la Quintana). El texto no solamente evita mencionar el nombre del médico español —cautela quizá esperable en una pericia solicitada por la justicia—, sino que ni siquiera se preocupa por dar alguna pista sobre su identidad. Se habla allí de un “hipnotizador” que, para colmo de males, habría abusado de la confianza de un paciente en apuros, y el lector parece invitado a creer que se trata de un curandero o un sanador sin escrúpulos.

Tanto a la luz del gesto inmediatamente anterior de los médicos porteños (que obviaron toda reseña o comentario sobre Hipnotismo y sugestión), como a la luz de la conducta que asumirían poco después en relación al profesional español, quizá sea legítimo interpretar ese extraño silencio de la pericia como un indicador más del descontento de los locales hacia el extranjero. La animadversión se fundamentaba no sólo en los hábitos irregulares de Díaz de la Quintana, sino sobre todo en el hecho de que nunca había revalidado su título en el país. En efecto, tal y como ya vimos, para ese entonces existía una normativa que obligaba a los médicos extranjeros a someterse a una prueba de reválida. Hasta que no aprobasen dicho examen, sus actos curativos eran considerados como ejercicios ilegales de la medicina. Tal exigencia no siempre era respetada, por varios motivos complementarios. De una parte, para el caso de médicos provenientes de países como Italia o Alemania, la dificultad con el idioma era un serio obstáculo para enfrentar el examen. Por otra parte, para inmigrantes recién llegados el costo del trámite podía resultar demasiado elevado, máxime cuando la aprobación no siempre significaba una mejora inmediata en sus ingresos.67 Por último, cabe tomar en consideración un aspecto legal que torna absolutamente comprensible la decisión de muchos de los acusados de ejercicio ilegal del arte de curar: en una inmensa cantidad de casos, los sospechados se limitaban a pagar la multa y proseguían con sus actividades sanatorias. De hecho, la infracción que nos interesa se convirtió en delito verdadero recién en 1921, tras la Reforma del Código Penal. Hasta ese entonces, y durante largas décadas, el “curanderismo” era una mera contravención, que podía ser saldada mediante un pago en dinero.68