Kitabı oku: «El cerebro en su laberinto», sayfa 2
Con este novedoso método, Binet y Simon pudieron comparar las capacidades mentales de los niños sin que su edad significase un factor limitante. De esta manera establecían su edad mental, lo que permitía determinar el nivel que les correspondía en el sistema educativo.
Por su sencillez y breve tiempo de aplicación, esta escala obtuvo muy buena acogida desde el principio. Revisada hasta en tres ocasiones por el propio Binet, pronto conformó la base de otras escalas validadas para otras poblaciones, como la Stanford-Binet, su equivalente para los estadounidenses. En la misma época en que Binet desarrollaba su escala, en los Estados Unidos surge la cuestión de cómo satisfacer las necesidades educativas de una sociedad cada vez más diversa. El psicólogo estadounidense Henry Herbert Goddard encuentra en las escalas de inteligencia la manera de abordar este problema, y traduce la de Binet-Simon al inglés con la idea de apli-carla para detectar a los alumnos más desaventajados. Poco después, Lewis Terman, profesor de Psicología de la Universidad de Stanford, California, empezó a utilizar esta escala traducida para clasificar a los alumnos californianos, pero se dio cuenta de que las normas desarrolladas en París no se adecuaban bien a los estudiantes estadounidenses, así que adaptó el test al estándar de su país, y además amplió el número de pruebas para que pudieran aplicarse también en adultos.
«La inteligencia no es un constructo unitario».
Pero la motivación de la escala estadounidense era la opuesta a la de Binet. Mientras el europeo la había diseñado como guía para ayudar a los estudiantes con necesidades especiales, los estadounidenses pretendían que fuera útil para medir la inteligencia heredada y promover el eugenismo del que eran abanderados. Así, demostrando científicamente la superioridad de la raza blanca, buscaban desalentar la procreación en otros grupos para «reducir en el futuro la debilidad mental, el crimen, la pobreza extrema y la ineficacia en la industria», en palabras del propio Terman. Binet se enteró tarde del uso pervertido que pretendía darse a su escala y lo condenó con dureza poco antes de morir en 1911.
Porque Binet era muy consciente de los límites de su escala. Su objetivo no consistía en «medir la inteligencia», pues, según él, no podía definirse como una medición numérica cuantificable, tal y como sí ocurría con la altura o el peso, sino como una capacidad abstracta que solo podía evaluarse de forma cualitativa. Porque la inteligencia no es un constructo unitario, sino un conjunto de cualidades de di-versa importancia según el ámbito en que se valoren. Binet pretendía detectar a los niños con dificultades en el desempeño escolar, y por eso las habilidades que intentó medir eran académicas, sobre todo de cálculo y lingüística, aun sabiendo que no son las únicas cualidades que definen la inteligencia. Observó que los retrasos podían mejorar con la intervención adecuada y reconoció la influencia del ambiente en el desarrollo intelectual, que por tanto no era solo cuestión de genética.
Estos problemas y controversias surgidos desde los primeros intentos de evaluar la inteligencia siguen preocupando a cualquier clínico dedicado a detectar, diagnosticar y tratar las dificultades en el neurodesarrollo y también a los docentes que deben diseñar los apoyos adecuados al alumno que los precisa. Por eso, sin menospreciar la fuente de ayuda que suponen las mediciones y los test en la valoración de las características de una persona, debemos tener en cuenta que por sí solos no determinan si un niño tiene dificultades o no. Su utilidad es incuestionable, pero su relevancia en el diagnóstico debe enmarcarse siempre en el contexto global de la historia personal del niño, el examen clínico y las demás pruebas complementarias.
Capítulo 2:
El desafío de los trastornos del neurodesarrollo
Si ya resulta difícil delimitar lo que significa normalidad, definir lo que es un trastorno del neurodesarrollo (TND) tampoco resulta sencillo.
La palabra trastorno significa ‘que ha cambiado la esencia o las características permanentes de algo’ o ‘que se ha trastocado el desarrollo normal de un proceso’. También es una alteración ‘leve de la salud’. Referido al sistema nervioso, implica que sus funciones, ya sean las sensoriales, ya sean las motoras, cognoscitivas, conductuales o emocionales, están distorsionadas y, puesto que todas estas tareas se producen a través de los circuitos del encéfalo, se deduce que su estructura o funcionamiento no están bien. El término neurodesarrollo indica que estas diferencias surgen en la infancia y la adolescencia, mientras se están formando y desarrollando el cerebro y el resto del sistema nervioso. Modifican, pues, el tejido encefálico, y son de este modo constitutivos de la conducta de la persona, es decir, que no van a desaparecer nunca, y producirán un impacto significativo en las competencias personales, sociales y académicas del niño.
Así que los TND son retrasos o desviaciones del desarrollo esperado para la edad, asociados a una alteración crónica de la normal formación de los circuitos encefálicos que sucede durante su creación, progreso o maduración y que repercute en la actividad diaria del niño.
La complejidad del entramado de los circuitos nerviosos refleja lo intrincado de los procesos que albergan. En su continuo interactuar con el medio, adquieren y perfeccionan las capacidades necesarias para desenvolverse con eficacia, se adaptan a las circunstancias, se conectan y se hacen dependientes entre sí. Por ejemplo, para movernos con soltura necesitamos percibir bien el entorno —circuitos sensoriales de la vista, de la audición, del tacto…—, recordar qué son y para qué sirven los objetos que nos encontramos en nuestro camino —circuitos de la memoria— y utilizar los movimientos más adecuados a cada ambiente —circuitos motores—. De esta manera, el funcionamiento de cada circuito depende del de todos los demás, y la disfunción de uno de ellos repercutirá en el desempeño de los restantes, obligándolos a reorganizarse. Esta interdependencia es la base de la gran variabilidad en las manifestaciones de los trastornos del neurodesarrollo, tanto respecto a qué capacidades están afectadas como a la intensidad del desarreglo.
Pese a esta gran diversidad, podemos atisbar ciertas características que comparten los TND. Por definición, todos aparecen mien-tras madura el sistema nervioso (en la infancia o en la adolescencia) y su expresión dependerá del momento del neurodesarrollo en que se encuentre el niño. Es decir, resulta imposible detectar alteraciones de una facultad que aún no se ha adquirido y, como ocurre en el desarrollo normal, varía la habilidad con que se ejecuta esa competencia, ya que prospera en cada etapa. Pensemos, por ejemplo, en el control de la postura y en cómo avanza desde la inmovilidad absoluta del recién nacido hasta la fluidez del movimiento juvenil. Pues, en el caso de que haya un TND, el neurodesarrollo de la persona que lo tiene también progresa siempre hacia un mejor dominio de las habilidades afectadas, es decir, no sufre remisiones ni recaídas, aunque las diferencias en su pericia respecto a sus iguales en edad pueden evidenciarse cada vez más, ya que el problema no desaparece por completo.
Por otra parte, las conductas que aparecen en los TND se encuentran presentes en todos nosotros, pero será su grado de expresión y la falta de adecuación al contexto lo que dé lugar a que el niño tenga dificultades, que pueden ser escolares, sociales o de salud, y eso será lo que permita diagnosticar el trastorno. En un adolescente, una reacción impulsiva durante un juego de emociones intensas es probablemente normal, pero continuas respuestas irreflexivas en el aula suelen tener malas consecuencias y generan dudas sobre el origen de esta conducta, porque, como ya vimos en el capítulo anterior, puede resultar muy difícil establecer los límites entre la conducta apropiada y la disfuncional. Que los comportamientos no sean exclusivos de los TND los hace dependientes del ámbito en que se expresan, de lo permisiva que sea con el acatamiento de sus normas la cultura en que se manifiestan y también, por supuesto, de la valoración del profesional que los evalúa. He aquí por qué su diagnóstico genera controversia y a menudo no está exento de cierto grado de subjetividad. A esto tampoco ayuda que carezcamos de marcadores biológicos —alteraciones detectables mediante pruebas que exploran la anatomía o la fisiología corporal: análisis, pruebas de imagen, eléctricas…— específicos que permitan objetivar la presencia de anomalías patológicas.
Otro rasgo muy habitual es encontrar en un mismo niño pautas de comportamiento que corresponden a distintos trastornos. La comorbilidad, es decir, la concurrencia de dos o más trastornos en una misma persona, es casi la norma, porque a menudo los síntomas se asocian y se solapan, como sucede con la hiperactividad que presentan muchos niños con trastorno en el espectro del autismo (TEA). La dependencia recíproca de las redes neuronales podría explicar la asociación de síntomas y la confluencia de trastornos en una misma persona. Además de esta convergencia de síntomas, la ausencia de pruebas específicas que nos permitan emitir un diagnóstico explica por qué no es raro que no podamos determinar dónde acaba un trastorno y dónde empieza otro. Así puede suceder entre el TEA y el trastorno del desarrollo del lenguaje (TDL)3: como ambos comparten impedimentos en la comprensión y expresión del lenguaje, se resienten las relaciones con los demás y, en ocasiones, resulta difícil determinar qué fue primero, si los problemas del lenguaje, más propios del TDL, o la dificultad en la reciprocidad social, característica imprescindible para diagnosticar un TEA.
En resumen, cuando hablamos de TND nos referimos a aquellos trastornos que presentan las características que acabamos de describir: deben iniciarse en la infancia o la adolescencia, su expresión depende del momento de desarrollo en que se encuentre el niño, su curso es estable, suelen ser comórbidos con límites mal definidos entre distintos trastornos, carecen de marcadores biológicos, sus síntomas son rasgos normales que dan problemas por expresarse con demasiada intensidad o sin adecuarse al contexto, y su diagnóstico no resulta del todo imparcial.
Esta definición y caracterización de los TND es la más aceptada, pero resulta restrictiva al dejar fuera muchos otros problemas que interfieren en el neurodesarrollo y lo modifican. Como hemos dicho, y como ocurre en general, las manifestaciones de estas interferencias se observan en forma de retraso o en el ritmo lento en la adquisición de los aprendizajes. Un retraso que, para considerarse propio de un TND, debe avanzar hacia la mejoría, aunque con una velocidad variable para cada niño. Esta afirmación solo es válida para los trastornos asociados a un daño del tejido encefálico que esté causado por un agente lesivo puntual, es decir, que actúa una sola vez en el tiempo, ya que, si lo hace de forma continuada o repetitiva, provocará un deterioro progresivo de los circuitos neuronales y funcionales. Pero estas enfermedades regresivas o neurodegenerativas, aunque sucedan en la infancia o adolescencia, y por tanto es obvio que repercuten de forma negativa en el neurodesarrollo, no suelen considerarse TND. Tampoco se incluyen entre los TND los trastornos psiquiátricos de la infancia, como pueden ser las anomalías en el reconocimiento de la realidad —psicosis—, de la conducta —psicopatía— o de las emociones —ansiedad o depresión—, a pesar de que indudablemente interfieren en la buena marcha del desarrollo del sistema nervioso central. E incluso tienden a estudiarse aparte de los TND los trastornos lesivos estáticos, los no progresivos, cuando tienen una causa demostrable, como serían las secuelas de un traumatismo craneal.
Si nos fijamos, parece que el consenso actual deja fuera de los TND a las enfermedades que pueden considerarse netamente neurológicas, como serían las neurodegenerativas y lesivas que causan daño detectable en el tejido nervioso, y a las que competen a la psiquiatría. Por tanto, quedarían circunscritos a un grupo heterogéneo de problemas del sistema nervioso, de base orgánica, pero no demostrable, cuyas cualidades son difíciles de definir y que no encajan de modo inequívoco como neurológicos o psiquiátricos.
Al menos así queda reflejado en las últimas versiones de los dos métodos de clasificación de enfermedades más utilizados en el mundo. El de la Organización Mundial de la Salud (OMS), la undécima Clasificación Internacional de Enfermedades —CIE-11, de 2018—, y la quinta edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales —DSM-5 por sus siglas en inglés: Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, de 2013—, publicado por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría. Ambos tienen por objetivo estandarizar los criterios diagnósticos para que los profesionales de distintos lugares y ámbitos de actuación puedan comparar y compartir datos de manera coherente con el fin de mejorar el estudio del enfermar humano. Mientras el CIE-11 es extensivo, se ocupa de las enfermedades de todos los sistemas corporales y tiene un consenso internacional, el DSM-5 es de ámbito más restringido, está dedicado a los trastornos mentales y fue diseñado por psiquiatras estadounidenses para la población estadounidense, si bien, por la enorme influencia de la medicina de Estados Unidos, lo utilizan profesionales de todo el mundo. Sus últimas versiones incluyen por primera vez los trastornos del neurodesarrollo (TND) en una categoría propia que a su vez agrupa los trastornos del desarrollo intelectual, los del desarrollo del habla o del lenguaje, los del espectro autista, el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), los específicos del aprendizaje, los del desarrollo motor y otros TND especificados y no especificados. La categoría de los TND excluye de forma explícita los que tienen una causa conocida, para agruparlos en otra sección independiente.
Pero ni estos ni otros sistemas clasificatorios son concluyentes. La principal crítica que se les puede hacer es que centran sus esfuerzos en ordenar fenómenos intangibles, como la cognición, la conducta o las emociones, como si fueran categorías. Es decir, manifestaciones o síntomas separados de la normalidad y alejados entre sí. Cuando en realidad, como ya hemos explicado, son características que siguen un continuo en su expresión, y donde la intensidad y el contexto en que aparecen son lo que permite diagnosticarlas como trastorno. Es decir, siguen un espectro, lo que en psicología y psiquiatría se llaman dimensiones. En el DSM-5 se intenta solventar esto enfatizando la realidad dimensional de los síntomas, para lo cual se introducen cuestionarios de detección de problemas y se usan escalas de gravedad que miden su alcance en distintos entornos. Se pretende así contextualizar mejor los atributos de los trastornos y no hacerlos tan absolutos. En contrapartida, esto ha rebajado el umbral necesario para dar un diagnóstico por válido y podría ser una de las causas del aumento del número de niños con TND.
Otra cuestión que causa rechazo tanto en el DSM como en el CIE es que, hasta ahora, la organización y agrupación de los síntomas para definir un trastorno se basa en el consenso de los profesionales que abordan estos problemas, puesto que la escasez de datos biológicos objetivos dificulta seriamente el uso de otros parámetros que no sean los clínicos. De este modo, se han establecido criterios diagnósticos que, una vez más, comprimen la realidad y no recogen el característico solapamiento de síntomas con que se presentan estos trastornos. Para intentar reorganizarlos con más lógica, DSM-5 y el CIE-11 han eliminado algunos diagnósticos y reagrupado otros.
Todas estas controversias generan la falsa idea de que el DSM y el CIE inventan diagnósticos, cuando en realidad suponen un intento científico de recoger y agrupar con cuidado datos clínicos que la investigación ha demostrado lo bastante relevantes como para considerarlos un trastorno. Su plena aceptación entre clínicos e investigadores los convierte en un referente común que permite homogeneizar el lenguaje científico y pone trabas a la subjetividad diagnóstica. La posibilidad de agrupar pacientes, aunque solo sea porque comparten características fenomenológicas, facilita el avance científico.
«La realidad desborda este sistema clasificatorio y no respeta sus categorías».
Pero, como ya he apuntado antes, la realidad desborda este sistema clasificatorio y no respeta sus categorías. Por ejemplo, una lesión demostrable por neuroimagen que afecta a los circuitos motores puede acompañarse de rasgos de autismo o de discapacidad intelectual, entorpeciendo todo ello el neurodesarrollo, y por tanto deberíamos considerarla un TND per se. Por eso opino que es un error excluir o relegar a una sección aparte —«síndrome de neurodesarrollo secundario»— los TND con base neurológica demostrable, ya que el estudio de sus causas y de los mecanismos que producen la enfermedad son precisamente los que podrían ofrecernos alguna pista sobre qué alteraciones del neurodesarrollo son responsables de los síntomas.
Es de esperar —y deseable— que, ante los avances médicos en el conocimiento de la fisiología del sistema nervioso, en las técnicas diagnósticas genéticas y de neuroimagen, y en el desarrollo de la neuropsicología4, se abran nuevas posibilidades de abordaje de los TND que aporten más y mejores pruebas científicas que permitan mejorar su conocimiento, definición y caracterización.
Por ahora parecería que nos empeñamos en reservar el concepto trastorno del neurodesarrollo (TND) a las dificultades en el crecimiento y maduración del sistema nervioso central cuyas causas y modo de adaptarse seguimos desconociendo. O, dicho de otro modo, a aquellas de las que solo podemos describir sus síntomas. Este empeño es perjudicial, no solo para el estudio de las patologías del neurodesarrollo, sino también para el mejor conocimiento del proceso que sucede sin interferencias. Además, como hemos visto, esto genera muchas dudas, y por tanto reticencias, entre profesionales y pacientes, en cuanto a su definición, descripción y conceptualización.
Notas al pie
3. El trastorno del desarrollo del lenguaje es la denominación actual preferida para lo que antes se llamaba trastorno específico del lenguaje (TEL) y, aún antes, disfasia.
4. La neuropsicología es una disciplina y especialidad clínica que converge entre la neurología y la psicología. Estudia los efectos que una lesión, daño o funcionamiento anómalo en las estructuras del sistema nervioso central causa sobre los procesos cognitivos, psicológicos, emocionales y del comportamiento individual.
Capítulo 3:
Clasificar lo impreciso
Vamos a buscar entonces una aproximación más realista a los trastornos del neurodesarrollo (TND) que nos permita comprenderlos y estudiarlos mejor, aunque para ello debamos saltarnos la rigidez de las clasificaciones propuestas por la OMS y la Academia Americana de Psiquiatría. Considero que la forma más objetiva y honesta de hacerlo es a través de los conocimientos que tenemos sobre el neurodesarrollo normal y el alterado.
Lo primero que podríamos intentar es clasificarlos según sus causas. A pesar de que los progresos en el estudio de la etiología y de la fisiopatología de los TND siguen siendo escasos, se distinguen tres grandes grupos según los trastornos tengan una alteración genética definida, procedan de una causa ambiental conocida o carezcan de un origen bien identificado.
Los TND que tienen una alteración genética definida se corresponden con síndromes5 causados por anomalías en la información contenida en el material hereditario de nuestras células. Además de provocar cambios en la anatomía y funcionamiento del encéfalo, dan lugar a manifestaciones en otros órganos y sistemas corporales. En general, se manifiestan en niños cuyo aspecto físico es tan característico que, sin estar emparentados, se parecen más entre sí que a las personas de su propia familia. Quizá el ejemplo más conocido sea el síndrome de Down, cuya alteración genética, además de su reconocible fisonomía y sus dificultades en la cognición, puede ocasionar problemas cardíacos, inmunológicos, endocrinos, musculoesqueléticos, etc.
El segundo grupo estaría vinculado a ciertas circunstancias, de origen no hereditario, que sabemos que pueden producir un TND. Tal es el caso de la exposición intraútero al alcohol, que causa el síndrome alcohólico fetal (SAF), o a fármacos como los usados para tratar la epilepsia que causan malformaciones y dificultades cognitivas y de conducta. También interfieren en el normal desarrollo del sistema nervioso nacer de forma prematura, sufrir un infarto cerebral —antes, durante o poco después del nacimiento— y padecer una infección o un traumatismo craneal. En estos y otros síndromes encontramos que los niños con dichos antecedentes presentan no solo dificultades en su neurodesarrollo, sino también una apariencia física singular. De manera que los rasgos del SAF o los de la embriopatía por valproato6 son inconfundibles. Los niños nacidos prematuros se reconocen con facilidad en sus primeros años de vida, y las secuelas que deja una lesión cerebral suelen apreciarse incluso a simple vista. Es más, igual que sucede en los TND de causa genética, en los de causa ambiental es bastante frecuente la afectación de otros sistemas corporales.
Por último, estaría el grupo de TND sin una causa específica identificada. Se les supone un origen genético, por ser habitual que haya en una misma familia varias personas con TND sin filiar y que esta coincidencia se encuentre con más probabilidad en gemelos idénticos. Pero cuando esta «predisposición genética», por así llamarla, se hace manifiesta, se suelen encontrar circunstancias ambientales concurrentes que facilitan su expresión y esta convergencia dificulta poder atribuir a un solo factor la causalidad del TND. Aquí los atributos físicos no llaman la atención y, si hay afectación de otros órganos, es sutil y difícil de demostrar más allá de las manifestaciones clínicas. Se trata de un grupo formado por TND excluidos de los otros dos y, por esta razón, más o menos coincidente con el CIE-11 y el DSM-5.
A todo esto, no hay que olvidar la constante y recíproca dependencia entre genética y ambiente en el proceso del neurodesarrollo. De manera que, aun en los TND con causa genética probada, el ambiente —facilitador o entorpecedor— en el que sucede el neurodesarrollo influye en sus manifestaciones, sobre todo si no son muy graves. A su vez, tampoco puede excluirse la contribución de los genes en la expresión de TND con una causa ambiental demostrada. Así sucede en el síndrome alcohólico fetal (SAF). La presencia y gravedad de las manifestaciones de este síndrome no guardan relación con la cantidad de alcohol que consumió la madre durante el embarazo, e incluso se desconoce si hay una cantidad de alcohol mínima que la madre pueda ingerir sin dañar al bebé que está gestando. Buscando una respuesta a esta incertidumbre, se ha encontrado que ciertas variantes raras de genes que están implicados en el metabolismo del alcohol favorecen el desarrollo de SAF en los niños portadores de estos genes, mientras que, a igual ingesta materna de alcohol, los que no tienen estas alteraciones genéticas no desarrollarían un SAF. De esta manera, un síndrome con una causa ambiental clara tendría también un componente genético nada desdeñable, y es probable que estos no sean los únicos genes implicados en su fisiopatología.
En definitiva, no parece demasiado atrevido afirmar que todos los TND son trastornos complejos o multifactoriales. Esto quiere decir que la aparición e intensidad de sus manifestaciones resulta del efecto de múltiples genes —trastornos poligénicos— en combinación con el estilo de vida y las circunstancias ambientales. Así pues, no difieren de la mayoría de problemas médicos comunes, tales como la enfermedad cardiovascular, la diabetes del adulto o la obesidad, que también son multifactoriales. Por el contrario, hay muy pocas afecciones causadas por la mutación de un solo gen, de las que la anemia de células falciformes7 y la fibrosis quística8 serían dos ejemplos.
Vemos que, cuanto más se investiga, más evidente se hace la presencia de un componente genético en muchas enfermedades y trastornos. La primera vez que se logró aislar el gen causante de una enfermedad fue en 1983, cuando el equipo de James Francis Gusella, biólogo molecular y genetista canadiense, descubrió el gen de la proteína huntingtina cuya alteración causa la enfermedad de Huntington9. Desde entonces y hasta la actualidad, se han descrito las alteraciones genéticas de más de seis mil enfermedades. Estos continuos hallazgos de genes implicados en tal o cual dolencia producen un efecto retroactivo que a su vez impulsa líneas de investigación dirigidas a encontrar los genes contribuyentes a estos trastornos complejos comunes. Un entusiasmo que puede inducir al error, pues, como acabamos de ver y no nos cansamos de repetir, las enfermedades son el producto de un complejo entramado de factores hereditarios y ambientales que interactúan de forma tan intrincada que resulta muy difícil estudiarlos de manera independiente. A esto se añade que, mientras los genes y sus mutaciones son tangibles, la influencia de elementos inmateriales —culturales, psicológicos o socioeconómicos— en la expresión clínica de los trastornos es aún mucho más difícil de valorar y demostrar.
El siguiente gráfico [figura 3.1], modificado a partir del original del neuropediatra argentino Natalio Fejerman, nos lo explica con gran elocuencia, mostrando los fundamentos que influyen en el neurodesarrollo y la relación que se establece entre ellos. Dividido en dos mitades, en la superior encontramos los agentes que inciden en la biología del individuo, tanto los contribuyentes a la constitución personal —endógenos— como los orgánicos, químicos o físicos extrínsecos al individuo —exógenos—. En el sector inferior se postulan las principales circunstancias culturales, psicológicas y socioeconómicas participantes. Unos y otros repercuten directamente en el crecimiento y la maduración del sistema nervioso, pero a su vez las coyunturas ambientales pueden actuar a través de las biológicas y viceversa.
Figura 3. 1. Factores que influyen en el neurodesarrollo. Fuente: Modificada de N. Fejerman en el libro Neurología pediátrica.
Tal sería el caso de las comunidades en las que sus miembros se emparejan entre sí, lo que aumenta la probabilidad de que los progenitores estén emparentados. Cuanto mayor sea este grado de consanguinidad, más factible será que compartan la misma información genética que, si es portadora de mutaciones, agrava el riesgo de aparición de enfermedades hereditarias. El aislamiento geográfico —las islas, el desierto, la alta montaña, etc.— favorece este tipo de uniones por accidente, pero también puede haber una endogamia buscada.
A lo largo de la historia, la política matrimonial de las casas reales europeas ha propiciado la unión entre personas de un mismo linaje con el fin de garantizar el poder de las diferentes familias. No es que se casaran entre primos una vez, sino que las sucesivas generaciones también contraían matrimonio entre sí, de manera que el hijo de primos hermanos, podía a su vez desposarse con su sobrina, y los hijos de esta unión podían emparejarse de nuevo con primos hermanos. Esta endogamia repetitiva aumenta enormemente el riesgo de transmitir enfermedades hereditarias. La consanguinidad en la familia de los Habsburgo llegó a ser tan extrema que en diez años la mortalidad de su prole se incrementó en un 14 %. Su rama española, la Casa de Austria, reinó en España desde 1516 con la proclamación de Carlos I y finalizó el 1 de noviembre de 1700 con la muerte de Carlos II. Al último de los Austrias españoles se le apodó el Hechizado, pues sus múltiples dolencias se atribuían a la brujería y a influencias diabólicas. Ahora sabemos que en realidad su genoma era un cúmulo de enfermedades infrecuentes y graves, de las que requieren dos copias de un gen anormal para manifestarse, como la acidosis tubular renal10 y el hipopituitarismo11 padecidas por el rey. Hasta el 25 % del genoma del monarca lo formaban copias idénticas de sus dos progenitores. Porque no solo ocurrió que su padre, el rey Felipe IV, era tío carnal de su madre, Mariana de Austria, sino que además sus abuelos paternos —Felipe III y Margarita de Austria-Estiria— y maternos —el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Fernando III, y María Ana de Austria— eran primos segundos entre sí, y el bisabuelo paterno, Felipe III, se había esposado con Margarita de Austria, que era su prima tercera por línea masculina y también prima hermana por línea femenina. Ni siquiera los hijos que son fruto de uniones incestuosas entre hermanos tienen tanta coincidencia genética. Sin embargo, no nos consta que su hermana Margarita Teresa, la protagonista de Las meninas de Velázquez, tuviera ninguna de estas enfermedades, ni tampoco sus hijos, fruto de su matrimonio con su tío por parte materna y también primo por la paterna, Leopoldo I de Austria. Lo que podría indicar que en la delicada salud de Carlos II debían de influir también causas ambientales y efectos genéticos no asociados a la consanguinidad.
Para nuestra mirada occidental contemporánea, todos estos embrollos familiares parecen abominables, y además son totalmente desaconsejables; sin embargo, la consanguinidad regia no es tan excesiva cuando se compara con la de las grandes poblaciones humanas actuales de Asia y África, donde entre el 20 y el 50 % de todos los matrimonios son consanguíneos. Las tasas más altas se encuentran en Pondicherry, al sur de la India, con un 55 % de matrimonios consanguíneos, sobre todo entre primos hermanos, pero también entre tíos y sobrinas, y alcanzan hasta el 77 % del total de matrimonios entre las familias del ejército en Pakistán, la gran mayoría entre primos hermanos.