Mayo del 68 - Volumen I

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Junto con los que querían construir la utopía de manera coactiva, imponiéndosela a la sociedad desde el poder político, existían también los que, de manera más coherente con el espíritu anarcoide del 68, se lanzaron a promoverla descentralizadamente mediante experimentos comunales a pequeña escala: «Vivir ya de otra manera, sin esperar a la revolución». Hasta cien mil personas llegaron a vivir en comunas a principios de los setenta, solo en los países escandinavos (la Ciudad Libre de Christiania, en Copenhague, reducida ya casi a un parque temático, es una reliquia fósil de aquella explosión). En ellas se intentaron llevar a la práctica muchas de las ideas sesentayochistas, del amor libre a la abolición de la familia y de la propiedad privada, del retorno a la naturaleza a la desescolarización o el consumo de drogas. Los resultados fueron en general deprimentes. «Ya había doce niños en la comuna; cuando mi pareja y yo anunciamos que íbamos a darle un hermanito a la pequeña Judith, un comunero me dijo ‘¡Pero Judith ya tiene once hermanos!’; le arrojé la ensaladera a la cabeza».29 Enfrentados al reto de cultivar la tierra o fabricar artesanía, los soixante-huitards neorrurales van a descubrir que, después de todo, la necesidad de trabajar duro no era la imposición alienante de una sociedad materialista obsesionada por la productividad,30 y que la carestía es la situación por defecto del hombre frente a una naturaleza tacaña. Un superviviente resumió así la experiencia: «Agotamiento físico; subalimentación; desorganización total; incompetencia; hostilidad de los [verdaderos] campesinos, que se sentían agredidos; drogas; desafueros de los jefecillos: el sueño se convirtió a menudo en pesadilla».31

Mucho más éxito que el activismo neoleninista o el utopismo agro-hippy tendrá la irradiación del espíritu sesentayochista a través de movimientos sociales como el feminismo, la liberación homosexual, el ecologismo o el pacifismo. La idea que subyace —teorizada, como veremos, por autores como Marcuse o Foucault— es la de la sustitución del sujeto revolucionario clásico —la clase obrera— por nuevos colectivos supuestamente oprimidos (o, en el caso del ecologismo, la biosfera en su conjunto, depredada por el productivismo capitalista). Y también la reivindicación del deseo en todas sus formas y el rechazo de todo tipo de tabúes, especialmente en materia de moral sexual.

El editorial inaugural del periódico Tout!, órgano del sesentayochismo en versión cultural-libertaria, lanzaba la idea de una coalición foucault-marcusiana de colectivos en busca de liberación: «Los maricones [sic: les pédés], las bolleras [sic: les gouines], las mujeres, los presidiarios, las que abortan, los asociales, los locos… ¡Todo!».32 El periódico reivindicará «el aborto y la anticoncepción libres y gratuitos», el «derecho a la homosexualidad y a todas las formas de sexualidad» y «el derecho de los menores a la libertad del deseo y a su realización», y se declara en guerra contra la familia tradicional: «La familia es la primera tapadera que reprime nuestros deseos hasta la ebullición».33 Con la excepción del sexo con menores, todas las demás liberaciones irán siendo legalizadas —y asumidas por la sociedad— en Francia a lo largo de la década de los setenta.34

El feminismo de los setenta comenzará en cierto modo como una rebelión dentro del propio movimiento sesentayochista al grito de «¡Lleva tanto tiempo prepararle la comida a un revolucionario como a un burgués!»;35 «¿quién se ocupa de la cocina mientras ellos hablan de revolución?, ¿quién cuida de los niños mientras ellos van a reuniones políticas? […] ¡Nosotras, siempre nosotras!».36 A la supuesta opresión que padece la sociedad en su conjunto se añade, pues, en el caso de las mujeres, una opresión particular, que se yuxtapone a las demás: «Las mujeres —sean mujeres de burgueses, de obreros o de negros— sufren una opresión común y específica, y luchan por su liberación», proclama el número especial de la revista Partisans («Liberación de la mujer, año cero», 1970). Seguirán, en los años setenta, junto con la reivindicación del aborto libre —que triunfa en 1975 con la aprobación de la ley Veil—, los grupos de concienciación victimista, la constante confusión de lo privado y lo social (siguiendo el lema de Kate Millett: «The personal is political») —es decir, la interpretación de todos los fracasos personales en clave de opresión patriarcal-sistémica—,37 la demonización del varón («por su rol de Padre opresivo, [el hombre] es la encarnación de Dios, del Jefe de Estado, del Patrón y de todos los líderes»; es «el Amo, y de él brota todo valor, como el esperma de su pene», proclaman manifiestos feministas de 1970 y 1974),38 la execración de la maternidad (en 1975 es publicado el volumen colectivo Maternidad esclava)39 y, finalmente, el rechazo del concepto mismo de sexo femenino, considerado ahora como construcción cultural alienante, y no ya como determinación natural (esta idea, base de la ideología de género, se encontraba ya en el famoso «La mujer no nace, sino que llega a serlo» de Simone de Beauvoir en Le deuxième séxe (1949), y es desarrollada en 1973 por Elena Gianini Belotti en Du côté des petites filles: el libro venderá 250 000 copias).40

¿DE DÓNDE SALIERON LAS IDEAS DEL 68?: DE GRAMSCI AL FREUDOMARXISMO

Una vez reconstruidos los hechos, vamos a analizar algunas de las influencias intelectuales41 que convergieron en la rebeldía juvenil de los últimos sesenta.

El marxismo es uno de los ingredientes importantes. François Furet escribió que «la idea comunista vivió más tiempo en el espíritu de la gente que en los hechos; en el Oeste que en el Este de Europa».42 Es paradójico que, mientras el marxismo perdía toda credibilidad popular en los países del Pacto de Varsovia (las revelaciones sobre los crímenes de Stalin —admitidos parcialmente por Kruschev en su informe secreto al XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1956— hicieron perder la fe a muchos),43 manteniéndose solo como doctrina oficial insincera de un gigante con los pies de barro, en Occidente conocía una segunda juventud con la intensa marxistización de la universidad y su eco entre los jóvenes.

Ahora bien, el marxismo original iba de tasas de plusvalía, sóviets y fábricas, no de tochos académicos y asambleas de facultad.44 El marxismo clásico consideraba que la superestructura ideológicocultural no era más que un reflejo de la estructura socioeconómica. y que el verdadero motor de la historia era la evolución y contradicciones del modo de producción. La figura clave en la aparición de un marxismo cultural que reconsiderase la importancia de las superestructuras fue, por supuesto, Antonio Gramsci. El comunista italiano había huido a la URSS en 1922, tras la marcha sobre Roma, y comprobado la fiera resistencia que, pese a una implacable represión, seguía oponiendo el campesinado ruso al nuevo sistema. Este anticomunismo instintivo no tenía que ver con intereses económicos, sino con la cultura: echaban de menos sus iconos, sus popes, su zar idealizado y su santa Rusia. Los comunistas hubieran debido conquistar sus mentes antes de aplicar su revolución socioeconómica: Gramsci invierte la tesis marxista-ortodoxa sobre la relación entre estructura y superestructura; la victoria ideológicocultural debería preceder y facilitar a la económica.

Gramsci reformula, pues, el concepto de hegemonía —introducido por Plejnov— atribuyéndole un sentido de dominio de los resortes de producción cultural y configuración de las mentalidades y sentimientos. Para poder cumplir con éxito la revolución socialista, los marxistas deben hacerse antes con la hegemonía cultural, emprendiendo una larga marcha por las instituciones: la Universidad, las artes, el cine, la prensa, la escuela, la Iglesia… El nuevo agente revolucionario ya no es tanto el aguerrido sindicalista como el maestro de escuela que conduce hábilmente a sus alumnos —con el pretexto de la justicia social— al desprecio de la propiedad privada, de la familia, de la moral tradicional y de la religión. En esa labor de zapa, los intelectuales orgánicos del marxismo deben establecer alianzas flexibles con progresistas no explícitamente marxistas: compañeros de viaje antifascistas, feministas, pacifistas, etc. Fue la estrategia recomendada por el genial Willi Münzenberg y plasmada en los frentes populares de los años treinta. El marxismo académico de los sesenta y setenta es marxismo gramsciano. Como señala Roger Scruton, el gramscismo es «la filosofía natural de la revolución estudiantil»,45 por su énfasis en la importancia de las ideas: Gramsci «reformuló el programa de la izquierda como una revolución cultural, una revolución que podía ser cumplida sin violencia y cuyo escenario serían las universidades, teatros, salas de conferencias y escuelas».46

 

Como el de Gramsci, también era marxismo heterodoxo el propuesto por otra de las corrientes filosóficas que más influyeron en el 68: la Escuela de Fráncfort. Si el punto de partida de Gramsci había sido la derrota de la izquierda italiana frente al fascismo y las dificultades de implementación del socialismo en la joven URSS, el de los francfortianos es el fracaso de la revolución espartaquista de 1918-19, que lleva a la conclusión de que es necesario repensar y desarrollar el aparato teórico del marxismo. Las raíces de la Escuela de Fráncfort son incuestionablemente marxistas: el famoso Institut für Sozialforschung (Instituto para la Investigación Social) creado en Fráncfort en 1923 iba a llamarse originalmente Instituto para el Marxismo, y solo la prudencia frente a las autoridades de la República de Weimar llevará a escoger un rótulo más aséptico.

Simplificando mucho, creo que los francfortianos desarrollan el marxismo en dos direcciones. De un lado, Horkheimer y Adorno, en su Dialéctica de la Ilustración (1947), amplían el enfoque para criticar no solo la explotación de clase en la que supuestamente se basaría el capitalismo, sino más bien el culto a la racionalidad instrumental que se enseñorea de Occidente desde la Ilustración. El consabido rechazo sesentayochista del productivismo y del círculo infernal casa-coche-trabajo bebe en parte de aquí.

De otro lado, autores como Fromm y, especialmente, Reich y Marcuse intentan integrar el marxismo con el psicoanálisis presentando la represión sexual como uno de los fundamentos del orden burgués y teorizando una liberación que será tanto socioeconómica como libidinal.

Este freudomarxismo desfigura aspectos fundamentales de las dos doctrinas integradas. Desfigura especialmente al psicoanálisis, al presentar la represión instintiva como un fenómeno histórico ligado a un determinado modelo de sociedad. Ahora bien, es sabido que para Freud el conflicto entre el superyó (portavoz de los valores y normas sociales interiorizados por el sujeto) y el ello (el estrato salvaje del psiquismo, sede de un insaciable instinto sexual, Eros, y de impulsos agresivos de destrucción y dominación, Tánatos) —conflicto en el que el «yo» intenta una siempre inestable mediación— es consustancial a la condición humana misma, y no a uno u otro modelo histórico de organización socioeconómica.47

Es especialmente en El malestar en la cultura donde Freud concibe la represión de los instintos como el precio inevitable no ya de la cultura, sino de la supervivencia misma del individuo. La condición humana es dolorosa y está siempre amenazada por «tres fuentes de sufrimiento: la supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad».48 Es cierto que el progreso científico-técnico permite cierta atenuación de las primeras dos formas de dolor, y la evolución cultural puede alcanzar cierta atenuación de la tercera. Pero ni la comodidad material ni el alargamiento de la vida conducen a la felicidad:

En el curso de las últimas generaciones la humanidad ha […] afianzado en medida otrora inconcebible su dominio sobre la Naturaleza. […] Pero el hombre comienza a sospechar que este recién adquirido dominio del espacio y del tiempo, esta sujeción de las fuerzas naturales, […] no ha elevado la satisfacción placentera que exige de la vida: no le ha hecho, en su sentir, más feliz.49

El sufrimiento inseparable de la condición humana está relacionado también, según Freud, con el insoluble conflicto entre el principio del placer y el principio de realidad («el designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable»).50 Ahora bien, la energía psíquica de los instintos reprimidos por las exigencias de la vida en sociedad y de la acomodación a la realidad puede ser reorientada de forma creativa mediante el mecanismo de la sublimación: «La sublimación de los instintos constituye un elemento cultural sobresaliente, pues gracias a ella las actividades psíquicas superiores, tanto científicas como artísticas e ideológicas, pueden desempeñar un papel muy importante en la vida de los pueblos civilizados».51

O sea, que Freud reconoce que la represión de los instintos —y especialmente del sexual— es la condición de la civilización, y su posición no anda muy lejos de la que defenderá el antropólogo J. D. Unwin: «Toda sociedad debe elegir entre desplegar una gran creatividad [cultural] o disfrutar la libertad sexual. No puede tener ambas cosas por más de una generación».52 Freud reconoce que «la cultura se ve obligada a sustraer a la sexualidad gran parte de la energía psíquica que necesita para su propio consumo».53 Por tanto, el precio de la liberación sexual sería el declive cultural. Y, en efecto, tras medio siglo de relajación de las costumbres, lo cierto es que cuesta trabajo encontrar a los Mozart, los Tolstói, los Rembrandt del siglo XXI.

El freudomarxismo rechazará esta dura disyuntiva freudiana —o brillantez cultural, o libertad sexual— y sostendrá que es posible una revolución sexual que, al tiempo que permite una gozosa satisfacción de los instintos, facilite el ascenso a un estadio superior de civilización, sin explotación ni dominación. El freudomarxista por antonomasia —que no perteneció formalmente a la Escuela de Fráncfort— fue Wilhelm Reich: que fuese expulsado de ambas ortodoxias (de la Revista Internacional de Psicoanálisis por orden directa de Freud en 1932 y del Partido Comunista Alemán poco después) muestra que psicoanálisis y marxismo no resultan integrables sin tergiversación de ambos.

Reich anticipa el sesentayochismo no solo en su confianza en la posibilidad de una liberación sexual total, sino también en la propensión a considerar fascista a cualquier defensor de la moral tradicional. Pues, en efecto, la familia clásica, y la contención sexual necesaria para su conservación, es el crisol de la personalidad autoritaria, «la cuna de los hombres reaccionarios y conservadores»54 de la pequeña burguesía,55 afirmará Reich en Psicología de masas del fascismo. Reich rechaza la tesis freudiana según la cual la libido reprimida puede sublimarse en creatividad artística o intelectual; en su opinión, el sufrimiento de la represión sexual genera, por el contrario, rigidez comportamental, sumisión y pulsiones sadomasoquistas, y ambas son el fundamento del fascismo y su militarización de la sociedad. Al contrario, la revolución contra el capitalismo y el fascismo —Reich también prefigura al 68 en su equiparación— solo puede comenzar por la liberación sexual general, una liberación que debe incluir a los niños, cuya erotización temprana recomienda el freudomarxismo.56

Pero las obras de Reich —que murió loco en 1957— son de los años treinta; tuvo mucho más influencia sobre la generación del 68 Herbert Marcuse, que publica su Hombre unidimensional en 1964 y profesa en varias universidades norteamericanas. Su contexto histórico no es ya la Europa de los treinta, castigada por la crisis económica de 1929 y el ascenso de los totalitarismos, sino el Occidente exitoso de los sesenta, próspero y democrático. Por tanto, el marcusianismo es una teoría del desenmascaramiento: la «libertad», la «democracia», el «bienestar» que nos venden son engañosos (las comillas irónicas son la aportación tipográfica por excelencia del 68).57 Y el hecho de que tantos conciudadanos se muestren seducidos por esa mentira demuestra, precisamente, que se trata de la dictadura perfecta, más insidiosa que las dictaduras obvias: «El hecho de que la gran mayoría de la población acepte, y sea obligada a aceptar, esta sociedad no la hace menos irracional y reprobable».58

Marcuse no es un comunista tradicional: toma distancias respecto a la Unión Soviética y el socialismo real. Pero en su opinión el mundo libre es tan opresivo como el soviético, si bien en forma más sutil. Se trata de una libertad espuria, consistente en la posibilidad de satisfacer falsas necesidades59 y elegir entre una pluralidad de productos y entretenimientos alienantes: «Escoger libremente entre una amplia variedad de bienes y servicios no significa libertad si estos bienes y servicios sostienen controles sociales sobre una vida de esfuerzo y de temor, esto es, si sostienen la alienación».60

¿Y quién decide sobre la verdad o falsedad de las necesidades? No el propio ciudadano común, obnubilado por la alienación;61 solo el filósofo freudomarxista, inmune a la seducción del sistema, está en condiciones de juzgar desde su perspectiva exterior-omnisciente:62

No importa que [el hombre común] se identifique con ellas [sus “falsas necesidades” de automóvil, televisión y casita con jardincito] y se encuentre a sí mismo en su satisfacción; siguen siendo lo que fueron desde el principio: productos de una sociedad cuyos intereses dominantes requieren la represión.63

Así como Marx concebía la verdadera libertad religiosa no como el derecho a elegir entre varias religiones, sino como la libertad de la religión (o sea, la destrucción de todas ellas), así Marcuse concibe la libertad económica no como libertad de contratación y emprendimiento, sino como liberación de la penosa obligación de trabajar y esforzarse: «Desde el primer momento, la libertad de empresa no fue precisamente una bendición. En tanto que libertad para trabajar o para morir de hambre, significaba fatiga, inseguridad y temor para la gran mayoría de la población. […] La desaparición de esa clase de libertad sería uno de los mayores logros de la civilización».64 «La [verdadera] libertad económica significaría libertad de la economía, de estar controlado por fuerzas y relaciones económicas: liberación de la diaria lucha por la existencia, de ganarse la vida».65 También la igualación del nivel de oportunidades y comodidades alcanzada por la sociedad contemporánea es «igualdad en la alienación».66

La convicción de Marcuse —basada en una abismal ignorancia tanto de la economía como de la tecnología— parece ser la de que el desarrollo tecnológico permitiría ya automatizar todas las tareas, de forma que podríamos vivir bien casi sin trabajar; pero un perverso sistema represivo-productivista-belicista nos mantiene en un alienante estajanovismo: «El proceso tecnológico de mecanización podría canalizar la energía individual hacia un reino virgen de libertad más allá de la necesidad. La misma estructura de la existencia humana se alteraría; el individuo se liberaría de las necesidades y posibilidades extrañas que le impone el mundo del trabajo».67 La necesidad de trabajar no se debe a una naturaleza tacaña que solo entrega sus frutos al hombre a un alto precio de esfuerzo, sino a las exigencias de un sistema social irracional: «Los controles sociales exigen la abrumadora necesidad de producir y consumir el despilfarro; la necesidad de un trabajo embrutecedor cuando ha dejado de ser una verdadera necesidad».68

 

Pero ¿cuáles son las necesidades verdaderas? No termina de quedar claro. Eso sí, para Marcuse es falsa cualquier necesidad que el sistema pueda satisfacer. Por tanto, no está denunciando (solo) el materialismo consumista, etc., y proponiendo un retorno a lo espiritual. Pues reconoce que las iglesias están llenas (hablamos de 1964), pero considera que las necesidades espirituales satisfechas por ellas tampoco son verdaderas, ya que no ponen en entredicho al sistema.69 Lo que permite identificar a la necesidad verdadera, por tanto, es su incompatibilidad con el orden establecido.

Si la URSS y el «socialismo real» no son la auténtica alternativa al capitalismo, es porque también ellos siguen siendo productivistas y estajanovistas. Marcuse no está proponiendo una tercera vía equidistante de capitalismo y comunismo, sino que parece apuntar —de manera muy borrosa— a un nuevo modelo que superaría a ambos.70 De hecho, reprocha a los partidos comunistas occidentales que no sean lo bastante radicales: «Los partidos comunistas de Francia e Italia […] se adhieren a un programa mínimo que margina la toma revolucionaria del poder y contemporiza con las reglas del juego parlamentario».71 Marcuse, como el Sartre del prefacio a Les damnés de la terre, mira esperanzado al tercer mundo, a los movimientos socialista-indigenistas de liberación nacional, como el FLNA argelino o el Vietcong de Ho Chi Minh. Verlos machacar a franceses o norteamericanos suscita en Marcuse una emoción similar a la de Pablo Iglesias cuando ve patear a un policía caído en tierra: «El hecho de que los hombres más pobres de la tierra, apenas armados, tengan en jaque —y esto durante años— a la máquina de destrucción más avanzada de todos los tiempos se alza como un signo histórico-mundial».72

Marcuse es especialmente representativo de la nueva izquierda en su convicción de que los obreros se han dejado atrapar por el sistema: «La clase obrera, en la sociedad opulenta, está ligada al sistema de necesidades, pero no a su negación»;73 Marcuse se lamenta incluso de que «en algunas de las empresas más avanzadas técnicamente, los trabajadores muestran un claro interés por la empresa, […] son conscientes de los lazos que los unen a la misma».74 La actitud obrera frente al sistema es ya solo posibilista, alejada de la radicalidad maximalista, la negación total a la que Marcuse llama gran rechazo. Es preciso encontrar, pues, nuevos sujetos revolucionarios, y Marcuse pone su esperanza en los jóvenes: «La oposición de la juventud contra la sociedad opulenta reúne rebelión instintiva y rebelión política».75 También esboza la sustitución de la lucha de clases por la de razas, culturas y orientaciones sexuales (como denota la alusión a los extraños, queer): «Bajo la base popular conservadora se encuentra el sustrato de los proscritos y los “extraños”, los explotados y los perseguidos de otras razas y de otros colores, los parados y los que no pueden ser empleados. Ellos existen fuera del proceso democrático. Así, su oposición es revolucionaria incluso si su conciencia no lo es. Su oposición golpea al sistema desde el exterior y por tanto no es derrotada por el sistema».76

Marcuse es también típicamente sesentayochista en su vinculación de la revolución social con la revolución sexual. En Eros y civilización (1955) había desarrollado extrañas teorías sobre el falocentrismo como producto del capitalismo productivista: el instinto sexual es concentrado en los genitales para que el resto del cuerpo quede disponible para el esfuerzo laboral. Viceversa, las formas de sexualidad que se apartan de la socialmente aceptada (a saber, el coito genital, necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo), las llamadas «perversiones» (de nuevo las irónicas comillas sesentayochistas), constituyen en realidad formas de resistencia frente a la opresiva lógica productivista-falocéntrica. En la futura sociedad poslaboral, la focalización libidinal en la zona genital dejará de ser necesaria, y todo el cuerpo podrá ser zona erógena.

Como Reich, Marcuse critica al Freud de El malestar en la cultura y su aceptación de la represión sexual como necesaria para la civilización. Marcuse distingue entre la represión básica inevitable y la represión excedente que es consecuencia del modelo social capitalista y de su lógica agresivo-productivista. Gran parte de la represión que Freud da por inevitable pertenece en realidad a ese plus históricamente condicionado. La revolución nos devolverá una sexualidad polimorfa que permitirá placeres insospechados.

La evolución de la izquierda se ha acompasado en gran parte al pensamiento de Marcuse, especialmente en su apelación a nuevos sujetos históricos capaces de encarnar el gran rechazo. Vimos antes como el movimiento feminista francés —igual que el de otros países— derivaba rápidamente hacia el victimismo y un lenguaje de guerra de sexos. Lo mismo va a ocurrir con los frentes de liberación homosexual que surgen a principios de los setenta: de la mera reivindicación de tolerancia hacia su sexualidad diversa evolucionarán pronto hacia la denuncia de una cultura intrínsecamente opresiva a fuer de heteronormativa, hacia la exigencia de redefinición del matrimonio y del modelo de familia, hacia la criminalización de los discrepantes como homófobos, etc. La izquierda ha compensado la atenuación del conflicto de clases con la invención de nuevos conflictos de sexo y de orientación sexual.

Y también se abrirá un nuevo frente por el flanco de la raza. El movimiento antisegregacionista norteamericano —escribe Richard Vinen— tenía hasta 1965 un sello conservador, pues se limitaba a pedir la aplicación consecuente de los viejos principios de 1776 («todos los hombres han sido creados iguales») a los ciudadanos de color (por otra parte, sus líderes eran a menudo clérigos, como el propio Martin L. King, y sus objetivos eran concretos: abolición de la segregación racial y de las limitaciones fácticas del derecho de voto de los afroamericanos en los estados del sur).77

Ahora bien, esas metas fueron alcanzadas plenamente con la Ley de Derechos Civiles de 1964 y la Ley de Derechos Electorales de 1965. Entonces el movimiento antirracista sufre una mutación parecida a la que estaba experimentando el feminista tras haber conseguido la igualación legal de hombres y mujeres (voto femenino, etc.). En lugar de morir de éxito por satisfacción de sus reivindicaciones, el movimiento entra en una deriva revanchista: ahora se van a exigir medidas de discriminación positiva que compensen las injusticias del pasado mediante nuevas injusticias de signo inverso (por ejemplo, cuotas raciales en las universidades, que terminan implicando que un negro puede entrar con menos nota que un blanco).

Al mismo tiempo, los activistas negros más radicales empezaron a percibirse a sí mismos no como norteamericanos que pedían la rectificación de injusticias, sino como miembros de la raza negra en lucha planetaria contra la blanca. Muchos de ellos habían leído el virulento panfleto descolonizador Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, precedido por un increíble prólogo de Sartre que venía a decir que Europa tenía las manos manchadas de sangre y que los blancos merecían toda la violencia que los hombres de color quisieran desplegar contra ellos.78 El sector más radical del movimiento afroamericano empezó a interpretar en términos de «colonialismo» su relación con la mayoría blanca y a identificarse con la lucha anticolonial de los negros de otras latitudes. Surgieron, incluso, grupos paramilitares como los Black Panthers, que imitaban, al menos en parafernalia (boinas negras, etc.), a las guerrillas del tercer mundo.

PENSAMIENTO 68 FRANCÉS: ALTHUSSER, FOUCAULT, BOURDIEU

Pero volvamos a París. Si Gramsci o la Escuela de Fráncfort son influencias intelectuales que gravitaron sobre el conjunto de la juventud occidental de la época, en Francia eclosionaba en los sesenta una generación de teóricos que ha terminado recabando la etiqueta de pensadores del 68 en sentido estricto: se trata de Althusser, Lacan, Foucault, Deleuze, Derrida… En rigor, su verdadera influencia se desplegó en el pos-68, que es cuando fueron más leídos (hacia 1967 eran mucho más conocidos en el barrio latino los situacionistas).79 Presentan rasgos comunes con la Escuela de Fráncfort, pero también características propias. El aspecto común es un pesimismo cultural que lleva —ha escrito Josemaría Carabante— a «difundir un sentimiento de autoculpabilidad, de rechazo y de vergüenza sobre la propia cultura».80

Este intenso rechazo a la propia cultura viene motivado, como ya sabemos, por el carácter opresivo de esta: el individuo estaría aplastado por instituciones, reglas económicas, leyes, estructuras de poder, tradiciones alienantes.81 Junto al pesimismo, la desconfianza, heredada de los pensadores de la sospecha: la emancipación y el progreso que supuestamente había traído la Ilustración no fueron sino un gran engaño, ya que desembocaron en los desastres de 1914-1945.82 Las grandes palabras de la modernidad —libertad, derechos, democracia, etc.— son desenmascaradas como espejismos y mentiras ideológicas legitimadoras de la dominación. Todo ello, supuestamente, en nombre de la verdadera libertad» y la autonomía del individuo.

La gran paradoja es que los posestructuralistas franceses van a llevar su furia desenmascaradora… hasta la deconstrucción de la noción misma de sujeto. Como vamos a ver, la novedad que traen consigo los maîtres-à-penser del pos-68 es la muerte del hombre. Por tanto, se está acusando a la cultura occidental de oprimir a un individuo que en realidad no existe, pues no es más que el punto de intersección de estructuras (económicas, lingüísticas, psicológicas…) impersonales. La protesta contra una sociedad supuestamente inhumana resulta insertarse en una cosmovisión cada vez más paladinamente antihumanista.83

Pero no deja de haber cierta lógica detrás de esa paradoja. A fuerza de exigir una autonomía individual absoluta —y, por tanto, de privar a la persona de cualquier anclaje sociocultural— se desemboca en la negación del individuo.84 El sujeto liberado de tradiciones, normas, instituciones, termina evaporándose, liberándose de la existencia misma.