Kitabı oku: «Madres e hijas en la historia»

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Madres e hijas en la historia

De las Agripinas a las Curie

María Pilar Queralt del Hierro


ISBN: 978-84-15930-29-7

© María Pilar Queralt del Hierro, 2014

© Punto de Vista Editores, 2014

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Índice

La autora

INTRODUCCIÓN

I La embriaguez del poder Agripina la Mayor, 14 a.C.-33 d.C. Agripina la Menor, 16-59 d.C.

II De amor y dolor Isabel la Católica, 1451-1504 Juana la Loca, 1479-1555

III El perfume del rencor Catalina de Aragón, 1485-1536 María Tudor, 1516-1558

IV La lección olvidada María Teresa de Austria (1717-1780) María Antonieta de Francia (1755-1793)

V La madre en el recuerdo Mary Wollstonecraft, 1759-1797 Mary Shelley, 1797-1852

VI Pasiones privadas María Cristina de Borbón (1806-1878) Isabel II de España (1830-1904)

VII La hija predilecta Elisabeth de Austria-Hungría, 1835-1898 María Valeria de Habsburgo, 1868-1924

VIII «Vote for woman!» Emmeline G. Pankhurst, 1858-1928 Christabel Pankhurst, 1880-1958

IX La fórmula perfecta Marie Sklodowska Curie, 1867-1934 Irene Joliot-Curie, 1897-1956

BIBLIOGRAFÍA

I Agripina la Mayor y Agripina la Menor

II Isabel la Católica y Juana la Loca

III Catalina de Aragón y María Tudor

IV María Teresa de Austria y María Antonieta de Francia

V Mary Wollstonecraft y Mary Shelley

VI María Cristina de Borbón e Isabel II de España

VII Elisabeth de Austria y María Valeria de Habsburgo

VIII Emmeline G. Pankhurst y Christabel Pankhurst

IX Marie Curie e Irene Joliot-Curie

La autora

María Pilar Queralt del Hierro es historiadora y escritora. Autora de diversos libros de relatos, y de novelas históricas como Los espejos de Fernando VII, Inés de Castro, De Alfonso la dulcísima esposa, La rosa de Coimbra o Las damas del rey entre otras, su interés por las figuras femeninas y su tratamiento historiográfico le ha llevado a escribir las biografías Tórtola Valencia, una mujer entre sombras, Agustina de Aragón, o Las mujeres de Felipe II (Premio Algaba de Biografía 2011). Colaboradora habitual de diversos medios especializados, su último libro es la biografía Isabel de Castilla, una aproximación al perfil más íntimo de la reina Católica. En su tarea divulgadora aborda por igual el ensayo y la novela histórica que, en ambos casos, tienen un único eje: el estudio de la figura femenina a través de los tiempos.

A mi abuela Teresa, de quien aprendí a ser madre.

A mi madre, María Teresa, que me enseñó a ser hija.

Y a Gloria, Yaiza y Myriam, madres del siglo XXI.

INTRODUCCIÓN

En 1405, la francesa Christine de Pizan (1364-1431) escribió Le livre de la Cité des Dames (El libro de la Ciudad de las Damas), considerado uno de los primeros textos de reivindicación feminista de la historia. En él se describía la construcción de una ciudad inexpugnable donde las mujeres quedaban a cubierto de los prejuicios misóginos. En un momento determinado, al tratar sobre las Amazonas, escribió:

Si alumbraban a hijos varones, los enviaban a sus padres. Si eran mujeres las educaban por ellas mismas.

No puede decirse que ese fuera un privilegio exclusivo de tan legendaria cultura. Tradicionalmente la educación de las mujeres ha recaído en sus madres. Cierto que el varón dictaba las normas e imponía usos y disciplinas. Pero era a la madre a quien correspondía la educación sentimental y doméstica de las niñas. Las hijas crecían con la madre como primer y único referente de conducta. Incluso ahora, cuando los medios de comunicación diversifican la información, continúa vigente la figura de la madre como ejemplo de lo que se quiere o no se quiere ser. Éstas, por su parte, se miran en sus hijas e interpretan actitudes o auspician esperanzas siempre a través de su propio tamiz.

El resultado de tal circunstancia ha sido y es la creación de un mundo en común, a medio camino entre la complicidad y la autoridad, del que se deriva una cordial convivencia o el más feroz de los enfrentamientos. El momento de dirimir tal disyuntiva llega cuando la niña se convierte en mujer. Porque, dejando a un lado el parentesco, una madre y una hija son, gracias al paso del tiempo, dos mujeres que un día se encuentran.

El lector me perdonará ahora un pequeño apunte biográfico pero lo creo necesario para entender el porqué de este libro. Pertenezco a una familia de mayoría femenina. Una entrañable “ciudad de las damas” donde he podido observar las múltiples facetas, etapas, encuentros y desencuentros que pueden darse entre una madre y una hija.

He convivido en el tiempo y en el espacio con mi abuela materna, mi madre y mi hija. Entre las cuatro siempre existió una red tupida y resistente que, en todas las combinaciones posibles, ha creado entre nosotras lazos invisibles de afecto, complicidad y comunicación.

Pero, además de ser madre y de ser hija, también soy historiadora —sigan disculpando el dato personal— y como tal me interesa conocer el comportamiento de madres e hijas en diferentes ámbitos y épocas de la historia.

Porque, ciertamente no existen dos relaciones iguales, como no hay dos mujeres idénticas o dos circunstancias similares. La relación entre madre e hija está siempre condicionada por el entorno y, evidentemente, por la figura del padre —inevitable la alusión freudiana— y de los hermanos. Los ejemplos son, pues, tantos como mujeres y culturas ha habido en la historia. Pero, puesto que había que elegir, me decidí por aproximarme a distintas “parejas” que cubrieran un amplio espectro social y temporal.

En las civilizaciones clásicas la falta de consideración social hacia la mujer provocaba que la atención de éstas se centrara en los hijos varones. Este fue el caso de Agripina la Menor, encaramada en la cima del poder imperial como madre de Nerón. Sin embargo, en el horizonte del recuerdo, siempre alentó el deseo de emular a su madre, Agripina la Mayor, con la que compartió la fascinación por el poder.

Isabel la Católica no precisó de varón alguno para alcanzar un trono que por sangre la correspondía. El azar quiso, además, que la heredara otra mujer, la reina Juana, que tanto supo de amor y dolor. Resulta sorprendente imaginar a la solemne soberana, implacable con hebreos y musulmanes e inspiradora de inciertas expediciones, cobijando a su hija del frío de la noche castellana mientras ésta reclamaba enloquecida a su esposo Felipe retirado a Flandes. Su nieta, María Tudor, vivió el desamor por persona interpuesta. Creció contemplando el calvario de su madre, Catalina de Aragón, repudiada por Enrique VIII de Inglaterra, y, una vez en el trono, se hizo el propósito de reivindicar la memoria de la reina muerta. Todo lo contrario que María Antonieta, quien, de haber seguido el ejemplo materno, podría haber sido una excelente reina de Francia, pero María Teresa de Austria hubo de morir viendo, impotente, cómo su hija se hundía en una espiral de frivolidad e ignorancia.

La era de las revoluciones concedió a la mujer la capacidad pública de pensar. O al menos eso esperaba Mary Wollstonecraft. El testigo lo recogió su hija Mary Shelley, la cual, en pos de evocar la presencia materna, elaboró alguna de las páginas más señeras de la literatura romántica inglesa. En el mismo propósito de conseguir más y mejores derechos para la mujer insistieron, un siglo después, Emmeline y Christabel Pankhurst , cuando alteraron la bienpensante sociedad británica al grito de Vote for woman!

A su manera, también era libertad lo que pedían María Cristina de Borbón y su hija Isabel II, reina de España, cuando vivieron sus pasiones privadas al margen de sus deberes de soberanas. Y en la búsqueda de tan preciado don, la emperatriz Isabel de Austria se acompañó de María Valeria, su hija predilecta. Marie e Irene Curie, por último, hicieron de su laboratorio un ámbito común donde vivieron una relación familiar armoniosa y fructífera.

No busque el lector interpretaciones psicológicas o antropológicas, que doctores tiene la Iglesia y para eso están los profesionales. Los capítulos que siguen son solo ejemplos, retazos de otras vidas, que jalonan el largo camino recorrido por las mujeres desde la noche de los tiempos. No todo son historias idílicas. Entre una madre y una hija también se crea a menudo la barrera de la rivalidad, el egoísmo o el autoritarismo. Pero, en cualquier caso, sea cual sea el paisaje, siempre subyace en él un cordón invisible, evocación cierta de aquel otro que durante nueve meses alimentó una vida. Un vínculo que perdura a través del tiempo y que une a dos mujeres en una relación de complicidad peculiar y, a menudo, inexplicable.

I

La embriaguez del poder

Agripina la Mayor, 14 a.C.-33 d.C.

Agripina la Menor, 16-59 d.C.

El hombre es para la

mujer un medio;

el fin siempre es el hijo.

Friedrich Nietzsche

Se deslizó suavemente y nadó en silencio hasta la costa. La distancia era corta y confiaba en salvarla con facilidad. Debía ser prudente. Cualquier ruido, cualquier movimiento podía delatarla ante sus perseguidores. Pero había que intentarlo. A fin de cuentas era la única oportunidad de seguir con vida.

Minutos después llegó a la playa. Exhausta, se tendió en la arena y cuando recobró el aliento, intentó orientarse. Estaba muy cerca de Baulis, la villa en la que había pasado alguno de los mejores momentos de su vida. Llegar, pues, hasta su casa era solo cuestión de paciencia. Por el momento debía esperar a que se acallase el tumulto y los gritos que dejaba adivinar el rumor de las olas.

Empapada, con el cabello en desorden y el corazón latiéndole apresuradamente, Agripina “la Menor” se escondió tras unas rocas. Casi inmediatamente pudo ver cómo el mar engullía los restos de su embarcación y con ella aquellos escasos fieles que aún permanecían a bordo. Mentalmente, invocó a los dioses y, agradecida por haber salvado la vida, se hizo el propósito de ofrecerles un sacrificio. Ni siquiera estaba asustada, solo aturdida ¡Había ocurrido todo tan deprisa!

Solo dos días antes, Nerón, su hijo y Emperador, la había recibido en el puerto de Bayas, junto al cabo Miseno, en plena bahía de Nápoles, entre halagos y muestras de cariño. Luego, tras los festejos, se dispuso a retirarse a su villa de Baulis y aceptó la embarcación que el Emperador le ofreció. Descansaba en alta mar cuando un gran estruendo la despertó. Alarmada, saltó de la litera y se precipitó a la estrecha toldilla. A la luz de las antorchas, vio que la nave escoraba bruscamente y observó, sorprendida, cómo los remeros se agolpaban a estribor con la evidente intención de hacer zozobrar la embarcación. Prudentemente se ocultó tras unos barriles de agua y, ante su asombro, contempló a los miembros desconocidos de la tripulación que irrumpían en su compartimento y, al grito de “¡muerte a Agripina!”, la emprendían a golpes con su sierva Acerronia. Poco después, en medio de una orgía de sangre, los esbirros del Emperador acababan con la vida de la mayoría de quienes la habían acompañado desde Anzio, la villa en la que vivía un dorado exilio.

De allí había partido respondiendo al reclamo de Nerón, el Emperador, su hijo bienamado, el mismo que la había hecho conocer las mieles del poder para luego, sin más explicaciones, apartarla de su lado. Horas antes, ella estaba dispuesta a olvidarlo todo. El encuentro había sido cálido, afectuoso. Nerón se había disculpado, la había besado los ojos y el pecho —como mandaba el protocolo— y luego, durante el banquete, había tenido para con ella todo tipo de atenciones. Agripina pensó que tal cambio de actitud obedecía, posiblemente, a un sincero arrepentimiento e inauguraba sin duda una nueva etapa de felicidad y armonía entre madre e hijo.

Ahora, agotada por el esfuerzo y con el alma dolida, comprendía su error. Nerón la había llamado no para buscar la paz, sino para deshacerse definitivamente de ella. Por eso la insistió en que aceptara el regalo de una nueva nave, por eso había sido obsequioso y afectuoso. Agripina comprobó con horror que había asistido a sus propias exequias, los epítetos cariñosos de su hijo y Emperador no habían sido más que los cantos funerarios que se debían a la madre del césar. ¿Cómo había podido caer en la trampa? ¿Cómo había podido confiar en aquel ser al que ella sabía mejor que nadie versátil, impresionable, extremoso y traidor? Sus epítetos cariñosos aún resonaban en sus oídos: “optima mater” la había llamado. “La mejor de las madres”. Y ella, sin saber bien porqué, había evocado el recuerdo de su propia madre, la gran Agripina, nieta de Octavio César Augusto el gran Emperador, hija de Marco Vipsanio Agripa y esposa de Germánico. Aquella a la que la historia conocería un día como la Mayor, reservando para ella, sombra borrosa de su hacer y ambiciones, el epíteto que, aún referido a la cronología, siempre resultaba insidioso, de “la Menor”.

Agripina la Mayor había nacido en Roma catorce años antes de que, en Belén, una pequeña aldea de Judea, diera comienzo la era cristiana con el nacimiento del hijo de un humilde carpintero. Su abuelo, Augusto, siempre sintió una especial debilidad por ella. No en vano había nacido del matrimonio de Julia, su hija predilecta, con Marco Vipsanio Agripa, un fiel compañero en su lucha por el poder. Creció feliz en compañía de tres hermanos varones y una única hermana llamada Julia al igual que su madre. Con ellos aprendió a leer, a escribir a tejer, a conocer los modos y costumbres del entorno imperial y, sobre todo, a informar al Emperador de todos sus actos o palabras.

La muerte prematura de Agripa devolvió a la viuda y a los huérfanos al seno de la familia imperial. Los niños fueron adoptados por Augusto mientras Julia, la madre, contraía un segundo matrimonio con Tiberio, hijo de un anterior matrimonio de Livia, la tercera y amadísima esposa del césar. Tras el prohijamiento se escondía la firme voluntad de Augusto de asociar a sus nietos al gobierno. Sin embargo, la vida había dispuesto lo contrario. Los dos mayores murieron muy jóvenes y el tercero dio tantas y tan evidentes muestras de desequilibrio mental que hubo de ser aislado y enviado lejos de los centros de poder. No fue un rasgo de crueldad por parte de Augusto. Lo cierto es que era lo mejor que podía pasarle al pobre muchacho.

La familia imperial era un absoluto centro de intrigas y ambiciones. Livia, inteligente y seductora, se había hecho con la voluntad de su marido y no contemplaba otro propósito que asegurar el porvenir de la descendencia habida de anteriores uniones. Agripina y sus hermanos eran, pues, un claro obstáculo a sus objetivos. Para sortearlo no había más que un camino: sustraer al Emperador de la influencia de su hija Julia, madre de los muchachos.

Livia comenzó, pues, una carrera de descrédito contra su hijastra. Reveló a su esposo la vida disoluta del círculo en que ésta se movía y del que formaba parte, entre otros, el poeta Ovidio, quien, pese al reconocimiento en que se tenía su talento, fue desterrado. A Julia se la apartó de Roma y, para rematar la jugada, Livia convenció a Augusto para que casara a su nieta Agripina, muy joven aún, con Julio César Germánico, hijo adoptivo de su hijo Tiberio y, por tanto, su nieto. Así, hábilmente, Livia decidía la sucesión del Emperador: Tiberio le sucedería y, a su muerte, la corona imperial sería para Germánico, con lo que, al estar casado con Agripina, se satisfacía el deseo del Emperador de vincular el trono a la descendencia de su hija Julia. En el complejo laberinto de parentescos directos o indirectos de la familia imperial esta era, ciertamente, una solución que parecía dar gusto a todos.

Con tal estrategia, Agripina era, sin duda, la que salía más favorecida. Germánico era lo que hoy calificaríamos de “soltero de oro”. Vencedor del germano Ariovisto y responsable del restablecimiento de la disciplina en las legiones que cubrían las campañas del Rin, era un hombre bien parecido y lo suficientemente bien considerado por la familia imperial como para ser codiciado por un buen número de las mujeres —casaderas o no, que eso poco importaba— de Roma. El historiador Suetonio al que, desde luego, no puede tacharse de propenso al halago, le describió así:

“Reunía en un grado que nadie alcanzó jamás, todas las cualidades del cuerpo y del espíritu. A su belleza se añadía un valor incomparable, el dominio de la elocuencia y de todos los saberes del mundo conocido, dominaba el latín y el griego y en cualquier lengua manifestaba un don especial para ganarse voluntades y simpatías.”

No es de extrañar, pues, que Agripina se enamorara sinceramente de su marido. De hecho, su relación fue una auténtica historia de amor, hecho insólito en la corrupta Roma imperial, una sociedad ligera, frívola y disoluta a la que la familia del Emperador no contribuía precisamente dando un buen ejemplo. Claro que Agripina no parecía de la familia. Era, a decir de sus contemporáneos, reservada, sensible y de costumbres recogidas. En el busto que de ella se conserva en el Museo Arqueológico de Venecia aparece como una mujer de rasgos firmes y enérgicos que, si bien no están exentos de belleza, resultan afeados por una nariz excesivamente importante. Pero, sobre todo, se aprecia en sus facciones un aire solemne, altivo y formal más propio de una matrona romana que de la mujer relativamente joven que era cuando se erigió la escultura. De que el matrimonio fue feliz, no cabe pues la menor duda. De que Agripina se consagró en cuerpo y alma a su marido y a criar a su numerosa prole, tampoco. Pero no hay que dudar de que, tras tal dedicación y formalidad, palpitaba una gran ambición.

Agripina era, además de virtuosa, una mujer inteligente. Ello la hizo apercibirse sin dificultad de la fascinación que Germánico ejercía sobre las masas. ¿Por qué pues no considerarle una alternativa perfecta a Tiberio, a la sazón Emperador? En la Roma imperial lo que no conseguía la enfermedad, lo lograban las insidias, por tanto no era tan descabellado pensar que contando con las simpatías de la milicia y del pueblo, Germánico o, en su defecto, sus hijos podían alcanzar el trono imperial. Ella, entonces, sería si no esposa, si madre del Emperador. Una numerosa descendencia era pues una forma de tener un buen número de atajos para alcanzar la senda del poder. Buscando pues, asegurarse el trono, Agripina se dedicó a dar a luz, uno tras otro, a cinco hijos : Drusila, Livina, Nerón, Druso, Cayo Calígula y Agripina, a la que, para diferenciarla de su progenitora se le añadió el epíteto de “la Menor” y que nació cuando su madre contaba 30 años, una edad considerable para la época.

Lógicamente, el discurso de futuro de Agripina no pasó desapercibido en los círculos de poder. Tiberio veía en Germánico las mismas posibilidades que su esposa. Y fuera porque lo quiso la fatalidad o porque el Emperador y sus secuaces ayudaron al destino, Germánico murió en Antioquía en el año 19 d.C. en plena apoteosis vital y en el momento de mayor auge de su popularidad. Contaba tan solo 34 años y, mientras Roma entera se preguntaba cual había sido el papel del Emperador en tan temprano e inesperado óbito, Agripina tenía la certeza de la existencia de una mano criminal.

Cual Némesis reencarnada, organizó una espectacular puesta en escena para el traslado de las cenizas de Germánico a Roma. No olvidó detalle. Sabedora de la adoración que el pueblo sentía por el difunto y de las dificultades de Tiberio, hosco y retraído, para contactar con sus súbditos, Agripina calculó todos y cada uno de sus pasos. El plan debía ser perfecto si de él dependía su futuro y el de sus hijos. Sin atender a los peligros que el mar ofrecía, embarcó rumbo a Brindisi, donde llegó tras una breve escala en Corfú que le permitió anunciar su visita y, una vez la noticia de su arribada corriera como la pólvora, el pueblo entero acudiera al puerto a recibirla.

Cuando salió a cubierta con la urna funeraria entre las manos, rodeada de sus hijos y con la pequeña Agripina agarrada a los pliegues de su túnica, los muelles, la ribera, el camino que bordeaba las murallas e incluso los tejados del caserío urbano estaban abarrotados de público. Había llegado su gran momento.

Con gesto contenido y dramático a un tiempo, esta mujer nacida para el mando y la tragedia, mostró al pueblo la urna cineraria. La respuesta fue un clamor unánime que reclamaba venganza y que la acompañó hasta llegar a Roma. El traslado de las cenizas de Germánico tuvo carácter de duelo nacional. Y no había en ello voluntad de adulación puesto que era de todos sabido que Tiberio había respirado tranquilo por la muerte de aquel hijastro que, más que su sucesor, parecía haberse convertido en su rival. Era simplemente el dolor de un pueblo por la muerte inesperada de su caudillo,

Agripina, hosca, airada, enérgica, se convirtió así en una figura emblemática para los descontentos con el gobierno de Tiberio. El apoyo popular reforzó su ambición y, una vez instalada en Roma, decidió abrir a sus hijos el camino al trono. A ojos de patricios y plebeyos, aparecía como la viuda intocable, la figura venerada y simbólica de la Roma que pudo ser y no fue. El pueblo y la soldadesca la admiraban y su prestigio aumentaba en la misma proporción que disminuía su consideración en el seno de la familia imperial que, adivinando sus planes de futuro y harta de sus pretensiones, intentaban neutralizar su autoridad.

“Si no puedes mandar, te ofendes”, se asegura que le dijo Tiberio. Y con tal frase dejó reducida su posible autoridad como un mero capricho de matrona.

Entretanto, la pequeña Agripina crecía atenta a todo lo que pudiera ser una clave para su futuro. Las disensiones en el seno de la familia, las continuas humillaciones a que se sometía a su madre e incluso la campaña que, contra sus hermanos, Nerón y Druso, llevó a cabo Tiberio fueron modificando su carácter. Así, de forma sutil, se vio convertida en una persona intrigante y ambiciosa que pronto supo de la necesidad de una mujer de contar con un buen apoyo masculino par lograr sus ambiciones. Y, para conseguir tal respaldo, no le quedó más solución que emplear un medio bien conocido en el entorno cortesano: sus armas de mujer. Sobre todo cuando su madre, el mejor de los ejemplos, la que asentaba su poder en la dignidad de comportamiento, el sentido del deber y la comunicación con el pueblo, la dejó sola ante un futuro incierto.

En el año 32, cuando su hija solo contaba 16 años, Agripina se vio reducida por la ofensiva que Tiberio emprendió contra ella y sus hijos Nerón y Druso. Mediante una carta en la que acumulaba todo su resentimiento, lanzó las suficientes acusaciones contra los tres como para conseguir que, un año después, el Senado les declarara enemigos públicos. Su final fue terrible. Druso murió de hambre en la prisión del Palatino y Nerón en la isleta de Pontia, próxima a Nápoles. Agripina, por su parte, intentó refugiarse en un campamento militar con idea de que su presencia provocara el alzamiento del ejército, pero todo fue en vano.

Desesperada y sola, se enfrentó a Tiberio y, ante sus insultos, un centurión la golpeó hasta hacerla perder un ojo. Desterrada por orden del Emperador a la isla Pandataria, anunció que se dejaría morir de hambre. Tiberio intentó en vano alimentarla a la fuerza. No lo consiguió y Agripina murió a los 47 años de edad dejando tras de sí el legado de una ambición imparable y, tal vez, intuyendo que sería su hija, la joven Agripina, la que recogería el testigo de su carrera hacia el poder. Fue la última victoria de una mujer indomable.

Con 17 años y la única compañía de sus hermanos Drusila, Livina y Cayo Calígula, Agripina debió, pues, enfrentarse a la vida. Debía además hacerlo en el ámbito hostil de la familia imperial donde, curiosamente, solo contaba con las simpatías de Tiberio. Éste no debía ver en sus sobrinos menores ningún posible rival. A fin de cuentas, Cayo Calígula era un desequilibrado y las muchachas no representaban a sus ojos una amenaza a tener en cuenta. Decidió, pues, que, una vez eliminados los que parecieron poderosos antagonistas, podía ganarse las simpatías de la plebe dando cobijo a los hijos de Germánico en casa de Antonia, hija de Augusto y abuela paterna de los cuatro huérfanos. Con ello respetaba la memoria del que había sido su hijo adoptivo y, además, realizaba una rentable operación de imagen de cara al pueblo de Roma.

Lo cierto es que, para entonces, Agripina no era una niña inocente y desvalida. El ejemplo de lo acontecido a su madre le hablaba del mal resultado del empleo de la dignidad o la elocuencia como método de conquista del poder. Decidida a salir de su precaria situación, optó por seguir el camino de su abuela Julia (no en vano llevaba su nombre como primer patronímico) y utilizar el lenguaje que mejor se conocía en la familia imperial: el de la seducción.

Agripina era una joven realmente bella. En el busto que se conserva en el Museo de Historia de la Ciudad de Barcelona o en el del Lateranense de Roma aparece como una mujer ligeramente oronda pero muy al gusto de la época, de cara redonda y facciones correctas entre las que destacan unos sensuales labios y un mentón adelantado que dice mucho de su capacidad de decisión.

Experiencia, desde luego, no le faltaba. Roma se iba en lenguas sobre la peculiar relación que mantenían entre si los huérfanos de Germánico. Agripina había tomado, pues, las primeras lecciones en casa y Tiberio tuvo que afrontar la desagradable noticia de que sus tiernos y aparentemente inofensivos sobrinos mantenían una relación incestuosa en la que Cayo, apodado Calígula, alternaba sus favores a sus tres hermanas. Una delicada situación que no podía más que empeorar la ya deteriorada imagen de la imperial familia.

Lo mejor, debió pensar Tiberio, era sosegar las inquietudes de los cuatro jóvenes procurándoles las correspondientes parejas que dignificaran sus ardores con el lazo del matrimonio. En el reparto, a Julia Agripina le tocó en suerte Gneo Domicio Enobardo, un hombre bastante mayor que ella, atractivo pero colérico, codicioso y con la suficiente dosis de depravación como para aceptar en matrimonio a una joven de moral tan dudosa. Pertenecía a una familia de elevada alcurnia y gran fortuna y, posiblemente para no manchar el buen nombre de sus antepasados con la distraída moral de su esposa, se separó de ella a los pocos meses de la boda.

Un suceso inesperado le obligó a rectificar. A la muerte de Tiberio en el 37 d.C., Calígula fue investido Emperador. La ambición de Enobardo le aconsejó regresar al lecho conyugal y de la reconciliación nació, en el año 37, un hijo, Lucio Domicio Enobardo, que pasaría a la historia como Nerón. Parece ser que nadie se hizo demasiadas ilusiones sobre las cualidades que adornarían al muchacho. Suetonio escribió que su padre, al conocer la noticia del embarazo, aseguró:

—De Agripina y de mí solo puede nacer un monstruo.

Agripina, sin embargo, se sentía feliz. En su desenfrenada ambición de poder, heredada de su madre, sabía que solo había un camino para alcanzar el trono imperial: un hijo varón. Los muchos hombres que pasaron por su vida fueron meras anécdotas. Un hijo, eso precisamente era lo que más deseaba, un hijo varón al frente del gobierno de Roma. Conseguiría así aquello que su madre no logró alcanzar. Sería la madre del Emperador y, como tal, recibiría reconocimiento público de su rango. De ejercitar el poder ya se encargaría ella.

Era, sin duda, mejor solución que la que había escogido su madre. A fin de cuentas, un marido podía repudiarla o simplemente sustituirla por una amante. Un hijo, no. Ella le educaría en su respeto, en su adoración, se haría imprescindible para él y el Emperador la necesitaría siempre a su lado. Para él siempre sería su madre y, si en algún momento, lo olvidaba, le sobraban recursos para recordárselo. Tanto era su afán de concebir un hijo varón que, encinta de ocho meses, consultó a un astrólogo. Este la tranquilizó:

—Sí, señora, darás a luz un varón. Un niño que llegará a ser Emperador pero —la cara del mago se ensombreció—, cuando conquiste el poder, te asesinará.

Agripina fue rotunda:

—Poco me importa si antes, aunque sea por un solo día, gozo de los atributos imperiales ¡Qué me mate, pero que sea Emperador!

Precisamente, en aquellos momentos la ambición de Agripina resultaba chocante. Calígula, al ser nombrado Emperador, había cubierto de honores a sus hermanas y, aunque la más favorecida era Drusila, Agripina no se quedaba atrás. Cierto que ella no gozaba del apasionado amor del Emperador pero no era eso lo que envidiaba a su hermana, sino la posibilidad de ésta de ser nombrada Emperatriz. Calígula estaba apasionadamente enamorado de Drusila. En su delirio lo mismo se mostraba devoto seguidor de cultos orientales que nombraba cónsul a su caballo o se manifestaba incapaz de mezclar lo que calificaba de su divina sangre con alguien que no perteneciera a la familia.

Convenció pues al Senado para autorizar el matrimonio con su hermana, a imagen y semejanza de la tradición seguida por los antiguos faraones pero, antes de que tal disparate se llevase a cabo, Drusila murió (38 d.C.). La desesperación de Calígula no tuvo igual. Y encontró un remedio insólito a su desconsuelo: perpetuar la memoria de su hermana-amante en un culto religioso dedicado a ella.