Kitabı oku: «Madres e hijas en la historia», sayfa 2

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La situación era tan delirante que Agripina se frotaba las manos. Era evidente que la política imperial se había convertido en un absoluto dislate, por tanto podía estar cercano el momento de alzarse con el poder. Entretanto, tomó a su cargo la misión de consolar al viudo “oficial” de la difunta: su marido Emilio Lépido. En su compañía y en la de sus hermanos Calígula y Livina partieron hacia las Galias, en misión oficial, pero el viaje acabó con un turbio proceso contra el viudo y su amante, acusados ambos de alta traición. El castigo fue macabro y teatral a un tiempo, Lépido fue ajusticiado y Agripina condenada al destierro en las islas Pónticas en compañía del cadáver de su amante-cuñado.

El periodo de ostracismo fue breve para satisfacción de Agripina. Calígula fue asesinado, y le sucedió su tío Claudio, un cincuentón aparentemente simple pero mucho más sensato e inteligente de lo que suponía su entorno. Un hombre, en fin, prudente, pero que cometió el error de posibilitar el regreso de Agripina a Roma.

Allí se instaló la hija de Germánico disfrutando de las recobradas posesiones que, tras el proceso, Calígula le había arrebatado. Gozaba, además, de la libertad que le concedía su situación de viuda puesto que Enobardo había fallecido de hidropesía en su residencia de Pirgues donde se ocultaba de las iras de Calígula. Rica, joven y libre, Agripina cobró nuevos bríos. Tanto que despertó las sospechas de Mesalina, esposa de Claudio, buena conocedora de las artes de sus sobrinas, en las que ella era igualmente una experta.

Agripina, prudentemente, se retiró —sus esperanzas estaban depositadas en su hijo y éste solo era un niño— dispuesta a esperar de nuevo su ocasión. Entretanto, decidió sanear su economía y contrajo matrimonio —tras un intento frustrado de seducir al inconquistable Galba— con Cayo Salustio Crispo Pasieno, un hombre que, gracias a la cuantiosa herencia recibida del historiador Salustio, era extraordinariamente rico. Su hermana Livila no fue tan inteligente, se empeñó en enfrentarse a Mesalina y fue desterrada en compañía de su amante, el cordobés Séneca. Poco después, puesto que aún en el destierro no cesaba de intrigar, recibió la visita de unos asesinos a sueldo enviados por Mesalina que se encargaron de aquietarla para siempre.

La caída en desgracia de Mesalina el 48 d.C. reabrió para Agripina las puertas de palacio. De nuevo viuda y dueña de una inmensa fortuna podía haber vivido tranquilamente un destierro dorado, pero la ambición la cegaba y, sin pensárselo, se lanzó a la conquista del poder. Se hizo amante de Antonio Palas, un liberto que disfrutaba de la confianza del Emperador, y una vez en el círculo de Claudio, aprovechó su condición de sobrina para, en palabras del historiador Suetonio, aprovechar “las mil y una ocasiones que tenía para abrazarlo y seducirlo”.

Fue un juego de niños. Claudio, el honrado, sensato y sensible Claudio, se rindió sin ambages y, a sus sesenta años, cayó en las redes de su ambiciosa sobrina. Agripina consiguió de él que convenciera al Senado para que derogara la ley que condenaba el matrimonio entre parientes próximos y, a comienzos, del año 49, Agripina contrajo matrimonio con su tío. Ya podía, pues, ostentar de pleno derecho el título de Augusta. Había llegado al poder aún antes de lo previsto. Su hijo, pues, ya solo serviría para prolongar su estancia en él. Había conseguido lo que nunca consiguió su madre. Tenía el imperio en sus manos y, además, la posibilidad de ser origen de una dinastía.

El poder. Agripina ya tenía lo que tanto había deseado. Aquello que su madre intentó alcanzar y el destino le arrebató con la intervención de las Parcas. Es más, aún si se hubiera convertido en Emperatriz, Agripina la Mayor nunca habría dispuesto de las potestades de su hija. Ahí, precisamente, radica su importancia histórica. La Roma de Claudio no era la misma que la de Tiberio. En el 49 d.C., cuando Agripina la Menor recibió el título de Augusta, la corrupción había debilitado el poder del Senado. La plebe urbana, por otra parte, reclamaba con más fuerza sus derechos y era urgente reforzar el poder imperial. El principado romano, si quería mantener sus prerrogativas, debía reconvertirse en una monarquía de tipo oriental. Es decir: absoluta, hereditaria y que justificara sus poderes con un presunto origen divino. Era, pues, el momento oportuno para reforzar el papel de la Emperatriz. Livia ya había apuntado maneras, pero durante el gobierno de Augusto se limitó a actuar como la primera gran matrona de Roma y, mientras duró el mandato de su hijo Tiberio, ejerció como una auténtica co-soberana en la sombra.

Para Agripina eso no era suficiente. Dispuesta a aprovechar una ocasión única, tomó atributos reservados a las diosas como la corona de espigas de Ceres y ciñó la corona de laurel que hasta entonces solo había estado reservada al Emperador. Sentada al lado de Claudio, primero, y de Nerón después recibió embajadores de las colonias, dispensó audiencias públicas, mandó acuñar moneda con su efigie y gozó de privilegios reservados a las diosas o a las vestales.

Pero ella no lo era. Ni una diosa ni, mucho menos, una vestal. Cierto que, escarmentada por la trágica muerte de Mesalina, cuidó de no caer en sus excesos pero, aún así, conservó a Palas como amante y dejó gobernar libremente a Afranio Burrro y a Séneca, amante que fue de su hermana Livila y al que confió la educación de su hijo. De hecho, a Agripina no le interesaba la alta política. Ese, posiblemente, hubiera sido el objetivo de su madre, que disfrutaba del placer de gobernar. Las aspiraciones de Agripina la Menor se decantaban por gozar de una situación de preeminencia social y asegurarse en el trono afianzando el destino de su hijo. Esto último no era tan fácil.

Contra sus aspiraciones se alzaba un niño, Británico, hijo de Claudio y Mesalina, y unos años menor que el futuro Nerón. Claudio no tenía la suficiente resistencia como para oponerse a la sutil batalla emprendida por su joven esposa. En el año 50 Claudio adoptó al hijo de Agripona, que cambió su nombre de Lucio Domicio Enobardo por el de Lucio Domicio Nerón Claudio. Poco después, contando solo 13 años, vistió la toga viril. Ese fue su despegue definitivo: con solo quince años fue autorizado a hablar en el Senado y, poco después, contrajo matrimonio con Octavia, hija de Claudio, que tenía tres años menos que él.

En este estado de cosas, Claudio enfermó. Agripina se apresuró a informar al Senado de que, en caso de fallecimiento, Nerón estaba dispuesto para la sucesión, pero, ante la sorpresa de todos, el Emperador se recobró y, pese a que, en primera instancia, había ratificado la decisión de su esposa, se desdijo y designó a Británico como su sucesor. La cólera de Agripina fue terrible y, decidida a no apartarse del camino trazado, optó por reconducir los designios de la naturaleza. Para ello se valió de los inestimables servicios de Locusta, una prestigiosa envenenadora profesional, que aderezó convenientemente un plato de setas que sirvió a Claudio la noche del 13 al 14 de octubre del año 54. Pero sabido es que el más perfecto la yerra y eso le pasó a Locusta. El veneno no actuó y simplemente acarreó al Emperador algún que otro desarreglo intestinal.

Agripina no se dio por vencida y, buscando rematar la faena, recurrió a los servicios de Estertinio Jenofonte, un liberto griego originario de la isla de Cos que ejercía de médico imperial. El sistema utilizado para asegurarse su complicidad nos es desconocido, aunque no es difícil imaginarlo. El caso es que la Emperatriz le convenció de la necesidad de provocar el vómito al Emperador puesto que, al parecer, “habían” querido envenenarle. Casualmente ella misma le proporcionó la pluma de ave que, con fines eméticos, el médico introdujo en la garganta de Claudio. El resultado es de todos conocido: el instrumental clínico estaba envenenado y el Emperador apenas si sobrevivió unas horas a la maniobra.

Había pues que orquestar la segunda parte de la representación. Nada de llantos estentóreos como Agripina a la muerte de Germánico, nada de actitudes heroicas, mucho menos aires de viuda apesadumbrada. Había que actuar y hacerlo en la sombra. Agripina, ayudada por sus secuaces capitaneados por su amante Palas, organizó un verdadero ejército que se dedicó a expandir por Roma bulos y rumores —evidentemente todos favorecedores de Agripina y Nerón— sobre la causa de la presunta muerte del Emperador. Entretanto, elementos bien pagados de la guardia pretoriana lanzaban aclamaciones a Nerón. Ni más ni menos que lo que hoy calificaríamos de creación de un estado de opinión favorable para que el Senado se viera obligado, una vez confirmada la muerte de Claudio, a proclamar Emperador a Nerón.

Agripina vivía su gran momento. A sus treinta y siete años, o mejor dicho gracias a los diecisiete de Nerón, el poder la pertenecía por completo. La juventud de su hijo le llevaba a ser considerado como “el muchacho de Agripina”. Por tanto las riendas del Estado estaban plenamente en sus manos. Más aún de lo que lo estuvieron en vida de Claudio. Para asegurarse el reconocimiento público de su cargo, se hizo proclamar por Nerón “óptima mater” y, si bien por poco tiempo, Agripina, feliz y poderosa, hizo y deshizo a su antojo.

Manejar a su hijo no le resultó difícil pero no ocurrió lo mismo con su entorno. Séneca y Afranio Burro le disputaban el ascendiente sobre el joven Emperador y se mostraban reticentes a seguir las órdenes de Agripina. Pero con la habilidad que le era propia consiguió neutralizarlos para ejercer plenamente de Emperatriz-madre.

Ese fue su error. Agripina se negó a separar su faceta maternal de su condición de Emperatriz. Mal asunto era querer administrar el poder y al Emperador con esquemas y modos domésticos. Cuando se trataba de su hijo, Agripina perdía su habitual inteligencia y, negándose a reconocer que Nerón ya no era un niño, le encasquetaba larguísimas peroratas sobre lo divino y lo humano, le reprendía sobre su conducta e interfería en todos los ámbitos de su vida pública o privada.

Nerón, evidentemente, tenía todas las características de aquel que ha crecido sabiéndose el eje presente y el objetivo futuro de su madre y, como tal, el centro absoluto del mundo. Así que solo hizo falta que encontrara a otra mujer que mantuviera su ego pero sin pretensión alguna de mando, para empezar a calificar a su madre de estorbo. Y si la sucesora era joven y bonita, mejor que mejor.

La primera de ellas fue Acté, una liberta de origen griego, que pasó por la vida de Nerón como un soplo de frescor y desinterés en un ambiente tan corrompido como era la familia imperial. Fue, tal vez, el único amor verdadero en la vida del Emperador y, puesto que sus sentimientos eran verdaderos y profundos, la concedió todos los honores que, aparentemente, desplazaban a Agripina de su papel de consejera.

La Emperatriz formuló reproches, la tachó de criada e hizo valer ante ella su condición de nieta de Augusto. Por fin, viendo que poco tenía que hacer ante tal estado de cosas, amenazó a su hijo con apadrinar a Británico ante la milicia y arrebatarle el trono. Contaba para ello —le aseguró—con la condición de hijo biológico de Claudio y su propio prestigio como hija de Germánico. Nerón por más que contara con el apoyo de Séneca y de Afranio Burro, tenía pues las de perder.

¡Imprudente! En un ámbito como la Roma imperial pleno de intrigas y violencia, todo aquel que lanzara una amenaza o bien la cumplía de inmediato, o de detenerse, concedía a su oponente ventaja en el juego. Y, en este caso, la ventaja se llamó Locusta que, en esta ocasión, acertó de pleno y Británico cayó fulminado por las artes de la envenenadora. Agripina, afortunadamente para ella, corrió mejor suerte. Nerón se limitó a privarla de algunos honores y a apartarla de la mansión imperial.

Todo hubiera quedado en eso e incluso hubiera acabado por producirse la reconciliación entre madre e hijo de no ser por la aparición de una enemiga peor que la dulce Acté. Popea era una de las más bellas jóvenes de Roma. Rubia —algo infrecuente en tierras latinas y por tanto muy apreciado—, escultural y de modales tímidos y recatados, la acompañaba una aureola de pieza inconquistable que la hacía aún más codiciada.

Todo era puro artificio. En realidad, era una mujer ambiciosa, calculadora, fría e inteligente que además tenía una cuenta pendiente con la familia imperial. Su madre, Sabina Popea, fue considerada como la mujer más bella de Roma y tal delito acarreó los celos de Mesalina y le costó la vida. Popea, como la mayoría de las damas romanas, muy diestra en las artes amatorias, era ambiciosa y deseaba ardientemente vengar a su madre. Lo cierto es que, en la corte imperial, el Ars amandi de Ovidio era el libro de cabecera de la mayoría de las féminas y Popea tenía, además, un arte especial en la aplicación de sus preceptos. Encandilar a Nerón no resultó, pues, tarea difícil. A fin de cuentas era solo un muchacho y conquistarle podía ser para la astuta Popea un auténtico paseo militar. Lo fue y, una vez rendida la plaza, Popea se decidió a sentar sus reales en ella.

Cierto que estaba casada. Pero ese era un obstáculo sin importancia para el Emperador. Como hiciera el rey David para conseguir a Betsabé, el marido, llamado Otón, fue destinado como gobernador a Lusitania y Nerón, una vez tuvo el camino despejado, se rindió por completo a los encantos de Popea.

Ciertamente había otro impedimento para que los enamorados vivieran su pasión libremente y esa era la joven Octavia, la esposa obligada de Nerón, tímida, anodina e insignificante. Claro que, casualmente, era lo que convenía a Agripina. Una esposa para el Emperador pero nunca una Emperatriz con la que compartir el trono. Popea supo leer entre líneas. Agripina, aún lejos de la mansión imperial, tenía el camino libre al poder y el mejor seguro para ello era una nuera tímida y apocada y carente de ambiciones. Ella no quería ser simplemente la amante del Emperador. Quería más. Quería ser Emperatriz pero no era la insignificante Octavia la barrera que la impedía asaltar el poder. Ella era la esposa del Emperador pero solo eso. Su obstáculo, la auténtica barrera que derribar, era Agripina.

Emprendió la batalla. Contaba con las mejores armas. Era dulce y melosa cuando convenía; arrebatada y pasional cuando la ocasión lo requería. Prometía y no daba. Se entregaba y luego se arrepentía. Incluso lloraba y si se terciaba, amenazaba. Nerón no pudo resistirse a tal virtuosismo en el juego erótico y, aun contra su voluntad, tomó una decisión: Agripina debía desaparecer.

Entretanto, la hija de Germánico había intuido que Popea era una enemiga a tener en cuenta. Decidida a presentar batalla y a hacerlo con la estrategia adecuada, lloró, imploró e intentó la reconciliación con su hijo. Aún más, buena conocedora de las debilidades de Nerón, no dudó en intentar seducirle. O, para hablar con más propiedad, en seducirle de nuevo, puesto que la mayoría de historiadores están de acuerdo en el carácter incestuoso de las relaciones entre madre e hijo. Todo fue en vano. Pero no se dio por vencida y se retiró a su villa de Anzio en busca de nuevas estrategias.

Allí, en la primavera del 59 d.C., la sorprendió el reclamo de Nerón. Estaba preocupada. Temía las artes de Popea y se había provisto de muchos y variados antídotos por si Locusta, o alguna de sus secuaces, hubiera preparado nuevos trabajos. Incluso la hizo sospechar la visita del torvo y adulador Tigelino, el favorito de su hijo, convidándola a una gran fiesta que se iba a celebrar en su honor en Bayas, cerca de Baulis, y en la que Nerón pensaba disculparse por su conducta y recibirla de nuevo a su lado. Luego, el recibimiento abierto, cariñoso y humilde del Emperador la hizo obviar su desconfianza. Tal vez, se dijo, la necesitaba a su lado. Tal vez —ella sabía de la fragilidad de los sentimientos de los hombres—, Popea había decaído en su estima y, necesitado de consejo y protección, la reclamaba a ella, a su madre. A fin de cuentas, le había insistido una y otra vez, nada como una madre para señalar el camino. Su propia madre, Agripina la Mayor, le había mostrado a ella el camino del poder y ella no había hecho más que cedérselo a su hijo.

Pecaba de ingenua. Ahora lo sabía. Su intuición debía haberla avisado de que, tras el siniestro emisario, se encontraba la mano asesina de Aniceto, prefecto de la flota del Miseno, y tras éste la mente perversa de Popea y la débil voluntad de Nerón. Según parece, al almirante se le ocurrió un ingenioso plan que consistía en trucar la cubierta de la litera donde Agripina se retiraría a descansar tras el festejo. En el caso de que la madre del Emperador se librara de morir aplastada, se simularía un naufragio y, en la confusión, Agripina moriría ahogada o apuñalada.

Ahora, recién llegada a la villa de Baulis, mientras se recobraba del naufragio, veía con claridad la jugada. Apenas llegada a la costa se reencontró con miembros de su séquito también supervivientes del naufragio y, en su compañía y con ayuda de gentes de los pueblos vecinos, se trasladó a sus posesiones. Decidida a actuar y segura de que la única forma de sobrevivir y ganar tiempo era no darse por enterada de las verdaderas intenciones de su hijo, se apresuró a enviar a Argemio, un hombre de su confianza, a Bayas, donde se encontraba Nerón:

--Ve y tranquiliza al Emperador —le encomendó—. Dile que repose en su inquietud. Los dioses le han hecho la gracia de mantener viva a su madre para que él disponga así de su consejo.

No sabía que, al otro lado de la bahía, en la villa imperial, ya conocían la noticia del fracaso de su plan criminal. Es más, estaban estudiando la posibilidad de remediar tamaño error. Afranio Burro habló a Nerón. No hacía más que transmitir al Emperador lo que antes había hablado con Séneca. El fracaso de un plan era más injurioso que el crimen en sí mismo. Además, la milicia nunca perdonaría el ataque a la hija del aún venerado Germánico y de su esposa la fiel y digna Agripina la Mayor.

—Es necesario, divino César, acabar lo que ya ha sido comenzado. Aniceto, que inició el trabajo, debe concluirlo para tu mayor gloria.

Minutos después, el prefecto partía al galope y acompañado de una pequeña guarnición hacia la villa de Baulis. Agripina descansaba en sus habitaciones cuando oyó voces. Luego la puerta de sus aposentos se abrió bruscamente y en el umbral apareció Aniceto acompañado por un par de hombres armados. Uno de ellos, sin mediar palabra, fue hasta la Emperatriz madre y la golpeó. Agripina se tambaleó y, por un momento, pensó en pedir auxilio. Se recobró, pensó en su madre, digna, resistiéndose a ser alimentada a la fuerza y dando ejemplo de dignidad y valentía. Vaciló apenas unos instantes y, abriendo de par en par su túnica, se dirigió a Aniceto que esgrimía un afilado y rutilante puñal:

—¡Vamos! ¿A qué esperas? ¡Hiere este vientre que ha cobijado a tu Emperador!

Y murió sin proferir un lamento.

II

De amor y dolor

Isabel la Católica, 1451-1504

Juana la Loca, 1479-1555

Es una locura amar,

a menos que se ame con locura.

Proverbio latino

Tordesillas, Valladolid, 1555. Entre las frías y húmedas paredes del que fuera palacio de Pedro I, junto al convento de Santa Clara, la reina Juana malvive entre las brumas de la sinrazón. Al atardecer, cuando amenaza la noche, entra sistemáticamente en una extraña duermevela y agitándose rítmicamente en su poltrona, con los ojos entornados y una enigmática sonrisa, canturrea una extraña melodía hasta rendirse a la paz del sueño. Las damas más jóvenes sonríen. La debilidad de su reina les hace crecerse, sentirse importantes por el solo mérito de que su vida aún esté por escribir. Su ama, la misma que la crió, la que la acompañó a Flandes y, con ella, vivió y sufrió su martirio, se acerca, temblorosa por los muchos años, y la protege con una manta de buen paño castellano. Luego se vuelve a las damas y con un gesto las silencia. Como todos los días, les explica que la cantinela no es otra que una vieja canción de cuna que, de niña, le cantaba su madre, la reina Isabel I de Castilla. Aquella augusta señora, aún viva en el recuerdo de todos, que abrió el reino a nuevas tierras de ultramar, venció a moros y cuidó de cristianos. La que supo ser madre por igual de príncipes y súbditos y a la que otra reina alunada, Isabel de Portugal, había acunado con esa misma canción.

Callan las damas y, las más atrevidas, comentan que en el pueblo se dice que la voz que se escucha al atardecer no es la de doña Juana, sino la del espíritu de su madre, la reina Católica doña Isabel, que acude presurosa desde el Más Allá para consolar con su canción el desvarío de su hija.

Juana había nacido en Toledo el 6 de noviembre de 1479. Era la tercera hija del matrimonio entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. La precedieron Isabel y Juan y, cuando nació, su madre andaba empeñada en la reconstrucción del reino tras la guerra civil que asoló Castilla. No era tarea fácil pues pasaba por reafirmar el papel de la monarquía y, por tanto, la autoridad de su persona. Pero, aún así, y pese al capricho de la historia que la quiere beata y autoritaria, siempre fue madre amorosa que supo alternar el buen gobierno con el de su casa y familia. Incluso, algo insólito para la época, se ocupó personalmente de la educación de sus hijos, eligiendo amas y preceptores e indicando a éstos formas para actuar y materias que enseñar. Para atender a Juana, por ejemplo, confió en una muchacha muy joven, de apenas quince años, que había malparido y podía hacerse cargo de la crianza y el cuidado de la niña. Parecía que presentía la necesidad que su hija tendría de contar con una persona que le diera sus cuidados el día que ella no pudiera hacerlo.

Educar a los infantes no era tarea fácil. Las obligaciones de gobierno imponían frecuentes separaciones. Por parte de la reina, porque no estaba remisa a grandes cabalgadas con tal de atender a sus ejércitos o de tomar posesión de nuevas tierras tomadas a moros; y en lo que concernía al rey, por la atención que precisaban sus posesiones mediterráneas pues ya se sabe que “hacienda tu amo te atienda”.

Tuvo algo de burguesa y mucho de actual la familia de los Reyes Católicos. Padre y madre mantenían ocupaciones en ámbitos separados (léase reinos), respetaban sus individualidades y trataban de hacerlas compatibles con el cuidado de los hijos. De Isabel, en concreto, se dice que hilaba en la rueca para descansar la mente de tantas preocupaciones políticas e incluso que, tanta era su afición a la costura, que remendaba personalmente la ropa del rey y los príncipes. Ya de adulta, se procuró la compañía de Beatriz Galindo, a quien por sus conocimientos se apodó “la Latina”, que la instruyó en artes y letras a un nivel muy superior de otras mujeres de su tiempo. No fue de extrañar, pues, que llevara a su hogar el amor por la cultura, circunstancia que tampoco le era ajena a don Fernando, príncipe renacentista por excelencia y que, además de ducho en la diplomacia y la milicia, tenía la sensibilidad artística propia de la orilla mediterránea. Ambos tuvieron la suficiente inteligencia como para dar una excelente preparación a hijas e hijo. Es más, a las primeras, incluso se las enseñaron otros idiomas, amén del latín que dominaban a la perfección, en previsión de sus posibles destinos de reinas de países ajenos. Así, Catalina de Aragón, futura esposa de Enrique VIII, hablaba inglés y Juana se expresaba correctamente en francés. Sabían además de humanidades, de música y de pintura y también dominaban las artes del bordado y la costura.

Pese a la condición trashumante de la corte, la reina Católica se había hecho con una excelente colección de pintura, una buena biblioteca y frecuentaba a los más eximios hombres de letras y de ciencias. De ahí, la inmensa reata de mulas que, transportando arcones, tapices, cuadros, libros, reposteros y menaje, cruzaba los campos de Castilla cada vez que monarcas y tropa se trasladaban con su prole y séquito de un lugar a otro del reino.

Del trato personal de Isabel con sus hijos hablan los apodos con que solía dirigirse a ellos: a Isabel, la mayor, muy parecida a su madre, la llamaba así “madre”; el príncipe Juan era “mi ángel” y las infantas menores María y Catalina “mis dos pequeñas”. Juana, que había heredado la belleza de su abuela paterna, Juana Enríquez, fue siempre “mi suegra”. La muchacha era muy hermosa, morena de pelo, tostada de tez y dueña de unos grandes y rasgados ojos verdes. Pero se criaba delicada de cuerpo y sobre todo tenía alarmada a la corte con sus grandes accesos de melancolía. La reina decía que, si bien su físico era aragonés, su temperamento y constitución lo debía a su familia castellana o, mejor dicho, portuguesa. Cada vez que contemplaba a Juana, veía planear sobre ella el fantasma de su propia madre, Isabel de Portugal, la reina que, apartada voluntariamente de la corte, dejó transcurrir su vida entre silencios y bordados con los que disfrazó más de cuarenta años de insania.

Juana crecía como una muchacha extremosa de grandes risas y frecuentes llantos. Tan pronto se mostraba extrovertida y sociable como se volvía retraída y hosca. Creció rodeada de clérigos y con una educación en la que las prácticas religiosas determinaban usos y conductas, pero sólo ella de entre sus hermanos sufrió frecuentes crisis místicas. Tanto que, aun siendo muy niña, la sorprendieron en varias ocasiones durmiendo en el suelo o infligiéndose disciplina al uso de monjas o eremitas.

En más de una ocasión manifestó su deseo de profesar. Pero no era el convento lo que sus padres tenían destinado para ella. Los Reyes Católicos planearon cuidadosamente el futuro de sus hijos, que no era sino el porvenir del reino, suscribiendo alianzas políticas con acuerdos nupciales. La que se ha dado en llamar “política matrimonial de los Reyes Católicos” fue, sin duda, definitiva y provechosa en la gestación del imperio pero no puede decirse lo mismo para la trayectoria personal de sus protagonistas.

Juan casó en 1497, cuando solo contaba diecinueve años de edad, con la archiduquesa Margarita de Habsburgo y, aunque se lo llevó la tuberculosis, en familia siempre se creyó que se tomó tan a pecho la vida conyugal, que sus excesos debilitaron su ya frágil salud y que, seis meses después de la boda, falleció dejando a la joven y desconsolada viuda embarazada de un hijo que no llegó a lograrse. En contrapartida, Juana se comprometió con Felipe, hijo y heredero del emperador Maximiliano, con el resultado que veremos. En cuanto a Isabel, la mayor de sus hijas, contrajo matrimonio en 1495 con Juan II de Portugal y, al repentino fallecimiento de éste, volvió a casarse con su hermano y sucesor Manuel I. Tan solo tres años después murió la joven reina portuguesa de sobreparto y, en 1500, el rey viudo demandó en matrimonio a su cuñada la infanta María. Esa fue la excepción que confirma la regla pues el matrimonio resultó feliz y muy prolífico.

En cuanto a la más pequeña, doña Catalina, casó en 1501 en Inglaterra con el Príncipe de Gales y, al morir éste, matrimonió con su hermano Enrique, ya en 1509, que pasó a la historia como el octavo de su nombre y del que no puede decirse que fuera prototipo de fidelidad conyugal. Enfrentado al Pontífice Romano que le negaba la anulación de este matrimonio para unirse a la joven Ana Bolena, se erigió en cabeza de la Iglesia anglicana y Catalina acabó sus días recluida en las lóbregas estancias del castillo de Kimbolton.

No. La reina Isabel nunca imaginó la humillación de Catalina ni la dolorosa pasión que esperaba a Juana. Animada por su propia experiencia no entraba en sus cálculos que fracasara un matrimonio al que acompañara la razón de Estado. Una tarea en común, un mundo que compartir era para ella toda una garantía de felicidad. De ahí que aceptara resignada la tragedia de las muertes prematuras de sus hijos mayores, pero se rebelara ante la delicada situación de Catalina, casi una niña y ya viuda y sola en Londres —afortunadamente no hubo de ver el trato que la dispensó Enrique VIII—; y, sobre todo, ante la vía dolorosa por la que hubo de transitar Juana. Tales situaciones aceleraron, sin duda, los muchos males que la llevaron a la tumba.

No había sido feliz la infancia de Isabel. Su padre, Juan II de Castilla, murió cuando ella contaba apenas tres años y su madre, tan pronto enviudó, se retiró a la villa de Arévalo con la sola compañía de aquellos fantasmas que le confundían la razón y la única ocupación de bordar incansablemente manteles y ornamentos. Isabel y su hermano menor Alonso crecieron, pues, en la corte de su hermano de padre, Enrique IV de Castilla, que pasó a la historia con el sobrenombre, nadie sabe si oportuno, de “el Impotente”. La herencia paterna le concedió el señorío de la villa de Cuéllar, buenas rentas y algunas joyas. Pero no contaba con más cariño que el de su dueña y sus damas. El rey, su hermanastro, ocupado en controlar la irregular conducta de su esposa Juana de Portugal y los rumores que, según los cronistas, “le entretenían en prácticas tan deshonestas por ser contra natura en todo home”, apenas si prestaba atención a sus jóvenes hermanastros, Isabel y el pequeño Alonso, con el que ésta hubo de ensayarse como madre. Tal vez por tan dura experiencia se juró dar a sus hijos todo el amor de que ella había carecido.

El ir y venir del afecto del rey hacia sus hermanastros se debía a los graves problemas dinásticos que se cernían sobre Castilla La naturaleza de las relaciones íntimas de los reyes estaba abiertamente cuestionada. Sobre la orientación sexual de don Enrique existían fundadas sospechas y, aunque se le conocía una amante, doña Guiomar de Castro, y se sabía que había yacido con la reina, la paternidad de su hija Juana se atribuía, basándose en la ligereza de costumbres de la soberana, a un cortesano llamado don Beltrán de la Cueva. Ante la sospecha, Enrique optó por declarar heredero a su hermano Alonso y como posteriormente, en 1463, se desdijo, la guerra civil entre los partidarios de ambos hermanastros se hizo inevitable.

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