Kitabı oku: «Corona de espinas», sayfa 3
—Hola, jovencita, he sabido que a pesar de la muerte de tus padres, tu hermano y tú estáis prosperando muy rápidamente, hasta os habéis atrevido a recoger a una pequeña. ¿Estoy bien informado?
—Pues parece ser que sí. ¿Me disculpa?, he venido a rezar por mis padres.
—No tan deprisa. Como siempre digo en los sermones, debéis ser agradecidos y hacer ofrendas. No os he visto por aquí, y tampoco habéis traído a esa niña a la iglesia. ¿De dónde la habéis sacado?
—Estaba abandonada, señor, solo hemos hecho lo correcto, ahora es parte ya de nuestra familia.
—Me vais a traer una buena cesta de vuestra recolecta, quiero probar esa leche de la que tanto habla la gente que viene de fuera a comprarla, y dile a tu hermano que las ganancias del mercado de hoy serán para vuestra iglesia. ¿Lo has entendido? —dijo el obispo acercándose demasiado a la asustada Elizabeth—. ¡Y quiero conocer a esa niña!
Elizabeth salió corriendo de la iglesia. El obispo la había intimidado de tan gran manera, que por un momento pensó que se le iba a echar encima, parecía que se la comía con los ojos.
Entró en su casa llorando. Su hermano tenía en brazos a la pequeña, que hacía un momento que había empezado con unos llantos histéricos.
Elizabeth contó a su hermano el percance tan desagradable que le acababa de suceder. Cogió en brazos a su hermana y esta calló casi en el acto. Por un momento ambos pensaron lo mismo, aunque nada se dijeron: no tenían sentido los llantos de Abby, nada le había pasado y había cesado de llorar enseguida, así sin más. Los dos hermanos se miraron solo un momento. Les costaba pensar que Abby había presentido el peligro de su hermana.
—No te preocupes, pero no quiero que vuelvas sola a la iglesia.
Mañana mismo iré y le ofreceré lo que pide, inventaré una excusa por no llevarle a Abby, le diré que está enferma. Sí, eso es lo que haré.
—Pero, ¿y si insiste?
—Pues si insiste se la llevaré y en paz, a ver si así se olvida de nosotros pronto. Además, ¿qué puede pasar si la llevo?, es solo una pequeña, la verá y ya está.
—Está bien, tal vez tengas razón. Voy a machacarle a la pequeña un poco de nuestra comida, creo que debería empezar a probar más alimentos, después le daré un poco de leche.
—Buena idea; ya verás, Elizabeth, esto no volverá a ocurrir. Lo siento por ti, pero mantente alejada de la iglesia mientras ese obispo este allí.
Abby los miró a los dos y una sonrisa se dibujó en su cara. Le estaba gustando la comida que por primera vez acababa de probar, ¿o no era por eso? Los dos hermanos, sin más, no le dieron más importancia.
Bob se levantó temprano, preparó una gran cesta con varias de sus hortalizas, cogió unas monedas y con paso firme se dirigió a visitar al obispo. La relación entre él y Bárbara avanzaba, estaba invitado a comer y conocería a sus padres. Estaba a punto de cumplir los diecinueve años, y la falta de sus padres aceleraba las ganas de formar su propia familia. Se llevaría a sus hermanas con él, había hablado de esto con Bárbara y a ella no le importaba, todo lo contrario, le encantaba que Bob fuera tan sensible. Debería hablar con Elizabeth, aún no le había dicho nada al respecto.
El obispo había conseguido en unos pocos años un considerable territorio. Vivía en una casa que para muchos de los campesinos era demasiado lujosa para un siervo de Dios, pero nadie se atrevía a cuestionar esos asuntos. Todos los aldeanos de la parroquia acudían de vez en cuando y le hacían ofrendas, unos por devoción y otros por temor. Tenía bajo su poder a toda la aldea, y se estaba enriqueciendo gracias a su codicia.
—Vengo a visitar al obispo, le traigo unos presentes —dijo Bob a la estirada sirvienta que abrió la puerta.
—Está bien, dámelos, yo se los llevaré.
—No, hazle saber que Bob esta aquí, se los daré en persona.
—Entra y continúa con tus tareas, os he oído y ya lo atiendo yo —dijo el obispo un tanto malhumorado—. Y bien, jovencito, ¿qué me traes?
—Aquí tiene esta cesta, espero sea de su agrado, y le voy a dar unas monedas, pero no volveré a traer nada más. Si vuelve a molestar a mi hermana…
—¿Cómo te atreves hablarme así? No me desobedezcas, le dije que quería ver a esa niña que habéis recogido.
—¿Y por qué tanta curiosidad? Es solo una niña abandonada.
—He oído que tiene grabada una corona de espinas.
—¿Y quién le ha dicho eso?
—Los comentarios de la gente cada vez se escuchan más. Tenéis mucho merito, sin padres, criando a una huérfana, ampliando vuestra tierra, vuestros animales se multiplican.
—Cuestión de suerte y de buenas semillas, pero eso no le da derecho a intimidar de esa manera a mi hermana.
El colérico obispo levantó su bastón dispuesto a agredir al joven, al mismo tiempo que este, por intuición, cubría con sus brazos su cabeza. Pasados unos segundos, Bob poco a poco retiró sus manos de la cara; el golpe certero que esperaba con resignación no llegó.
El obispo yacía en el suelo inmóvil, asustado y sin saber qué había ocurrido. Bob empezó a gritar:
—¡Ayuda, por favor, ayuda!
—¿Qué ocurre? —dijo la sirvienta asomándose a la puerta.
—¡El señor obispo! Creo que se ha caído y no se mueve.
Entre la asustada sirvienta y Bob dieron la vuelta al obispo.
Horrorizados, se quedaron inmóviles contemplándolo. Una pequeña estaca de madera había atravesado su corazón. El obispo estaba muerto.
La sirvienta observó unos segundos el sudor frío que caía por la frente del muchacho. Corrió gritando al interior de la casa.
—¡Salid, ayuda! Han matado al obispo.
—¡No, no, espera, se ha caído! Yo no he hecho nada.
Bob, ahora más asustado y temiendo por su vida, empezó a correr hacia su casa. «¿Cómo ha podido pasar esto?», se preguntaba mientras corría y corría. «Iba a abrirme la cabeza en dos, eso seguro». Su mente visualizaba ese momento, mientras las piernas del joven no dejaban de correr. «¡Oh, Dios mío, Abby! ¿Has sido tú?», pensaba enloquecido.
Paró unos segundos y cogió aliento, su corazón ahora latía con más fuerza aún. No sabía cómo, pero su hermanita le había salvado. Y con esa idea llegó casi sin respiración a su casa.
No tenía ni idea de qué iban hacer, pero debían huir enseguida; su vida peligraba. Por un momento, tuvo muchas ganas de llorar.
—Elizabeth, confía en mí, por el camino te explicaré. Coge todo el dinero y un saco con ropa para los tres, y toda la comida que puedas, nos vamos.
—Sé que algo te ha sucedido, Abby se ha puesto a llorar como una histérica, he temido por tu vida, pero dime, ¿qué ha pasado?
—El obispo ha muerto, ahora no tengo tiempo, ya te lo explicaré. Voy a hablar con Abel un minuto, cuando vuelva, te he dicho que nos vamos. Date prisa, por favor, no tardarán en venir a buscarme.
Con los ojos llenos de lágrimas y con la pequeña en sus brazos, Elizabeth comprendió que iban a abandonar su casa. La vida de su hermano corría peligro, pero ella sabía que su hermano era incapaz de matar a nadie, tenía que haber sido un accidente. Abby miró los ojos llorosos de su hermana y le brindó una suave sonrisa. «¿Qué has hecho, Abby, qué has hecho?». Dejó a su hermana en el suelo y recorrió la pequeña casa cogiendo todo lo que se le ocurría. Abby la contemplaba en silencio. Elizabeth no dejaba de llorar. Iban a dejar atrás todo lo que habían conseguido: sus tierras, su hogar, sus animales, su poblado… no tenía sentido. ¿Dónde iban a ir? ¿Qué iban hacer ahora? Y su hermano, ¿por qué tardaba tanto? Elizabeth estaba desesperada, y Abby intentaba calmarla con su sonrisa cada vez que pasaba corriendo por delante de ella mientras llenaba un par de sacos.
—Nos vamos —dijo Bob nada más entrar en la casa.
—Está bien, coge esos dos sacos que he preparado, yo llevaré a la pequeña. Que Dios nos ayude —las lágrimas de Elizabeth caían silenciosas sin cesar—. ¿Y se puede saber dónde vamos?
—Vamos en busca de Bárbara; debo hablar con ella, después ella decidirá.
Salieron deprisa de su casa, las calles estaban casi vacías, la gente estaba recogida en sus casas, ya que era la hora de la comida. Con paso firme y sin detenerse, Bob contó todo lo sucedido a su hermana. Creía que el obispo le iba a abrir la cabeza con su bastón; ahora más que nunca pensaba en Abby, ella había hecho que se cayera, clavándose esa estaca de madera que había en el suelo. Ahora no tenía la menor duda, su hermana lo había salvado, pero a qué precio… no tenía más remedio que huir. Le contaría todo a Bárbara, pero no sabía ni cómo empezar. Tal vez no debía de decirle nada de Abby, había sido un accidente, él vio cómo tropezó el obispo y su mala suerte; sí, eso era, no tenía por qué mencionar nada acerca de su hermanita, lo tomaría por loco, o quizás más aún, no querría marcharse con ellos. A lo mejor temería a Abby…
Sus ojos ahora también estaban llenos de lágrimas, parecía que lo iba a perder todo, todo menos a sus dos hermanas. La única que de vez en cuando sonreía era la pequeña, y los dos hermanos en ese momento dudaban, dudaban de todo, interpretaban esas sonrisas de ánimo, no podía ser otra cosa.
Llegaron delante de la casa de Bárbara, construida al lado de un pequeño riachuelo y rodeada de blancas vallas.
—Espera aquí, Elizabeth, junto al arroyo. Dale de comer algo a la niña, no tardaré.
—Está bien, Bob, pero ¿qué vas a hacer? No puedes decirle a Bárbara que se venga con nosotros, así sin más.
—Eso lo decidirá ella, pero espero que me diga que sí.
Bob se acercó a la casa. Ese día estaba invitado a comer; iba a pedir la mano de Bárbara. Miró a través de la ventana; dentro todo estaba listo y la mesa adornada y preparada. Acertó a ver varios ramos de flores por toda la estancia, realmente todo estaba preparado para su llegada. No sabía qué hacer ni qué decir. Por un momento vio a Bárbara, a su amor; iba a llevársela de allí, estaba seguro de que si le explicaba todo, ella lo creería, y no dudaría en marcharse con él y con sus hermanas. Pero él,
¿qué iba a ofrecerle? Nada tenía ahora. Le había explicado todo a Abel, él vendería su casa y su tierra, y cuando supiera dónde, ya le haría llegar noticias y se encargaría de recoger su dinero.
Bárbara pasó por delante del gran ventanal, llevaba puesto un lindo vestido blanco en señal de pureza y su pelo estaba recogido en un elegante moño. Su semblante era más bien serio. Bob debería haber llegado hacía ya un buen rato, y no daba señales de vida.
La puerta se abrió, era Bárbara, desde el umbral de su casa visualizó toda la extensión que le ofrecía su vista. No se veía a Bob por ningún lado; tan solo unos metros la separaban de él, pero ella eso no lo sabía.
Bob estaba escondido detrás de un arbusto, desde allí se despidió de ella, sin decirle nada; la quería tanto que no podía hacerle eso, sus padres jamás consentirían que se marchara así sin más con ellos; aún no estaban casados y eso era pecar. No podía llevársela sin saber aún dónde ir, tenía que decidirse y tenía que hacerlo ya.
Bárbara volvió a entrar en su casa, su madre la aguardaba, extendió los brazos y la abrazó. En ese mismo instante las dos comprendieron que Bob no iba a llegar. No había consuelo para Bárbara, que no dejaba de llorar y de preguntarse por qué Bob se había arrepentido y no había aparecido. Su corazón acababa de romperse.
Bob, entre sollozos, se acercó a sus hermanas.
—Vámonos, Elizabeth, debemos marcharnos.
—Pero, ¿y Bárbara? ¿No viene, te ha dicho que no?
—Nada le he dicho, ¿sabes?, no he podido. Ya he estro peado tu vida, y no quiero hacerla sufrir a ella también.
—Pero Bob, ahora ya la haces sufrir. Al no aparecer, pensará que no la quieres lo suficiente y que te has marchado sin decirle nada.
—Lo sé, hermana, y no sabes cómo me duele eso. Doy por sentado que en unas horas todo el pueblo pensará que he matado al obispo y hemos huido. No puedo llevarme a Bárbara así, seremos perseguidos. Lo siento mucho por ti, tal vez deba marcharme yo y vosotras regresar a casa.
—Nosotras no regresaremos, Bob, nos vamos contigo, así que en marcha. Solo quiero que me digas una cosa: ¿has pensado dónde vamos?
—Deberíamos colarnos en un barco para ir lo más lejos posible. Nos vamos.
—¿Es que te has vuelto loco? ¿En un barco?
—Sí, eso he dicho, lo más lejos posible. La niña tiene una corona de espinas en la palma de la mano, ¿es que te has olvidado de eso? Si nos quedamos por aquí, tarde o temprano nos encarcelarán. Nos ahorcarán a los tres si nos encuentran, a mí por asesinato y a vosotras, sobre todo a ti, por ayudarme a huir.
Los dos hermanos se abrazaron entre lágrimas. El destino había puesto en sus vidas a una niña, una niña especial que les había salvado y sentenciado a la misma vez. Ellos ahora lo entendían y debían estar unidos, para bien o para mal. Abby estaba sentada en el suelo, mirando a los dos hermanos fijamente. Se levantó y con pasos inestables y torpes caminó hacia su hermana. Alzó los brazos pidiendo que la cogiera y, asombrada, Elizabeth se agachó, fundiéndose en un emotivo abrazo.
Abby había empezado a caminar.
CAPÍTULO IV
Rodearon la aldea entre los campos y el frondoso bosque; debían darse prisa, estaban seguros de que la voz de alarma ya había recorrido toda la aldea. Confiaban en Abel, pero eso ya poco importaba, ya que aunque le preguntaran, él no tenía ni idea de su paradero. Se esconderían hasta que oscureciera y con un poco de suerte intentarían embarcar esa misma noche; tenían la esperanza de poder subirse al primer barco que pasara. Bob quería huir y esperaba conseguirlo, pero el ingenuo muchacho no tenía ni idea de hacia qué destino les llevaría el primer barco que pasara por allí.
—Por favor, Bárbara, haz el favor de salir de tu habitación, unos hombres quieren hablar contigo.
—¡No quiero salir, madre! Dejadme todos en paz.
—Hija, no se trata de lo que tú quieres; debes bajar inmediatamente o subirán a por ti. Están buscando a Bob.
La puerta se abrió a cámara lenta y una llorosa e hinchada cara se asomó. Bárbara no había dejado de llorar y sentía que se iba a morir.
¿Por qué unos hombres buscaban a Bob? ¿Qué hacían en su casa? La desdichada muchacha miraba a su madre asombrada y de nuevo sus lágrimas cayeron sin cesar. La madre la ayudó a adecentarse y la apremió a que bajara enseguida; no quería ver a esos hombres armados recorriendo toda su casa y tampoco entendía qué estaba pasando.
—¿Eres tú la novia de Bob? —preguntó el que parecía de más rango.
—Pues sí, señor, aunque ahora mismo tampoco lo sé; debía haber venido a comer y no ha aparecido.
—Por tu aspecto diría yo que estás en lo cierto. Más te vale, si aparece por aquí, que nos avises; te meterás en un buen lío si no lo haces, muchacha.
—¿Qué es lo que está pasando? Me gustaría saber por qué lo buscan…
—¡Asesinato!, y del obispo. Ha huido con su hermana y esa extraña niña que recogieron y de la que todo el mundo habla.
—Eso no es posible, ¡jamás haría tal cosa! —dijo Bárbara, incrédula y asustada.
—La sirvienta lo vio, estaba con el obispo; cuando ella salió, Bob estaba a solas con él, y huyó cuando ella empezó a gritar.
—Pero debe haber alguna explicación, señor, usted no lo conoce como yo.
—Debemos asegurarnos de que no huya. Con una niña pequeña no podrá ir muy lejos. Cuando lo atrapemos, será colgado en la plaza junto a su hermana; de la pequeña ya nos ocuparemos, tal vez el pueblo decida la hoguera para ella.
Salieron y desaparecieron con sus caballos. Bárbara estaba abrazada a su madre. Ahora sabía por qué Bob no había aparecido ese día, pero su corazón le decía que confiara en él. No daba crédito a lo que acababa de escuchar. ¿Cómo era posible lo que estaba sucediendo? ¿Qué había querido decir con «la pequeña a la hoguera»? Se habían vuelto todos locos.
—¡Madre, ayúdame! Debo encontrarles, quizás aún no estén demasiado lejos.
—¡Te has vuelto loca tú también! ¿En qué estás pensando?
—Bob es mi hombre, madre, si no fuera por lo que ha pasado, en un par de meses sería su esposa, y tú lo sabes. Él no ha matado al obispo; si lo encuentro estoy segura de que me dará alguna explicación.
¡Quiero irme con él!
—¡Con él! ¿Dónde vas a ir? Si das con su paradero y os encuentran, os colgarán a todos. No me hagas esto, hija mía. Tu padre me matará si te ayudo con esta locura.
—Moriré de tristeza, madre. Ahora sé por qué no ha venido, quería mantenerme al margen, pero él haría lo mismo que yo voy hacer.
Subió corriendo a su habitación, no podía perder tiempo. Su cabeza le daba vueltas, pensaba y pensaba. ¿Dónde huiría ella si la vida de sus hermanas dependiera de ella? Las llevaría lo más lejos posible, quizás incluso a otro país. Recorría toda su habitación como un torbellino, mientras su madre razonaba con ella para que parara; pero ella no pararía, su padre no tardaría en volver y entonces su mundo terminaría.
Bajó las escaleras corriendo, paró en seco y se giró mirando a su pobre madre. Ahora era ella la que no paraba de llorar, su pequeña iba a salir por esa puerta y tal vez no la iba a volver a ver más.
—¡Espera hija! —dijo casi gritando su madre.
—No sé cómo, madre, pero sabrás de mí, espero encontrarlos.
—Toma, son unos ahorros, espero que esto te ayude, hija. ¡Dios mío, no te vayas!
—No puedo quedarme, madre, no puedo, debo encontrarles. Deséame suerte.
—Suerte, hija, suerte, no sé qué le voy a contar a tu padre cuando llegue.
—La verdad, madre, la verdad.
Madre e hija se fundieron en un abrazo. Por momentos las dos lloraron sin saber qué iba a suceder; ni tan siquiera Bárbara sabía si lograría dar con ellos. Y salió de su casa, nuevamente con el corazón roto.
Bárbara se dirigió hacia el puerto a escondidas de las miradas del pueblo. Tenía la sospecha de que estarían a punto de embarcar, era lo más coherente. Esperaba no encontrar por allí a esos hombres que hacía un momento la habían visitado; si estaban y se daban cuenta de su presencia, estaban todos perdidos… Pensarían que ella había quedado allí con ellos, subirían al barco y no lo dejarían zarpar hasta dar con ellos; debía ser cauta. ¿Pero y si no estaban allí? ¿Qué haría entonces ella? Las dudas le llenaban la cabeza y todo su cuerpo se estremeció; debía confiar en su intuición.
Estaba cerca, escondida detrás de unas grandes y frondosas hierbas. Su corazón dio un vuelco, entre las sombras de las primeras antorchas encendidas, vio a Bob con la pequeña en brazos. Salieron corriendo hacia el barco que había anclado en el puerto a medio construir. Elizabeth corría detrás de su hermano. Bárbara quería gritar y llamarlos para ir a su encuentro, pero tenía que tener paciencia, no lo haría puesto que podía dar la voz de alarma. Esperaría y subiría después de ellos, debía de calmarse.
Un gran navío estaba en la orilla a la espera de zarpar. Sus ochenta grandes remos esperaban sin moverse y sus tres grandes velas se movían al son del apacible viento. La embarcación llevaba inscrito en un lado de la cubierta el nombre «LE GRAND LIONEL».
—¡Señor! —dijo Bob—. Nuestros padres murieron y tenemos un pariente que nos dará cobijo en su casa. ¿Zarpa este barco hacia Bristol?
—Estás en lo cierto, muchacho. ¿Tienes dinero? —contestó el que parecía que controlaba a todo aquel que subía a bordo.
—Sí, tenga. ¿Será suficiente?
—Con lo que me acabas de dar seréis mis pasajeros de honor. Pasad, muchachos, pasad.
—¿No crees que has sido demasiado generoso, Bob? ¿Y de dónde has sacado tú Bristol? ¡Jamás había oído ese nombre!
—Déjalo estar así, Elizabeth. Quería asegurarme de salir de aquí esta misma noche. ¿No te das cuenta del peligro que corremos? Bristol es un poblado lejano del cual oí un día hablar en la plaza; se dice que hay tanta gente, que pasaremos desa percibidos. Vamos a ver dónde nos acomodamos, tenemos un gran viaje por delante.
—¡Bob, mira quién acaba de subir a bordo!
—No me digas que hemos sido descubiertos.
—¡No, no, es Bárbara! —contestó perpleja.
—Bárbara, ¿cómo es posible?
Bárbara no había podido resistir más y corrió hacia el barco antes de que zarpara. Desde la orilla había visto cómo los grandes remos empezaban a bajar; no podía dejar que Bob se fuera sin ella. Ofreció gran cantidad de dinero por subir a bordo y a Bob casi se le cae de los brazos Abby, cuando se la entregó a su hermana corriendo a su encuentro. Sus cuerpos se fundieron en un inmenso abrazo, los dos daban por perdido ese encuentro y sus corazones palpitaban uno al lado del otro. Por un momento sus ojos se miraron, casi no podían decirse nada con tanta excitación. Sus labios estaban unidos y Elizabeth y Abby los contemplaban con una sonrisa en la boca. La pequeña se abrazó a su hermana; Elizabeth no daba crédito a lo que acababa de pasar. Había silencio, el mar estaba en calma. Sus cuerpos continuaban pegados y sus labios unidos estaban empapados por sus propias lágrimas. El viaje acababa de empezar bajo una gran incertidumbre, pero auspiciado por un gran amor. Elizabeth se acercó con la pequeña en brazos y Bob, sintiéndolas a su lado, dejó de abrazar a Bárbara. Todos hablaban a la vez, Bob queriendo saber qué hacía allí Bárbara y cómo lo había sabido, y Bárbara no paraba de preguntar qué es lo que estaba sucediendo. La pobre Elizabeth, por un momento, los hizo callar a los dos. Rogó a su hermano que le explicara todo a su prometida, y así lo hizo Bob. Cuando terminó de contarle lo sucedido, Bárbara se abrazó de nuevo a él; ya sabía que su amado era incapaz de cualquier crueldad tal, y como le habían intentado hacer creer sin ningún resultado. Ella contó cómo se había marchado de su casa y también su sufrimiento por su madre cuando se despidió de ella.
Ahora en su mente estaba su padre, pero ya no había remedio.
—Me alegro mucho de que estés aquí. Sé que mi hermano hubiera vuelto a por ti con el tiempo, poniendo su vida en peligro seguramente, Bárbara.
—Gracias, Elizabeth, espero que seamos buenas amigas. Sécate tú también esas lágrimas, creo que ahora que hemos zarpado, todos tenemos motivos para estar ya tranquilos. No sé qué hubiera hecho si le llega a pasar algo a tu hermano.
—Voy a preguntar si podemos bajar y acomodarnos en algún sitio; con el dinero que hemos pagado, doy por sentado que no habrá ningún problema.
—¿Todos juntos? —preguntó un tanto incómoda Elizabeth.
—No debes preocuparte por eso, hermanita. Bárbara es mi prometida, aún no es mi mujer, sabremos guardar las distancias mientras dure el viaje.
Elizabeth se ruborizó, algo inusual en ella, desviando su mirada hacia su nueva amiga. Bob se fue en busca del amable señor que con dinero en mano les había permitido subir a bordo. Abby miraba atenta a la nueva compañera de viaje. Elizabeth se había percatado de su insistente mirada, y empezó a rezar en silencio para que su hermana no hiciera ninguna trastada. Pero su sorpresa fue cuando vio cómo extendía sus pequeños brazos, pidiéndole a Bárbara que la cogiera.
Elizabeth ahora agradecía este gesto, ya que la pequeña cada día pesaba más. La niña pasó sus manos por todo el rostro de Bárbara acariciándola con ternura, tenía una pícara sonrisa mientras continuaba con sus caricias. Bob acababa de llegar y, contemplando este gesto de la pequeña, sonrió.
—¡Vamos, chicas!, nos acomodaremos lo mejor posible. Disponemos de tres hamacas justo al lado de la bodega; el olor es un poco fuerte ahí abajo, pero no hay más remedio.
Una rendija encima de sus cabezas hacía un poco más soportable el intenso olor a madera, salitre y humedad. Numerosas hamacas colgaban del techo. En un rincón se acomodaron y repartieron sus incómodos aposentos. Varios barriles de madera se amontonaban con desorden. Elizabeth se subió a una de las hamacas y acostó a su hermana a su lado, sacó una de las prendas de abrigo que había cogido antes de salir de su casa y la echó por encima de las dos. Abby tenía sus ojos ya cerrados; con tanto movimiento, la pequeña se había quedado ya dormida. Bob se acercó a sus hermanas antes de acostarse, dio un beso en la frente de la pequeña, y unos pocos dátiles a Elizabeth, y se dispuso a descansar, no sin antes sonreír y abrazar a su amada Bárbara. La noche transcurrió silenciosa, con el vaivén de estar ya en alta mar. El barco transportaba gran cantidad de alimentos, madera, valiosas pieles, y llevaba apenas tripulación: los remeros, el capitán, el vigía y siete hombres más que ponían orden en el barco, limpiaban, cocinaban, se encargaban de las velas y también de remiendos. Un pequeño número de personas también viajaba con ellos rumbo a Bristol, pero debían mantener las distancias con ellos, puesto que estaban huyendo de una muerte segura y no debían levantar sospechas. No obstante, en el pequeño espacio que les daba el navío, eso iba a ser muy difícil.
Los días pasaban muy despacio. Se alimentaban y raciona ban la comida que habían cogido antes de marchar con deses peración. Lo compartían todo, ahora eran una familia unida por la incertidumbre.
Bob hacía planes, pasaban muchas horas en cubierta sentados en cualquier rincón. Abby paseaba de un lado a otro, siempre bajo la atenta mirada de sus hermanos. Cada día pronunciaba con desparpajo un mayor número de palabras y a Bárbara le llamaba la atención debido a su corta edad. Habían juntado todo el dinero del que disponían entre todos, y Bob lo tenía a buen recaudo; era la supervivencia de todos y contaba con él para por lo menos poder empezar de nuevo. Solo les daría para una pequeña casita, y con un poco de suerte tal vez para un pedacito de tierra, pero si lo conseguían, estaban salvados. Una noche Bárbara empezó a encontrarse mal, su frente estaba empapada de sudor y sus náuseas cada vez eran más intensas. Bob empapaba y refrescaba su frente sin apenas resultado.
Elizabeth fue en busca del capitán, y este se ofreció a hervir unas hierbas asegurándole que en unos minutos pronto la calmarían.
Cuando Elizabeth volvió con el humeante brebaje, contempló con angustia a su hermana acariciando la barriga de Bárbara. Sin decir nada, se apresuró y le hizo beber el contenido de la apestosa bebida, como si de una pócima mágica se tratara. En unos minutos había dejado de sudar y el dolor había desaparecido por completo. Bárbara, bajo el intenso dolor, no se había percatado de las caricias de la pequeña, y se asombró del magnífico resultado que había tenido esa bebida que acababa de ingerir. Los dos hermanos se miraron en silencio. ¡Sabían y no sabían nada! Con un gesto de cariño acariciaron las mejillas sonrosadas de la pequeña, devolviéndoles ese gesto ella con una picarona sonrisa. El percance pasó sin más. Bárbara estaba muy contenta de la ocurrencia de Elizabeth de ir a pedir ayuda al capitán, se lo agradecería personalmente en cuanto lo viera. El capitán les anunció que al día siguiente llegarían a las costas de Bristol, y esa noche, en gratitud por la suma de dinero que había recibido de los jóvenes, les invitó a cenar en su cámara. Se lavaron y adecentaron como pudieron, aunque no importaba mucho, el capitán apestaba a sudor y también su aliento era un tanto turbador. Abby, con su pelo ya más largo, llamaba bastante la atención; su color anaranjado lo hacía especial. Tenía una mirada vivaz e inquieta y su serenidad para observar todo cuanto les rodeaba era casi antinatural para esa edad. Los dos hermanos habían dudado en aceptar esa invitación, pero Bárbara estaba tan agradecida por su recuperación gracias al capitán, que había puesto mucho hincapié en que aceptaran la cena. Con un poco de suerte igual comían carne, no la habían probado desde que salieron aquella oscura noche a escondidas de todo el mundo. Elizabeth y Bárbara parecían dos jóvenes distinguidas; con esmero, se habían ayudado a recoger sus largas melenas y llevaban puestos dos sencillos pero limpios vestidos. Bob simplemente cambió una corta túnica por otra. Abby llevaba puesto uno de los vestiditos que Carla le había regalado de su pequeña, le quedaba un poco corto, pero saldría del paso y parecía adorable.
Llamaron con los nudillos a la puerta de la pequeña cámara del capitán, pero cuando este abrió, se quedaron perplejos, era mucho más grande de lo que se apreciaba desde el exterior. No había ningún tipo de lujo, pero la sencillez con la que estaba decorada les pareció un palacio después de pasar tantos días en esas incómodas hamacas. En un rincón se apreciaba una robusta mesa antigua de madera rodeada de dos pequeños bancos. Una gran hamaca colgaba al lado de un pequeño mirador redondo, por el que se podía ver el suave mar que les acompañaba. Dos pequeñas antorchas iluminaban tenuemente la estancia, y encima de la mesa, un gran pedazo de carne troceado les esperaba. Se les notó tanto el brillo de los ojos al contemplarla, que el capitán al percatarse no pudo más que sonreír.
—¡Pasad, muchachos, pasad! —dijo amablemente el capitán.
—Muchísimas gracias —se apresuraron los tres a decir, interrumpiéndose unos a otros.
—Sentaos. Habéis pasado casi inadvertidos y después de tan generosa donación, es lo menos que puedo hacer.
—Gracias de nuevo, capitán —se apresuró a contestar Elizabeth.
—Mi nombre es Jeremy Hamond, podéis llamarme por mi nombre, jovencitos. Sentaos, hoy compartiré con vosotros un poco de mi cena, espero que sea de vuestro agrado. ¿Tan jóvenes y ya tenéis una niña?,
¿quién de las dos es la madre?
—¡Es nuestra hermana! —se apresuro a contestar Elizabeth—, y ella es… la mujer de mi hermano, señor.
—¿Qué motivos os llevan tan lejos de vuestras tierras, chicos? Sois todos tan jóvenes…
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.