Kitabı oku: «Shei. Cien guerras y una batalla», sayfa 5

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En aquel momento no era consciente de nada más que de lo que había vivido esos días. A pesar de todo lo que le había sucedido en la vida, era una mujer confiada. Y creyó totalmente a Javi cuando le había explicado que tenía que ausentarse de viaje, y no solo le creyó, sino que lo comprendió. La vida no se para por el amor, mucho menos se iba a parar por el deseo, que es más fugaz. ¿O es más fugaz el amor? Quién sabe. Posiblemente, lo que es fugaz es la vida. Si restamos a la vida las obligaciones, ¿qué queda de ella? Un rato y no siempre agradable.

Así que esos dos días libres de deseo y de obligaciones los había aprovechado para conocer más la ciudad, y en aquel momento se dirigía al Templo Lingyin. Por el camino decidió llamar a Inari, le echaba de menos. La voz de Inari sonaba al otro lado del teléfono como el aullido de un perrito abandonado.

—Chinito mío —gritaba Shei contenta de hablar con su hermano del alma.

—Shei —susurró Inari con esa voz de miedo que ponemos cuando tememos perder a las personas que amamos.

Pero al escuchar su voz con un matiz bien distinto al que dejó en su cocina cuando se fue de vacaciones, Inari intuyó enseguida que algo le había pasado y que ese algo, conociendo a Sheila, tenía nombre de chico.

Para no entrar en detalles que la delataran ante él, le hizo un resumen perfecto de toda su estancia en Hangzhou, para algo era periodista. La muy pícara omitió el episodio de la conexión con Javier, no le gustaban las mentiras piadosas, pero quería contárselo en directo cuando regresara a su hogar. Colgó con una especie de inquietud, le daba la impresión de que Inari sufría porque ella no le podía amar, y ella sufría por no poder amarle. Dichoso amor, es tan impredecible como un terremoto, tan inesperado como si de repente febrero tuviera treinta días, y sin buscarlo aparece a la vuelta de cualquier esquina, como la primavera en Sevilla. Y sobre todo no se elige, se siente. Ojalá pudiéramos amar a las personas que se lo merecen, muchas veces amamos en vano, tiramos el amor por la borda como si lo regalaran en una tómbola. Pero como dice la canción, cuando el amor llega así de esa manera uno no se da ni cuenta, a Shei cada momento le evocaba una canción.

Despidió a Inari rápidamente. Y dos manzanas después de colgar, llegó al Templo Lingyin. Lo recorrió un poco sin ganas, echaba de menos a Javier. No obstante, pensaba: «¿Cómo se puede echar de menos a quien no se tiene de más?». Se sentó en uno de los rincones, no precisamente a orar, más que nada porque el lugar era más ortopédico que una pierna de escayola, se veía a leguas que estaba superreconstruido para el turismo. Y lo que no es original y se copia carece de alma.

Sacó la agenda de teléfonos del bolso y la pasó de una mano para otra sin atreverse a hacer lo que iba a hacer, una lucha entre la dignidad y la voluntad que siempre sucede cuando queremos hacer algo, pero el miedo al qué dirán nos lo impide. A buena parte con Sheila, su impulso es más fuerte que cualquier razonamiento entre lo que está bien y lo que está mal, así que buscó el contacto de Javi y un teléfono cercano. Descolgó, colgó, volvió a descolgar, marcó despacio el número, cortó enseguida, volvió a marcar, volvió a cortar, hasta que al final se decidió a llamar, aunque toda la indecisión fue en vano, nadie contestó, deje su mensaje al oír la señal. Javier no le había dicho dónde iba, solo que tenía que salir de viaje. Que volvería antes de que ella se fuera. Misterioso estaba resultando el españolito.

Shei meditó en el templo, miró para adentro como ella solía hacer para ver de dónde le venía la incomodidad, y descubrió algo que no le gustó mucho: se estaba enganchando a él. No obstante, no sabía si el enganche era por lo que Javier le estaba haciendo sentir o por lo bien que le estaba viniendo para desligarse del recuerdo de Carlos, ese recuerdo que ya le empezaba a pesar como una losa, pues ya era mucho tiempo y no se había despegado de él ni un rato.

Cogió un taxi y, como una autómata, en vez de regresar al hotel se dirigió al restaurante de Javier, sabía que no estaba, pero seguro que Diego sí. Le apetecía hablar un rato con él degustando un pincho de tortilla de patatas. Solo de pensarlo ya se le estaba haciendo la boca agua.

Entró con ese paso de pisa morena pisa con garbo que tiene Shei, y por el cual todos los hombres se dan la vuelta cuando pasa, vislumbró a Diego, dos besos y al tajo, la tortilla ya estaba puesta en la mesa en menos que canta un gallo. Diego se sentó con ella a tomar un café, llevaba todo el día sin parar de trabajar y necesitaba un descanso; como no estaba Javier, todo el peso lo llevaba él.

Entre risas y más risas, pues Diego era muy simpático, Shei le empezó a contar cosas de su vida, del periódico, de cómo llegó a China, y, de repente, la risa de su boca se convirtió en una línea paralela, frunciendo labio con labio, para contarle a Diego que, al poco tiempo de llegar a ese país, había perdido a su novio en Afganistán y a sus padres en un accidente de automóvil cuando iban al entierro del recuerdo de Carlos, ya que no había sido posible encontrar sus restos tras la explosión. Diego no daba crédito.

—Vaya desgracia, lo siento muchísimo, has tenido que sufrir un montón.

Shei ya no lloraba, había aprendido a llorar para dentro. La gente es muy comprensiva los primeros meses, pero luego nadie quiere escuchar cómo te sientes, cada uno lleva por dentro su propia cruz.

Diego le contó que Javier, antes de aterrizar en China, había sido soldado profesional y también había estado en el conflicto de Afganistán en una misión para la ONU con tropas de asistencia internacional para garantizar la seguridad. Le confesó que su tío había quedado muy tocado del horror que vivió allí: les habían tendido una emboscada cuando ellos iban en son de paz, y en esa emboscada habían muerto muchas personas, incluso compañeros suyos; por eso decidió abandonar la carrera de soldado y probar suerte de cocinero. Shei abría los ojos como platos, también debía ser porque estaba en el restaurante de Javier y todo se pega.

―Buff, esa historia me la contará Javier algún día. Debe ser verdad que está muy tocado, porque no me ha comentado nada de ese capítulo.

―No te imaginas cuánto. Nunca ha vuelto a hablar de ello, Sheila. Para él aquel pasado quedó recluido entre nubes de olvido elegido.

―Sí me lo imagino, créeme, pero al menos él puede contarlo o decidir no hacerlo. Aunque quedó tocado, no quedó como Carlos: hundido.

La verdad es que en tan pocos días no se puede relatar todo lo vivido, lo que pasa es que cuando conocemos a alguien y esta persona nos gusta muchísimo siempre queremos saber todo inmediatamente, es como un salvoconducto para asegurarnos que va a estar con nosotros, abrir tu vida es la llave que nos da acceso al corazón de las personas.

Diego siguió contándole cosas de su tío y, cuál fue la segunda sorpresa, Javier había omitido otro capítulo muy importante: estaba casado. Los ojos de Shei ya no eran platos, eran una fuente de cristal entera de esas de la Cartuja de Miraflores. «¿Casado?», preguntó disimuladamente, con una especie de carraspeo nervioso que siempre le sale cuando no quiere mostrar lo que siente.

—Sí ―respondió Diego―, precisamente fue a recoger a su mujer y su hija a Shanghái, estaban allí pasando unos días con la familia de ella. Se llama Wan Shi.

«Mira qué casualidad, casi como ella». En los momentos de nervios sus pensamientos eran de lo más absurdo.

Salió del restaurante cabizbaja, como si al cocinero se le hubiera escapado un cuchillo y le hubiera atravesado el costado como al Cristo de la Redención. «¿Por qué me está pasando esto?». Conocía a Javier hacía poco, no podía estar enamorada de él. Pero si bien no entendía lo que le pasaba, sí tenía claro que no soportaba que le ocultaran las cosas, no soportaba no poder elegir. Si Javier le hubiera contado que estaba casado, a lo mejor no hubiera cambiado nada, ella no era una mojigata. Además, tenía el firme convencimiento de que nadie es de nadie, que el que busca algo fuera de la pareja es porque lo que tiene no le es suficiente para ser feliz. No hubiera cambiado nada. No obstante, ahora sí, ella no soportaba la mentira. Y eso era una mentira en toda regla. Se sintió como la fulana de un tío casado que solo quiere echar una cana al aire, por otra parte, toda una exageración, pero así era Shei, exagerada a la hora de sufrir. Se movía tan bien en el dolor que cuando era feliz tenía que buscarse un espacio de sufrimiento para poder seguir adelante. Quizá las telenovelas que había visto con su madre después de comer antes de ir a clase le habían dañado un poco el cerebro. O quizá simplemente era la vida la que se lo había dañado, más golpe a golpe que verso a verso.

Volvió al hotel, pidió la cuenta, hizo la maleta y cambió el billete de regreso a Pekín, y en pocos minutos había pasado de ver fuegos artificiales sin barrotes a desempolvar del cajón de los recuerdos a Carlos. Qué bien viene sumergirse de nuevo en la memoria cuando la vida te incomoda. No hay mejor excusa que tener un muerto en tu vida.

Sentada ya en el asiento del avión, besó la foto de Carlos que siempre lleva en la cartera y le dijo: «Amor, abróchate el cinturón, que volvemos a casa. Aquí no ha pasado nada, tuve un sueño muy raro en Hangzhou».

V

Pekín. Regreso del paraíso

Se despachaba a golpes con el saco de boxeo como si aquel objeto fuera el culpable de todas sus desdichas. Como cuando somos niños y nos dan de comer, esta cucharadita por papá, esta por mamá, pues así Shei le daba golpes al saco, jabs, golpes cruzados, ganchos, estaba como una fiera suelta en el ring.

Al volver de Hangzhou se había apuntado nada más y nada menos que a boxeo. Siempre fue una pionera en muchas cosas y en aquellos años este deporte solamente lo practicaban los hombres, sobre todo en China. La verdad es que se lo había recomendado medio en broma un amigo militar norteamericano. Cuando se lo comentó a Inari, este le dijo que le serviría para canalizar su energía negativa, aunque no pensaba que iba en serio. Jamás se hubiera imaginado que ella se iba a apuntar.

Y vaya que si la canalizaba. Era la única mujer boxeadora en todo el gimnasio, rodeada normalmente de militares estadounidenses y de otras nacionalidades que eran los que practicaban ese deporte allí. Estaba en su salsa. Acudía una vez a la semana con Inari, quien también se había apuntado a wushu. Todo un espectáculo verla vestida con calzones cortos negros con letras doradas y top negro brillante ajustado, un casco negro de donde salían rebeldemente mechones rojos, burda imitadora de Rocky Balboa, furiosa a más no poder, contando cada puñetazo, uno, dos, tres y cuatro golpes al saco, incluso alguno de los espectadores cerraba los ojos cada vez como si le hubieran dado en toda la cara.

Se quitó el casco y miró alrededor, se empezó a reír a carcajadas al ver la cara de todos los hombres que estaban allí sin pestañear. Como era una provocadora nata, se dirigió a ellos y les dijo con acento burlón: «¿Alguno para un combate?». Claro que era un órdago a lo grande, porque estaba empezando a boxear y no había subido al ring para combatir nunca. Al contrario que en la vida que no bajaba del cuadrilátero ni para dormir.

Todo esto sucedía un mes después de su regreso de Hangzhou. Javier le había estado llamando al periódico sin parar. En la redacción le habían entregado más de doscientos mensajes que sin leer había tirado a la papelera. Había dado órdenes de que no le pasaran ninguna llamada de este señor. Confiaba Shei en que se le pasaría la fiebre y todo quedaría en un episodio más de La vida desastrosa de la señorita Barrantes.

Inari era contrario a esa actitud, le decía que en la vida había que afrontar las cosas, y que para cerrar episodios hacen falta conversaciones que sellen rupturas o que abran de nuevo pasiones. Algún motivo tendría aquel hombre para no haberle contado que estaba casado. «En la vida, Shei, no es todo blanco o negro, también hay otros colores intermedios». Difería en eso con Inari, para ella la vida era blanca o negra, no existía la escala de grises.

―Eso es de gente que se asienta en una zona de confort, Inari, gente conformista que no lucha por llegar al color intenso y se queda en colores apagados que no tienen más luz que la luna cuando está a media tinta.

—Shei, qué cabezona eres, y luego me llamas a mí chinito tocapelotas, el casco de boxeo te está oprimiendo las neuronas, licura.

—Se dice ricura, chinito tocapelotas.

Inari la cogió en brazos y la zarandeó hasta que se cansó mientras Shei chillaba, reía y suplicaba. Era tanta la confianza que tenían que ya habían abandonado los formalismos de los primeros tiempos, cuando Inari incluso la llamaba señorita Shei.

El cielo se había teñido de negro. Comenzaron a caminar hacia casa. Rompió a llover y se metieron en el Saigon Hotel a disfrutar de un café. No les hacían falta excusas como la lluvia para eso, le había pegado a Inari la costumbre del café de media tarde y les encantaba cotillear, como decía Shei, a la orilla de la taza de café. Que no eran cotilleos ni nada parecido, porque hablaban de política, de sexo, de amor, de historia...

Aquel día tocaba hablar de Javier.

—Es una pena que ignores a la persona que te ha destapado la caja de los fuegos artificiales y te ha encendido la mecha; por cierto, manda huevos que sea un español cuando la pólvora la hemos inventado los chinos.

—Te estás volviendo un mal hablado en castellano ―exclamaba Shei entre lágrimas de risa―. Creo que estás preparado para emigrar a España conmigo, Inari, ya eres de los nuestros.

De pronto se hizo un silencio, no era la primera vez que ella se lo proponía.

—Te vas a ir, ¿verdad?

Algún día tengo que regresar, amore mio, pero de momento estás tú más preparado que yo. Y el día que regrese, Li y tú os vendréis conmigo, lo sé.

Recogieron las bolsas de deporte y retomaron en silencio el camino a casa. Al volver de su viaje, Shei se había ido a vivir con ellos, necesitaba calor de hogar, y el calor de los dos era el más acogedor del mundo.

Inari no se hacía a la idea de abandonar sus orígenes. Aunque la propuesta le seducía muchísimo, le daba cierto miedo. Empezar de cero, otra historia, otro clima, otras oportunidades, y al lado de Shei y de Li. Su parte emocional no descartaba esa opción para nada, su parte racional tenía sus dudas.

Pasaron un buen rato sin pronunciar ni su nombre. Inari vertía en la olla un poco de pasta, y muchas especias. Shei tomaba una cocacola y le contemplaba desde la silla frunciendo el ceño.

—No eches tanta cúrcuma. Aquí he descubierto que tengo el estómago a prueba de bomba.

Inari la miró como quien ve pasar el tren, y siguió a lo suyo. Cenaron y se dispusieron cada uno a sus quehaceres, Shei cerraba un artículo sobre los distintos maquillajes que se vendían en China.

—Listo va este ―decía refiriéndose a su jefe― si piensa que voy a hacer solamente artículos rositas.

De hecho, ya tenía en mente un nuevo artículo sobre los españoles en China. El conocer a Javier le había dado la idea, claro que a él no le pensaba entrevistar, con lo falso que había resultado, a lo mejor le contaba que se había asentado en China para espiar al Gobierno chino entre fogones. «Ese sí que sería un buen artículo: El espía que se hacía pasar por cocinero. Estoy fatal ―se repetía Shei para sus adentros muriéndose de risa―, y lo peor es que lo asumo».

A lo lejos se escuchaba el sonido del torno de alfarero de Inari, puliendo sus últimas creaciones, y en la cocina cacharreaba Li. Su amiga estaba tan contenta de que Shei estuviera en la casa que se pasaba el día canturreando por todos los rincones. Fiscalizaba con aquellos ojos pequeñitos cualquier cosa que Shei hacía, no perdía detalle de su ropa, olía su perfume a escondidas, incluso se probaba sus tacones como una niña pequeña prueba los de su mamá, sobre todo porque le quedaban bastante grandes.

Una mañana entró en su cuarto y vio como Li se quitaba los zapatos precipitadamente, no dijo nada, pero le entró una ternura inmensa. A los pocos días, Li se encontró una caja encima de la cama, la abrió y unos tacones rojos muy altos aparecieron envueltos en papel de seda. Li se emocionó, se los probó una y otra vez, se miró al espejo y se vio caminar con esa leve cojera que le quedó de su accidente. Con tristeza, los volvió a guardar, no quería ponérselos para nadie, solo se los pondría en la habitación para soñar. Salió de su cuarto y abrazó a Shei con ese silencio que la acompaña siempre como un hermano siamés.

—Algún día te los pondrás, Li, de eso me encargo yo, te prometo que no vas a cojear con ellos.

Al escuchar esas palabras, Li la abrazó con ternura, moviendo la cabeza en señal de negación y diciendo en un perfecto inglés que eso no iba a suceder nunca. Desde ese día, Shei decidió que buscaría al mejor especialista de China o de donde fuese para que Li pudiera curar su cojera, o por lo menos intentarlo, y, si no fuera posible, le enseñaría a aceptarla y a quererse tal como era, porque, con cojera o sin ella, Li era preciosa. De aquel momento guardaba en una caja de recuerdos una foto de Li, sonriendo y con su caja de zapatos en la mano. Detrás de la fotografía ponía: «Hoy es el primer día de tu vida».

Estaba despistada, su mente iba y volvía a su tarea en cuestión de segundos. Por fin, acabó el artículo y se fue a tomar un vaso de leche para dormir. En un rinconcito acogedor de la cocina, Li cosía. Se sentó junto a ella, esta señaló sus uñas color rojo, «son muy bonitas». Sin mediar palabra, Sheila se levantó, cogió su neceser del baño y apareció en la cocina con el esmalte en la mano y todos los cachivaches necesarios para hacer la manicura. Le quitó la costura de las manos y comenzó a pintárselas, esta sonreía tímidamente y mecía la cabeza diciendo: «No, no»; aunque se dejaba sin oponer resistencia. Parecía poca cosa, pero ese fue uno de los cambios que iría dando Li. Hay que tener en cuenta que las mariposas al principio no tienen las alas tan bonitas como al final.

Amaneció en Pekín, el día era caluroso y húmedo, el verano ya estaba en pleno apogeo, Shei se desperezó como siempre: un brazo, el otro, abrió un ojo, el otro. Su pelo estaba muy revuelto, tan despeinado como si se hubiese acostado la noche anterior con una plantilla de strippers. A lo mejor había soñado con Javier o con Carlos. «¿Por qué meto a Javier en mis sueños? ¡Si ni siquiera llega a la categoría de pesadilla!».

Inari le pasó el teléfono, «Shei, por tu dios, escucha los mensajes del contestador que te ha dejado este hombre», y, como aquella mano que mecía la cuna, una mano meció la suya para escuchar cada uno de esos mensajes. No daba crédito, ella no le había dado el número de su domicilio; seguramente, alguien en el periódico se habría ido de la lengua. «¡Como me entere de quién ha sido, se caga!», esas maldiciones de Sheila que no llegaban a ninguna parte.

«No te olvido». «Tengo que explicarte». «Por favor, Sheila, contesta a mis llamadas». «Al regresar y no verte, casi me vuelvo loco. He metido la pata, quería decírtelo, pero no sabía cómo hacerlo». Y así muchos más.

De manera que colgó, cogió papel y boli, y se dispuso a escribir una carta.

Javier, a mí no me importa si estás casado o no. Yo no he sido tu novia, ni tu amor, ni siquiera tu amante. Fueron fuegos artificiales, colores muy bonitos que duran en el aire lo mismo que dos peces de hielo en un whisky on the rocks.

Esto último lo borró, aunque siempre había querido emular a Joaquín Sabina, pero no quedaba muy serio.

El estar casado es tu problema, no el mío, yo soy libre como el viento y puedo elegir a quien quiera. Además, yo estoy también un poco casada, por decirlo de alguna manera, estoy unida a un recuerdo, el recuerdo de mi amor perdido. Lo que me alejó no fue eso, fue la mentira, no soporto la falsedad, detrás de esto siempre se esconde un cobarde y, claro, no soporto los cobardes. Dame una verdad, por muy dolorosa que sea, antes que cualquier mentira piadosa. Déjame elegir si quiero estar o no contigo. Probablemente, nada hubiese cambiado si me lo hubieras contado. Yo no busco ni anillos, ni ramos de azahar, ni iglesias en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, nada, no quiero nada, un rato de diversión y un poco de amor entre paréntesis. (Ya me columpié, no sé si quiero eso tampoco). Te ruego que no vuelvas a llamarme, no me busques, olvida todo, por favor. Sé feliz con tu hija y tu esposa. Seguro que son preciosas las dos. Y si te vas a acordar de mí, no me mandes flores (hombre, si quieres, un táper de paella o una tortilla de patatas no me importaría), piensa en mí para tus adentros.

Adiós, Javi, eres una persona muy especial, nunca lo olvides.

«Menudo rollo le he escrito», pensaba mientras cerraba el sobre con destino Hangzhou. Reconocía Shei que había estado muy fría, que él sí le había hecho sentir distinto a los hombres que había conocido después de Carlos, que casi todo lo que le ponía no lo sentía ―bueno, lo de la paella sí―, y que se moría por volver a estar en sus brazos de nuevo.

A lo lejos se oía a Inari en la cocina pidiendo a gritos a Li que trajera col del mercado. Shei ese día no trabajaba, por eso estaba aún en la cama. «Horario español de domingo, en martes», se dijo para sus adentros.

Se levantó a preparar el desayuno, al abrir la puerta de la habitación olió el perfume embriagador del café. Bendita agua negra, como le llama Inari, para ella el mejor ginseng del mundo. Él ya le tenía preparada la cafetera; desde que le había confesado que el té nada más lo tomaba cuando estaba enferma, Inari siempre hacía el café que ella compraba en un supermercado occidental.

—Inari, siéntate, por Dios. Ya está bien, no eres mi sirviente, eres mi compañero de hogar. Hoy preparo yo el desayuno, quillo. Qué cansino eres, te lo he dicho mil veces, yo hago mi desayuno. Además, hoy te voy a hacer el tuyo, eso sí, vas a probar algo diferente, desayuno a la española, bueno, más bien con la española, porque los creps son franceses.

Se sentó a regañadientes.

—Shei, estás revolucionando toda la casa. Ayer vi a Li limpiando subida a unos zapatos de tacón, hoy se ha echado rímel en los ojos y parecía un oso panda, pues a los dos minutos se los ha frotado. A mí me preparas el desayuno como si fuera el emperador de la misma China mandarina, tenemos que escuchar cada rato una música que quema los oídos, y encima enseñas a mi hermana a bailarla. Has adoptado a todos los gatos del vecindario, aquí los tengo a la puerta bebiendo leche. Eres como un terremoto de escala máxima, ¿no puedes parar, mujer?

—Mi chinito hoy está un poco ofuscado ―le decía Shei al oído comiéndole a besos―. Si quieres me voy otra vez para mi apartamento antiguo, a lo mejor Marta, mi compañera, me hace un hueco de nuevo.

—Shei, mi quilla occidental, como dices tú, de pelo peligroso más que pelirrojo, y piernas más largas que la Muralla China, ya no puedes escapar de aquí, sabes que te queremos y nos necesitas para rellenar esos huecos de cariño que dejaron tus padres. Ahora en serio, gracias por todo y sobre todo gracias por hacer sonreír a Li, después de mucho tiempo me doy cuenta de que tiene unos dientes blanquísimos.

—Mi chinito tocapelotas, te amo, joder.

—Ámame, pero habla bien, me pones de los nervios.

Mientras degustaban el delicioso desayuno que había preparado, le propuso a Inari que se tomaran el día libre y que se fueran los tres a disfrutar de algún rincón de Pekín. Cuando regresó Li con la compra, que por cierto trajo todo menos col china, le dieron la noticia de que iban a ir al templo y ella abrió los ojos todo lo que pueden abrirlos en China.

A la media hora estaban los tres en el metro camino del Templo del Cielo tan entusiasmados como cuando a Shei la llevaban en el colegio de excursión a la sierra de Cazorla a ver los animales. Vamos, que solo les faltaba cantar lo del señor conductor no se ríe, pero claro, «a saber quién es el conductor del metro», pensaba Shei cantándolo mentalmente.

Después de caminar media hora desde la boca del metro, paseaban los tres por el Templo del Cielo tranquilamente. Li iba caminando algo despacito por su cojera, observando con timidez todo lo que sucedía a su alrededor, eran tan pocas las veces que salía de casa. La gente se volvía a mirarles, los tres eran guapísimos. Shei había peinado a Li su larga melena negra con las tenacillas, la había maquillado ligeramente y pintado los labios con carmín rosa pálido. Inari sonreía al mirarla, parecía otra.

Los tres llevaban vaqueros, Shei le había regalado unos a Li, poco a poco haría que tirara a la basura la ropa antilujuria que tenía en su armario. La poca altura de Li contrastaba con la de Shei, que era tan alta como Inari, y eso que llevaba puestas sus Converse blancas. Con el pelo rojo cogido en un moño despeinado, se lo estaba dejando crecer de nuevo, Shei estaba cada día más guapa, y la camiseta de tirantes le marcaba sus poderosos pechos de tal manera que no había hombre que no se diera la vuelta a mirarla. Li se sonrojaba cuando Shei se ponía esas camisetas, ella se moriría de vergüenza si se tuviera que poner una, nunca se había puesto un bañador ni nada. «Te lo acabarás poniendo», vaticinaba Shei. Y Li movía la cabeza de un lado a otro como poseída.

Se compraron un helado de lichi y vainilla. Mientras lo saboreaban, contemplaban a la gente que se encontraba en el parque de Tiantan Gongyuan, donde está situado el Templo del Cielo: unos jugaban a las cartas, otros hacían taichí, otros simplemente paseaban. Al fondo se veía majestuoso el monumento, le gustaba imaginar a la dinastía Ming y Qing subiendo por allí para adorar al dios del cielo. Siempre le llamó la atención que simbolizaran el cielo de forma redonda; por eso la parte norte es así, mientras que la parte sur es cuadrada para simbolizar la tierra.

Inari se quedó dormido sobre la hierba, Li y Shei charlaban, cada vez hablaba mejor el chino, ya era capaz de tener una conversación fluida, y tan fluida, pues era Shei la que charlaba y Li la que asentía.

—Li, ¿no te gustaría estudiar algo, nunca te lo has planteado?

Li contestaba con la cabeza que no. Y de repente añadió:

—Soy mayor para eso.

—Pero, Li, aún eres muy joven, nunca es tarde. La vida solo termina cuando nos vamos para ese sitio redondo ―dijo apuntando a la parte norte del Templo del Cielo―. Yo no digo que hagas una carrera, pero sí que te especialices en algo que se te dé bien, puedes hacer cursillos, o algo que te guste —le decía Shei en inglés, porque a veces no era capaz de hablarle enteramente en chino, y Li sabía hablar inglés a la perfección―. Se te da muy bien coser, puedes aprender diseño. Mañana mismo te busco un sitio donde acudir. Y no me digas que no, ni con la cabeza, ni con las manos, ni con los pies.

Inari despertó de la pequeña siesta que se había echado, desperezándose como el gato Silvestre cuando disimulaba para cazar a Piolín. Shei, la verdad, no creía que hubiese estado dormido, más bien tenía el radar auditivo puesto para escuchar la conversación de las dos disimuladamente. No obstante, se estiraba como si llevara durmiendo siete días. Se incorporó de un salto, las miró con picardía y las cogió a cada una a un lado del hombro, «¿nos vamos?», y volvieron a casa entre risas y canciones. La gente se reía al verles cantar a los tres, era superdivertido escuchar a Li y a Inari cantando en chino y a Shei junto a ellos en españolichino. Algunas personas les señalaban y otras se ponían a cantar con ellos. El trío cada día que pasaba era más compacto, cada día más unido, el roce hace el cariño y, por muy paradójico que parezca, el no roce hace rozaduras.

Pasaban los días entre risas, llantos, trabajo y diversión, el tiempo iba poniendo distancia entre el dolor y ella. Los acontecimientos vividos en Hangzhou también se difuminaban en el calendario y en sus pensamientos, el verano todavía bailaba alegremente. Shei trabajaba más que nunca, en el periódico y en su pasión: la fotografía, incluso había decidido que en cuanto pudiera prepararía una exposición de sus obras. Exponer juntos algún día fue una ilusión que había compartido con Carlos, ella lo haría por los dos. Contemplando una fotografía de su novio, una de las últimas que le envió desde Afganistán, se dirigió a la imagen en plan diva de telenovela y exclamó:

—¿Quién dice que la muerte corta las ilusiones? No, mientras yo viva por ti, mi amor, cumpliré nuestro sueño, te lo prometo.

Le llevaba mucho tiempo desempolvar y clasificar entre sus archivos las fotos de Madrid, de Sevilla, del mar de Cádiz, las espectaculares puestas de sol, sus gentes, esa luz de España. Las de Carlos las sacaría más adelante, aún le temblaba la mano cada vez que abría el archivo que contenía las instantáneas que él le iba enviando desde sus viajes a los frentes de guerra. Tenía material suficiente como para exponer, en China gustaría, era algo diferente, lejano, brillante, así daría publicidad a su tierra. No quería fama, ni quería ganar dinero, solo quería exponer por el puro placer de mostrar su obra. Mientras hacía esta labor, no pensaba, en la vida estar muy ocupado es un recurso muy útil para no pensar. A veces sería mejor no tener memoria, solamente recordar lo que vivimos a diario, la memoria quema la sangre como si fuera una antorcha.

Así que todas las tardes se dedicaba a seleccionar por temas sus fotografías. Había instalado un pequeño cuarto oscuro para revelar algunos de los carretes que había guardado celosamente durante varios años. Cada uno lo tenía metido en su cajita, ordenados por fechas y lugares. «¡Qué curiosa soy cuando quiero!». A Inari le encantaba verla trabajar con tanta ilusión y de vez en cuando la ayudaba en lo que podía. Muchas tardes se sentaba a su lado, aquel revoltijo fotográfico esparcido por toda la mesa le inspiraba muchísima curiosidad, tomaba entre las manos cada una de las instantáneas y se dedicaba a mirarlas con gran atención. En una de ellas estaban los padres de Sheila, tan felices con su chiquitina en brazos.

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Yaş sınırı:
0+
Hacim:
492 s. 4 illüstrasyon
ISBN:
9788412169164
Editör:
Telif hakkı:
Bookwire
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