Kitabı oku: «Abril blues», sayfa 2

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Alguien que observe —aunque tal vez nadie lo haga— a Guillermo Ruiz y a Patricio Garrett entrando en el Nuevo MEXICO cargados de maletas notará que el primero es más avispado, agudo y perspicaz que el otro, pero que es éste último quien manda, por muy cansado y mayor y empapado que parezca.

Diana Martínez Martí no los observó. Entró al bar después que ellos, cuando la lluvia volvía a ser torrencial, y entonces Garrett no estaba a la vista —se encontraba en el retrete—, y Ruiz había salido un momento. Luego, al verlos juntos en su misma mesa, sí piensa eso más o menos. Pero sobre todo, que comparten algo que sólo los dos parecen entender. También, que son rivales y que quieren el mismo lugar bajo el sol.

Bajo las luces del techo —aunque ya es la una del mediodía, casi no se nota que ha amanecido hace horas—, suceden tal cantidad de acontecimientos que la mente no tiene tiempo para tomar nota de ellos. Al menos, así le parece a Garrett que, en cuanto cruzó la puerta, considera muy acertado que en China la palabra que significa «pasarlo bien» quiera decir también «alboroto».

Para resguardar los ojos de una luz demasiado clara existen las gafas de sol. Sus oídos necesitarían algo así, porque en el bar nadie se preocupa del nivel sonoro, y las voces tratan de imponerse al equipo de música. Y Garrett sabe que el ruido siempre produce crispación.

Enseguida cae en la cuenta de que no necesita ruido para estar crispado —le crispa cualquier cosa—, y mientras lucha contra el pitido interior del oído, sigue a Guillermo Ruiz —o simplemente, The Kid—, que se abre paso entre los bebedores.

Garrett se encuentra en la barra. Como ignora que después de la leche, la cerveza es la bebida favorita de los españoles, hace un gesto de sorpresa al ver que casi todos la toman.

En su inmensa mayoría son jóvenes y viven una época fabulosa. Bueno, uno mira hacia atrás y le parece que era fabulosa y no se supo gozar lo suficiente. Da lo mismo: «Golden lads and girls all must as chimmey-sweepers come to dust» —se consuela Garrett.

A su lado, The Kid habla con un chico que está acodado en la barra y también toma cerveza. Debe de ser el dueño del coche, porque le ha devuelto las llaves. Se lo presenta como Emilio Laguna, y Garrett se pone instintivamente a la defensiva.

Delgado, piel grisácea de calamar altanero, cazadora de cuero negro, le mira brevemente detrás de unas Ray-Ban con cristales de espejo.

—¿Qué quieres tomar? —dice. Se ha quitado las gafas y se pasa la mano por una frente de galán del cine mudo.

—¿Sola? —vuelve a preguntar, cuando Garrett dijo que cerveza. Y como la respuesta de Garrett es un encogimiento de hombros, pide cerveza con ginebra para los dos.

Tratando de evitar sus ojos —son tan negros, que tiene la sensación de que a través de ellos podría atisbar su interior y que en él hay algo espeso, asfixiante—, Garrett pasea la vista por el local. Al fondo de la barra, distingue —si es que uno puede distinguir algo entre tantas personas—, a Ruiz que habla con uno de los camareros. Este se hace cargo de los bultos y mira distraídamente en su dirección. No se fija en Garrett, casi seguro, por lo que difícilmente conseguiría recordarle por mucho que se lo propusiera —y no se lo propondrá jamás. Nunca recordará el camarero —de eso no hay duda: estaba metiendo la maleta y la bolsa detrás de la barra, muy lejos de ellos— que, al acercarse Ruiz, Emilio Laguna le ha dicho con aire de no importarle nada que no le ocurra directamente a él:

—Guillermo, ¿no irías a dar una vuelta para traerme eso?

Afuera el sonido de la lluvia es intenso —en este momento, dentro no hay música y el volumen de las voces ha bajado—, pero Ruiz, que hizo un amago de protesta, asiente con la cabeza y sale del bar.

—¿Te gusta este sitio? —pregunta Emilio Laguna, como viniendo de otra dimensión.

—Lo encuentro un poco ruidoso. Para estar tranquilo y hablar, me refiero —dice Garrett, pensando que no estaba poniendo a prueba sus conocimientos sobre bares, sino su estado actual.

—Habló la tercera edad —Emilio Laguna lo dice cansina, sarcásticamente.

Garrett lanza una mirada parecida a la de un forajido que, en una película, mira al sheriff que acaba de dar una patada a su revólver para que no lo alcance. Sin embargo, como tiene unas cuestiones inmediatas que atender y una reputación que mantener, trata de adoptar una máscara tras la que sea difícil adivinar lo confuso que se siente. Durante unos momentos estuvo a punto de preguntarle a Emilio Laguna si le gustaba el jazz —recordaba la cassette del coche—, pero no quiere mostrarse débil.

—Creo que emitimos en una longitud de onda distinta, chico —dice finalmente, con un tono de voz moribundo y demasiada soledad en sus acosados ojos.

Los negros ojos de Emilio Laguna se clavan en los suyos con alarmante intensidad. Una mirada perpleja, asombrada. ¿Se han quedado abiertos para siempre después de haber visto algo horrible? ¿Qué?

Garrett sigue sin saberlo al meterse en el retrete. Atiende una de las cuestiones inmediatas. También utiliza papel higiénico para sonarse —le sangra un poco la nariz, sabor metálico en la boca. Tira por segunda vez de la cadena.

Después de echarse agua a la cara, levanta la vista. En el espejo ve que necesita afeitarse. Se peina, y nada más decirse: Pareces cansado, viejo, asustado, y tienes la nariz demasiado grande —cierra los ojos.

Vuelve a abrirlos, y como sigue allí —los había cerrado para negar la realidad, derretirla instantáneamente—, lanza el peine contra el espejo. Su reflejo vuelve a arrojarlo contra él. ¿Por qué tenían que ser así las cosas? El reflejo se encoge de hombros. Son así —dice.

Garrett coge la gabardina que había colgado detrás de la puerta. Se echa otra ojeada en el espejo, preguntándose dónde estará a la misma hora del día siguiente, y por qué se preocupaba de ir a algún sitio si cada lugar era igual que el anterior. Todavía se preguntaba cosas como: ¿Por qué no me he quedado donde estaba? y ¿Qué demonios estoy haciendo aquí? —cuando, sin encontrar respuesta razonable, apaga la luz y sale cansinamente, olvidando que su última cara en el espejo parecía decir: No soy tan estúpido, pero déjame que piense estas cosas.

Avanza con dificultad hacia la barra. Tropieza con una mesa. Y como la gente suele olvidar años y recuerda momentos, unas palabras de Susan se repiten en este preciso instante en su mente:

—Nunca debimos dejar California y venirnos a Nueva York —se lamentaba al principio—. Jamás entenderé las estratagemas que emplean los que viven en esta ciudad para evitar el conjunto de desastres de los que son víctimas los demás.

Su ex mujer las había dicho en inglés, claro, y de modo aproximado a como las recuerda Garrett, que nunca había conseguido sentirse cómodo del todo ni en Nueva York, ni en San Diego, ni en ninguno de los sitios anteriores.

Tampoco aquí, en un entorno donde existe la presión de las referencias más inmediatas. Este es un sitio que, se mire como se mire, sólo es un jodido agujero —decide con una mueca de asco. Aunque la verdad es que nunca le gustan los sitios donde está. ¿Porque estaba él en ellos?

Sintiéndose solo, asustado, comprueba con alivio que en su ausencia no se han producido cambios irreparables.

Guillermo Ruiz ocupa el lugar de la barra donde antes estaba Emilio Laguna, que se ha ido. Da un trago a su cerveza (sola), y hace un comentario sobre que ha tenido que salir a comprarle un par de jeringuillas.

—En las farmacias de por aquí, a él ya no se las venden —explica en voz baja—. Le conocen, o eso dice. Y un favor es un favor. Me prestó su coche para llevar a Susan al aeropuerto.

Sí, como los árabes: equilibran su creencia en la generosidad con su creencia en la reciprocidad. Si ellos dan, esperan recibir algo a cambio —piensa Garrett—, pero sobre todo, que Emilio Laguna era yonqui, y que eso debería de explicar algo. No sabe qué.

¿Qué será de Milagros? —se preguntaba Garrett, recordando a su hermana, cuando sus ojos nublados y febriles se clavan en una chica con un único hándicap: es demasiado guapa para que le vaya bien en la vida. ·

O así le parece a él, aunque tenga unos ojos claros —¿de femme fatale o de ingenue?— demasiado separados, como alargados hacia las sienes, y una nariz recta que puede llegar a ser arrogante.

Dejó el taco encima de la mesa de billar de junto a la cristalera de la entrada, y se les ha acercado. De hecho, a quien se acerca —movimientos angulosos no carentes de gracia— es a Guillermo Ruiz. Ahora mira a Garrett con aire de María Antonieta diciendo al verdugo que la va a guillotinar y al que ha pisado involuntariamente al pie del patíbulo: «¡Perdón, señor, no lo he hecho adrede!»

Tras el exquisito gesto de superioridad, dice con voz oscuramente tintada y expresiva:

—Veo que has encontrado relevo. Así no tendrás que cargar tú solo con la pena, ¿verdad, Guillermo? —y mira fijamente a Ruiz a los ojos.

Ruiz sacude la cabeza en actitud sumisa, ignorando el comentario. Presenta a Patricio Garrett —dijo nombre y apellido— a la chica, Diana —no se molestó en decir nada más. Diana, que ha besado a Garrett en ambas mejillas al estilo europeo y dice que está encantada de conocerle como si fuera cierto. Y es que, a veces, las frases de mera cortesía tienen ocasión de ser ciertas y uno se siente agradecido de verdad al decir «muchas gracias». Pero otras veces, uno siente vergüenza por tener que usar en un gran momento las mismas palabras con que se expresa todo el mundo convencionalmente.

Y este momento, para Garrett —autor de las anteriores consideraciones— es especialmente excepcional. Sin molestarse en explicarse a sí mismo por qué, mira de reojo a Diana. No quiere que ni ella ni The Kid se den cuenta de lo poco que le cansa mirarla.

Allí, sin hablar, lo más estático posible, nota como si la hubiera conocido en alguna vida anterior y no necesitara poner a prueba esa sensación de familiaridad. Admira la ropa que lleva, y le parece perfecta. Capaz de poner fin a todas las modas.

Acostumbrada a que la encuentren deliciosa, Diana siente la inconfundible oleada del interés sexual masculino. Y aunque aquel tipo —le ha sonado el nombre— sea algo mayor, su aspecto le parece el de quien puede ver con absoluta claridad lo que ninguno más cree que haya allí.

—Necesitas a alguien que te consuele de tan irreparable pérdida, ¿no? —le dice, irónica, a Guillermo Ruiz.

—Te equivocas, Diana —protesta él, escabulléndose lo mejor que puede.

—No, no me equivoco, pero tampoco es cuestión de ponerse a explicar ahora lo que sabes perfectamente —el tono de voz de Diana se ha hecho más opaco.

Garrett sigue observándoles y considera que ante sus ojos se desarrolla una especie de secuencia fílmica de honda intensidad dramática en la que él no tiene cabida. Es como si Kid y la chica hubieran volado juntos muy alto y, después, hubieran caído y siguieran precipitándose abajo, abajo.

Una impresión probablemente equivocada —es un aviso que le llega de Garrett desde el fondo de su cabeza en llamas—, proyección del actual proceso de caída al abismo en que se encuentra. También —y de esto ni él mismo se da cuenta—, de aquellas bruscas pérdidas de altura del avión hace pocas horas y, sobre todo, del violento aterrizaje en la silla: Ruiz y él acompañaron a Diana a una mesa, y se han sentado.

Enfrente hay otro chico. Se llama Marcial algo. Diana se lo ha presentado a Garrett, y éste no retuvo su apellido.

—¿Patricio Garrett, el poeta? —pregunta Marcial, y su expresión entusiasta traiciona el tono de voz tranquilo que emplea.

—El ex poeta, más bien —es la respuesta de quien hace como que se sorprende para disimular mejor que no le sorprende en absoluto que le reconozca aquel chico.

—Tengo entendido que eres un poeta muy estreñido, ex poeta —interviene Diana, que ahora sabe por qué le sonaba el nombre. Suelta en dirección a Garrett el humo del pitillo, que sostiene con una mano de uñas muy cuidadas, muy rojas, y añade—: Y que tienes, o tenías si lo prefieres, una germánica aversión a lo nítido. O eso he oído —termina su café y le mira a los ojos buscando algún indicio de enfado.

—¿Y dónde lo has oído? —Garrett hace esta pregunta aparentando indiferencia, aunque detrás de su máscara se adivine alerta roja, tensión contenida.

Ha ignorado el:

—Yo te he leído —de Marcial, y la subsiguiente exposición sobre sus poemas que el chico inició con una voz persistente, como si no hubiese modo de que perdiera la calma.

A Garrett se le pasa por la cabeza esto: Las generalizaciones son una banalidad, pero a veces quedan bien —pero enseguida sólo tiene oídos y ojos para Diana que, mirándole fijamente con la fría y crítica atención propia de alguien de menos edad, responde:

—Por ahí... no sé, lo habré leído... a lo mejor se lo he oído a mi padre. Ni idea —y se suelta de Marcial, que la había cogido por los hombros, tratando de atraerla hacia él.

—Siempre fui un tema interesante —contesta Garrett, y ríe nervioso.

De pronto, se siente muy bien. Lo malo es que después de eso... Bueno, eso sería después. Por el momento Garrett estaba muy a gusto allí sentado. Como The Kid y Marcial se han levantado y hablan a la puerta de los servicios, está a solas con Diana.

—¿Por qué has dejado de escribir? —insiste ella—. Eras bueno, creo. No tiene sentido.

—Gentil dama, hay cosas que a los veinte años no tienen sentido. A los cuarenta no es mucho mejor, ¿sabes? —dice Garrett, en un tono que le sale terriblemente serio y desesperanzado, y hace un ademán para indicar que no quiere hablar de eso.

—Cualquier excusa es mejor que ninguna —y Diana, que ha dicho eso, piensa: Está tratando de impresionarme; es el tipo de hombre exacto al que yo atraigo. Y como siempre que avanza el galanteo, hay miradas rápidas o prolongadas a los ojos del otro.

Marcial, que ha vuelto a la mesa con Ruiz, se refiere a Furias, arpías y otras amantes, el libro de Garrett que prefiere —dice también:

—Provocan una tristeza punzante. Es como si tu poesía respondiera a los mismos presupuestos de Schubert, que consideraba natural que la música careciera de alegría —y Garrett considera que es una persona que emplea más palabras de las necesarias para decir más de lo que sabe.

—Preferiría que hablásemos de otra cosa —dice, y es igual que un boxeador que no confía en sí mismo y busca a su entrenador con la mirada. Pero Diana ha apartado la vista. No tarda en intervenir agresiva.

—No dices la verdad —suelta, evitando los ojos y revolviéndose inquieta en el asiento. Es pasión suya no desoír una petición de ayuda, no desdeñar una voz de acento lastimero; pero siempre olvida enseguida lo que ha prometido hacer, remediar, ayudar.

—De amantes y poetas no hay que creer ni en la verdad —dice Garrett. Se pasa la mano por el pelo, se estira los calcetines.

—Pero tú ya no eres poeta, o· eso dices. ¿Y amante? —Diana reacciona ante los sentimientos que le provoca Garrett; un ser patético, digno de compasión. No, no quiere sentir esas cosas.

—Desdeñado —contesta Garrett, que ha querido resultar misterioso, duro e impenetrable, y tiene la impresión de que no lo logró.

—¿Cómo sé que no estás mintiendo?

—No lo sabes, guapa. Cuando me conozcas un poco más lo sabrás, y si no nos tratamos mucho y no lo sabes, ¿para qué te vas a enterar? —y Garrett, considerando que ha sido brusco, añade—: Aunque espero que lleguemos a conocernos bien.

—¿En qué sentido?

—También en el que imaginas.

—No te habrás enamorado de mí, ¿verdad? —dice Diana, acariciándose lenta, distraídamente el muslo. Tal vez un poco asustada de lo que ha dicho.

—No si puedo evitarlo —dice Garrett, considerando que aquella chica le estaba seduciendo descaradamente; y ante las miradas de asombro de los otros dos ocupantes de la mesa. Ha bajado la guardia por completo, está a punto de besar la lona, y añade—: Bueno, la verdad es que dejé de escribir porque...

—Es igual —le interrumpe Diana, sin molestarse en disimular su desinterés por aquel asunto—. Ya no quiero saber lo que te pasó. Seguro que me deprimiría —y no vuelve a preguntarle por su pasado. Y no por falta de curiosidad, decide Garrett, sino con un silencio de enterada. Como si lo supiera todo. Como si él no pudiera contarle nada que no supiese ya.

—¿Sabías que eres muy europea? —dice al fin Garrett, que nunca está preparado para lo que pueda ocurrir en el momento siguiente—. Las americanas no miran directamente a la cara de sus amigos.

—¿Qué? —dice ella, haciendo como que está enfadada, pero contenta de ser tema de conversación.

Y en ese momento se repite una escena. Es como la sexta o séptima toma en el rodaje de una película: un camarero sirve más cervezas.

Hay una breve, triste pausa. A lo lejos retumba un trueno.

El cielo encapotado está muy bajo y la lluvia, que había cesado, es de nuevo inminente. Los árboles de la calle, batidos por un viento que sopla a ráfagas, tienen un verde sombrío e intenso al otro lado del cristal. A este lado, en la mesa, se oyen unas palabras. Las pronuncia una voz de soprano agradablemente timbrada.

—¿Os fijasteis en lo que dijo justo antes de levantarse y salir? Que soy muy europea. Divertido, ¿no os parece?

Son de Diana Martínez Martí que, con la cabeza, hace gesto de no a un chico que le proponía jugar una partida de billar, y suelta una risa transparente. Habla con Guillermo Ruiz y con Marcial.

Sí, Marcial a secas, porque Patricio Garrett nunca se llegaría a enterar de su apellido. Tampoco le preocupa, y mucho menos ahora que ha entrado en una peluquería que hay en la misma calle del bar, casi enfrente. Necesita afeitarse. Diana es joven, guapa, brillante, y está acostumbrada a que la encuentren deliciosa. Y con motivo.

El peluquero trata a Garrett como a un cliente cualquiera, sin advertir lo mal que se siente al intentar recuperar una vida normal que, por otra parte, nunca tuvo. Habla con voz tétrica de que ayer un cliente le contó que el mar está envenenado, y que por eso se suicidan los peces. El tipo le dijo que había sido testigo de algo extraño. Era marinero y vio un banco de sardinas, o algo así, que trataban de suicidarse, pues nadaban con la cabeza fuera del agua.

Después de aplicarle unas toallitas calientes en la cara, sube la voz: Garrett se había quedado dormido.

No, no quiere que le corte el pelo. Prefiere llevarlo así, un poco largo.

Eso ha respondido Garrett al peluquero, que no dijo antes de peinarle:

—Comb it wet o dry? —frase final de Haircut, el relato de Ripg Lardner. Uno de los más crueles de la ficción norteamericana, como sabían perfectamente todos los estudiantes que hubieran leído en la high school una antología de la literatura de su país. O lo que es lo mismo, la práctica totalidad de aquellos chicos entre los que él era tan popular. Pues Garrett gustaba a la mayoría de sus alumnos, sobre todo a los mejores, que reían sus bromas, agradeciendo, como siempre hacen los alumnos, que les den ocasión, cualquier ocasión, de reírse.

Casi sonríe al pensar en esto y verse en el espejo como nuevo. ¿Cómo podía ser él aquel hombre? Los ojos siguen inyectados, hinchados. Tendrá que comprar un colirio. También una camisa y unos calcetines. ¿Cuánto tiempo hacía que no se había lavado, afeitado y peinado con la esperanza de resultar atractivo?

Se está refiriendo a él Guillermo Ruiz, que explica cómo le conoció. Desconcertado, perdido, agarrotado, pero con algo que le atrajo.

—¿No sería más bien que un poeta siempre reconoce a otro poeta? —interviene Diana, retorciéndose un mechón alrededor del meñique. Su tono es evidentemente sarcástico.

—Por favor, yo escribo prosa —contesta Ruiz con una arrogancia tal que, en vez de eso, parece decir: ¿Quién te crees que soy, o lo que seré cuando me ponga a ello?

—Tu padre es su editor —le dice Marcial a Diana, y ésta recuerda haber oído hablar alguna vez a su padre de Garrett. También a su madre. Un viejo amigo de los tiempos de la facultad o algo así, le parece. Puede que más que amigo.

Ahora, después de salir de la peluquería, y de comprar una camisa y unos calcetines en un centro comercial que había al fondo de la calle, Patricio Garrett vuelve al bar por una acera que está casi seca. Una mujer cargada con la bolsa de la compra le empujó, le miró enfadada y refunfuñó algo.

Ya ha entrado en el Nuevo MEXICO. Se cambia de camisa y calcetines en el servicio. Duda qué hacer con la ropa que se quita —regalo de Susan—, y la deja tirada en un rincón. Luego, Garrett se ha sentado a la mesa y, antes de que le traigan otra cerveza, al apreciar que Diana usa Poison, ese perfume de Dior que huele a adulterio, dice:

—Un gran perfume es como un libro de poemas que se va a convertir en clásico. Tiene cinco años de vida activa. Uno para situarse en la cima. Veinticuatro meses para establecerse en ella. Y trescientos sesenta y cinco días más para iniciar el descenso en busca de la estabilidad, clientela o lectores que le hagan entrar en el capítulo de los perfumes o libros históricos.

Patricio Garrett ha hablado un tanto atropelladamente. Guillermo Ruiz se refirió a sus poemas —que aún no ha leído, aunque no lo diga—, y él quiso decir algo que incluyera a Diana. Desde luego, los hombres se sienten más cómodos tratando de ligar con mujeres que tengan una edad parecida a la suya, que con las que tienen muchos años menos o muchos más. Entre Diana y él debía haber casi veinte, pero está decidido a soportar un poco de incomodidad.

Acaba de invitarles a comer y Marcial se disculpa. No puede, tiene un examen el lunes.

—¿No tenías tú otro también, Guillermo? —añade.

—Hay cosas más importantes —dice Ruiz.

—Pero ¿qué día es hoy? —pregunta Garrett, desorientado. Se entera que es viernes gracias a Diana, que lo dice. También, que por allí cerca hay un restaurante japonés.

—Y un Burguer King, o McDonald’s, no sé bien —añade Marcial, inmediatamente antes de despedirse.

Diana, que bromea: con un chico al que le daría no se sabe cuántas carambolas de ventaja y le ganaría con una sola mano, le viene grande a Marcial. Garrett había decidido eso, cuando un fogonazo sacude su deteriorada memoria: Susan, de la que aún convalece. Susan que nunca quería ir a un sitio americano. Susan que podía comer sukiyaki, sushi, sashimi; pato a la cantonesa, arroz tres delicias, chop suey; lasagna en trattorias italianas con la foto de Frank Sinatra en la pared; steak au poivre en restaurantes franceses con el menú escrito con tiza en una pizarra; postres hebreos, parrilladas irlandesas; platos polacos, mexicanos, griegos... lo que fuera. Ir a un McDonald’s, para Susan era convertirse en turista, contemplar a su país como espectáculo.

Nota el estómago muy vacío. Garrett comería cualquiera de esas cosas, pero sobre todo, fabada o cocido o lacón con grelos.

Bajo un cielo plomizo en movimiento del color de un canal de televisión en blanco y negro que no emite nada, caminan por la calle —bocinazos, gritos, insultos, chirridos de frenos—, en busca de un restaurante de cocina catalana cercano que recomienda Diana.

Ruiz no comenta que es muy caro; sí que:

—Marcial es como una patata cocida fría que busca un significado a la vida. Mejor que no lo encuentre, porque seguro que no sabría qué hacer con él. ¿No crees?

—Pues vaya —es todo lo que se le ocurre decir a Garrett. Ha detectado la agresividad del comentario, pero no pudo escuchar bien —el ruido del tráfico. Por la cara que puso Billy, sin duda dijo algo que pretendía ser inteligente. Puede que original.

Ha levantado la vista y por encima pasa una nube con la forma exacta de una nube. Luego, Garrett se da cuenta de que los que se cruzan con ellos en la acera, les miran —sobre todo a Diana; piernas largas, caderas de chico, grandes pechos—, y piensa que piensan: ¿Será actriz, modelo, qué?

—Marcial es el ser más odioso que conozco —insiste Guillermo Ruiz, demostrando que no era famoso por sus opiniones moderadas—. Cada vez que me lo encuentro, me supone una de las peores experiencias de mi vida.

—Lo que pasa es que te molesta que sea tan preciso —le corta Diana, que se ha aclarado la garganta—. Sabe pocas cosas, eso nadie lo pone en duda, pero las pocas que sabe, las sabe bien —su voz es fría, dictatorial.

—¿Estás segura? —dice Ruiz, clavando sus ojos en los de Diana; una mirada capaz de matar cualquier emoción.

—Bueno, sí. No. No lo sé —duda Diana, que hasta entonces parecía encontrar las respuestas antes incluso de saber qué preguntas le iban a formular—. En cualquier caso, hoy no parecía que te diera tanto asco. Le hiciste preguntas sin parar. ¿Querías enterarte bien de quién es Patricio para poder darle coba también a él?

—¿También? —la sorpresa de Ruiz no parece fingida.

—Si no eres el lameculos de mi padre, es porque yo hago todo lo posible para que no le veas.

Después de decir esto, Diana cuenta quién es su padre. Se lo ha preguntado Garrett, que así se entera de que Diana es hija de Juan Martínez. Y de Amelia Martí, naturalmente.

¡De Amelia! Y hay fugaces recuerdos, que son un proceso continuo de imaginación, donde él y Amelia pasaban tardes enteras en la cama fumando hachís y follando. Un poema esbozado. Discos sonando sin cesar. Letras de canciones que parecían decir algo a propósito de su situación. Era el año... ¿cuál? El año en que oían todo el tiempo Whole Lotta Love, de Led Zeppelin. Y él sin dinero —como ahora—, y Amelia dándole la impresión de que odiaba el dinero, que se sentía culpable por tenerlo y se veía impelida a deshacerse de él lo más rápidamente posible. ¿Le pasaría lo mismo a Diana? Reconocía en ella algo familiar.

Patricio Garrett ha regresado con gran esfuerzo al presente, y observa que Diana le está obsequiando con una sonrisa cuyo significado era el de un regalo de incalculable valor. Al igual que su madre, parecía aceptarse de un modo tan absoluto que únicamente podía considerarse hermosa; siempre atraería a los hombres. ¿Los atraería todavía Amelia?

Pero las últimas conversaciones y los más recientes pensamientos de Garrett —siente que se aproxima a una de esas desconcertantes cimas espirituales donde duda de la realidad—, se localizan en el restaurante al que los tres han entrado hace una media hora.

Afuera llueve y hace frío, porque estamos en abril. Una época del año en la que un día puede ser caluroso y el siguiente frío, como si todavía hubiera fuerzas partidarias de la continuación del invierno luchando con otras favorables a la iniciación de la primavera, y un día se imponen unas y al siguiente las otras.

Aunque lleva tanto tiempo empapado en alcohol que la borrachera es su estado normal, Patricio Garrett todavía se da perfecta cuenta de que ya no se encuentra en los Estados Unidos: Nota que está muy lejos por los modales de la gente al comer. Aquí, tampoco nadie consideraría normal tomar café en vasos de plástico. Ni te acusaría de exquisito y decadente si prefieres una taza —lo hacía aquel profesor chileno, compañero en San Diego, fugitivo de Pinochet. Uno de los pocos tratables, sin embargo, del Spanish and Portuguese Department. Los demás... que caiga el olvido. Especialmente sobre los españoles. Seguían viviendo en este país porque publicaban aquí. ¿Y dónde publicaba él?

—Lo que no ha aparecido en inglés —les dijo Garrett—, no merece la pena leerlo.

Lo repite ahora, al tomar café, inmediatamente antes de pensar lo que todo el mundo piensa una o dos veces al año: que está empezando una nueva vida.

Le entran ganas de celebrarlo. Y también le gustaría celebrar que el camarero que les atiende sea amable, las servilletas grandes, el mantel esté inmaculadamente blanco; y haya flores y fruta en cestas.

Quisiera expresar lo bien que se sentía en compañía de aquellos chicos. Sobre todo de la chica, aunque la admiración de Billy, que asiente a todo lo que él dice, no le moleste, claro que no.

—Estupendo —responde.

Guillermo Ruiz, al ver lo abstraído que estaba, y que su rostro tan pálido había perdido todo asomo de expresividad, le ha preguntado con ojos brillantes por el alcohol:

—¿Todo bien?

Y Garrett siente un temor enfermizo de no estar a la altura de las circunstancias de lo que se supone que debería decir o hacer. Y de pronto, la ciclotimia, y le parece impropio disfrutar de la comida en su situación. Está solo, no volverá a escribir, casi no le queda dinero. Y comprende que sigue sin estar preparado para vivir responsablemente esta vida.

¡La cuenta! Un miedo que se asienta en su estómago haciéndole sentirse desgarrado por dentro, encogido, paralizado. Vista nublada. Se frota los ojos y, al fin, puede leer la suma total. Saca la tarjeta de crédito que carece de crédito. No ha liquidado los gastos del mes anterior, pero paga con ella la comida sin el menor problema. La seguirá usando mientras le dejen. No le queda otro remedio que confiar en que las leyes de la probabilidad, que hacen que las cosas malas tengan que ocurrirle alguna vez a alguien, no le castiguen demasiado. Además, ya le han pasado bastantes cosas malas últimamente.

A las copas que toman después de comer les invita el encargado del restaurante. Daba vueltas por el local saludando fríamente a los clientes. Algunos, muy pocos, valían una sonrisa. Diana Martínez Martí, por ejemplo, a la que ha reconocido como hija de un cliente habitual.

Reconoce también a Diana una amiga de su padre. Se ha levantado de una mesa y les aborda cerca de la puerta del restaurante, cuando salían. Guillermo Ruiz sabe que es Concha Valdés, una conocida periodista, y le presenta a Patricio Garrett, el famoso poeta. Acaba de llegar de los Estados Unidos de Norteamérica (ha dicho literalmente).

—¡Qué interesante! —dice la periodista que, según explicaría luego Ruiz, es de las que se dedican a buscar la noticia de interés humano, a entrevistar a gente no demasiado conocida pero que desarrolla actividades un poco fuera de lo común. La poesía debe formar parte de esas actividades infrecuentes (también influye, claro, que esté con Diana, y que Diana sea hija de quién es), pues añade, pausada, tranquila, desdeñosa—: ¿Te importaría pasarte por la emisora? Podríamos hablar de tu obra y tu experiencia americana. ¿Te parece bien el lunes a las siete y media? ¿Será demasiada molestia? ¿Te mando un coche?

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