Kitabı oku: «Ester y Mandrágora 2»
Esther et Mandragore – D’Amour et de magie
escrito por Sophie Dieuaide,
ilustrado por Marie-Pierre Oddoux
© Talent Hauts (FRANCE), 2016
Delfín de Color
I.S.B.N.: 978-956-12-3493-2.
1ª edición: mayo de 2021.
Obras Escogidas
I.S.B.N. impresa: 978-956-12-3494-9.
I.S.B.N. digital: 978-956-12-3630-1.
1ª edición: mayo de 2021.
© 2021 de la presente traducción por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.
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Índice
1. Nunca para mí
2. Una pizca de Scribus
3. En el laberinto
4. En la casa de las preguntas
5. Oboedi Sacha protinus
6. ¡Oh, qué mentirosa!
7. Tres lenguas de sapos
8. ¡Sorpresa!
9. Hechizo de amor
10. ¡Gracias Barbie!
11. ¡Justo en el corazón!
12. ¡E-na-mo-ra-da!
13. Miauuuuuuuu
El sol entraba por las ventanas de la cocina. Ágata saboreaba su café con azúcar y mi gato Mandrágora atacaba su tercera taza de croquetas con sabor a pollo.
–Tss... Hay que tener hambre para comerse esto –gruñó Mandrágora–. Prefiero los de sabor a pescado. ¿Cuántas veces tendré que repetirlo?
Mientras, yo tomaba un delicioso vaso de leche. Era una mañana igual a todas desde que vivía en el Otro Mundo, el de los humanos. Y, como todas las mañanas, me decía a mí misma que ¡tenía mucha suerte! Desde siempre, algunas de nuestras hermanas vivían en el Otro Mundo. Ágata estaba acá desde hacía muchos años, pero nunca, jamás, el Gran Consejo había enviado a alguien de mi edad, una alumna de primer año de la escuela de brujas.
–Ester, ¿podrías buscar el correo? –me pidió de repente Ágata.
Suspiré. No tenía ganas de salir. El sol engañaba, hacía un frío helado. Y lo más importante: seguramente no habría nada para mí en la caja de mensajes. ¿Qué humano me iba a escribir? Los pocos que conocía vivían tan cerca que solo necesitaban caminar si tenían algo que decirme.
–Ester... –insistió Ágata–. ¿El correo?
El correo es una invención de los humanos para comunicarse. Se debe escribir en un papel, ponerlo en un sobre, pegarle una imagen (que cambiamos por trozos de metal) y colocarlo en una caja amarilla donde alguien lo recoge para volver a ponerlo en la caja de mensajes de la persona a quien está destinado. Según Mandrágora (aunque mi gato tiende a exagerar), algunas cartas incluso viajan en lo que ellos llaman aviones.
El día que nos explicó todo esto, Ágata y mi gato discutieron.
–¡Qué sistema tan tonto! –se burló Mandrágora–. ¿No encontraron uno más lento y complicado? Los humanos son como sus gatos, que solo saben maullar: ¡no son nada inteligentes!
Obviamente, a Ágata, que ama mucho a los humanos, esto no le gustó.
–¿No son inteligentes? –exclamó–. Olvidas que para comunicarse ¡también inventaron el teléfono, el computador, el correo electrónico e internet!
–¿Inter qué? –dijo Mandrágora.
–Internet… Es demasiado complicado de explicar –contestó Ágata–, pero el teléfono... ya conocen el teléfono. Y bueno, funciona tan bien como nuestras velas susurrantes. ¡Y sin magia!
Mandrágora hizo una mueca desagradable:
–Bueno, yo no diría tanto...
–Pero sí, es lo mismo, ¡todo es lo mismo! –se enojó Ágata–. La luz de las velas parpadea cuando alguien quiere hablar con nosotras. A ellos les suena el teléfono. ¡Es igual! Nosotras nos acercamos a la llama para susurrar, ellos se pegan el aparato a la mejilla.
En ese momento, traté de hacer una broma:
–¡Tengamos en cuenta que es mejor tener un teléfono en el bolsillo que una vela encendida!
Pero a mi gato no le causó ninguna gracia.
–Mi querido Mandrágora –concluyó Ágata tajante–, vela o teléfono, magia o tecnología, en cualquier caso, ¡nada de eso fue inventado por un gato!
Mandrágora estuvo de mal humor toda la noche. Incluso creo recordar que se fue a dormir sin cenar.
–Ester... ¿Puedes ir a buscar el correo? –repitió Ágata.
En ese instante, algo me intrigó. ¿Su insistencia? ¿Su sonrisita? ¿Su mirada maliciosa?
–¿Y bueno, vas a ir o no? –gritó Mandrágora empujando su plato–. ¡Hasta cuándo! Ágata te lo ha pedido tres veces. Es encantadora, nos aloja, nos cuida día y noche y la señorita Ester Fortecilla no se digna a hacerle un mínimo favor.
–Gracias, Mandrágora –respondió Ágata–. Eres muy amable.
Mi gato era ahora “muy amable”. Esto se estaba poniendo cada vez más extraño.
Me abrigué para salir. Crucé el jardín y el pasto congelado crujió bajo mis botines. Cuando abrí la caja de mensajes, pensé que mis dedos se quedarían pegados a la puerta de metal. Solo había publicidad. Ágata los llama “folletos”. Al principio pensé en botarlos a la basura, pero Mandrágora pasa horas observándolos.
Así que tomé el montón y allí, al fondo, lo vi: “Ester Fortecilla, Avenida de las Acacias, 12”. ¡Un gran sobre blanco con mi nombre escrito!
Un sobre solo para mí.
Me olvidé de mis dedos congelados y rompí el sobre.
–¡Ester, entra pronto! –escuché gritar detrás de mí–. ¡Te vas a congelar!
En la entrada, Mandrágora y Ágata sonreían. Afirmé los folletos y la carta, y corrí hacia la casa.
Ágata estaba feliz y me ofreció su mejilla.
–¿Y bien? ¿Le damos un beso a la mejor bruja del mundo que le dio a Estercita la mejor sorpresa?
La besé.
–¿Y bien? –desafió mi gato–. ¿Acariciamos al gato más lindo del mundo que logró guardar el secreto, aunque fue muy difícil?
Lo acaricié.
Subí las escaleras de cuatro en cuatro hasta mi habitación, en lo más alto, justo bajo el techo. Quería estar sola para terminar de leer la carta de Lucía.
Y para releerla y volver a leerla una vez más.
–¿Qué te dice?
No logré estar sola en mi habitación por mucho tiempo. Apenas tuve tiempo de acomodar los cojines y sentarme en mi cama cuando Mandrágora abrió la puerta y asomó la cabeza.
–Vamos, no seas egoísta, Ester... ¿Qué cuenta Lucía? ¡Léeme!
–¡Entra, siéntate y cállate!
Mandrágora saltó sobre mi cama y se acurrucó contra mí. Ya estaba ronroneando.
Sonreí y me imaginé a mi amiga saliendo apresuradamente de nuestro dormitorio y revoloteando por los pasillos vacíos de la escuela hacia la tienda de pociones. Lucía no es una bruja como las demás: es diminuta. Los humanos dirían unos treinta centímetros, yo diría que ni siquiera me llega a la rodilla. Ser tan pequeña le permite volar con solo una gota de ungüento de sapo en el cuello, pero sin el polvo de Scribus no podría escribir más que unas pocas palabras.
La señora Mira le dio el polvo y el permiso para usarlo. Esa noche, la directora apareció en nuestra sala, en plena clase de Hechizos. Me estaban interrogando y yo me complicaba cada vez más.
–¡Pero no, Ester! –la profesora estaba enojada–. ¡No es Sine Perpetuo! ¡Sé más precisa! ¡Sine Vox... Perpetuo! Debes esforzarte, siempre olvidas una palabra.
Entonces, repetí:
–¡Sine Vox... Perpetuo!
La señora Mira cayó de espaldas al piso y gritó:
–¡Cuidado, Ester Fortecilla! ¡Eres muy imprudente! ¿Cómo puedes lanzar un hechizo mientras me miras? ¡Casi quedo muda para siempre!
La ayudé a levantarse y la directora le dijo a mi amiga:
–Lucía, hemos hablado de ti con tus profesores, sobre tus dificultades para escribir... ¡Y, a tamaño excepcional, medidas excepcionales! Te traigo una botella de polvo de Scribus. Acércate, lo que voy a decirte a continuación, solo tú puedes saberlo.
Lucía voló y aterrizó en el hombro de la señora Mira. Escuchando los susurros de la directora, comenzó a gritar de alegría: “¡Oh!”, “¡ah!”. Y un misterioso: “No lo repetiré a nadie, ¡se lo prometo!”.
Cuando la señora Mira se fue, Lucía volvió a su lugar en nuestra mesa. Con ambas manos abrió el tapón de la botellita, esparció una pizca de polvo y susurró algo, seguramente la fórmula. La profesora sonrió y todas las demás estudiantes estaban tan hipnotizadas como yo.
De repente, el aire se iluminó alrededor de Lucía. Su pluma de ganso se levantó y saltó al tintero. ¡Splash! ¡Splash! Dos gotas de tinta y la pluma se colocaron justo encima del cuaderno.
–Siento que estás celosa... –me susurró Lucía al sentarse en nuestra mesa.
–¡No es cierto!
La pluma rasguñaba la página y Lucía sonreía con los brazos cruzados, apoyada contra mi estuche. La pluma escribía y escribía a una velocidad increíble. De repente, Lucía, acostada sobre la mesa, se echó a reír.
–¡Miren! ¡Es fantástico! ¡Estoy echada y estoy trabajando!
De acuerdo, estaba un poco celosa. Maruja, Miranda, Adelaida, Bertita, Eloísa, Malvina, Matilde y Herminia también. Se levantaron para acercarse al cuaderno de Lucía. ¡Increíble! ¡Tan rápido como hablo, la pluma había llenado la página!
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