Kitabı oku: «Tierra nueva»

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Escobar Velásquez, Mario, 1928-2007

Tierra nueva / Mario Escobar Velásquez. -- Medellín: Editorial EAFIT, Sílaba

Editores, Hilo de Plata, 2019

294 p. ; 22 cm. -- (Biblioteca Mario Escobar Velásquez)

ISBN 978-958-5530-09-6

1. Novela colombiana. I. Tít. II. Serie

C863 cd 23 ed.

E746

Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

Tierra nueva

Primera edición: septiembre de 2019

© Herederos Mario Escobar Velásquez

© Editorial EAFIT

© Diseño de la Biblioteca: Editorial EAFIT

© Sílaba editores

© Hilo de Plata Editores

© Prólogo de Emma Lucía Ardila

ISBN: 978-958-5530-09-6

Editoras: Claudia Ivonne Giraldo, Lucía Donadío y Janeth Posada

Diseño: Alina Giraldo Yepes

Correción de textos: Rubelio López

Diagramación: Julián Posada

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Nota de las editoras

El estilo de Mario Escobar Velásquez, su manera muy personal de apropiarse del idioma hasta el punto de pasar sobre normas y academias, es también la huella de su espíritu que fue rebelde siempre, que nunca se atuvo a convenciones y monsergas. Leerlo es como oírlo hablar y hasta respirar. Va a la caza del lenguaje, lo apresa y libera para habitarlo en un juego que respetamos por lúcido, coherente, arriesgado. Por eso las correcciones fueron las mínimas.

Nos enorgullece y alegra poder ofrecer esta primera edición de Tierra nueva tal como su autor la pensó, corrigió y dejó guardada en una carpeta entre sus cosas, para que se abriera hoy a nuevos lectores, a quienes quieran adentrarse no solo en las lindes de Urabá, sino también en las del lenguaje.

Contenido

Presentación

Tierra nueva

Capítulo primero

Capítulo segundo

Capítulo tercero

Capítulo cuarto

Capítulo quinto

Capítulo sexto

Capítulo séptimo

Capítulo octavo

Capítulo noveno

Capítulo décimo

Capítulo decimoprimero

Capítulo decimosegundo

Capítulo decimotercero

Capítulo decimocuarto

Capítulo decimoquinto

Capítulo decimosexto

Capítulo decimoséptimo

Capítulo decimoctavo

Capítulo decimonoveno

Capítulo vigésimo

Presentación

La Biblioteca Mario Escobar Velásquez surgió gracias a la iniciativa de la Editorial EAFIT y de la Fundación Mario Escobar Velásquez en respuesta al viejo deseo de amigos y editoriales cercanos de publicar la obra completa de este autor. Luego se unieron al proyecto Hilo de Plata y Sílaba Editores. Fue así como en 2017 salieron a la luz los cuatro primeros libros de una colección que abarcará toda su obra: Gentes y hechos de la aviación en Colombia, inédito hasta entonces; Un hombre llamado Todero (Plaza y Janés, 1980, 1ª. ed.); Cuando pase el ánima sola (Plaza y Janés, 1979, 1ª. ed.) y Canto rodado (Planeta, 1991 1ª. ed.).

Esta alianza afortunada continúa con la publicación de la novela Tierra nueva, un trabajo de reescritura que Mario realizó sobre su obra Relatos de Urabá, inicialmente publicada por la Editorial EAFIT en el año 2005, y que da cuenta de las vivencias del autor durante su memoriosa permanencia en esa región.

El cambio obedece a una decisión tomada por Mario, quien acostumbraba empastar y rotular él mismo sus libros inéditos, con el fin de poder empezar un proyecto nuevo y dejar el anterior completamente listo. Fue así como sus herederos lo encontraron rotulado como Tierra nueva y sus distintas partes estructuradas como una novela. Aparte de esto, las variaciones son mínimas, porque, en cuanto al contenido, no hay ninguna y el orden es prácticamente el mismo, solo un capítulo aparece en un lugar distinto.

Posiblemente Mario entendió que este conjunto de cuentos (porque es cierto que cada uno de ellos tiene una estructura cerrada para merecer esta clasificación) estaba a su vez unificado y entramado para constituir una unidad mayor. Ello se puede afirmar a partir de varios elementos: la presencia de los chilapos –apelativo con el que se conoce a los campesinos mestizos provenientes del departamento de Córdoba–; un narrador en primera persona, oriundo de un ámbito urbano, en este caso Medellín, que en realidad es el protagonista de todo el libro, muy bien caracterizado; amén de la aparición de personajes muy sólidos, que una vez presentados en algún capítulo, reaparecen luego en otros, de tal manera que conforman una trama unificada; y, finalmente, un solo escenario en donde se desarrolla la historia. La suma de estos aspectos confirma lo acertado de la decisión de Mario Escobar y permite una lectura desde una perspectiva completamente distinta.

Reencontramos al escritor ya conocido en otros libros suyos como En las lindes del bosque e Historias de animales; aparecen de nuevo sus dotes de observador minucioso y su talento descriptivo, capaces de retratar de manera inolvidable a las gentes, a los animales y el paisaje del Urabá de mediados del siglo xx.

El lenguaje de Mario Escobar, con sus modos tan propios, se pega al lector como las caricias de Rufo, el gato del personaje, con sus lengüetazos y acercamientos, que también marcan. Un estilo que permite identificar sus textos sin necesidad de leer quién es el autor. Por eso, como en todos sus escritos, en esta novela se halla, además del interés que suscitan las historias que capítulo a capítulo conforman la trama del libro, el placer estético que produce la lectura de cada página, trabajada, pulimentada sin afanes, con los términos precisos y con momentos poéticos muy logrados.

A pesar de la distancia física que existe entre una propiedad y la otra, a los chilapos los une la común procedencia y un motivo central: la tierra. Todos ellos han dejado su hogar en busca de un lugar de promisión en donde todavía es posible tumbar monte y apostar cuanto se tiene con el fin de establecerse como amos de sí mismos.

Por su parte, el narrador es un ser de rasgos paradójicos y múltiples, pues aunque parece que todo lo sabe, lo ve y lo puede, al mismo tiempo se humaniza, se conmueve a fondo y reconoce en otros unas habilidades que admira y envidia. En otras ocasiones es un maestro: enseña, explica, indaga e itera; es entonces un personaje que emprende el ejercicio, no solo de contar, sino de comprender las razones íntimas de los personajes; de explicar y explicarse el mundo y cuanto lo rodea. Y se pregunta, sobre todo, cuanto parece obvio, pero que no escapa a quien como él, con ansia golosa, quiere escudriñar y beber de la vida. También se torna en mero aprendiz en tierra nueva y establece relaciones de cercanía con los otros personajes, con respeto y admiración. Lo mismo sucede con los animales, a quienes sigue y escudriña por horas para entenderlos, maravillarse y aprender de ellos.

El protagonista se vale de dos recursos para introducirse en la intimidad de los otros colonos: ser uno más con ellos, con relaciones de amistad y camaradería, por un lado, y por el otro, ser consejero, confidente, auxiliador y apoyo en situaciones críticas gracias a una superioridad inevitable, que los demás también reconocen en él, proveniente de su educación y su origen urbano. Esto le permite mostrar los hechos desde una doble perspectiva, cercana y distante a la vez. Cercana, por las relaciones que establece con los colonos y distante, por el contraste cultural existente; útiles ambas para caracterizar sólidamente a los personajes, apreciar la raigambre de los distintos seres humanos que allí viven, sus usos y costumbres, las maneras de percibir la vida, de valorar la libertad, la tierra y , en fin, dar cuenta de su universo. Con ellos interactúa la naturaleza como un actor más, vilipendiada en la mayoría de los casos, pero también con una fuerza que impone maneras y actitudes.

El tiempo de contar sucede a posteriori, con la mirada de quien vivió y dejó un lugar amado por razones muy propias y de peso. Es este libro un periplo de quien va, descubre, conoce y regresa, convencido de que lo suyo no va más con devastar y apropiarse. No juzga, no acusa, entiende y respeta. Pero se aparta.

Queda de todas maneras el sabor de lo inevitable, esto se lee entre líneas; de la actitud de un colono que llega impelido por la necesidad, por el hambre, por la injusticia de patrones que los expoliaron, y por ello decide salir en busca de sus propios modos de subsistencia. Resiste y se impone a la naturaleza en una lucha en donde solo importa conseguir con qué alimentarse para sobrevivir y aliviar carencias sin reparos, sin cuidar del medio ambiente, ni ningún otro razonamiento parecido. Imposible este tipo de reflexiones para quien carece de proteínas y todo cuanto camina y es comible se caza sin reatos de conciencia. Tampoco los árboles se respetan, porque de lo que se trata es de tumbar monte para ampliar la tierra, para poseer más de ese poco que se consiguió a fuerza de hacha y que se ambiciona. Todo esto se denuncia en la novela, pero no con ánimo acusatorio sino con una fatalidad que deja en el lector un sabor amargo ante lo inevitable y la visión de un mundo paradisíaco que se nos escapa de las manos…

Emma Lucía Ardila Jaramillo

Tierra nueva

Capítulo primero

En una de esas tardes tan calurosas y somnolientas de Urabá en las cuales no sopla ni una onza de viento, con dos muchachones que me servían de ayudantes en las labores de la finca, me encontraba desgranando maíz del de una cosecha ya lejana. Habían permanecido las mazorcas guardadas por sus capachos, y colgadas en ristras del techo y de las paredes del depósito, que era amplio.

Las hojas secas de las envolturas estaban tostadas como palimpsestos, y los granos duros como municiones. Las envolturas crujían sus sequedades cuando se las apretaba. Restos de los filamentos, o “barbas”, se deshacían como polvo y hacían estornudar. Guardado, el maíz había esperado la escasez en el mercado, y ahora que tenía buen precio lo había vendido.

Uno de los dos jayanes que me acompañaban en la faena había comentado hacía poco que las necesidades no saben hacer buenos negocios, y que por eso el maíz que él cosechó por el tiempo del mío había rendido muy poco más que el precio de las semillas que lo originaron, añadido de los jornales empleados. Que esa cosecha casi había sido pérdida. Que ellos hubieran querido haber hecho lo que yo hice, pero que Necesidad (la nombró con mayúscula, como a un ser) los había acosado a la venta.

Añadió:

—Por eso, por no tener tratos con Necesidad, es que los ricos no pierden sino el alma.

Lo dijo jocoseriamente, añadiendo:

—No me haga caso. Es que yo soy muy cansón.

Yo no le había hecho caso.

No es que yo fuera rico. Pero si se me comparaban los medios míos con los de las gentes de la región, en donde las necesidades hacían de las suyas, sí que lo era en verdad. Carencias no tenía yo, y ellos sí, a montón.

Afuera el calor chirriaba en las hojas de los árboles, y se me hacía que las enroscaba. Y en las hierbas, cuyas legiones de lanzas delgadas pardeaban. Y en los estacones, secos como la sed, apretujadas las fibras, y en los alambres recalentados de las cercas.

Habituada, la piel de los jayanes estaba seca. Pero la mía chorreaba. Yo tenía cercano un galón con agua apenas azucarada y con limón profuso, y bebía pensando que la sed es medio infierno que quiere crecer hasta infierno completo. Ellos habían rechazado el vaso lleno que les ofrecía, y uno se permitía fumar. Pero afuera. A mí el olor del tabaco quemándose me entra por las narices como ácido.

A pesar de que creía tener duras las manos, cuya piel era capaz de aguantar a un toro en el extremo de una soga, y que manejaban riendas de caballos ariscos y reacios, y canaletes en el río cercano, ya me ardían como si las hubiera tenido metidas en cal viva. Pero las de esos dos eran corindones con dedos. A pesar de que desgranaban a más del doble de la velocidad que yo podía usar, parecían no sentirlas. Yo creo que esas manos les dolían a los granos de maíz, y a los palos endurecidos que hacían de cabo de los azadones, y a los mangos de las hachas y a las sogas y a los canaletes y a la empuñadura de las rulas.

Salí a meter a las mías en agua, para apagarles los ardores. A la sombra, en un balde, con forma de vasija, calcándola, estaba más ligeramente fría que el ambiente. Pensé entonces que el agua era más proteica que Proteo: no solamente era el líquido usual, sino también pedrusco helado, vapor, niebla, nieve, nube. Pero que además se adaptaba perfectamente a cualquier vasija o cauce. Yo vivía pensando cosas como esa.

Miré el río, muy lleno de sí mismo. Ya llevaba en sí las lluvias de más adelante. El río era aguas caminantes que buscaban a la madre, que es la mar. Fulgían, como el vidrio, y los destellos llegaban como dardos y me herían las retinas. Deseé algún viento que llegara desentumeciendo a las hojas de los árboles y a las lanzas del pasto, y pensé en dónde era que se acostaba ese gandul, sesteando.

Entrenados, los ojos percibieron por el rabillo un movimiento lontano, y cuando volteé para verificar pude ver que por el terraplén del caño, todavía como a quinientos metros, venían unos a trancos apresurados. Dos llevaban sobre los hombros una recia vara larga de la cual pendía una hamaca, y a los lados iban otros varios. Pude ver que, como a cada doscientos metros, uno de los varios se iba hacia el carguero del frente, y otro hacia el de atrás, y que con mucha habilidad y sin suspender los trancos recibían la vara en los hombros, acunándola. Y empecé a oír la especie de arrullo apagado que, para dar un compás acelerado a la marcha, emitía cada una de las gargantas que venían. Un poco como la tos seca de un tambor bien acompasado.

Los dos que desgranaban la dureza de los granos habían oído también el pujido como de tambor, y habían salido con el sombrero sobre las testas anchas, de pelos lisos como agua llovida. Sabían de qué se trataba, y se unirían a la comitiva. Se unirían, como todo el que oyera el “uh, uh”. Cada uno sabría que era una emergencia y que mientras más hombros hubiera para sostener la vara y más piernas firmes para llevarla, más ligero se llegaría al pueblo con quien necesitara de cuidados.

Uno de los dos jayanes, el sobrenombrado Pelos, largo-alto junco caminante, flexible, me dijo:

—Es Merlinda. Está desde hace dos días puje que puje bregando a parir. La comadrona dijo que si para hoy al mediodía no se había aliviado, la sacaran. Ahí viene.

Pensé en el espacio tirado en los caminos que nos separaban de Chigorodó: unos catorce kilómetros. Siete de ellos por entre la selva, y atravesando unos pocos claros que el hacha de los colonos había abierto. Y aunque el tizón del verano había empezado ya a arder, habíamos tenido lluvias hasta la semana anterior y el lodo de la selva estaba en el peor de sus humores, que es uno pegajoso, chupador de pies y de botas, el malhumor que adopta cuando empieza a endurecer. Cuando la bota se hundía a cada paso, costaba despegarla. Cuando salía dejaba escapar un sonido obsceno, algo así como un beso de cíclope, estruendoso. Eso hacía difíciles los pasos, que a veces resbalaban. Entonces a uno le parecía que la tierra le asía el empeine y que tiraba para darle un estrellón.

Eran las dos de la tarde. Le dije, sabedor de esos miles de metros:

—Llegarán como a las seis.

—¡Qué va! A las cuatro estaremos en el hospital. Adelántenos unos pesos para gaseosas. Allá sí que tendremos sed al llegar.

Se los di, mientras que le añadía:

—A las cuatro, ni a caballo.

—Nosotros iremos más rápidos que un caballo.

Tal vez fuera cierto. Ya llegaban los de la hamaca, muy rápidos. Pelos me dijo como despedida:

—A Chigorodó llegaremos como treinta. De aquí para adelante se nos juntará mucha gente.

Pero irían unos diez, que no habían parado. Le grité:

—Tráigame la prensa.

En Chigorodó, en la agencia, me la juntaban. Como estaba en la finca, a veces hasta un mes entero, la prensa me desatrasaba de calamidades de la nación y del mundo.

Me hizo una seña con la cabeza, asintiendo. Con el otro, recibió la vara sobre los hombros, rápida y eficazmente, él y el otro marcando el mismo tranco apresurado que les tamborileaban los “uh,uh”. La hamaca casi no bamboleaba. En el fondo de ella se marcaba una mancha húmeda, roja, de mal agüero. La parturienta iba enteramente cubierta de una colcha feamente rosada. Pensé que iría como en un horno portátil, asándose al vapor.

Vi que lejos, a la vera del pastizal que ya lindaba con la selva, esperaba Mañe, como le decían a Manuel, mi mayordomo. Lo vi que se unía, que me hacía una seña con la mano indicándome la obligatoriedad de ir. Los vi que empequeñecían paulatinos, y que vueltos pulgarcitos, fueron entrando al monte. Por un rato seguí oyendo, amortiguado, al tambor ronco del “uh, uh”. Y entonces supe que sí llegarían a las cuatro de la tarde, y me pareció de maravilla la solidaridad de esos mocetones, y la eficacia del medio empleado en la emergencia. Supe que el tambor de dos sílabas marcaba el paso, pero que también llamaba. Todo joven que lo oía se apresuraba a salirle al encuentro. Me entré pensando que Necesidad tiene inventos muy eficaces. Ese sería nuevo solamente para mí. Su maquinaria estaba funcionando muy sincrónica, bien aceitada. Debería tener años de uso. Subí a mi estudio, admirado.

Al rato la perra, que siempre estaba a mi lado, pero que dejaba afuera las orejas, patrullando, recogió con ellas algún rumor porque gruñó quedamente, a tiempo que giraba, apuntando con el hocico la dirección de venida de lo que fuera que llegaba.

Salí al balcón, a otear. No es que hubiera nada qué temer, pero siempre fui desconfiado. Desconfiado, y curioso. Vi, a unos cien metros, que llegaba el paso tartajoso de El Judío. Traía ropa y botas de las que usaba para ir al pueblo, medio decentes. Por allí solía ir con ropas llenas de chirlos y remiendos. Tenía El Judío, a toda hora, una mirada torva que me gustaba menos que un vómito, huidiza, de traidor, más torcida que su pata. El apodo que le tenían era peyorativo, porque indicaba que él tenía todas las malas virtudes de un mercachifle: avidez del dinero ajeno, malas mañas para lograrlo, cuando lo lograba, lo cual no era escaso, y un humor ácido como estómago de ulceroso. También le decían “Mercader”, con el nombre que tenían igual para un bejuco espinoso del cual era dificilísimo desprenderse, y doloroso, si lograba hincar una de sus uñas corvas, y luego las demás. De él decían que se las pasaba meditando en alguno, pesándolo, conociéndolo para poder engañarlo, y que acababa lográndolo.

Me estuve viéndolo venir. Con él, y nunca más con ninguno otro, yo sentía el impulso de dispararle con el .38 a la jeta, como lo hacía con cada una de las culebras mapanás con que me topaba en los potreros enmalezados, o en el monte. Me regodeaba pensándolo aparando reculadamente la bala, y enviándole otra. El mismo impulso que sentía hacia la miserable criatura arrastrada, capaz de causar tantísimos males, algunos peores que la muerte misma.

El Judío-Mercader era el suegro de Merlinda, la parturienta atorada que iba ya camino del hospital, colgando como un nido de oropéndola.

Escupí, como escupiéndolo. Eso de la escupa se lo aprendí a él mismo, que tampoco se gustaba. Alguna vez en que me había camuflado entre los matorrales de una laguna esperando poder fotografiar una babilla muy recelosa, lo vi de pronto parado al otro lado, mirándose en el espejo azul, caído. Yo mismo veía la imagen suya, invertida. De pronto la imagen de arriba escupió a la de abajo. La saliva espesa, abundante, abrió en el agua mansa la magia de los círculos concéntricos que desdibujaban la figura húmeda, de pata estevada también. A poco el agua se recompuso. Él, antes de irse, hundió cuanto pudo la punta de la bota en la tierra fácil, y aventó terrones. Ahora los círculos fueron más numerosos, y dispersos se interferían bellamente. Antes de que la imagen se recompusiera, él se alejó, dejando caer insultantes las palabras “viejo pendejo”.

No creo que haya tenido otro motivo para haber desviado su camino, que el de verse. Y no se gustó.

Ese era el que venía. Cuando estuvo a mi altura, saludó:

—Buenas tardes, patrón. Ahí está usted, todo parido.

Lo dijo porque en el hombro se me apretujaba la bola peluda de un mono tití, todavía mamón, que había rescatado de las manos de alguno que osó dispararle a la madre. Era un bebé, no medía mucho más de doce centímetros, y requería de los mismos cuidados. Con un gotero me había improvisado, poniéndole un trapito en la punta, el remedo de una teta de tití. Y él chupaba.

La frase del Mercader había sido brusca como una pedrada, y peyorativa. Me estaba diciendo “hembra”, y “mamá”. Yo sabía también decir de esas cosas, si es que era necesario, y le repliqué:

—Es que yo no soy de esa clase de hijueputas que dejan morir a los animales, como algunos de por acá.

Él entendió que el hijueputazo era para él, porque yo lo había reconvenido hacía poco por el perro suyo, cuyas costillas parecían las rejas de una celda de seguridad.

La respuesta fue mascullada. Él añadió, calmo:

—¿Se le ofrece algo para el pueblo?

La pregunta era de la cortesía casi obligada en la región, en donde se carecía de tantas cosas. A más, era una agachada suya. Como esos perros que solo muerden a traición, El Mercachifle se aminoraba si se le enfrentaba. Pero cuando podía, daba dos o tres tarascadas, en ristra. En una vez cuando esperaba que yo acabara de prepararme el almuerzo para contratar con él la siembra de un maíz, me había dicho cuando vio que echaba al agua para la sopa una cucharada de aliños en polvo, y unos caldos de gallina en cubos:

—Lo que usted cocina es a base de químicas.

Lo había dicho como asqueado.

Ahora era un martes, y eran más de las dos de la tarde. La gente de por allí, sin excepción, salía en sábados o domingos, y temprano.

—No, gracias. Ya encargué el que me trajeran la prensa, con Pelos.

Y le pregunté, con descaro:

—¿A qué sale usted?

Con descaro, según mis modos. Allá no era descarada la pregunta. Querer saber ese tipo de cosas de los demás era tolerado, y las preguntas se hacían. Él contestó:

—Me quedé muy preocupado por lo de Merlinda, y no me aguanté. Así es que voy a ver en qué puedo ayudar.

El pasmo se me atoró en la garganta, como un feto, y no me dejó parir más preguntas. ¿Cómo era eso de que El Judío se preocupara por alguien, y quisiera ayudar? ¿Que tomara el largo camino trabajoso por hacerlas de samaritano? Me parecía totalmente imposible. Él solamente atendía a sus propios intereses, torcidos los más como su pata. Si me lo hubieran dicho, si no lo hubiera oído yo con mis propias orejotas, no lo creería jamás.

Lo vi irse, gagueando el paso con su pata torcida. Una imagen del Mal, él, sin gracia, achaparrada, y me tomó una desazón atroz con sabores putrefactos, que nacía del no entender. No pude, y no.

Casi a las cuatro la perra oyó primero, como siempre, las charlas y las cancioncillas tarareadas, como viniendo del pueblo, y las indicó girando el hocico en esa dirección. Asomé al balcón y los vi saliendo del monte, despacieando ahora, dos con la hamaca, reída la boca, y creciendo su estatura con lentitud en su venida. Pararon a mi frente con mucha algazara, y yo descendí. Cada uno quería contar que, ya casi en la carretera, Merlinda gritó que “ya está, ya está”, y que se destapó de la colcha que la horneaba, y que entre las largas piernas lindas tenía el revoltijo de muchachito y placenta, y que como el primero se negara a respirar lo metieron con placenta y todo en las negras aguas frías de un caño que estaba a la mano, y que ahí sí respiró y gritó, tirando gotas que se le entraron con el aire, estornudadas. Y que todos se rieron, la madre incluso, de ese estornudo de mosquito.

Se enfrentaron entonces al problema de amarrar el ombligo, para desunirlo de la placenta. Alguno lo resolvió desanudándose la cabuya con la cual se ayudaba a sostener los pantalones, y sacó uno de los cordones que la formaban, y lo trenzó bien, finito, y lo utilizaron. Y como ninguno había llevado machete ni navaja, El Pichón aprestó los dientes estupendos y poniendo entre ellos el cordón umbilical lo cortó a la altura deseada. Todo un poco primitivo, pero la eficiencia no dejaba de ir con el grupo. Cuando pude ver el amarre que le habían hecho al cordón me reí un poco, lastimosamente, porque el nudo abultaba demasiado. Me dijeron que no importaba, porque no tardaría más de ocho días en caerse.

El bebé parecía sanote. No lo habían bañado en forma, y parecía engrasado, con tal cual lampo de sangre por el pelo o el cuello. Uno podía creer que en la cabeza tenía pelo como para dos, flechudo. Miraba a todo, descubriéndolo, y se negaba a chupar de la teta henchida, de areola y pezón morados, que Merlinda se empeñaba en que sujetara con los labios. Ella traía en la piel marchita, y en los mechones de la cabeza, pegotudos de sudor, escritas las horas difíciles que tuvo durante tres días. Costaba creer, así mirada, así escrita de sufrimientos y rayada de gritos, que fuera la misma moza garrida que en muchas veces vio uno pasar, deslizada, algo ambiguo en ella, pero bello, de entre jaguar y serpiente, el paso deslizado suavecito entre una indecisión del paso y el vuelo. Algo así también con sus maneras: a ratos uno creía ver en ella cosas en putrefacción, hediondas, que no lograba precisar. Se quedaba indeciso entre pensarla buena o mala.

Añadieron que a la placenta, grasosa y estorbosa, no tuvieron con qué enterrarla. Y como tampoco querían cargarla de vuelta, algo así como un asco respetuoso se los impedía, la tiraron, sin más, en un rastrojo. Pelos, que se había retardado, me contó después que había visto a un perro muy entretenido masticándola. A un perro voraz, que miraba receloso en toda dirección, con miedos de que algún otro garoso saliera a disputarle la presea impensada. Alguna especie de extrañeza debió vérseme, porque añadió:

—La barriga de un perro también entierra. Tal vez un poquito más demoradamente. Usted siempre está pensando en cómo no se puede hacer las cosas. Pero hay muchas maneras, a más de las suyas. Y, total, los perros de por acá nunca comen bastante.

A la mancha húmeda y roja de la hamaca la había reemplazado otra mayor, más bermeja. La parida me dijo:

—Deme una gaseosa. Usted siempre mantiene. Vengo seca como yesca.

Le traje una botella y un vaso, pero ella chupó directo de la botella, con una avidez suprema. Le pregunté:

—¿Quiere más?

Dijo que sí, que gracias, y acabó apurando tres botellas. Una sed así me gusta para calmarla. Ella comentó:

—Me era como la sed del diablo.

Alguno, que al parecer no la miraba bien, enderezó:

—¡De diabla!

Todos rieron con risas grandotas, desparramadas. Pero ella no. Ella frunció los ojos que tenían trazos rojizos del llanto pasado, y torció un poco la boca. Miró al guasón como apuñalándolo. El comentario no le gustó. Solamente en muy después entendí el porqué de la corrección. Después contó que su marido, El Pichón, demoraría en llegar. Que fue a Chigorodó por algunas cosas. Que no me extrañara de que no estuviera.

Los demás, que también tenían seca la garganta, se habían acercado a la caneca que recogía el agua de la lluvia, y repusieron el líquido que los sudores habían evaporado. Buches grandes que al bajar abultaban la garganta como un puño bajando.

Iban a seguir, cuando recordé algo, y los detuve. Subí por el costal, lleno hasta el tope de retales, y apretujado al máximo, que me había traído de Medellín. Porque había oído y visto a la mujercita del mayordomo que a la modista que le tomaba las medidas para confeccionarle un traje le decía de guardarle “hasta el último retal”. La otra dijo:

—Sí, ya sé. Son para Merlinda, o para Fela.

Yo soy muy curioso. Siempre he querido saber los “para qué”, y los “cómos” y los “por qué”. Anduve pensando de qué pudiera servirle “hasta el último retalito” de un traje de tela barata a una de las dos citadas, y no pude dar con la razón. Así es que cuando la que iría a estrenar subió a barrer le pregunté. Contestó, sonreída:

—¿No ha podido saber, verdad? Con lo que a usted le gusta saberlo todo. Me lo imagino pensándolo. Pero no logrará acertar, así es que le diré que Fela y Merlinda van a parir. Y entonces todas las mujeres de la región guardamos los retales. Cuando las visitemos de cortesía, después del parto, se los llevaremos. Ellas los usarán como pañales. Así se evitan el comprar pañales y estarlos lavando, que es lo peor. ¿Cómo le parece?

—¡Es lindísimo!

Añadió:

—Pero ahora la cosa está tan mala, con la escasez de trabajo para los hombres, que casi ninguna mujer puede estrenar. Así es que los retales serán pocos.

Había olvidado el asunto. Pero lo recordé cuando, en la ciudad, acompañé a mi señora a la modistería. Allá, con las costuras, trabajaban cuatro, y vi que tiraban los pedazos sobrantes de las telas a la basura. Rogué que me los recogieran, si les llevaba un costal.

—Por supuesto —dijo la modista—. Pero ¿para qué le sirven? Le conté de las barrigas de Merlinda y de Fela, y del empleo de los retales, y se admiró. Le pareció bellísimo el asunto, como a mí. Me dijo:

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