Kitabı oku: «Estallido social y una nueva Constitución para Chile»
Serie 18 de octubre, a cargo de Silvia Aguilera
© LOM ediciones Primera edición, marzo de 2020 Primera reimpresión, 2020 ISBN: 978-956-00-1245-6 eISBN: 9789560012814 RPI: 2020-a-304 Fotografías: Paulo Slachevsky https://www.flickr.com/photos/pauloslachevsky Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56–2) 2860 68 00 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile
Introducción
¡Despertó, despertó, Chile despertó! fue la consigna que comenzaron a corear miles de manifestantes por las calles, avenidas y también por «las grandes alamedas»1 de Chile, luego del estallido social del 18 de octubre de 2019. Nadie podía imaginar que algo así ocurriría en un Chile aparentemente tranquilo, estable y económicamente exitoso, según la prensa mundial. En los meses de noviembre y diciembre se celebrarían las reuniones de la APEC y de la COP 25 (Foro de Cooperación Económica de Asia Pacífico y la Cumbre Mundial por el Cambio Climático, respectivamente). Ambos eventos mundiales debieron ser cancelados.
Pues bien, este, nuestro país –que pocas semanas antes el presidente había definido como un verdadero «oasis» en el convulsionado mundo globalizado–, literalmente estalló, desafiando todas nuestras maneras tradicionales de entender la política, e incluso sorprendiéndonos acerca de nuestras propias capacidades para movilizarnos, poner en jaque al gobierno, y en pocas semanas instalar la demanda por una nueva Constitución Política del Estado.
Pero el impacto no solo fue nacional, sino que también en el mundo, al punto de que un diario inglés –The Guardian– llegó a sostener que si Chile había sido pionero en la instalación del modelo neoliberal, también podría ser el lugar de su fin, de su ocaso. Tal vez demasiado optimista la afirmación, pero que Chile cambió, que ya no es el mismo que hace solo algunas semanas, es una percepción ampliamente compartida por muchos chilenos.
El estallido social chileno, como las revoluciones o las revueltas populares acontecen, no se planifican como hacen hoy los tecnócratas en tantos ámbitos de la vida social, y especialmente económica. Por supuesto que después que ocurren se pueden entender mejor los síntomas que las precedían (o sus causas en el sentido común) e incluso algunas de las formas que adoptan (por ejemplo, las performances o acciones de arte) o los actores más significativos (por ejemplo, los jóvenes, las mujeres y el feminismo).
Este libro surgió como una serie de artículos escritos al calor de las movilizaciones y con el ánimo de dejar registro de los acontecimientos, pero también de comprender el significado de tan importante proceso, que está cambiando el curso de la historia de Chile. Como indicaron espontáneamente los propios manifestantes, a propósito del alza de 30 pesos del boleto de Metro, que gatilló el estallido: «No son los 30 pesos, son 30 años». Es decir, lo que se puso en cuestión son los 30 años desde que se inició la transición a la democracia bajo la dirección de los partidos políticos y la ahora denominada «clase política» como una casta de privilegiados, separados de la vida común de los chilenos. Otros han dicho más: se está cerrando un ciclo de 47 años de exclusiones, de elitismo y de represión que se inició con la dictadura y que la democracia neoliberal de los noventa simplemente prolongó en el tiempo.
Como sea, Chile cambió, y luego de dos meses de movilizaciones, los ciudadanos se reúnen en plazas y locales comunitarios en asambleas y cabildos para debatir sobre la actual crisis política y los contenidos que debiera considerar una nueva Constitución Política del Estado, así como las medidas sociales más urgentes que reestablezcan un mínimo de justicia social. En los días que corren, estamos en medio de un inédito proceso constituyente, de reflexiones, debates y deliberaciones acerca de los «mínimos éticos» de una nueva moral ciudadana, de un nuevo modo de concebirnos como ciudadanos.
Nada de esto estaba prescrito, sino que ha sido el producto de la propia movilización, del salir juntos a la calle, del compartir, de la escucha recíproca y del pensar juntos de las personas que participan en diversos tipos de encuentros y asambleas. Por supuesto que en cada etapa los desafíos se multiplicaron o adquirieron nuevas dimensiones. En la etapa actual, luego que se produjo el Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución en el Parlamento, que tanto por su forma como en sus contenidos generó rechazos y desconfianzas en la ciudadanía, la cual nunca fue consultada, el desafío mayor consiste en generar coordinaciones entre las Asambleas de Base y las futuras (algunas ya en camino) Asambleas Comunales y Provinciales, de tal modo de ir generando nuevas formas de «representación ciudadana».
Este paso de autoafirmación ciudadana y social es fundamental, ya que es el único camino que puede hacer posible que transitemos hacia una Asamblea Constituyente genuinamente democrática y legítima en su origen. Que no sea simplemente un nuevo pacto o «arreglo político» de los políticos profesionales, escindidos del sentir ciudadano y gran parte de ellos al servicio de los intereses hegemónicos del actual bloque en el poder.
Cuando este libro entre en circulación, seguramente nuevos sucesos estarán redefiniendo las formas de un conflicto que, hasta ahora, no tiene una clara resolución. Probablemente, la represión tomará nuevas formas, y tanto el gobierno como los políticos profesionales y los medios de comunicación seguirán buscando imprimir su propio sello al proceso constituyente. Sin embargo, ninguna salida «sin el pueblo» y sin mayorías ciudadanas será legítima ni perdurable.
Habida cuenta de estas razones, el presente libro no es neutral: está escrito desde la perspectiva ciudadana y de los movimientos sociales. En este sentido, pone el acento en el protagonismo y los aprendizajes de un pueblo en movimiento, en un medio académico e intelectual en que muchas veces el acento está puesto en el poder económico y político. No desconocemos esta perspectiva de análisis que, por supuesto, es relevante, pero buscamos evitar quedar atrapados en las dinámicas del poder establecido, teniendo en cuenta, además, que las mayores iniciativas democráticas y las mayores posibilidades del cambio provienen de los movimientos sociales y de los ciudadanos movilizados.
1 Expresión usada por Salvador Allende en su último discurso en La Moneda, el día del golpe militar del 11 de septiembre de 1973.: «Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor».
CAPÍTULO I Octubre de 2019 2
Los sucesos
Durante la semana del 14 al 18 de octubre, los estudiantes secundarios llamaron a evadir el pago de los boletos del Metro de Santiago, como una forma de protestar frente a una reciente alza de las tarifas de este importante medio de transporte. «Evadir, no pagar, otra forma de luchar», fue la consigna que cientos de estudiantes coreaban a la entrada de las estaciones de Metro desde el lunes 14 en adelante. El conflicto comenzó a escalar, contando con el apoyo tácito de gran parte de la población, cuando la tarifa del Metro alcanzaba, en horas punta, los 830 pesos chilenos.
Junto a las consignas, los estudiantes ingresaban a las estaciones del Metro y saltaban los torniquetes evadiendo el pago del boleto. El día jueves 17, mientras las estaciones eran custodiadas por carabineros de Fuerzas Especiales, el conflicto se radicalizó con ataques a las instalaciones de algunas estaciones, especialmente los torniquetes.
Pero no fue sino hasta el viernes 18 que el conflicto se expandió y amplificó con manifestaciones en estaciones de alta concurrencia de usuarios,lo que alteró el funcionamiento regular del Metro, que transporta diariamente a aproximadamente 2,8 millones de santiaguinos. Se empezaron a cerrar estaciones y se incrementó la represión en distintos lugares, alterando todo el sistema de transporte en una ciudad de 7 millones de habitantes. Cuando anochecía, la policía se vio aparentemente superada y el gobierno amenazaba a los manifestantes con aplicarles la Ley de Seguridad Interior del Estado y no ofrecía ninguna salida al alza de tarifas. O sea, solo se criminalizaba la protesta, acusando a los manifestantes de «vándalos y criminales». A las 20:30 horas comenzaron a sonar las cacerolas en distintos barrios de Santiago y muchos manifestantes se congregaron a la entrada de varias estaciones del Metro, y con mayor presencia de jóvenes de los barrios populares –de nuestras poblaciones– vino el estallido de la rabia acumulada por unas mayorías que viven cotidianamente la precariedad social y la desigualdad estructural que el neoliberalismo configuró, materializó y naturalizó en la sociedad chilena, desde la dictadura de Pinochet hasta la fecha. Se iniciaron entonces ataques e incendios de algunas estaciones del Metro, más el saqueo de locales comerciales y supermercados. A estas alturas el Metro había suspendido todas sus operaciones en la ciudad y el gobierno se reunió de urgencia en La Moneda, para decretar, pasada la medianoche, el «estado de emergencia», que entregó la mantención del orden público a los militares.
La estrategia del gobierno fue desatinada y tardía en todas sus etapas. El día viernes, cuando el conflicto escalaba, solo ofreció represión, que estimuló aún más la movilización, la cual tomó formas inéditas: el ataque a las estaciones del Metro, que en pocas horas destruyó y provocó incendios de distinta magnitud –los daños suman varios millones de pesos– que dejaron al Metro prácticamente fuera de servicio (aún se evalúan los daños y no se sabe cuánto tiempo tomará la restitución del servicio).
El sábado 19, con estado de emergencia en ejercicio, las manifestaciones tomaron un doble giro: a) junto a la expresión pública del malestar mediante caceroleos y manifestaciones en plazas y grandes avenidas, se multiplicaron los saqueos a supermercados y farmacias; y b) la protesta se extendió a las provincias y se hizo nacional, de norte a sur del país, al menos desde Iquique hasta Punta Arenas, con mayor intensidad en Valparaíso y Concepción, las dos mayores ciudades después de Santiago.
En esta fase de la movilización, aun en desarrollo, el estado de emergencia fue desafiado y desobedecido por la población, al punto de que la noche del sábado se impuso el «toque de queda» en Santiago, Valparaíso y Concepción. Tampoco el toque de queda alcanzó los efectos esperados y las manifestaciones públicas y saqueos continuaron.
Chile vivía entonces, el mayor «estallido social» desde que se recuperó la democracia, es decir en los últimos 30 años, un estallido que nadie podía imaginar o prever, aunque muchos admiten hoy que los síntomas existían y existen desde hace ya bastante tiempo. Como colofón de lo que hemos narrado, el presidente Piñera, en la sucesión de errores y fantasías de su gobierno, declaró, el domingo 20 de octubre al anochecer, que «estábamos en guerra».
Este estallido social, difícil de predecir en su magnitud, nos sorprende en un contexto francamente crítico desde el punto de vista social y político. Simplificando y de manera un poco esquemática: por una parte, desde el gobierno y el Estado, las instituciones viven su peor momento de credibilidad y legitimidad, producto no solo de la corrupción –de la que ya no se salvan ni las Iglesias– sino que además de su abismante distancia e indiferencia para con la sociedad y particularmente con el pueblo. Por otra parte, desde el punto de vista de las clases populares y sus luchas, esta movilización que conduce a un «estallido» se hace sin un convocante central, sin orgánicas conocidas (ni partidos, ni la CUT, ni coordinaciones territoriales), por lo que adquiere un «cierto» carácter espontáneo que hay que matizar, en el sentido de que los estudiantes secundarios y diversos movimientos sociales generaron sus propios procesos de organización y de expresión pública que preceden a este estallido: el movimiento mapuche, desde fines de los noventa; el movimiento estudiantil, secundario y universitario (mochilazo, en 2002; revolución pingüina en 2006; movimiento por la educación pública en 2011); el movimiento «No + AFP»3 desde 2016; el «mayo feminista» de 2018; los diversos movimientos socioambientalistas y de lucha por el «agua y los territorios»; las luchas y huelga de los profesores en 2018, etc. Todas estas luchas tienen un alto valor, pero carecen hasta ahora de instancias de coordinación y unificación suficientes.
No resulta fácil proponer una perspectiva analítica sistemática de lo que hemos vivido y estamos viviendo en estos días. En primer lugar, porque los sucesos aún están en desarrollo; en segundo lugar, porque la situación desafía nuestras categorías analíticas tradicionales y, en tercer lugar, por las cargas subjetivas que representa para muchos de nosotros –los que vivimos la dictadura– volver a ver a los militares en las calles. Pero aun así es necesario intentarlo.
1. Las razones del malestar
Existe cierto consenso en los medios, entre los políticos e intelectuales, y en el sentido común, que el problema es más que el alza de los boletos del Metro, lo que gatilló las movilizaciones. Esta fue «la gota que rebasó el vaso»; o, siguiendo una cierta tradición, los chilenos reaccionamos «cuando el agua nos llega el cuello».
El consenso se mueve en dos direcciones: a) La desigualdad estructural de la sociedad chilena, que se ha vuelto insoportable; b) La acumulación de abusos y alzas en los servicios públicos de luz y transporte, de salud (sobre todo, los altos precios de los medicamentos), de acceso a la vivienda, e incluso los altos costos de productos de primera necesidad. Se podrían sumar otras razones, como la precarización de los derechos sociales y el creciente endeudamiento de la población, especialmente la más pobre, con las tarjetas de crédito, que van desde la compra de comida hasta la ropa, el auto y los artículos electrónicos. Finalmente, aunque la lista de agravios puede continuar, hay también una razón política: de acuerdo con el actual orden institucional, nada se puede cambiar, por más que los ciudadanos se movilicen y por miles, si no cuentan con la anuencia de la derecha o del gobierno de turno; por ejemplo, las pensiones de hambre y el sistema de AFP, los bajos salarios, el sistema de educación pública –que solo se pudo cambiar parcialmente– el sistema de salud pública, el acceso a la vivienda, etc.
En suma, las «largas sombras de la dictadura»4 implicaron que la política fuera monopolio de los poderes de facto, especialmente del gran empresariado y de los partidos políticos; que la promesa de la transición, de que «la alegría ya viene», solo alcanzó para algunos y excluyó a las grandes mayorías, que solo fueron vistas como «objeto» de políticas públicas –administradas por variados tecnócratas– y nunca como derecho a la participación y a la iniciativa del propio pueblo. En la larga transición se democratizó relativamente el acceso al poder del Estado, pero no la sociedad y su derecho a la participación. La Constitución de 1980, hecha aprobar por la dictadura, garantizaba eficazmente este derrotero.
Para decirlo de manera breve y concisa: la política es un asunto de los políticos y la población debe confiar en ellos –en su sensibilidad, su noción de «servicio público» y otros eufemismos– para que la sociedad progrese. Por lo demás, la economía, creciendo, es capaz por sí sola, de ofrecerles más trabajo, más recursos y, sobre todo, más consumo. En realidad, como lo indicó en alguna oportunidad un político e intelectual antaño de izquierda (de los que hay muchos), el mercado produce nuevas formas de participación y ciudadanía5. Mientras más consumidores tengamos, más efectiva es la democracia. Hágase «emprendedor», de usted depende y si duda, admita que «¡querer es poder!», como proclama la publicidad de un banco.
Podríamos seguir abundando en esta línea, pero nos parece que la mayoría del país lo sabe: vivimos en un país dual, un país para pobres, con un segmento que camina hacia la clase media, y un país para ricos, con su propio segmento de clases medias prósperas. Esta dualidad tiene expresiones visibles y manifiestas: salud para ricos y salud para pobres; educación para ricos y educación para pobres; barrios y viviendas para ricos y barrios y viviendas para pobres… La reproducción «moderna» del viejo e histórico clasismo chileno, que en esta coyuntura estalla, como muchas otras veces en la historia de Chile, en la cara de los poderosos.
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