Kitabı oku: «Lo que aprendí del Mar», sayfa 2
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A ti también te ha pasado, estoy seguro de ello. Te has enamorado a pecho descubierto derrocando los cimientos sociópatas de tu corazón. Has entregado hasta las tripas como si vivieras en un permanente control de seguridad de aeropuerto. Has querido tanto que nunca imaginaste que un día te harías la pregunta que tanto miedo nos da responder: ¿Qué hay después del amor? Sé que no soy especial, que tú también has sufrido como un pingüino en el deshielo. Y ahora que todo está convirtiéndose en agua, te inquieta saber si podrás flotar en la nada.
Me gusta la gente que está loca, que baila sin música y que ríe muy fuerte. Gente con la que es imposible aburrirse. Y cuando esa gente se marcha, sabes que el vacío que dejan es cubierto por la nostalgia. Lo sé, tú también lo has vivido. Por eso, cuando voy caminando por la calle, sé distinguir quiénes, como yo, también se han convertido en pingüino. Son quienes te sonríen pese a que por dentro las lágrimas están destrozando sus glaciares. Ellos son ahora mi casa. No sé qué hay después del amor, pero estoy nadando para averiguarlo, porque a los pingüinos nos han robado las alas. A ti también te ha pasado, tú también lo podrías haber escrito, sientes que es desconcertante este calentamiento global que te ha convertido en pingüino.
Ojalá no fueras como yo. Ojalá nunca hubieras visto la profundidad a causa del deshielo. No tengo nada más que decirte, porque a ti este calor también te está matando de frío.
Estoy preocupado por el cambio climático. Mi corazón no deja de hacer charcos.
Hoy soy un pingüino llorando de pena en el océano Antártico.
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«Fracasé una vez, fracasé diez mil.
Y aun así alzo mi copa hacia el cielo».
NACHO VEGAS
Antes odiaba a las gaviotas, ahora me hacen compañía. Las veo posarse en la arena y se miran las unas a las otras. No sé si queda bien que me abra otra cerveza, pero así siento que la pena se evapora con el aire de la noche. El amor es una planta y se me ha marchitado el tallo, las hojas ya no florecen con la vitalidad de antes. A mí se me ha formado un nudo en el estómago y llevo dentro una bailarina que lucha por deshacerlo.
Suena Wonderful Tonight de Eric Clapton y recuerdo cuando borrachos bailábamos en la cocina y preparábamos macarrones a las tantas. La felicidad era eso. Nuestra planta crecía como los juncos de la Albufera y nos considerábamos grandes jardineros del amor. Ahora tengo a las gaviotas, no es lo mismo, pero en ellas encuentro la paz. Las veo y pienso que nosotros también volábamos como ellas, que no nos importaba girar en círculos y que, incluso en contradirección, hacíamos lo imposible por avanzar. Y lo conseguíamos.
Ahora entiendo que odiaba a las gaviotas porque me recordaban mucho a la Chica de los tirabuzones. No sé si es bueno o malo, pero me voy acostumbrando a verlas y no tenerlas. Es la sensación más desconcertante a la que me enfrentaré nunca: tan cerca y tan lejos a la vez. Escribiría un rato alguna tontería, porque, pese a ser malo escribiendo, soy bueno sufriendo. Tengo medalla de oro en echar de menos. Ella me aupó a lo más alto del pódium y se arrimó a mi cuello. Las gaviotas felices graznan, los humanos nostálgicos abrimos otra cerveza.
8
Hoy he tenido un orgasmo, uno de esos muy intensos. No sabría muy bien cómo explicarlo. Me he puesto a recordar una tarde tonta en que el sol de mayo nos hastiaba la soledad y decidimos juntarnos en mi casa, los dos solos, tras una larga jornada laboral y en busca de los besos que últimamente no nos habíamos dado.
Han sido tan penetrantes las imágenes en mi cabeza que he tenido un orgasmo sentimental. Por mis ojos se ha disparado el vértigo de unos días que ya no existen ni existirán jamás, pero que fueron tan hermosos que incluso el suicida más experimentado tendría miedo a las alturas. La memoria me juega estas malas pasadas, a veces.
Dicen que cuando sueñas algo que duele es porque estás empezando a superarlo. Yo quiero seguir teniendo estos orgasmos de eyaculación lacrimal y sentirme vivo y contento por las experiencias que voy sumando. No quiero superar el amor porque no conozco sensación más grande. Solo quiero sentarme en silencio, cerrar los ojos y sonreír.
¿Por qué lo que duele siempre es lo más bonito?
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«Y que San Juan no nos queme en su hoguera
cuando descubra quién la saltó».
VETUSTA MORLA
Nuestra primera risa fue un 23 de junio. La recuerdo perfectamente. Era la primera vez que quedaba con la Chica de los tirabuzones y, tomando una cerveza en la Alameda, los dos pasamos un rato tan agradable que, al acabar la cita, teníamos agujetas en las mejillas. Sería muy pretencioso decir que se trató de amor a primera risa, pero ambos supimos que algo estaba empezando a fraguarse.
Los detalles más simples son los que nos hacen más felices. Habrá parejas que recuerden su primer beso, la primera vez que se acostaron, la fecha en que empezaron a salir. Sin embargo, nunca hubiera existido todo eso sin lo más importante: esa primera risa. No sé la cantidad de tonterías que dije, cuántos sinsentidos inventé solo para que se le quedara grabado en la memoria aquel 23 de junio. Dicen que esa noche suele ser la más mágica del año, la gente salta las olas del mar cuando las campanas dan las doce y piden un deseo al hacerlo. Lo que no dicen es que puedes ahorrarte toda esa superstición con una simple risa delante de la persona adecuada.
Si me hacen reír, me hacen vivir. La risa me hace ser un niño con zapatos que brillan en la oscuridad. No conozco amores sin risa ni risas sin sueños. Y en aquel instante mi sueño era contarle las piezas dentales en cada carcajada, porque, lejos de la belleza visual que transmitía, la Chica de los tirabuzones era guapa por la naturaleza de su risa, por cómo sorbía la cerveza a largos tragos y por cómo quiso estirar la quedada hasta las tantas, sintiéndose libre y feliz de hacerlo. No tardamos muchos más días en besarnos ni tampoco otros tantos en hacer el amor, pero la fecha de su primera risa es lo que más recuerdo. Se podría decir que yo también me encontré con un mar y salté las siete olas en la noche mágica de San Juan.
También es irónico que esté llorando recordando su primera risa. Pero de esa historia ya hablaremos otro día.
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A mi amigo Carlos también le ha dejado la novia. Nos sentamos en un banco y le inunda la tristeza por las fosas nasales. Dice que quiere desahogarse conmigo porque yo sé lo que se siente, el muy cabrón, y lo peor de todo es que no podría estar más en lo cierto. Él habla y habla sobre su ex y a mí me vienen recuerdos que me hacen cosquillas en la garganta. No me imaginaba que pasaría el domingo sintiéndome el espejo de un amigo porque a los dos nos han pinchado las ruedas de la vida.
Hoy me he despertado con una buena resaca y en la ducha he llorado cerveza.
—Lo siento, Carlos —le digo—, hoy no estoy ni para aguantarme a mí mismo.
—Da igual, son todas iguales.
Pero a lo mejor el problema es que somos nosotros los que somos todos iguales. Sea como fuere, hoy no quería que me hablaran de exnovias porque en mi cabeza siento la culpa de quien bebe y aun así no olvida.
Hace poco he visto a una señora dar de comer a los gatos callejeros cerca de un edificio abandonado con forma de esqueleto y de repente el mundo me ha parecido un lugar mejor. Me he acercado a ella y le he dicho si la podía ayudar.
—No lo sé, chico, hay covid y no será bueno que nos aproximemos tanto.
—Entonces, al menos, déjeme que me siente y me quede mirándola.
—Será un placer —vuelve a decirme—, eso es exactamente lo que hacía mi difunto marido, ¡qué recuerdos más bonitos!
Y ahora vengo de estar sentado en un banco valorando los pequeños momentos que hacen de la vida un lugar maravilloso. A mí me ha dejado la Chica de los tirabuzones, a Carlos le han partido el corazón, los gatos ya no tienen hambre y, aunque me entren ganas de mandarlo todo a la mierda, hoy una señora ha vuelto a recordar lo feliz que le hacía su marido.
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Debo aprender a vivir sin ella. Como se aprende a vivir sin padres. Como se aprende a madurar a la fuerza. Crecer es aprender a despedirse y nosotros ya llevábamos demasiadas despedidas. Nos dijimos adiós tantas veces que duele pensar que ahora es para siempre. Yo, que nunca creí en los para siempre hasta que la conocí. Yo, que nunca creí en el amor hasta que lo viví.
Me ha dicho que debemos asimilar que ya no estamos juntos. Como si fuera tan fácil acostumbrarse a no verla. Como si no nos estuvieran obligando a hacer algo que realmente no queremos. Siento que estoy en una jaula y que grito y muevo los barrotes y nadie hace nada por escucharme. El desamor es un salto al vacío en el que al final no sabes si prefieres quedarte flotando en el limbo o estamparte por fin contra tus recuerdos.
No dudo de que la vida pueda seguir siendo igual de bonita sin ella, sobre todo, porque ahora soy mejor persona y cada momento ha valido la pena. Debo aprender a vivir así, lo sé, me lo repito una y otra vez mientras riego con lágrimas las fotografías de aquellas tardes radiantes en la playa. Los días siguen pasando y su voz me sigue despertando a medianoche. Un relámpago me ablanda el corazón allí donde la soledad no se acostumbra a olvidar al amor de la vida.
Pero he de aprender a caminar de nuevo como el recién nacido que ya no quiere gatear más. No hay mucho tiempo que perder, y menos ahora, que tengo una jaula que romper y un paracaídas que comprarme.
12
Cuando era pequeño jugaba con una pelota que, al caer al suelo, hacía sonar su goma en una especie de boing boing tan divertido que me pasaba horas y horas botándola. Años después la perdí y estuve todo un verano jugando con otra que no emitía ningún tipo de ruido y no me producía tanta satisfacción. Cuento esto porque gracias a esas pelotas comprendí, hace años, la diferencia entre follar y hacer el amor, y creo que la gente que conoce sus distinciones ha corrido una suerte formidable.
Cuando la madre de Carlos murió fuimos a emborracharnos. Al día siguiente lo pasamos muy mal en el entierro y, al volver a casa, le dije a la Chica de los tirabuzones que la quería más que a nadie:
—No quiero que te pase nunca nada, ¿me oyes? No me separaré de ti en la vida.
Vestía con camisa de luto y ella me la quitó. Mi cuerpo estaba pálido como un tallo marchito y ella me dijo que me seguía viendo el hombre más atractivo del mundo. Hicimos el amor y no nos acostamos. Yo solo quería que me curara las heridas de la muerte cercana y besó mi cuerpo como si fuera el mejor de los antídotos.
Cuanta más paz hay después de follar, más grande ha sido el polvo. Pero no siempre follar implica tal empoderamiento sexual, sino que en aquel instante hacíamos el amor como la gente enamorada: con el corazón en la garganta. Me fui quedando dormido entre su pecho y al sentir el sonido de sus latidos volví a escuchar la pelota de goma que hacía boing boing cuando tenía cinco años. Puse mi mano en mi corazón y noté la misma melodía al encontrarme el pulso. Me reí y le contagié la risa, aunque ella no entendía nada.
Ahora que he vuelto a perder mi pelota de juguete, voy arrimando mi oreja al pecho de la gente. Ya no estoy triste como cuando era un niño, sé que el boing boing volverá. Solo que lo echo tanto de menos...
13
Dice Carlos que no puede dormir, que ahora empieza a entender mi insomnio y que se asfixia y entonces abre los ojos. Se ha despertado a las cinco de la mañana y, paseando por el barrio, ha conocido a la mujer que da de comer a los gatos callejeros. Hay unas obras a medio acabar en un edificio del barrio y allí se han concentrado unos cuantos. Los conozco muy bien, yo también he sido Carlos durante mucho tiempo y bajaba a observarlos continuamente, pero ahora el insomnio lo combato escribiendo.
Ayer quedé con la Chica de los tirabuzones. Nos tomamos unas cervezas en la playa y mantuvimos una larga conversación. No nos habíamos visto desde que los cristales del amor se rompieron y nos los clavamos en el estómago. Ella ya se ha deshecho de todos, sin embargo, a mí me siguen doliendo por dentro. «Joder —pensé—, hay que ver lo bien que le han cicatrizado las heridas».
A ella todo le va bien, sigue quitándose el pelo de la frente con gracia y contando letras al quitarle la anilla a la lata de cerveza. Se quejó de una o dos canas nuevas que le habían salido pero a mí me parece que así le brilla mucho más la melena. Le gustaría estudiar psicología y yo le animé a ello y luego seguíamos charlando y de vez en cuando se me escapaba algún «te quiero», pero ella lo pasaba por alto y me decía que tenemos que aprender a vivir sin vernos.
—Antes preferiría arrancarme los ojos —le dije—. Porque cuando me preguntan por el amor, les digo que es la música que suena cuando alguien me pronuncia tu nombre.
He bajado con Carlos a sentarnos en un banco y ver comer a los gatos. Todavía no ha salido el sol, pero hoy me apetecía compartir el insomnio con él y con la mujer que les lleva comida. Esa señora nos da paz, y a veces creo que solo nosotros podemos verla, pero eso ya deben ser chorradas mías.
Me he abierto una cerveza y, contando el abecedario con la anilla, se ha roto en la letra uve.
—¿Ahora qué se supone que tengo que hacer con esto? —le he preguntado a Carlos.
—No lo sé, colega, supongo que si es la uve te tocará vivir.
Y nos hemos empezado a reír mientras la gente salía ya de sus portales y la mujer que da de comer a los gatos se perdía entre la inmensidad de la vida.
14
La Chica de los tirabuzones tiene un lunar sexi justo encima de la entrepierna. Me puedo quedar mirándolo durante horas. Acabamos de hacer el amor y ella quiere que suba para abrazarnos. «Déjame un poquito más —le digo—, lo puedo mirar mil veces y siempre adquiere la forma que le da la gana. Es impresionante —continúo—, da igual su aspecto porque me sigue teniendo fascinado». Luego nos entrelazamos con los brazos y nos vamos quedando dormidos, pero yo no dejo de darle vueltas a ese lunar que tiene vida propia.
En Madrid vamos directos al Museo del Prado. Fíjate, ahí está, llevaba años queriendo verlo en persona. Me quedo embelesado admirando El jardín de las delicias. A cada rato que miro el tríptico de el Bosco lo veo diferente, más inigualable, más único en el mundo. Al llegar a Valencia le digo que mi tríptico favorito es follar de buena mañana, hacer el amor por la noche y querernos todo el día. ¿Sabes?, le digo, creo que tú eres El jardín de las delicias. Ella piensa que soy muy básico y que solo digo tonterías, pero, al verla otra vez desnuda, voy directo a su entrepierna y vuelvo a estar en el Museo del Prado contemplando su lunar. ¿Qué?, me acaba diciendo, ¿se parece tanto a ese Jardín de El Bosco?
Me encanta todo lo que se transforma y aun así mantiene intacto mi sentimiento. Aquello que da igual con qué ojos lo mires porque realmente hay que mirar con el corazón. Por eso cuando lo nuestro acabó, me emborraché y me fui a un estudio de tatuajes a que me tatuaran un lunar, pero no uno cualquiera, sino el lunar que hubiera dibujado el Bosco. Mis amigos me dijeron que estaba loco y el tatuador no sabía muy bien a qué me refería.
—Oye, tío —me dijo un amigo—, será mejor que te vayas al Museo del Prado y le eches un vistazo a El jardín de las delicias. —Y todos empezaron a reír.
Los miré desafiante, sorbí una lágrima a modo de chupito y les dije:
—Me he pasado tres años viviendo en ese cuadro.
Y todos empezaron a pensar.
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