Kitabı oku: «NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella»
NAM: The Vietnam War in the Words of the Men and Women Who Fought There
© 1982, Mark Baker
Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho
Diseño: Mikel Jaso
Maquetación: Endoradisseny
Primera edición: Septiembre de 2020
Primera edición digital: Septiembre de 2020
© 2020, Contraediciones, S.L.
c/ Elisenda de Pinós, 22
08034 Barcelona
© 2020, Elena Masip y Darío M. Pereda, de la traducción
© 2020, Kiko Amat, del prólogo
ISBN: 978-84-18282-30-0
Composición digital: Pablo Barrio
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.
ÍNDICE
1 Prólogo de Kiko Amat
2 Introducción
3 I. INICIACIÓN No hagas preguntas Bautismo de fuego
4 II. OPERACIONES Soldados rasos Artes marciales
5 III. HISTORIAS DE GUERRA Vencedores Víctimas
6 IV. EL MUNDO Vuelta a casa Heridos
7 Agradecimientos
A todos los hombres y mujeres que ya no están entre nosotros
y no pueden contarnos su historia.
Prólogo La guerra más fugazi: Juventud y clase obrera en Nam
1. Cuando era niño, solía imaginar cómo me comportaría en tiempo de guerra. Por muy friqui hepatítico que fuese, tenía claro que la cobardía era el mayor de los pecados, como decía Bulgákov en El maestro y Margarita. ¿Qué tipo de Yo afloraría, así, cuando me hallara cara a cara con el enemigo? ¿Sería un calzonazos aniñado y sollozante (una idea que me aterraba), o más bien un viril psycho de ojos vacíos, como los que pasaron My Lai a cuchillo? Llevaba una vida preguntándome memeces como esas, cuando, recién cumplidos los dieciocho, me llegó una carta del Ministerio de Defensa. En ella se me convocaba a una alegre randevú en el CIM de Cartagena, junto al resto de muchachos del 2.º reemplazo de 1990.
El cambio que se obró en mí una vez allí me pilló completamente por sorpresa. Unos pocos meses antes, creía ir sobrado de autoconocimiento y visión: me veía a mí mismo como un outsider antifamilia (en concreto la mía), antisocial y antisociedad, cuya arma principal era cierta expectativa abstracta de gloria y grandeza1, y quien veía en la propia tribu un escudo protector que, de forma automática, repelía las expectativas de productividad del mundo capitalista, a la vez que me protegía del «borreguismo de la masa» (sí, solía decir este tipo de paridas). I’m not like everybody else, y todo eso.
El espíritu castrense cayó sobre mí como el proverbial jarro de agua fría. Imposiblemente, tras solo cuatro meses en la base me pavoneaba por allí como el jodido Roach de Apocalypse Now. Remaches en las botas y boina tuneada en posición yarmulke (chic de rebeldía naval), en busca de licor robado o algo que fumar, apartando a empellones a los «peludos» (recién llegados), hablando la jerga y puteando a mis «inferiores». I was like everybody else, después de todo. Estaba en mi salsa, allí, jugando a soldaditos, en un mundo que no era mi subcultura ni mi cultura, ni siquiera parecía formar parte de los ochenta; un mundo que, por lo visto, existía por sí mismo, que siempre había existido en su forma presente, regido por sus propias normas y convenciones desde el principio de los tiempos, y que de repente explotaba en mi cuerpo, sacando a la luz algo nuevo, o algo (casi peor) que siempre había estado allí pero que no había sido capaz de aislar e identificar.
Aunque, tienen ustedes razón, el servicio militar se parece a la guerra como un rocódromo se parece a una vía letal de Yosemite (y el único crimen de guerra que sufrí yo fue el «Soldados del amor» de Olé Olé), la experiencia me ayudó a comprender lo rápido que uno se convierte en algo cuando te arrancan de un lugar familiar y te depositan en uno extraño; lo rápido que cobra sentido lo que unos meses antes parecía imposible, lo frágiles que son los límites sociales, lo poco que significa el código moral que heredaste.
Mark Baker escribe aquí que «en menos de un año, Vietnam puso a prueba tanto al hombre como a la cultura que lo llevó hasta allí». La guerra te enseñaba quién eras, quién eras de verdad, sin lo que Baker define como «la fina fachada que imponen las instituciones de la sociedad». Bao Ninh, exveterano del Ejército de Vietnam del Norte, escribió en El dolor de la guerra: «Es la guerra lo que marca la diferencia. Entonces era la guerra, ahora es la paz. Dos épocas diferentes, dos mundos, escritos en la misma página de la vida». Dos distintas fibras morales, y una de ellas está debajo de tu piel, y no eres consciente de su existencia hasta que hay una guerra y te mandan a ella. Y tienes solo diecinueve años.
2. «It’s time the tale were told / Of how you took a child / And you made him old», cantaban The Smiths. A la sazón, una de las razones por las que Vietnam nos resultaba tan cercano a muchos adolescentes de los ochenta era la juventud de sus combatientes. Aunque, gracias al milagro de la empatía, podíamos ponernos en la piel de un Tommy de la Primera Guerra Mundial, existía un elemento de separación que dificultaba la identificación con su circunstancia. Era innegable: los soldados de la Gran Guerra quedaban demasiado lejos cronológicamente y eran demasiado mayores (veinticinco de media) y tenían rostros ancestrales y escribían demasiada poesía luctuosa para parecer de verdad de los nuestros. En cambio, uno leía sobre Vietnam, veía algunas de aquellas imágenes de rocanroleros granujientos con ojos hundidos y cascos grafiteados, y sabía que eran chavales desafectos de diecinueve años2, como tus amigos del barrio. Podían haber sido, de hecho, tus amigos del barrio, allí, teletransportados a la Ofensiva del Tet. Borrachos, drogados, extraviados, acojonados, cabreados, cogiéndose las manos los unos a los otros cuando salen a patrullar en la oscuridad, «como crías de elefante que caminan en fila india», porque temen perderse. Porque son putos niños.
La mayoría de los testimonios de Nam coincide en afirmar que «la guerra era un lugar donde se podían aprender cosas», o que «no me lo quería perder, ya fuese bueno o malo», o que aquel era «el acontecimiento que marcaría a mi generación», y como tal estarías loco si permitieras que pasara sin participar en él. Vietnam era el test de masculinidad, la aventura, la huida, el ungüento para todas aquellas adolescencias victimizadas por el romanticismo. Naturalmente, cuando los mozos se embarcaron en aquella supuesta aventura no eran conscientes de que el impulso juvenil y la energía adolescente americana que los había llevado allí sería también lo primero que les arrancarían.
Michael Herr solía decir que su verdadera juventud había sido extirpada en los tres días [de la Ofensiva del Tet] que pasó cruzando de Can Tho a Saigón. Baker comenta en Nam que Vietnam era «un País de Nunca Jamás gobernado por la brutalidad» donde los niños se convertían en viejos tres veces más rápido. «Eran unos críos», afirma alguien, «pero a la vez no lo eran. Tenían un brillo en la mirada que los hacía completamente distintos de los demás (…) Tenían algo que los hacía parecer viejos». «Cuerpos de diecinueve con mentes de treinta y cinco», transcribe Baker. Eso te hacía Vietnam.
La mínima pulsión generacional bastaba para comprenderlo: a esa guerra habían mandado a tu quinta. Un joven proleta español no tenía que realizar esfuerzo de imaginación alguno para comprender cómo habían llegado allí aquellos teenagers pringados de mirada antañona. La experiencia personal de clase y tejido social arrojaba luz sobre la suya: un ejército de odiadores del colegio, menefreguistas sin futuro ni «nada que hacer» a quien no les importó poner distancia entre su familia y ellos, que vivían en un estado de permanente semitorpor puntuado por picos de fervor maníaco, cuyo porvenir siempre había tenido el perfil de la fábrica del polígono o el centro comercial más cercano…
Sí, aquellos Lurps3 se parecían peligrosamente a la peña de tu instituto, de tu bloque, de tu curro, los que de niños habían jugado contigo al bote hasta que se apagaban las farolas y las madres os llamaban a grito pelado desde los balcones, los que compraron la primera litrona junto a ti (y luego la vomitaron, también junto a ti, en el descampado delante del insti). Los que habían ido a Vietnam eran chicos como vosotros. Y ahora estaban muertos.
3. Los soldados que fueron a Vietnam eran de otro país, pero, ¿saben qué? Ni siquiera lo parecían. El rock’n’roll les había hecho familiares. Los críticos literarios suelen escudarse en letanías de ficticia objetividad y separación con el texto, pero lo cierto es que todos nos buscamos en las historias ajenas, desenterramos del texto los elementos compartidos, y por eso algunas de esas historias nos resultan más fáciles de entender, más cercanas, que otras. El componente rock’n’roll de la guerra de Vietnam, siguiendo ese razonamiento, resulta indispensable para explicar la fascinación, la compasión, la intimidad que despertó en nosotros. Aquellos muchachos de nuca rasurada y mejillas rubicundas, alimentados a base de filetes y batidos, no solo tenían nuestra edad, sino que además utilizaban, al otro lado del Atlántico, los mismos referentes, tics, narcóticos y abalorios tribales que la gente que nos rodeaba en el bar. Las soflamas hostiles y chulescas que pintábamos en los lavabos del instituto eran muy parecidas a las que ellos lucían en los cascos o rotulaban en la panza de sus chinooks. Los tripis que depositábamos sobre nuestra lengua, las anfetas que nos desvelaban y mantenían eufóricos (o tiritando), los porros que amasábamos… Eran las drogas típicas de Vietnam4.
También los sonidos. El hit parade de 1967 resultaba abrumadoramente familiar5 para cualquier chico europeo, incluso español, que se resistiese a escuchar el «¿Dónde está el país de las hadas?» de Mecano. Vietnam venía con una banda sonora que te sonaba, agitaba, y en muchos casos, conmovía. «Purple Haze», «(I’m Not Your) Steppin’ Stone», «Under My Thumb», «Time Has Come Today», «All Along the Watchtower» o «Just My Imagination (Running Along with Me)». Uno de los testimonios de Nam relata un combate donde, en mitad del caos y las trazadoras, el ra-ta-ta-ta-tá de las ametralladoras y los gritos, suena el «Goodbye» de Mary Hopkins desde una radio que alguien ha dejado encendida. Incluso la toponimia del terreno —Song Be, Bu Dop, Da Nang, Mang But— suena a pop sesentero, rock’n’roll clásico, a be-bop y auanba-ba-luba (o, en el caso de Mang But, a obscenidad en inglés).
He escrito la palabra «sesentero», pero lo cierto es que Vietnam es a la vez sixties y nada sixties. Por un lado, sin duda, Nam estaba conectado a la década por un cordón umbilical de referencias culturales, el movimiento negro de derechos civiles, la contracultura, la televisión, el rock’n’roll, etcétera. Por el otro, como sugería más arriba, existía, como todas las guerras, en su propia realidad alternativa, extemporánea, cercenada de su tiempo, primigenia y antigua, del mismo modo que el Salvaje Oeste parece existir en una dimensión propia, pretérita y futura a la vez, cien años después o antes del Londres Victoriano, aunque coexistieran en el tiempo. Los chicos de Vietnam no van con hipsters púrpuras, flequillo Byrds, kaftanes o botines de tacón cubano. Son soldados: llevan ropa de faena sucia, botas enfangadas, ronchas de sudor, culos sucios y pies podridos, como los soldados de todas las eras, aunque el Verano del Amor esté en su punto álgido. No son chavales de los sesenta, sino chavales de siempre. Históricos, pese a su mocedad. Y por eso su narrativa, sus arquetipos, son eternos. La identificación con ellos resulta inevitable, una vez más.
4. Vietnam fue una guerra que luchó la clase obrera. Ustedes dirán que como todas, lo cual es solo parcialmente cierto. Las estadísticas no mienten: el 17% de los oficiales de clase alta que combatieron en la Primera Guerra Mundial murieron en combate, en comparación al 12% de rango bajo y extracción obrera. Una sola escuela privada como Eton (cuna del abolengo británico) perdió a mil exalumnos en la Gran Guerra. Varios primeros ministros británicos dejaron en las trincheras del Somme a hermanos e hijos.
Por supuesto, algo así resulta impensable en Vietnam (incluso imposible de visualizar, como una perspectiva mendaz de Escher). El capitalismo es energía renovable y la clase dirigente aprende de sus errores; hablemos claro: a Vietnam solo se envió a la escoria. Nam menciona el concepto «soldados de usar y tirar»: los nacidos en pueblos de mierda, hijos de familias sin rango; números y estadísticas. Carne de cañón, y nunca mejor dicho. De los 2,5 millones de hombres alistados que sirvieron en Vietnam, el 80% provenía de clase trabajadora, y la misma proporción solo tenía educación secundaria. Un 25% de ese 80% vivía por debajo de la línea de pobreza.
Aunque es cierto que el movimiento antiguerra de los campus se formó antes de que entrara en vigor el draft universal de 1969, aquel había carecido de impulso masivo o repercusión mainstream hasta entonces. Los universitarios y las familias de clase media o alta hallaban numerosas facilidades para sortear la llamada del Selective Service (facilidades de las que carecían los jóvenes de extracción humilde), y Vietnam estaba en el otro extremo del globo. En 1965, como afirma un artículo reciente del New York Times, era raro que un chico de clase media fuese a Vietnam. No solo eso, sino que si eras de clase media y terminabas en Vietnam, eras considerado un «pardillo» (only suckers go to Vietnam).
Por eso es inevitable sentir un pálpito en la sangre, un blanqueo súbito de nudillos, al ver imágenes de archivo del movimiento pacifista estudiantil, que explotó en el preciso momento en que entró en funcionamiento la lotería universal, el 1 de diciembre de 19696. El 15 de noviembre, dos semanas antes de aquello, Estados Unidos presenciaba la protesta antiguerra más multitudinaria de la historia del país, con sus canciones folk, flores y fifismos. Los planes de Nixon de ampliar la pool, cancelar prórrogas y alistar a los universitarios acababan de darse a conocer. Hasta aquel momento, no está de más repetirlo, la guerra de Vietnam era un lugar adonde iban a morir los negros y los pobres, y por definición resultaba irrelevante para la gran mayoría de estudiantes de clase media7.
El conflicto de Vietnam nos ofrece aún otra particularidad relacionada estrechamente con la clase social. De la mayoría de escenarios bélicos del pasado, como en la no tan lejana Segunda Guerra Mundial, el soldado regresaba con un caso extremo de trastorno de estrés postraumático, vivo de milagro, deseando no volver a hablar jamás de lo que había visto o hecho en el campo de batalla, mutilado física o espiritualmente, pero en su país se le miraba con respeto, cuando no con reverencia. En Vietnam aquello cambió. La diferencia entre haber liberado París en 1945 o haber sobrevivido a Khe Sanh en 1968 se hacía dolorosamente patente al regresar a casa. En la primera opción sonaba la banda de música, lucían las escarapelas tricolor, te estrechaba la mano el alcalde; las más bellas cheerleaders de tu pueblo se te echaban a los brazos, te colmaban de besos y ramos de flores, te ofrecían dulces y, con suerte, su catre. En la segunda opción, un comité de recibimiento de pijas de Berkeley (o Jane Fonda en persona, ya puestos), junto a unos cuantos yippies de pies mugrientos, te escupían y humillaban y gritaban «asesino de niños», mientras depositaban muñecas ensangrentadas y desmembradas a tus pies8. Aunque es cierto que las historias de estudiantes pacifistas agrupándose en los aeropuertos para escupir a los reclutas hillbilly que marchaban o regresaban de Vietnam han sido exageradas, esas situaciones se daban, y tan a menudo como para ser consideradas parte de la ecuación. No era una aberración que involucraba al margen lunático del SDS, por decir algo.
En Nam se acumulan las voces que narran cómo (en Vietnam) pasaron de ser una mierda a «reyes» y (ya de regreso a casa) vuelta a la mierda otra vez. Ser devuelto al viejo estatus de paria, del que creías haberte librado por servicios elementales a la patria, por la crueldad y muerte que habías presenciado y/o provocado, resultó lacerante, traumático, absolutamente degradante, para la inmensa mayoría de veteranos de guerra. Nam habla de clase social como ningún otro libro sobre guerra, y en ese sentido fue (y sigue siendo) revolucionario. Se alinea con los chavales de la mala dentadura y el cutis defectuoso, los descargadores de camiones y los operarios de cadena de montaje, los cajeros de McDonald’s y los reponedores de Walmart, en lugar de los líderes izquierdistas o periodistas de clase media que siempre han dominado el análisis y discurso sobre Vietnam. En ese sentido es simplemente maravilloso, y del todo emocionante.
5. Vincent Bugliosi sostenía en Helter Skelter que la razón por la que los crímenes de la Familia Manson eran mucho más famosos que los de, por ejemplo, Patrick Hearney, el asesino en serie apodado Trash Bag Killer (cuarenta y tres víctimas certificadas), era simplemente que los primeros eran más… extraños. Lo mismo sucede con Vietnam. Todas las guerras son estúpidas (calma: no voy a cantar Culture Club), pero Vietnam se lleva la palma. «Su muerte había sido innecesaria, un sinsentido. Todas las guerras están llenas de historias como la suya, pero en Vietnam hubo más que en ninguna otra», nos recuerda una voz del libro, hablando de un amigo caído. La sensación de estar luchando una guerra completamente fugazi9, absurda, ilógica, sin destino ni frente, ni siquiera contra un enemigo firme, desde luego sin perspectivas de victoria y, lo peor de todo, sin botín que embolsarse, no se les escapó a la mayoría de combatientes, que empezaron a comportarse acorde con la situación. Trampa 22, la conocida novela de Joseph Heller, está ambientada en la Segunda Guerra Mundial, pero en mi opinión encaja mejor en Vietnam. Si en Nam se te iba la olla, eras el raro, pero lo raro era que no se te fuese la olla. Digámoslo en un estilo aún más helleriano: si conservabas la cordura en Nam, es que estabas loco como una cabra. Las voces de este libro lo prueban.
6. Y hablando de voces. En su día me desagradó la serie de HBO Band of Brothers por varias razones, pero una de las más relevantes era que los GI carecían de bagaje; eran solo figuras tácticas en un marco de conflagración bélica. Envoltorios cárnicos vagamente diferenciados entre ellos cuyo único fin era explicar el devenir de las tropas, las ofensivas, el terreno, los dos bandos. Pero nadie existe sin su propia historia, color de piel, barrio, acento, sin sus amuletos o trofeos macabros, sin la foto de la novia (o de Jane Russell) que llevaban en la camisa.
Mark Baker afirma en su introducción que los libros de historia suelen ignorar la individualidad y la primera persona para tomar el camino de la estadística, la historia y la macropolítica, o las vergonzantes sendas del heroísmo abstracto. Pero para contar Vietnam necesitas las voces de los que estuvieron allí. Tim O’Brien suele repetir que existe una verdad más verdadera que los fríos hechos. Esa verdad está en todas las voces y recuerdos, las expresiones y olores, cada anécdota10 que enhebra Mark Baker en Nam. Porque el detalle cuenta la totalidad, nunca al revés. Una de las voces de este libro nos explica que en el Cuerpo de Marines utilizaban la expresión asshole puckers: tenías tanto miedo todo el tiempo que se te arrugaba el ano. Literalmente. Algo así dice más de Vietnam que todas las explicaciones de McNamara o el general Westmoreland, con su engañosa tecnocháchara (o diplomatic double-talk); dice más que todos los noticiarios oficiales o libros canónicos.
La construcción del relato mediante unas voces que, para colmo, son anónimas (podría ser cualquiera; tú, quizás; todos nosotros), eleva a Nam a la categoría de obra clásica, homérica, eterna. El libro de Baker es uno de los grandes relatos sobre la guerra y los hombres y mujeres que lucharon en ella, lo que eran y en lo que se convirtieron, y los horrores que aún les aguardaban cuando regresaron con vida del frente. Una obra sublime, sin paliativos. Me siento orgulloso de haber colaborado en la edición española de Nam, aportando un prólogo de lector y entusiasta a uno de mis libros de no ficción favoritos. Deseo que les conmueva e impacte, les llene de ira y compasión y orgullo de clase, como ha hecho conmigo desde el primer día.
KIKO AMAT
Barcelona, junio del 2020