Kitabı oku: «Las aventuras de Tom Sawyer»

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Viento Joven

ISBN edición impresa: 978-956-12-2955-6.

ISBN edición digital: 978-956-12-21840-0.

53ª edición: septiembre de 2019.

Obras Escogidas

I.S.B.N.: 978-956-12-3128-3.

54ª edición: septiembre de 2019.

Versión abreviada de: Sonia Montesino.

Editora General: Camila Domínguez Ureta.

Editora Asistente: Camila Bralic Muñoz.

Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.

Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

© 2011 por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

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ÍNDICE


PALABRAS PRELIMINARES

Nota del autor

Las aventuras de Tom Sawyer

Palabras preliminares



Vida y obra de Mark Twain

Mark Twain es el seudónimo con que Samuel Langhorne Clemens llegaría a ser conocido en el mundo literario.

Samuel nació en Florida, en el estado sureño de Missouri. Su padre se dedicaba a especular en tierras, ocupación lucrativa en un país en plena etapa de expansión y de incorporación de nuevos territorios. Florida era apenas un puesto fronterizo a orillas de un afluente del río Misisipí. Este contacto, durante la niñez, con los caudalosos ríos del sur, influiría para siempre en el escritor.

Cuando Samuel tenía cuatro años, su familia se trasladó a Hannibal. El pequeño poblado estaba en las riberas mismas del Misisipí. Allí transcurrió la infancia de Samuel, de la que el escritor extraería las vivencias para sus grandes novelas: Las aventuras de Tom Sawyer y Las aventuras de Huckleberry Finn.

La muerte del padre puso brusco fin a la infancia dichosa. Samuel, de doce años, se vio obligado a ganarse la vida, para lo cual ingresó como aprendiz en la imprenta de uno de sus hermanos mayores. Allí empieza pronto a colaborar en un periódico. Escribe viñetas y breves rellenos humorísticos, que muestran ya la liviandad y el humor que caracterizarían a sus obras.

Pero iba a tener que esperar hasta los veintidós años para lograr la oportunidad con que había soñado: ser piloto de un barco fluvial. Según confesó en una de sus obras autobiográficas esta actividad le agradó y satisfizo “más que ninguna de cuantas tuvo después”, y fue fundamental para su formación de escritor.

La Guerra de Secesión interrumpe el tráfico de los vapores por los grandes ríos. Samuel vuelve entonces al periodismo y, como millares de sus compatriotas, se deja tentar por la posibilidad de enriquecerse rápido, para lo cual viaja al Oeste en busca de minas de plata.

En 1865 publica su primer relato: “La famosa rana saltarina del distrito de Calaveras”.

Continúa viajando como corresponsal. Primero hacia el Pacífico, a Hawai; luego a Europa y al Cercano Oriente. Su vida errante se interrumpe en 1867, cuando se casa con Olivia Langton. Se establece entonces en Hartfort, en el estado de Connecticut. Allí vivirá hasta 1890. Durante estos veintitrés años escribirá el grueso y lo mejor de su obra.

Su primera novela apareció en 1869: Inocentes en el extranjero. Pero Twain no conoció el éxito hasta la publicación, tres años más tarde, de su segunda novela: Pasándolo mal. En esta obra el escritor –a quien ya se le conoce por su seudónimo– aprovecha la rica experiencia de haber tenido que ganarse duramente la vida cuando la guerra civil le impidió continuar siendo piloto fluvial.

Pero el éxito definitivo lo obtiene en 1876, con Las aventuras de Tom Sawyer. La obra describe la traviesa infancia dorada de un niño que vive a orillas del Misisipí.

En cierto modo, esta novela se completa con la aparición, ocho años después, de Las aventuras de Huckleberry Finn. Su protagonista, al contrario de Tom Sawyer, es un niño indigente, que debe luchar salvajemente por su existencia.

Tal vez al crear a Tom y a Huck, Twain quiso dar vida a las fuerzas antagónicas que luchaban en él mismo. Tom, símbolo del hijo de familia semiacomodada, con esclavos negros a sus órdenes, sujeto a la disciplina de la escuela y del hogar, a horarios de estudio, de comidas y de sueño. Huck, símbolo del niño vagabundo, hijo dudoso de un borrachín de pueblo, que vive libremente, sin orden ni horarios de ninguna especie.

En 1882 aparece El príncipe y el mendigo. Twain es ya un escritor conocido y en plena madurez, que al año siguiente publicará otra de sus obras autobiográficas: Vida en el Misisipí. En ella narra sus años de piloto fluvial.

Unos años después, en 1889, su temática da un vuelco con la publicación de Un yanqui en la corte del rey Arturo. El protagonista de la novela es trasladado a la Inglaterra medieval para que la industrialice. Un cataclismo tecnológico la destruye.

Tras esta sátira de la revolución industrial, Twain vuelve a su personaje favorito: en 1894 publica Tom Sawyer en el extranjero, y en 1896, Tom Sawyer, detective.

Twain ha logrado fama y dinero, el que pierde en especulaciones y malos negocios. Para recuperarse se transforma en un gran conferenciante que hace largas giras. Estas experiencias las vierte en Siguiendo el Ecuador, su última obra, publicada en 1897.

Pero Mark Twain ya no es el escritor rebosante de buen humor y vitalidad. La muerte de su hija Joan, en 1896, le ha afectado profundamente.

Así, rodeado de fama, pero sumido en un negro pesimismo, Twain muere en 1910.

Nota del autor


La mayor parte de las aventuras relatadas en este libro han sucedido: una o dos me ocurrieron a mí; el resto, a muchachos que fueron mis compañeros de escuela. Huck Finn está tomado del natural; Tom Sawyer, también; pero no de una sola persona. Es una combinación de los rasgos característicos de tres jovenzuelos conocidos míos.

Todas las raras supersticiones a que se hace alusión existían en la época de esta historia entre los niños y los esclavos en el Oeste.

Aunque este libro esté escrito principalmente para entretenimiento de muchachos y muchachas, espero que no por eso haya de ser desdeñado por los mayores, pues entró también en mi propósito el intento de hacer que ellos recordaran con agrado cómo fueron en otro tiempo y cómo sentían y pensaban y hablaban, y en qué curiosos apuros se vieron a veces enredados.

1

–¡Tom!

Silencio.

–¿Dónde andará metido ese niño?... ¡Tom!

La anciana se bajó los anteojos y miró alrededor del cuarto. Esos anteojos eran su mayor orgullo y los usaba, más que por su utilidad, como adorno. Se quedó perpleja por un instante y dijo sin cólera, pero en tono bastante alto:

–Te aseguro que si te echo mano, te voy a...

No terminó la frase, pues ya estaba agachada dando

escobazos debajo de la cama. Al único que consiguió echar de allí fue al gato.

–¡No he visto nadie igual a ese chico!

Fue hasta la puerta y recorrió con la mirada las matas de tomate y las hierbas del jardín. No había sombra de Tom.

–¡Tom! –gritó fuerte.

Sintió tras sí un ligero ruido y se volvió justo para atrapar al niño por la chaqueta y detenerlo.

–¡Que no se me haya ocurrido pensar en la despensa! ¿Qué estabas haciendo ahí?

–Nada.

–¿Nada? Mírate esas manos, esa boca. ¿Qué es eso pegajoso?

–No sé, tía.

–Yo sí lo sé. Es dulce. Te he dicho mil veces que si no dejas en paz ese dulce, te voy a despellejar vivo. Dame esa vara.

–¡Mire lo que tiene detrás, tía!

La anciana giró, recogiéndose las faldas, y en ese momento Tom escapó, se encaramó por la cerca de tablas y desapareció. Tía Polly pareció sorprendida, pero después rió bondadosamente.

“¡Cuándo acabaré de aprender las mañas de este diablo!” pensó. “Las viejas somos más tontas que nadie. Parece que adivina hasta dónde puede molestarme sin que me enoje, y sabe que si logra desconcertarme o hacerme reír no seré

capaz de pegarle. No cumplo mi deber con este niño: esa es la verdad. Es el hijo de mi hermana difunta, y cada vez que no le corrijo me remuerde la conciencia; y cuando lo hago se me parte el corazón. Esta tarde faltará a clases y mañana tendré que hacerle trabajar como castigo, pues aborrece el trabajo. Es duro obligarlo a trabajar los sábados, cuando todos los niños descansan; pero tengo que ser dura con él, si no, seré su perdición”.

Tom faltó a clases y lo pasó fantástico. Volvió a casa justo para ayudar a Jim, el negrito, a aserrar la leña y a hacer astillas, y para contarle sus aventuras mientras éste hacía tres cuartas partes del trabajo. Sid, el hermanastro de Tom, un muchacho tranquilo, ya había dado fin a su tarea de recoger astillas. Mientras Tom cenaba y robaba terrones de azúcar cuando su tía no lo miraba, ésta le hacía preguntas maliciosas. Como toda persona sencilla, creía poseer una gran diplomacia y miraba sus evidentes artificios como maravillosas astucias.

–Tom, ¿hacía mucho calor en la escuela? –le preguntó.

–Sí, señora.

–Muchísimo calor, ¿verdad?

–Sí, señora.

–¿Y no te dieron deseos de nadar?

Tom sintió una alarmante sospecha. Examinó la cara de su tía, pero no sacó nada en limpio.

–No muchos, tía –contestó.

La anciana palpó su camisa.

–Pero ahora no tienes demasiado calor.

Se quedó satisfecha al descubrir que la camisa estaba seca, sin dejar traslucir lo que pensaba. Pero Tom ya sabía por dónde soplaba el viento.

–Con algunos amigos nos estuvimos mojando la cabeza –dijo–. Aún la tengo húmeda, ¿ve usted?

A tía Polly le disgustó no haber notado ese detalle acusador; pero encontró un nuevo argumento.

–Dime, Tom, ¿no tuviste que descoser el cuello de la camisa para mojarte la cabeza? ¡Desabróchate la chaqueta!

Tom se abrió la chaqueta: el cuello estaba bien cosido.

–¡Estaba segura de que habías faltado a la escuela y te habías ido a nadar! Tom, eres mejor de lo que pareces.

Le dolía un poco que su sagacidad hubiera fallado; pero se alegraba de que el niño hubiera sido, por una vez, obediente.

–Mire –dijo Sid–, yo diría que el cuello estaba cosido con hilo blanco y ahora es negro.

–¡Cierto! ¡Lo cosí con hilo blanco! ¡Tom!

–Esto te va a costar una buena paliza, Siddy –amenazó Tom desde la puerta y escapó.

“Si no es por Sid, no lo descubre –se dijo Tom–. ¡Concho! A veces lo cose con blanco y otras con negro. Así no hay quien lleve la cuenta. Pero Sid me las va a pagar.”

Al poco rato había olvidado sus pesadumbres, no porque no fueran amargas sino porque un nuevo interés las apartó de su pensamiento: el arte de silbar. Un negro lo había adiestrado y quería practicar a solas las distintas variaciones. La perseverancia lo hizo dar con las entonaciones precisas, y así caminó regocijado y con la boca rebosante de armonías.

De pronto dejó de silbar: tenía enfrente un muchacho un poco más alto que él. Un recién llegado era siempre una

curiosidad en el poblado de San Petersburgo. Era asombroso que anduviera bien vestido, a pesar de que no era un día festivo. Su chaqueta y sus pantalones eran nuevos y elegantes. Usaba sombrero, zapatos y corbata. En toda su persona había un aire de ciudad que le dolía a Tom como una injuria. Mientras más lo contemplaba, más desprecio iba sintiendo por esas galas y más andrajosa le parecía su propia vestimenta. Estaban cara a cara, mirándose sin pestañear. Si uno se movía, también lo hacía el otro.

–¿Y tú, cómo te llamas? –dijo al fin Tom.

–¿Y a ti qué te importa?

–Vas a ver sí me importa.

–¿Por qué no te atreves?

–Si hablas mucho, ya lo verás.

–¡Mucho... mucho!

–Te crees muy gracioso; pero si quiero, con una sola mano te puedo dar una tunda.

–¡A que no me la das!

–¡Vaya un sombrero!

–Atrévete a tocármelo.

–Eres un mentiroso.

–Más lo eres tú.

–Si me dices cosas agarro una piedra y te la tiro en la cabeza.

–¡A que no!

–Tienes miedo.

–Más tienes tú.

Hicieron una pausa, mirándose y dando vueltas. Después se empujaron hombro con hombro.

–Ándate de aquí –ordenó Tom.

–Ándate tú –le contestó el otro.

–No quiero.

–Yo tampoco.


Siguieron empujándose y lanzándose miradas furibundas. Ninguno sacaba ventaja. Después de forcejear y enfurecerse, cedieron cautelosamente.

–Eres un miedoso y un mamón –dijo Tom–. Se lo contaré a mi hermano grande, que te puede deshacer con el dedo meñique.

–No me importa tu hermano. Tengo uno mayor que el tuyo, y si lo agarra, lo tira detrás de esta cerca.

Con el dedo gordo de su pie, Tom hizo una raya en el polvo y amenazó:

–Atrévete a pasar de aquí. Soy capaz de pegarte hasta que no puedas levantarte. El que se atreva gana.

El forastero traspasó la raya diciendo:

–A ver si haces lo que dices.

–¡A que sí! Lo haría por dos pesos.

El recién llegado sacó dos pesos y burlonamente se los alargó. Tom los tiró al suelo. Entonces ambos rodaron, revolcándose

por la tierra. Forcejearon por un minuto, tirándose el pelo y las ropas, arañándose como gatos y golpeándose hasta

quedar cubiertos de polvo y de gloria. Luego reapareció Tom, a través de la polvareda de la batalla, sentado sobre el forastero y moliéndolo a puñetazos.

–¡Date por vencido!

El otro luchaba por liberarse. Estaba llorando de rabia. Finalmente dijo:

–Me doy.

–Para que aprendas –le dijo Tom soltándolo–. Otra vez ten ojo con quien te metes.

El vencido se marchó sollozando y de cuando en cuando se volvía para amenazar a Tom. Éste se burló de él y echó a caminar orgullosamente. Pero su rival le arrojó una piedra que le pegó en la espalda y luego corrió como un antílope. Tom lo persiguió hasta su casa y estuvo un tiempo en el jardín, desafiándolo a salir. El otro se contentó con sacarle la lengua y hacerle muecas detrás de los vidrios de las ventanas. Entonces apareció la madre del forastero y le dijo a Tom que era un malo, un ordinario y que se marchara. Tom lo hizo prometiendo que ese chico se las pagaría.

Esa noche llegó muy tarde a su casa y al encaramarse por la ventana cayó en una trampa que le tenía su tía, la cual, al ver cómo traía las ropas, reafirmó su idea de cambiarle el descanso del sábado por arresto y trabajos forzados.

2

El sábado, el mundo veraniego amaneció lleno de vida. Todas las caras parecían alegres y cantarinas, y los cuerpos, ansiosos de movimiento. La fragancia de las acacias en flor saturaba el aire. El monte de Cardiff, que se alzaba junto al pueblo, cubierto de vegetación, invitaba al reposo y al ensueño.

Tom salió a la calle con un cubo de pintura y una brocha. Miró la cerca y se entristeció. Le pareció que la vida no tenía sentido. Suspiró y mojando la brocha la pasó por un tablón. Repitió varias veces la operación y comparó la insignificante superficie pintada con la enorme cantidad de cerca sin pintar, y se sentó descorazonado. Jim abrió la puerta; llevaba un balde y cantaba alegremente. Para Tom era aborrecible acarrear agua desde la fuente del pueblo, pero ahora no le pareció así.

Recordó que allí nunca faltaba compañía: había siempre jóvenes de ambos sexos, blancos, mulatos y negros, esperando turno; y entretanto, vagaban, reñían y bromeaban. Jim, a pesar de que la fuente estaba cerca, nunca volvía antes de una hora.

–Jim –le dijo Tom–, yo traeré el agua si tú pintas una parte de la cerca.

–No puedo, amo Tom –le contestó–. El ama vieja me ha mandado y no puedo entretenerme con nadie. Dijo que creía que el amo Tom me pediría que pintase y que yo tenía que ocuparme sólo de lo mío... que ella pintaría.

–No le hagas caso, Jim. Simpre dice lo mismo. Dame el balde y vuelvo de inmediato. Ni se va a enterar.

–No me atrevo. El ama me cortará el pescuezo.

–¿Ella? No le pega a nadie. Amenaza mucho, pero no hace daño. Jim, te daré una bolita blanca.

Jim vaciló.

–Una blanca, Jim; y es de primera.

–¡Se ven pocas de ésas! Pero tengo mucho miedo del ama vieja.

La tentación era muy grande y la carne de Jim, muy débil. Puso el balde en el suelo y tomó la bolita. Pronto iba volando calle abajo con el balde en una mano y un gran escozor en las posaderas. Tom pintaba con rabia, y la tía Polly se retiraba con una zapatilla en la mano y el brillo de la victoria en los ojos.

La energía de Tom duró poco. Apenado, pensó en las diversiones que había planeado. Los chicos que tenían el día libre pasarían retozando y se reirían de él. Esa idea le encendía la sangre. Revisó las cosas que tenía en los bolsillos, pero no eran suficientes como para cambiarlas por media hora de libertad. Sin embargo, tuvo una magnífica inspiración. Tomó la brocha y trabajó. En ese momento apareció Ben Rogers, cuyas burlas eran las más temibles. Venía comiendo una manzana, dando saltos, alegre y divertido, imitando a un vapor del Misisipí. Era buque, capitán y campana de la máquina. Lanzaba un alarido y luego repetía: “tilín, tilín, tilón”.

Tom siguió pintando, sin hacer caso del vapor. Ben lo miró un rato y dijo:

–¡Je, je! Las estás pagando, ¿ah?

Tom no respondió y examinó su último toque con mirada de artista, dio otro brochazo y repitió el gesto. Ben atracó a su lado. A Tom se le hizo agua la boca ante aquella manzana, pero siguió su trabajo.

–¡Hola, compadre! –saludó Ben–. ¿Te hacen trabajar hoy?

–¡Ah! Eres tú, Ben. No te había visto.

–Me voy a nadar ¿no te gustaría venir? Pero, claro, seguramente te gustará más trabajar.

–¿A qué llamas trabajo? –le preguntó Tom.

–¿Lo que haces no es trabajo?

Tom reanudó su pintura y le contestó distraídamente:

–Puede que sí y puede que no. Lo único que sé es que a Tom Sawyer le gusta.

–¿Me vas a hacer creer que a ti te gusta?

–¿Gustar? ¿Y por qué no? ¿Tú crees que dejan a un chico pintar una cerca todos los días? –preguntó Tom sin dejar de mover la brocha.

Ben dejó de mordisquear la manzana. Tom continuaba pintando, se retiraba dos pasos y admiraba sus brochazos, añadía un toque por aquí y otro por acá y se detenía para ver el efecto. Ben no lo perdía de vista, cada vez más interesado.

–Oye, Tom –le dijo después de un rato–, déjame pintar un poco.

–No, no puedo. Mi tía Polly es muy exigente con esta cerca porque da a la calle. Hay que hacerlo con mucho cuidado; creo que no hay un chico entre mil que pueda pintarla como se debe.

–Vamos, déjame que pruebe, un pedacito no más.

–Te dejaría; pero Jim quiso hacerlo y tía Polly no lo dejó, tampoco a Sid.

–Lo haré con cuidado. Mira, te doy el corazón de la manzana.

Tom le entregó la brocha y se sentó a comer la manzana, planeando el degüello de otros inocentes. Cuando Ben se cansó, Tom ya había vendido el turno siguiente a Billy Fisher, por un volantín; luego, a Johnny Miller por una rata muerta, y así siguió por horas. Al finalizar la mañana, estaba lleno de riquezas, lo había pasado muy bien, en grata compañía, y la cerca ¡tenía tres manos de pintura! Pensó que después de todo, el mundo no era un páramo. Había aprendido que para que alguien deseara una cosa, sólo había que hacerla difícil de conseguir, que el trabajo es un deber y que el juego no es obligatorio.

3

Tom fue donde su tía Polly. La anciana dormitaba, sentada junto a la ventana, y se sorprendió al escuchar decir a su sobrino:

–¿Me puedo ir a jugar, tía?

–¿Tan pronto? ¿Cuánto has pintado?

–He pintado todo, tía.

–No me mientas, Tom.

–Es cierto, tía. La cerca está lista.

La tía Polly fue a cerciorarse por sí mísma. Su asombro fue indescriptible al ver toda la cerca pintada y repasada varias veces.

–¡Nunca lo hubiera creído! ¡Alabado sea Dios! Trabajas bien cuando te lo propones, lo que ocurre pocas veces. Bueno, anda a jugar, pero no tardes una semana en volver –y, emocionada, le dio una manzana de la despensa.

Se fue saltando y vio a Sid subiendo la escalera exterior de la casa. Cogió unas piedras y Sid sintió una granizada sobre su cuerpo. Antes que tía Polly fuera a socorrerlo, Tom se había esfumado detrás de la cerca.

Se encaminó rápidamente a la plaza, donde dos bandos de chicos habían convenido librar una batalla. Tom era el general de uno de los ejércitos y Joe Harper, su amigo del alma, del otro. Ambos generales dirigían el combate dando órdenes a sus ayudantes de campo. El bando de Tom salió victorioso, y luego de contar los muertos, canjear los prisioneros y acordar la próxima batalla, Tom regresó a su casa.

Al pasar junto al jardín de Jeff Thatcher, vio a una niña desconocida de trenzas rubias, ojos azules y vestida con un delantal blanco. El recuerdo de Amy Lawrence desapareció por completo de su corazón: se había creído locamente enamorado, había dedicado meses a su conquista y hacía una semana que ella se había rendido haciéndolo sentirse el más feliz de los chicos, y ahora, en un instante, la había despedido de su corazón.

Cuando vio que la niña lo miraba, fingió no advertir su presencia y estuvo por un rato adoptando absurdas poses para ganar su admiración. Por el rabillo del ojo vio que la niña se dirigía a la casa. Tom se acercó a la verja y esperó que se

detuviera. Ella se detuvo un momento en los escalones y avanzó hacia la puerta. Tom suspiró y su cara se iluminó al ver que la chica arrojaba un pensamiento antes de desaparecer. Corrió hacia la flor y se la puso en el ojal. Volvió a la verja y rondó por la casa hasta la noche, haciendo sus piruetas como antes; pero la niña no se asomó. Al fin, se marchó de mala gana y con la cabeza llena de ilusiones.

Durante la cena estuvo tan inquieto que su tía se preguntó “¿qué le pasa a este muchacho?” Trató de robar azúcar y recibió un golpe.

–Tía, a Sid no le pegas cuando lo hace.

–No, porque no me atormenta como tú. Si no te vigilo, no sacarías los dedos del azúcar.

La tía fue a la cocina. Sid alargó la mano hacia el azucarero, y éste se le cayó haciéndose pedazos. Tom se quedó en silencio, loco de alegría, pensando que cuando su tía preguntara por el destrozo, él se complacería de ver al “modelo” atrapado. La anciana volvió y montó en cólera, y en ese mismo instante Tom cayó al suelo. La mano vengativa iba a dar otro golpe y Tom gritó:

–¿Por qué me pega? ¡Sid lo ha roto!

Tía Polly quedó perpleja y sólo dijo:

–No te hará mal la tunda, seguro que has hecho otra pillería mientras no estaba aquí.

Le remordió la conciencia y deseaba decirle algo cariñoso; pero eso sería reconocer que había obrado mal, y continuó sus quehaceres con un peso sobre el corazón. Tom se agazapó en un rincón, exagerando su pena. Sentía una triste alegría imaginando a su tía, arrodillada ante él. Se veía a sí mismo agonizando y a su tía mendigando su perdón; pero moría sin que el perdón saliera de sus labios. También, se veía ahogado en el río y a ella gimiendo e implorando a Dios le devolviera a su chico, jurando que no volvería a tratarlo mal. Esos ensueños lo hacían llorar y acariciaba de tal modo su tristeza que no toleraba la alegría terrena.

Cuando su prima Mary entró, contenta de volver, después de haber estado una semana en el campo, Tom se levantó y salió sumido en tinieblas. Vagó por parajes solitarios y llegó al río. Se sentó sobre unos troncos y contempló la corriente, deseando morir en ella. Después se acordó de su flor. La sacó estrujada y lacia y entonces su melancolía creció. Se preguntó si ella se compadecería, si lo supiera. ¿Lloraría? ¿Lo abrazaría? ¿O le volvería la espalda, como el resto de la humanidad? Esta visión le causó un delicioso sufrimiento y la evocó varias veces. Al fin se levantó suspirando y caminó por la oscuridad hasta llegar a la casa de la amada desconocida. Vio un débil resplandor en la ventana del segundo piso, saltó la verja y miró largo rato hacia la ventana. Después, se tendió en el suelo, con las manos cruzadas sobre el pecho y encima, la flor marchita. Así pensó morir, abandonado y sin una cara amiga que se inclinara sobre él en el trance final. ¿Cuando ella lo viera por la mañana, dejaría caer una lágrima?

La ventana se abrió, la voz de una criada rompió el silencio y un diluvio de agua empapó al héroe, quien se irguió resoplando. Se oyó el zumbido de una piedra y un estrépito de cristales rotos. Una pequeña forma fugitiva saltó la verja y se perdió en las tinieblas.

Al acostarse, Tom miró sus ropas mojadas. Sid se despertó y prefirió no hacerle ningún comentario personal, al advertir en sus ojos un brillo amenazador.

4

Después del desayuno tía Polly reunió a la familia para las oraciones. Tom se esforzó por aprender los versículos del Sermón de la Montaña, y al cabo de media hora sólo tenía una vaga idea de la lección. Su mente revoloteaba por cualquier lugar. Mary le tomó la lección y él trató de recordarla:

–Bienaventurados los pobres... de espíritu, porque ellos...

–De ellos...

–Porque de ellos será el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos... ¡no sé lo que sigue!

–Recibirán...

–Bienaventurados los que recibirán, porque... ellos llorarán... ¿Qué recibirán? ¿Por qué eres tan tacaña y no me lo dices, Mary?

–No es por hacerte rabiar. Vuelve a estudiar y lo aprenderás, y si lo haces te regalaré algo precioso.

–Dime qué me regalarás, Mary.

–Eso no importa. Sabes que cuando prometo algo es verdad.

Con el estímulo de la ganancia se aprendió rápidamente el sermón. Mary le regaló una flamante navaja Barlow, que era incapaz de cortar algo; pero era una Barlow genuina y en eso radicaba su importancia. Tom comenzaba a hacer unos cortes en la mesa cuando lo llamaron a vestirse para ir a la escuela dominical.

Mary lo lavó y peinó y le entregó el “otro traje”, el que había usado todos los domingos durante dos años. Una vez vestido, la muchacha le cepilló el traje y le puso un sombrero de paja. Tom se sentía atrozmente incómodo: había en su vestimenta y en la limpieza una sujeción que lo atormentaba. Tuvo la esperanza de que Mary olvidaría los zapatos; pero ella se los trajo relucientes. Tom protestó porque siempre lo obligaban a hacer lo que no quería y Mary le respondió que fuera un buen chico.

Los tres niños marcharon a la escuela dominical, que Tom aborrecía y que encantaba a Sid y a Mary. Al llegar a la puerta Tom se encontró con un compinche, endomingado como él:

–Oye, Bill, ¿tienes un vale amarillo?

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