Kitabı oku: «La muerte feliz de William Carlos Williams», sayfa 3

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París, 1878. A los lectores de Buenos Aires, Santiago de Chile y Lima; a los socios de la biblioteca del Ateneo en la plaza fuerte colonial de San Juan, Puerto Rico; a los suscriptores del Gabinete de Lectura de Ponce, Puerto Rico, les bastaba la mención de ciertas calles para relacionarlas con el recuerdo de un amor imaginario o sentido en carne propia, pero en todo caso pasajero e intenso. Eran lectores de Balzac, de Sue, de Flaubert, de Zola. Pensaban en París, a pesar de las demoliciones y las anchas avenidas que se abrían paso derrumbando sectores, como una ciudad de barrios: moderna en aspiraciones y voluntad de poder, agreste en los predios de Montmartre, donde entre gallineros y moradas de lavanderas estaba el estudio de Carjac y todavía se respiraba el ambiente de la foto que recogió mejor que las Iluminaciones la efigie misma de la maldición de ser poeta en el retrato de Rimbaud.

Para describir las entradas a 1878 no bastarían los volúmenes de una enorme biblioteca. Añado esta relación de muertos desde la orilla compartida con más de siete millones de terrícolas vivos. Resido en una isla pequeña de nombre optimista. La isla donde nacieron Raquel y mi madre; la isla donde nació y murió mi abuela Fermina.

Conviene no olvidar el vestido que Meline le cosió a su hija con seda de los telares de Lavilledieu. Mientras Raquel lo sacaba del cofre donde lo había guardado su madre, y al repasar las arrugas con las manos pensaba que las madres tienen el don de la profecía, su hermano le repite: en París debes protegerte, la belleza de la ciudad es engañosa, hay innumerables trampas en las calles perversas que, inesperadamente, se cruzan con los barrios honorables. Viste siempre ropa de colores sobrios, que pasen tan inadvertidos como las piedras en las murallas y el polvo del pavimento. Lo que sí no puedo pagar es la piel para el cuello y las terminaciones de ese vestido. Mejor, la discreción en la mujer es sinónimo de virtud, bondad y belleza.

Ella paseó su vestido de seda negra por las calles de París años después de la muerte de la madre. Antes de salir se miraba al espejo, se ponía el sombrero sencillo, practicaba a levantarse la falda sin mostrar más que el tobillo. Soy la dueña del mundo, la hija de mis padres, decía en voz alta, repitiendo las lecciones de la madre. Y terminaba por convencerse de que ser una insignificante mujer sin atributos no es tan grave.

Un día, en una calle de París, estrecha la mano de un muchacho llamado Jacques y le dice: “Cuidado, devuélvamela pronto. Es tan pequeña que puede perderse en las suyas”.

Qué va, dice Jacques entusiasmado, cojeando más que de costumbre, tienes unas manos preciosas de Pulgarcita. Pulgarcita, así me llamaba papá, contesta Raquel. Han salido a pasear un domingo de otoño con el cielo del color de la ceniza que todavía encubre una llama radiante. Cendre rayonnante, dice Raquel y su prima Alice Monsanto y Jacques se ríen de su chifladura. Así de pequeña como la ves, está loca de remate, murmura Alice. Y nunca se enferma, es que está acostumbrada a comer poco y hablar mucho. Y a leer, sin miedo al escándalo, las revistas que sus compañeros ricos usan para limpiar pinceles.

Alice tiene razón. Raquel lee la literatura del momento en las revistas intervenidas por salpicaduras de pintura, bajo la veladura de barnices. Ayer fue “Les yeux des pauvres”, un cuento. Su autor, Charles Baudelaire, hubiera sido feliz en manos de un facultativo de la escuela de Carlos Hoheb, que curaba males recetando purgantes. La historia, más bien un apunte de la vida real, cuenta Raquel, empieza con una declaración de odio. El narrador y su amante han pasado juntos un día que a él se le ha hecho demasiado corto. El muchacho, porque debe ser un muchacho, vence la melancolía inevitable diciéndose que él y la amante han jurado ser un solo pensamiento, dos almas unidas. Una situación típica de las necias novelas para señoritas, perdóname, querida, interviene Jacques. Sí, dice Raquel, pero hay más. Por lo visto el muchacho es sentimental, de ideas sublimes. Los enamorados deciden descansar en la terraza de un café de lujo, en un boulevard en construcción que muestra sus esplendores inconclusos. Así es el boulevard adonde nos dirigimos, interrumpe Alice. Me han dicho que pasearse por él es como viajar a un futuro perfecto, ordenado, limpio. Raquel sigue resumiendo el cuento de Baudelaire. Frente al café, sin embargo, avergonzados de su propia existencia, pronunciaban exclamaciones de admiración un hombre de aspecto fatigado y barba encanecida y dos niños. Uno de los niños estaba tan débil que no tenía fuerzas para mantenerse en pie. El hombre lo cargaba. Desgraciados, intercala Jacques, el placer mayor de los ricos es el espectáculo de nuestra miseria. El narrador, prosigue ella sin hacerle caso, se siente avergonzado. Le remuerde la música de las voces débiles. Le duele la profunda y estúpida alegría del niño pequeño. El hombre sensible busca los ojos de la mujer amada, seguro de que encontrará en ellos un eco de su desgarramiento. Pero ella dice con escarnio que le resultan insoportables los pobres de ojos abiertos, parecidos a puertas de cocheras. Fea imagen, ¿no? Primita, dice Alice Monsanto, a mí tampoco me entusiasman los ojos de los pobres. Para pobres, nosotras. Deberías pintar cuadros bonitos y venderlos. Leo a Baudelaire con pena, dice Raquel. Los escritores todo lo convierten en gran tragedia, como si la vida no fuera ya una tragedia grande. La literatura debe embellecer la vida, elevarla, hacerla mejor de lo que es.

Jacques algo ha oído hablar del poeta, pero Baudelaire ha muerto hace poco y no hay nada más anticuado que un muerto reciente. No han pasado los años indispensables para leer a un contemporáneo que no se distancia tanto de nuestro lugar en el mundo. Además, ese Baudelaire es un autor que confirma la miseria de nuestra existencia, pero parece regodearse en ella, por lo que dices, comenta Jacques. Salvo los héroes, los muertos recientes son decepcionantes, semejantes al bailarín que se desploma sin completar un salto. A juicio del muchacho solo hay un escritor digno de adoración. Es un vivo inmortal, Victor Hugo. Si supiera dónde ha pisado Hugo besaría los lugares precisos de ese suelo sagrado. Aunque aquí la tierra toda es sagrada, porque tiene la memoria que a nosotros nos falta.

El muchacho se sienta en cuclillas. Alice y Raquel lo miran asombradas. Con el cuidado de quien levanta una carga de arena fina sirviéndose de una cucharita, Jacques pasa el dedo por uno de los adoquines sudados de lluvia con mugre y lamenta la perspectiva infinita, abierta por la amputación de calles sacrificadas a la avaricia, una violencia que pretende dejar a la ciudad sin alma. Le parecía un crimen la destrucción de lugares que, si la nariz se empeñaba, despedían todavía el cautivante olor a barricadas y pólvora. Y lamenta que la vista desde el mirador de Saint-Germain-en-Laye, una célebre panorámica, fuera ahora privilegio de ociosos como ese barón de Mauves que vivía chupando la inmensa riqueza de su mujer yanqui mientras se paseaba con mujercitas, y a veces se valía de los servicios de los cocheros inmorales para exhibir a sus recogidas, muchachas que no tenían más destino que la ruina de sus ilusiones, pues morían pordioseras mientras alimentaban fantasías de cortesanas.

(Formar letras despacio, venciendo aristas, dejando temblores en la página. Volver a la escuela de la mano infantil, que intenta dibujar rasgos uniformes y en cada repetición formar espejos y escribir espectros.

Fantasmas cinematográficos

París, 1878).

Jacques da un bastonazo en los adoquines y les asegura que mientras él las acompañe nadie se atreverá a ofenderlas. Es el novio de ocasión de Alice Monsanto, la prima y anfitriona de la pintora en París. Tiene el don del gesto teatral sin la pesadez de los franceses melodramáticos, educados en el culto de las grandezas de la patria. Despierta la simpatía de Raquel, que no tolera con paciencia las payasadas pedantes y sabe –siempre lo supo sin necesidad de que se lo enseñaran– que la tragedia no puede digerirse sin un grano de buen humor.

Ese día, para evitar que su hermano Ludovico cumpliera el juramento de violar a la primita puertorriqueña, Alice la incluyó en un paseo que Jacques propuso con solemnidad de anarquista enamorado, como si las citas galantes fueran lecciones de historia. Irían al carrefour donde convergen Turín y Moscú. Un amigo del muchacho, excombatiente de la comuna como Jacques, es el cochero a sueldo de una calesa de transporte público. Qué ocurrencia, no le cobraría un centavo al compañero. Me conformo, dice el cochero, con un casto beso de la primita de la novia. Solidaridad entre hombres con mujer de por medio, el resto torpe de una anormal camaradería. En el París de 1878 el hombre común no pasa de ser la rata sobreviviente de una matanza. A la propuesta Raquel opone una sola condición: que el cochero con cicatrices de viruela, bigote casposo y manos que parecen cantos de cuero sin curtir le recite a Ronsard, el poema dedicado a la amante senil que todo francés debería saber de memoria. Él se llama Yves y ni puta idea, así que accede a llevarlos de paseo, gratis, desde el Pont des Arts, donde habían recogido a Raquel, que salía del estudio de su maestro de pintura, Carolus-Duran, hasta Tullerías, cruzando el Sena por el Pont Royal. Ya en la calesa, Raquel termina de ponerse los guantes que sacaba del bolso cuando pasaron por ella. Y qué obra maestra pintaste hoy. Ninguna, lavar los pinceles del maestro y tensar lienzos. El domingo es día de limpieza. Soy la lavandera y planchadora del arte. Así empezó el gran Ingres, interviene Jacques, que jamás había visto un producto de la mano de Ingres.

En Tullerías, a la sombra de árboles frondosos, se hace la muda al carruaje de Pierre, un cochero menos astuto. Deslumbrado por la labia de Jacques, Pierre se contenta con una palmada en el hombro y la invitación a una cerveza y una pata de cordero un día de estos en el Veau à Deux Têtes, una taberna a la antigua a la que también prometía invitar a las chicas, muy cerca del Grand-Balcon. Hay que ir de noche para bañarse en la luz de las lámparas de grandes globos encendidos. A Jacques le falta un diente. Habla con un seseo de pajarito astillado. Imposible que alguien tan joven y a diente perdido diga dos palabras en serio, piensa Raquel, por más escalofriantes que sean sus historias de guerra, sangre y muerte.

La memoria de las calles arrasadas, los 30 000 muertos, el exterminio de la dignidad de los obreros; de tantas glorias y horrores algo quedaba en aquella solidaridad de hombres emasculados por la derrota, cuya dignidad apenas se alzaba sobre el lomo de sus animales. Cada encuentro era un homenaje a la mínima elegancia de andar erguidos.

Raquel no puede ver a los miles de muertos. No puede porque no quiere. Si les diera entrada tendría que morirse ella, y rondar las calles de París arrastrada por los muertos asesinados, que no la dejarían volver a su lugar pequeñito, el patio de la casa mayagüezana donde la espera su propia muerte desde el día de su nacimiento. Por suerte Jacques la escuda con alabanzas a la sangre derramada.

Hasta el escribano divino, el maestro Victor Hugo, se ha dejado seducir por estos burgueses que pronuncian la palabra república como antes los cónsules del Terror llevaban la escarapela en el sombrero. Claro, el maestro es un anciano –dice Jacques, temeroso de la blasfemia que acaba de escapar de sus labios.

A Alice Monsanto ya empieza a cansarle la obsesión combativa de Jacques. Con suerte la primita se lo llevaría de souvenir del paso de una mayagüezana por París. Qué palabra inverosímil. Mayagüez. Suena a seda y canapés flotantes, pero, a juzgar por la pobreza de la nativa, no llegaba ni a desierto. Qué aburrida y terrible la suerte de las primas pobres, a un paso de la prostitución callejera si no aprenden a manejar con astucia sus encantos fugaces. Entre todas las parientas pobres, las primas tienen su propio cuadro de circunstancias. No es lo mismo una prima pobre que una sobrina o una nieta pobre.

A Jacques todas las mujeres, desde las sílfides hasta las hombrunas, le recuerdan el milagro de la belleza frágil, el contrapeso del fatídico destino de la guerra que les ha tocado a los machos por pura maldición muscular. Le había salido el bigote en las barricadas, mientras los prusianos entraban y salían de París haciendo lo que les daba gusto y gana, después de mearse con puntería de perros en los monumentos de la patria consensual, abstracta, desmemoriada. La plaza donde habían decapitado a tantos nobles, al rey cornudo y a la reina de los pasteles, era ahora La Plaza de la Concordia. Donde hubo sangre de comuneros y traidores se abrían bulevares infinitos.

La memoria de Jacques es más parlanchina que la de sus compañeros cocheros. Nadie quiso enfrentarse a los prusianos para defender un imperio cuyo monarca se cagaba encima (aquí suelta un pedo con tufo a carne fermentada que las muchachas reconocen con maldiciones y risas). Por lo demás, sus modales son de niñera atenta. Las toma del brazo para cruzar las calles, las mira con ojos mansos, ríe con discreción, les pregunta bajo qué signo zodiacal han nacido, si les gusta más el sabor de lo dulce o la sacudida de las cosas saladas, si padecen de insomnio o mal de nervios, cómo se llamaban sus madres, qué flor prefieren, qué perfume les gusta, por qué tienen las manos tan adorables, los pies tan pequeños y las voces tan melodiosas. De pronto vuelve a su arenga, alentado por el oído solidario de Pierre.

Los aliados burgueses del emperador se escudaron tras una indiferencia imbécil de comerciantes de aldea. Abandonaron París cuando se acercó el alemán, escondiéndose entre los espejos salpicados de mierda de Versalles. Por tanto, grita Jacques, solo los pobres defendimos la igualdad, la libertad y el derecho a la alegría. La alegría fue el espíritu protector de la Comuna. La alegría dispuso los diez mandamientos de los comuneros. Si fueran ley, nuestro único gobierno sería la felicidad. Ningún niño pasaría hambre. Los viejos morirían en paz, tras una madurez saciada en la fuente terrenal de la sabiduría. El conocimiento ya no estaría oculto, brotaría de la alegría, liberado por la solidaridad entre los hombres, y, sobre todo, entre las mujeres.

Jacques era el segundón de su familia. Demasiado díscolo para monaguillo, se fugó de la iglesia de Saint Sulpice, donde el cura viejo insistía en unas caricias insoportables, qué mal aliento tenía aquel demonio en sotana. También se fugó del taller del carpintero Séchard, un amargado que había perdido la facultad de escuchar la voz de las maderas. Jacques, según decía él mismo, era demasiado tierno para ladrón, demasiado enamorado de la mujer para convertirse en chulo. Se amancebó con una prostituta un poco mayor que él. Regalaba amor a cambio de una sopa fuerte y cuidaba a los niños que la mujer no había sabido o querido abortar, cuidándose, por su parte, de no preñarla. Se hizo maestro del coitus interruptus. Señoritas, si desean salir de esa carga enfermiza que provoca muertes y locuras, las auxiliaré con mucho gusto. Entonces sabrán quién es el maestro del amor más inofensivo del mundo. Porque los hombres, hay que ver el daño que hacen derramando sus semillas en la maravillosa cueva de las ninfas. Aquella mujer fue su salvación, pero él hacía lo suyo. Cocinaba, barría, le prestaba atención a la trabajadora callejera que llegaba agotada a la casa, le preparaba baños de asiento y le recordaba su deber maternal para que nada les faltase a Céline y Jean Baptiste. Qué dos angelitos, le aterraba pensar en el futuro de los niños y por Dios que los adoptaría si supiera de ellos. El peso de la realidad es excesivo, pero eso, señoritas, deben saberlo ustedes. La vida no es fácil para las mujeres. Yo me hubiera casado con mi gorda si creyera en el matrimonio. Y no, su negocio era asunto de ella. ¿Cómo culpar a una mujer cuando el obrero, el peón nacido de una santa puta la maltrata y se cree más poderoso cuanto más la rebaja?

Por aquí, falta poco, estamos llegando, aquí puedes dejarnos, Pierre. Ya hemos abusado en exceso de tu generosidad. Anda, hermano, a ganarte unos francos. Jacques las ayuda a bajar de la calesa y les ofrece sus brazos, regalándoles el resto de la historia. Mientras la amada prostituta descansaba de tanto caminar, él emprendía su recorrido por un París que no volverá, señoritas, un París recién fallecido, de callejones tan estrechos que las vecinas se intercambiaban escupitajos de ventana a ventana, mientras los hombres vaciaban las vejigas en las esquinas, que eran tantas como pelos hay en la cabeza de un león. Era un París de tabernas oscuras y atosigantes, de cubujones con mostradores revestidos de plomo, recargados con medidas de peltre para calibrar la potencia de los tragos, que si no le caía bien el parroquiano a la tabernera llevaban el condimento de un salivazo. En aquellos antros de todos los humores se clavaban las mesas a las paredes para que los pendencieros no las convirtieran en palos con que rajarse las cabezas. Con tiempo, un ambiente doméstico y un buen par de medias, podría escribir historias heroicas de cómo París resistió. El populacho, los panaderos, los albañiles y los carpinteros resistieron. No se cansaría de escribir si le pusieran de vez en cuando un buen café de Puerto Rico en la mesa de trabajo.

Alice está harta de las ideas exaltadas de Jacques. Cada hombre tiene su estrategia de seducción. No era la primera vez que escuchaba el canto varonil de un anarquista sin un centavo en el bolsillo. Algunas mujeres no eran fáciles de atrapar con un pañuelito de tela tosca. Alice, eres una cínica, se dijo, como quien se encuentra hermosa ante el espejo. Se fue alejando de sus acompañantes, adelantando pasos. Raquel podría perder el himen triste y con la alegría del desvirgue inspirarse y pintar el retrato de la conserje del edificio, una avara miserable. Si le salía bien la efigie de aquella virago, llevaría una hogaza de pan a la casa. Las exiguas remesas del hermano se atrasaban. Por suerte la prima apenas comía. Hablaba hasta por los codos y se deslumbraba con nimiedades.

En realidad, amigas, no me hagan caso cuando hablo de tabernas, dijo Jacques, advirtiendo el alejamiento de Alice. No sabía gran cosa de la ciudad vieja porque era muy joven. Solo la leyó en novelones, pero sí recordaba haber recibido en la pierna un bayonetazo de alcahuete francés. Eran hienas que se disputan los restos dejados por los prusianos. Los traidores acabaron con los comuneros que en tan poco tiempo habíamos dado a luz un mundo perfecto. Por eso Jacques existe: porque recuerda.

El mundo perfecto es un círculo, le explica a Alice Monsanto y a su prima, esa miniatura tan linda y chistosa. Es un círculo, porque el círculo tiene un centro pero cada punto del círculo es, a la vez, el centro de otro círculo, y así al infinito. Los comuneros solo se representaban a sí mismos, pero no como representan los republicanos al pueblo, sino en asamblea permanente, donde cada cuerpo era el centro de un universo. Había espacio para el borracho depravado pero no para el usurero reincidente. ¿Verdad, primita? Descuartizábamos a los alcahuetes de los burgueses y de noche hacíamos fiesta con cocido de cerdo.

Raquel se cubre la cabeza con las manos, se pone bizca. Alice Monsanto, cansada de las monifaterías de la primita puertorriqueña, barre con la mirada la anchura del carrefour y se fija en un café que brilla en la esquina de la calle Turín. Admira la elegancia de una pareja que se pasea, él con sombrero de copa, ella sosteniendo en una mano la falda y apoyándose con la otra en el brazo del hombre. Él, además de hacer ostentación de prosperidad con la panza fajada, sostiene un paraguas con la gracia de quien abre la cartera para dejar billetes crujientes en el plato de las propinas. Jacques le ríe las muecas a Raquel. Ella no puede imaginar a alguien tan gentil, con su cara marcada de puntitos de viruela y una mella entre dientes perfectos –pedacitos de coco– descuartizando y devorando carne de traidores. Los franceses y el teatro, los franceses y las charadas, los franceses y el destino.


Decidimos defender la ciudad, prosigue Jacques, hablando solo para Raquel. Alice lo hala del otro brazo, con la esperanza de que la pareja próspera se detenga en el café adonde arrastra a su prima y al novio sin que Jacques, con los ojos nublados por el ensueño de recordar, se dé cuenta de cómo la mujer pretende sentarlo en aquel lugar sin alma y para colmo carísimo. Dejamos nuestros espíritus en los callejones, en lo que quedaba de los barrios siniestros. Los bulevares siempre han sido refugio de cobardes, dice abanicando el aire con una mano de uñas mordidas.

Ah, las barricadas. ¿Saben de qué estaban hechas las barricadas? De todas las cosas que usó Dios para construir el mundo y unas cuantas más. De adoquines arrancados al pavimento, de cuellos y culos de botella, de alambre de hierro, de los portones de los conventos, de materiales hirientes para evitar el paso de los traidores. Y de elocuencia, jamás se admiró gracia semejante. Yo mismo pronuncié un discurso muy aplaudido en la esquina de la calle St. Honoré, sobre la imposibilidad de que Dios hubiera intervenido en la canonización del caballo del rey Carlomagno, como me habían enseñado en la escuelita del padre cariñoso. Total, un caballo es más útil que muchos santos y que cualquier rey, y más noble. Montar a un rey contagia la sífilis, un caballo te lleva lejos de tus enemigos. Comerse a un rey produce envenenamiento, la carne de caballo es una delicia. Los ojos de un rey reflejan estupidez. Los de un caballo son joyas hermosas.

Raquel casi ríe pero al ver la expresión enfurruñada de su prima Alice, tan biliosa de humores e impredecible, como si fuera mucho mayor de lo que confiesa ser, pone cara de funeral. El cielo se ha vuelto gris. Dan ganas de sentarse en el café y observar.

Aquí, en este carrefour, se puede lucir elegante.

Jacques no se da por enterado mientras Alice ordena para los tres, guiñándole un ojo al mozo para que no los eche a patadas del café con mesitas al aire libre y vidriera transparente. Jacques ha pasado del relato al trance. Sigue hablando de la Comuna de París, el poema épico de los pobres. El burgués pacta, el obrero defiende la patria. Liberticidas, ultramontanos, católicos, monárquicos, traidores a la República de París, a la soberanía de París. La soberanía siempre es local, señoritas. ¿Acaso deben esperar los hombres a que todos los habitantes del mundo se arranquen las vendas de la estupidez para proclamar su derecho a la libertad?

Espíritu de concordia, unión y amor republicano. Eso fue la comuna. Si quieren les enseño la cicatriz. Muy buen café, buena nariz, resucita muertos, debe ser de tu patria, exótica, salvaje Raquel. Me duele todavía, nunca sanó bien. Por suerte no perdí la pierna. Sí, me cuidaron ella, y Celine y Jean Baptiste.

Una tarde, al salir renqueando de la casa de la mujer que lo sanó con más cariño que cataplasmas, se encontró en la Place de Vosges con el tintorero Bongrand. Sentados en un banco, frente a la casa que había sido de Victor Hugo, se les acercó una pareja de niños pordioseros. Jacques sintió una rabiosa iluminación. Ya había olvidado cómo se nos dividió la vida. El paraíso duró sesenta días. Puedo describirlo en pocas palabras. Toda la humanidad anterior, hombres, mujeres y especies anónimas, habían sido bestias. Una inmensa mayoría de bestias, inconscientes de que las cadenas más invencibles están hechas de ilusiones. De un golpe, el pueblo sin distinción de oficios abolió la pobreza. Se repartía con dignidad lo que el sol y la noche descubrían en las alacenas y en los campos, lo que empezaba a reverdecer en los huertos. No se sabe qué vino antes, si el olvido, el miedo, la traición o la matanza. Pero se nos dividió la vida. Y volvimos a ser bestias de carga. Aquí huele a sangre. Para construir este bulevar usaron sangre, porque la sangre tiene una viscosidad insuperable, eso decía Jacques (desconocía que el néctar de algunas frutas es tan viscoso como la sangre).

Jacques está loco, no lo recibiré más, decide Alice. La elegancia es limpieza. A quién se le ocurre echar de menos al París de las hambrunas, del paté de hígados de rata, de las tabernas sucias con globos de cristal empañados, de los callejones tortuosos donde la carne iba en busca de hojas asesinas. Y yo para qué quiero lucir elegante, dice Raquel, adivinando los pensamientos de la prima. Prefiero pintar, cantar. No hagas tantas muecas, Raquel, dice Alice. Qué idiota eres.

A Raquel no le molesta que le digan idiota. Es una ventaja ser la zurrapa, lo que quedó en el fondo de la voluntad reproductora de su madre tras varios abortos. Tiene sus privilegios ser hija de personas maduras. El padre le decía Pulgarcita y la madre la vestía de muñeca. Estos parisinos tan duros y civilizados son bastante ridículos. Hasta qué punto, pensó entonces, ante la gestualidad de Jacques, ante su recitación palabra por palabra de proclamas altisonantes, la guerra es cuestión de música mala más que de armas.

Parecer idiota otorga ventajas, como cuando el mozo presenta la cuenta en una bandejita de plata. Jacques monta en cólera, amenaza con retar a duelo al traidor a su clase. Alice la mira, exigiéndole lo imposible. Tú sabes que yo no tengo un centavo, dice Raquel, levantándose de la mesa y estirando los brazos para despedir al sol poniente.

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