Kitabı oku: «Ciudadanos, electores, representantes», sayfa 9

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[...] los colegios no son siempre los mismos representantes legítimos de la voluntad de los pueblos [...]. Exigir que los electores tengan la misma voluntad del pueblo sería un absurdo; y aunque no sucede siempre en la elección directa, hay más relaciones, más inmediación, más contacto para conocer a los candidatos.44

El problema de la escasa representatividad del modelo de sufragio indirecto no solo afectaba a Perú, sino que se daba también en Europa. En España, Mario Navarro mostraba así sus críticas a dicho sistema, que en su opinión era «el que más se aparta del camino que conduce a que los Parlamentos sean una verdadera representación del país»:

[...] con él no llega a obtenerse siquiera en gran número de casos la representación de la mayoría de los electores, sino que, por el contrario, el resultado que se obtiene en el mayor número de las elecciones así hechas es la representación de una minoría, a no ser que los compromisarios o el Diputado sean elegidos por unanimidad.

En su obra Estudios sobre procedimiento electoral, Navarro añadía que el modelo electoral en dos grados conduciría «a que el elector primario no vea en el elegido el representante de su propio voto, no se comunica con él, no siente que por este medio su acción sea directa en el Gobierno». Faltaba, por tanto, una íntima conexión entre el elector y el representante, un elemento que algunos autores, como Bentham, habían invocado como una necesidad.45

En segundo lugar, los defensores del sistema electoral directo estaban convencidos de que este era un modelo más avanzado que, por otra parte, contaba con una buena acogida en Europa. En este sentido, Silva Santisteban veía la elección indirecta como un retraso, en un momento en el que algunos países europeos, como Francia o la recién unificada Italia, ya contaban con un sistema de sufragio directo. Desde esta perspectiva, por tanto, la adopción de un modelo electoral indirecto en Perú supondría confirmar el atraso político de este país andino con respecto a las potencias más avanzadas del momento.

Sin embargo, el representante Ángel Ugarte creía que el argumento del establecimiento de la elección directa en algunos países europeos considerados más avanzados no era válido, pues el nivel de educación de dichas sociedades no era el mismo que se podía encontrar en la sociedad peruana. Así, este individuo aseguraba:

Si algún pueblo europeo usó de la elección directa con buen éxito, fue sin duda por el grado de cultura en que se hallan sus masas, muy al contrario de nuestros pueblos en su mayor parte, que tienen escasas nociones de cultura, de moralidad y lo que es más, de virtudes republicanas, sin cuyas cualidades han sido y continuarían siendo el juguete del poder y de expertos aspirantes, en el sistema de elección directa.46

Mediante este discurso se ponía de manifiesto la idea de que la naturaleza del pueblo peruano hacía imposible el establecimiento del sistema de sufragio directo. Resultaba inconcebible que un pueblo analfabeto eligiese a sus representantes, ya que «el que elije debe tener conocimiento de las calidades que ha de reunir el elegible», y por tanto era «imposible que el pueblo [...] pueda hacer una elección acertada de los Senadores».47 En este sentido, el representante José María Pérez señalaba el error que se había cometido en la anterior Constitución de 1856, cuando se estableció el sufragio directo creyendo que «las poblaciones del Perú poseían ya las calidades de acierto que demanda el ejercicio del sufragio directo». Sin embargo, Pérez no pensaba que la escasa preparación de la población para el sufragio directo fuera una característica exclusiva de la población peruana, pues afirmaba: «La experiencia nos ha enseñado que el terreno no estaba todavía dispuesto para hacer fructificar esta mejora y, sea dicho en honor de nuestros pueblos, como no lo está la Francia misma, que preside la marcha de la ilustración». Debido a ello, el sufragio se convertía en «objeto de rateras especulaciones, lo que debiera ser el voto sincero de la conciencia de los ciudadanos y el sagrado ejercicio de un derecho se convierte en tráfico ruin». Frente a este cúmulo de problemas que traía consigo el modelo de sufragio directo, el indirecto aparecía como el sistema ideal, en el cual:

El pueblo [...] escoge el tanto por ciento entre los que se distinguen o le son superiores. Esta porción escogida y que debe suponerse compuesta de lo más sobresaliente en la clase activa popular, alza sus miradas a una esfera de mérito más elevada, elige en ella sus candidatos y mediante esta purificación, se puede contar con una prenda de acierto y casi con la seguridad de que la Representación Nacional recaerá en los ciudadanos más aptos, más patriotas y más dignos de regular los destinos de la Patria y de conducirla a un próspero porvenir.48

En la misma línea, Heros recurría a la historia reciente de Perú para señalar los inconvenientes que había causado la elección directa en los escasos momentos en que se había establecido en el país y apostar, por tanto, por la idoneidad del sistema de sufragio indirecto, que, en su opinión, había conseguido demostrar su eficacia: «No se conocen sino la elección directa y la indirecta; esta última ha sido muchas veces ensayada sin ofrecer inconvenientes en la práctica, mientras la primera ha producido pésimos resultados en sus dos únicos ensayos».49

Como vemos, los detractores del sistema de sufragio directo a menudo utilizaron como argumento la situación de atraso de la sociedad peruana con respecto a la educación. Aseguraban que la mayoría de los pueblos del país eran analfabetos y que esta población no estaba preparada para realizar una votación directa de los representantes: «gran parte de nuestras masas vive en un estado de perpetua ignorancia, razón por la cual, en nuestro sistema democrático, no puede realizarse el principio de que todos ejerzan parte de la soberanía popular».50 De esta manera, se les achacaba el desconocimiento de los principios y valores morales republicanos necesarios para decidir. Además, culpaban en buena medida de este retraso educativo a su pasado colonial: «El régimen colonial, del que salimos para no volver jamás a experimentarlo en ninguna de sus manifestaciones, nos dejó sin aquella educación conveniente para optar por el régimen representativo que tantas virtudes y tantas luces requiere para su ejercicio».51 Así, propugnaban una mayor educación de la población en estos principios; pero hasta que este objetivo se cumpliese, el sistema de votación que se debía implantar era el indirecto. También afirmaban que no se podía comparar la sociedad peruana con las de otros países más avanzados en materia de instrucción, en los que sí se había instalado el sistema directo. Se advertía en este punto un sentimiento de inferioridad con respecto a Europa, bastante extendido entre las élites políticas latinoamericanas. Incluso iban más allá y diferenciaban entre el nivel de instrucción de la población limeña y de las zonas costeras, más desarrolladas, y el de los peruanos que residían en el interior del país, donde en muchas ocasiones no se habían instalado ni tan siquiera las escuelas primarias.

Frente a esta idea, sin embargo, se alzaron algunas voces. El senador arequipeño Miguel Abril afirmaba que los pueblos del interior del Perú no estaban tan atrasados como se suponía. La mayoría de ellos al menos contaban con cinco personas que supieran leer y escribir, por lo que podían formar un colegio electoral. En esta misma línea se encontraba Francisco Alvarado Ortiz, procedente de Loreto –la provincia peruana que se situaba más al interior–, el cual instaba a «conocer mejor el país: hay en los valles algunos pueblos pequeños cuyos habitantes son civilizados: los hacendados que son indios forman parte de esos pueblos».52 Además, buena parte de los parlamentarios peruanos defensores del modelo electoral directo criticaban la consideración paternalista del ciudadano como un «pupilo» ignorante al que había que negar el derecho a elegir directamente a sus representantes: «Si se han cometido abusos con el sufragio directo, corríjanse, o si fuere preciso restringir el sufragio, restrínjase, mas no se convierta al ciudadano en pupilo, dándole por tutor o guardador a un elector, o persona intermediaria para que elija por él».53

En el caso español, también se utilizó con frecuencia el argumento de la incapacidad del electorado para elegir a sus representantes como defensa del modelo indirecto de sufragio. No obstante, el ya citado Mario Navarro se mostró en contra de dicha afirmación, trayendo a colación el dilema planteado por John Stuart Mill:

O el elector primario es incapaz de elegir un Diputado, pero es capaz de designar a quien lo elija en su nombre, y entonces la elección de segundo grado es completamente inútil, porque en tal caso bastaría que el elector se dirigiese privadamente a aquella persona de su confianza, consultándole a quien debe votar [...]. O el elector primario quiere hacer una elección directa en favor de un determinado candidato, y entonces hace inútil el mecanismo de la doble elección [...].54

En tercer lugar, la cuestión del fraude en las elecciones era un elemento recurrente en los debates sobre este tema. Cada uno de los defensores de uno y otro sistema aseguraban que el que apoyaban era el proceso más transparente y ajeno a la intervención de las autoridades; no obstante, todos ellos daban por supuesto que este era un elemento difícil de evitar y de eliminar.

Por un lado, los defensores del sistema indirecto creían que el fraude electoral era más frecuente con la instalación del sufragio directo, pues la población que votaba en los colegios electorales parroquiales, debido a su escasa ilustración, era mucho más manipulable que los electores de provincia elegidos como «los mejores». En este sentido, Ugarte afirmaba que las elecciones serían mucho menos fraudulentas con el sistema indirecto, en el que las autoridades, a su parecer, no podían influir tanto, y por ende prevalecería la voluntad del pueblo. En esta misma línea se situaba el diputado Juan Oviedo, que aseguraba una menor corrupción electoral con la utilización del sistema indirecto, ya que «mucho más fácil será comprar a las masas que a las personas elegidas para formar los Colegios, los que siempre debe suponerse son los más notables de las poblaciones».55 Además, este representante también hacía referencia al atraso educativo del pueblo peruano como impedimento para establecer el principio ideal de libertad, así como establecía una diferencia sustancial en cuanto a la madurez democrática de la capital y del resto del país.

Por otro lado, los defensores del sistema directo también aseguraban que el modelo que apoyaban era el que dejaba menos puertas abiertas al fraude electoral. En primer lugar porque, en el modelo electoral indirecto, al haber un número menor de personas encargadas de hacer la elección final, era más fácil comprar esos votos, abriendo el camino a las prácticas fraudulentas. Además, como aseguraba el representante Manuel Gregorio León, con la instalación de un modelo de sufragio indirecto, «los desórdenes se duplicarían, pues a más de los que se practican para la elección de electores, tendríamos después las reuniones de estos, no menos arregladas de aquellos de manera que los escándalos vendrían unos tras otros, en manifiesto daño del país».56 En estas palabras se encontraba presente la idea de que la corrupción y el fraude electoral eran algo imposible de evitar; por tanto, cuantos menos procesos electorales se celebrasen, menos oportunidades para el fraude habría. Así, existía una imagen bastante extendida entre los parlamentarios latinoamericanos, en la cual se asociaban las elecciones con el caos, la anarquía y el desorden. Sirvan como ejemplo las palabras del ecuatoriano Nicolás Martínez: «Multiplicar las elecciones en los gobiernos republicanos es multiplicar convulsiones fuertes con riesgo de perder la soberanía misma y la independencia».57 El mismo discurso era expresado por su compatriota Vicente Sanz, el cual afirmaba que «la palabra elecciones era sinónimo de revoluciones».58

Bajo estas premisas, desde una y otra posición los parlamentarios trataron de buscar ejemplos concretos de manipulación del sufragio en su propia historia electoral. Así, Evaristo Gómez Sánchez traía a colación lo sucedido en las elecciones de 1855, en las que se había seguido un modelo de sufragio directo:

¿Qué fue señores la elección de 55? ¿Quién no vio los tabladillos electorales convertidos en mercados? ¿Quién no sabe que al tabladillo de la capital de la República, mandaban los candidatos a sus agentes o corredores, quienes colocados lado a lado de las mesas compraban el sufragio de los manumisos y de los hombres perdidos y más abyectos, únicos electores que llegaban a las urnas, estipulaban el precio de su voto, y después de haberlo recibido y sufragado iban a otra parroquia a practicar lo mismo?

Prosiguiendo con el discurso, el mismo diputado señalaba que: «No solo no eran los diputados emanados de tales elecciones, expresión del voto de los pueblos, sino que su nombramiento era el fruto impuro de un comercio indigno en que se compraba a peso de oro el derecho de ocupar un asiento en el Congreso».59

Frente a estos argumentos, los partidarios del modelo directo defendían que si este sistema había fallado anteriormente no había sido por culpa de la ley, sino de la intervención de las autoridades en las elecciones. Silva Santisteban aseguraba también que el sistema indirecto no impedía las «dualidades» y «trialidades» en las mesas electorales, es decir, la aparición de varios colegios electorales que funcionaban a la vez en una misma parroquia o provincia:60

Las dualidades y tantos otros escándalos, ¿se cree que han emanado del voto directo? Ya veremos cuando se plantifique el indirecto, si esos males se remedian, o si completamente tocamos en el desengaño; veremos entonces que no está el mal en que el voto sea directo o indirecto, sino en otras causas; y veremos también, que en vez de curar la enfermedad radical, vamos a curar el síntoma.61

En cualquier caso, como se podía apreciar en estas palabras, «el mal» no estaba en el modelo de sufragio en sí mismo, sino en una cultura política que validaba determinadas prácticas electorales fraudulentas con el objetivo de conseguir los resultados deseados. Así, la corrupción electoral era un elemento que había estado presente –y lo seguiría estando– en todos los procesos electorales celebrados en Perú a lo largo del siglo XIX, con independencia del modelo de sufragio que se utilizase. Como veremos en el siguiente apartado, la preocupación de los representantes por establecer unas elecciones limpias colisionaría a menudo con una realidad sembrada de continuos casos de manipulación electoral.

Finalmente, el debate suscitado en el Parlamento peruano acabaría con el establecimiento de un sistema electoral indirecto de dos grados.62 La primera de las votaciones tenía lugar en el colegio parroquial. En este nivel podían votar todos los ciudadanos que tuvieran derecho a sufragio, los cuales debían poseer una boleta de ciudadanía que les habría sido entregada por las juntas de registro cívico. Estos sufragantes elegían una serie de electores, uno por cada 500 habitantes y uno por cada pueblo (aunque este tuviera menos de 500 habitantes). Los individuos que podían ser seleccionados como electores debían poseer una serie de requisitos que quedaban establecidos en la ley electoral.63 En el siguiente nivel, los electores se reunían en la capital de la provincia para llevar a cabo la elección que designaría a los representantes –diputados, senadores y presidente de la república–. Además de los cargos centrales, los colegios electorales de provincia se encargaban de elegir también los cargos municipales, tales como los síndicos procuradores y otros agentes municipales. No obstante, se dejaba a una ley posterior –la ley de municipalidades– el establecimiento del número de miembros de que se debía componer el Consejo Municipal y las funciones de cada una de sus comisiones.64

Si dirigimos la mirada ahora a Ecuador, si bien en este país se había redactado una ley electoral en 1861, esta fue sustituida por una nueva tan solo dos años más tarde, en 1863. Así, resulta significativo que se promulgasen dos leyes electorales dentro de una misma legislatura, durante la primera presidencia de Gabriel García Moreno (1861-1865). Los legisladores que redactaron esta segunda ley de elecciones justificaban este cambio afirmando que uno de sus objetivos principales era «corregir los defectos y allanar las dificultades» que había supuesto la anterior ley de 1861.65 A pesar de ello, ambas leyes electorales compartían el mismo modelo de sistema electoral, ya que este era una imposición constitucional que mediante su artículo 15 decretaba el establecimiento de «elecciones populares por sufragio directo y secreto».66 Así, al contrario de lo sucedido en Perú, en Ecuador se estableció un sistema electoral directo para la elección de los representantes centrales (diputados, senadores, presidente y vicepresidente de la república), en el que podían participar todos los ciudadanos activos. Los miembros de la comisión encargada de elaborar el proyecto de constitución en 1861 habían decidido que esta era la mejor opción para su sistema representativo, ya que consideraban que el sufragio directo y secreto «consultaba mejor la libertad del sufragio» y además estaban convencidos de que, de este modo, «los pueblos tomarán mayor interés y más especial cuidado en el nombramiento de sus gobernantes».67 Pero este no era un convencimiento exclusivo de los miembros de la comisión encargados de redactar la Constitución y la ley electoral, ya que en las cámaras parlamentarias ecuatorianas de la década de 1860 no encontramos voces contrarias a la mayoría que apostasen por un modelo de elección indirecto. Así, a diferencia de lo sucedido en el Parlamento peruano, en Ecuador no aparecieron grandes debates en torno al modelo de sistema electoral. La decisión de establecer un sufragio directo en el país era compartida, además, por buena parte de la opinión pública. En este sentido, El Primero de Mayo del 17 de diciembre de 1860 contenía un artículo en el que se afirmaba la conveniencia del modelo de elecciones directas:

Cuando se les deja a los pueblos completa libertad para dirigirse por el camino que más les agrada, no se equivocan jamás en su elección, porque toman siempre el camino mejor y más corto; su destino será el que ellos elijan y el Gobierno no tendrá otra misión que la de presidir su marcha y quitar los obstáculos que le opongan los enemigos de la libertad y de la ventura nacional.68

Sin embargo, el establecimiento de un sistema electoral directo suponía una innovación en el desarrollo electoral desde la independencia ecuatoriana, ya que desde la primera Constitución de Riobamba de 1830 hasta la de 1852, todos los textos constitucionales habían establecido un sufragio indirecto en diferentes niveles para la elección de los representantes. Solo la Constitución de 1843 había introducido el sufragio directo únicamente para elegir a los senadores, reservando la elección indirecta para los diputados.69 No obstante, a partir de la Constitución de 1861 el sufragio directo y secreto sería la tónica general que seguiría el país en la segunda mitad del siglo XIX.70

Así, la segunda carta fundamental de la década, la Constitución de 1869, también estableció un modelo de sufragio directo, aunque en este caso sí hubo algunos titubeos entre los parlamentarios. En concreto, a la hora de discutir el proyecto legislativo presentado, se debatió acerca de la conveniencia de que los senadores suplentes fueran elegidos por los propios senadores, y no por elecciones populares. En contra de esta disposición se situaban representantes como Nicolás Martínez, Rafael Carvajal o Felipe Sarrade. Este último manifestaba: «ya la Constitución establecía el sufragio directo y daba esta facultad al pueblo, y no había razón para despojarlo, cuando la experiencia nos había manifestado con cuanto acierto había hecho uso de este derecho». Sin embargo, también había posturas favorables al establecimiento de este inciso, que aportaban argumentos similares a los esbozados en Perú por parte de los defensores del sistema electoral indirecto. Por ejemplo, Javier Salazar opinaba que «ciertamente ofrecen mayores seguridades de acierto los Senadores, que serán los ciudadanos más respetables en quienes no es fácil influir como en las masas populares».71 Finalmente, este artículo no fue incluido ni en la Constitución de 1869 ni en la posterior ley electoral promulgada en el mismo año. Se validaba, por tanto, el sufragio directo en todas sus dimensiones.

Frente a la polémica suscitada en Perú en torno a los niveles en los que debería dividirse el sufragio, lo esencial del sistema electoral ecuatoriano era la distinción que planteaba entre ciudadanos activos y pasivos, ya que solo los primeros eran los que tenían derecho a sufragio directo y secreto.72 Al establecer un sistema de elecciones directas, los requisitos exigidos a los votantes en Ecuador debían ser mayores que en otras naciones. Por ello, el acceso a la ciudadanía activa venía delimitado en este país por una serie de condiciones muy restrictivas, entre las que se encontraba –desde 1830– el criterio de la alfabetización. La restricción de la ciudadanía desde el comienzo de la República permitió a Ecuador establecer un sistema de elecciones directas desde una fecha relativamente temprana: 1861. Frente a la estrategia de selección social llevada a cabo por Ecuador, en Perú se implantó un concepto de ciudadanía inclusiva, en la que cualquier peruano varón y mayor de edad podía ser considerado ciudadano, mientras que se reservaban mayores exigencias para acceder al sufragio.73 En cualquier caso, ambos eran sistemas de sufragio limitados, en los que la elección de los representantes nacionales quedaba concentrada en un grupo reducido de población, bien fuera mediante un sistema de votación directa con requisitos muy altos para el sufragante, lo que impedía el acceso al voto a un gran porcentaje de población –el caso de Ecuador–; o bien fuera mediante un sistema de votación indirecta, en el que la participación política era bastante amplia en el primer nivel, mientras que las mayores exigencias de acceso al voto se reservaban para el segundo nivel, donde definitivamente se elegían a los representantes –el caso de Perú–. De un modo u otro, ambas estrategias electorales compartían el mismo objetivo: dejar en manos de «los mejores», los más aptos, la gobernabilidad del país.

La importancia de las elecciones en los primeros sistemas representativos era crucial, pues de este modo los gobiernos conseguían legitimarse. Por ello, la definición del alcance del sufragio –a la que se dedicará el capítulo 7– era un asunto tan importante para las élites políticas e intelectuales. Igualmente, resultaba trascendental garantizar la limpieza de los procesos electorales, una preocupación que aparecía de forma frecuente en los discursos políticos de todo el mundo occidental. Esto me lleva a hablar de la relación existente entre los sistemas electorales decimonónicos y la corrupción y el fraude electoral.

CORRUPCIÓN Y FRAUDE ELECTORALES

A pesar de la diferencia principal en torno al modelo de sufragio –directo o indirecto–, los sistemas electorales instalados en Perú y en Ecuador durante la década de los sesenta no eran tan distintos entre sí. Tanto la ley electoral ecuatoriana de 1863 como la ley de elecciones peruana de 1861 establecían que serían los miembros de las Cámaras Legislativas los encargados de convocar las elecciones y, una vez concluidas, hacer el escrutinio de los votos obtenidos, para proclamar finalmente a los candidatos elegidos. Así, desde el poder legislativo se controlaba todo el proceso electoral. A la hora de calificar las actas electorales, la comisión seleccionada para ello debía estar muy atenta a la posible aparición de errores o fraudes. Como he comentado anteriormente, el peligro del fraude electoral era un elemento permanente en las culturas políticas del liberalismo. Por tanto, no resultaba insignificante el hecho de que en todas las leyes electorales que se sucedieron en ambos países a lo largo del siglo XIX se dedicara un apartado a señalar los «actos prohibidos en las elecciones», las «garantías de los electores» o los casos en los que las elecciones podrían declararse nulas.74 Según el senador peruano Silva Santisteban, lo que estos artículos pretendían era «garantizar la inmunidad del elector, que en ese acto es la misma que la de un Diputado, pues va a ejercer un derecho tan sagrado como el de elegir».75 La aparición de diversos artículos en las leyes electorales que trataban de evitar la corrupción y el fraude electoral ponía de manifiesto una aparente preocupación por parte de los representantes por asegurar la limpieza y la transparencia de los procesos electorales. Sin embargo, estos artículos no siempre se cumplían.

Los representantes se consideraban los depositarios de la voluntad de concepciones abstractas como la nación o la ciudadanía, y por tanto, podían tomar las decisiones que afectaran al Estado en su nombre. En la legitimación de este sistema resultaban totalmente imprescindibles los procesos electorales: las elecciones en el siglo XIX latinoamericano se convirtieron en un elemento principal para otorgar legitimidad a los nuevos Estados, a la vez que funcionaban como un mecanismo que permitía la evolución del Antiguo Régimen a los gobiernos liberales basados en el concepto de representación. Por ello, buena parte del trabajo parlamentario durante la segunda mitad del siglo XIX se dedicó a la elaboración de leyes electorales que hacían especial hincapié en evitar la corrupción y el fraude. Unas elecciones transparentes eran la base para la legitimación de los representantes que salieran elegidos de ellas.76

No obstante, en ocasiones, para garantizar que llegaban al poder los individuos más idóneos, resultaba necesaria la utilización de prácticas fraudulentas en los procesos electorales. Como afirma María Antonia Peña, «la mediación clientelar discriminativa y el recurso caciquil al fraude y a la violencia contribuían a mantener el poder en el seno de las élites».77 Por ello, los debates parlamentarios en torno a la corrupción y al fraude electoral fueron una constante en las asambleas representativas de todos los sistemas occidentales durante el siglo XIX. En concreto, en la década de 1860, tanto en Perú como en Ecuador, los debates en torno a este tema fueron muy frecuentes, y mostraban una preocupación que procedía de la etapa anterior, en la que la intervención de las autoridades políticas militarizadas en las elecciones había sido habitual. Así, Cecilia Méndez ha señalado que el periodo que transcurre entre 1820 y 1850 quedaba definido por dos elementos esenciales: la ruralización y la militarización del Estado.78 Durante estos años, el mundo rural era imprescindible para que un caudillo se asentara en el poder político a través de los ejércitos caudillistas formados fundamentalmente por campesinos. Los gobiernos que resultaban de estos procesos eran absolutamente inestables, por lo que el país vivía constantemente un estado de guerra civil.

En Perú, la ley de elecciones de 1861 tenía como uno de sus objetivos principales acabar con la intervención de las autoridades en la participación ciudadana a través del sufragio.79 Con este objetivo, esta ley dedicaba un apartado a los «actos prohibidos en las elecciones». Entre ellos, se prohibía entrar en el lugar en el que se celebraban los comicios con todo tipo de armas, así como no se permitía detener a un votante durante el proceso electoral, a no ser que fuera hallado en «infraganti delito». Esta última prohibición trataba de impedir la injerencia de las autoridades en la elección, pues frenaba la posibilidad de que estas detuviesen a un individuo cuyo voto no conviniese hasta el final del proceso. En esta misma línea se situaban otros artículos que impedían la entrada en los colegios electorales a prefectos, subprefectos, gobernadores, tenientes gobernadores y agentes de policía. Por último, una serie de artículos pretendían evitar la falsificación de las actas electorales mediante la descripción de un exhaustivo proceso para llevar a cabo su redacción, garantizando en todo caso su autenticidad.80 Además, la legislación establecía la configuración de una comisión del Cuerpo Legislativo encargada de calificar los resultados electorales en busca de posibles errores o fraudes. Cuando se producía una actuación sospechosa de fraude electoral en un determinado colegio electoral, la comisión podía –incluso, debía– declarar la nulidad de las elecciones efectuadas.

A pesar de la declaración de intenciones de eliminar estos comportamientos, la corrupción, la violencia y el fraude seguirían caracterizando todos los procesos electorales del siglo XIX peruano. De hecho, la identificación de los procesos electorales con algún tipo de desorden público y con la intervención por parte de los poderes parecía un elemento asumido por las élites intelectuales: «las elecciones populares [...] han sido por desgracia entre nosotros la piedra del escándalo hace largo tiempo».81

La primera oportunidad que tuvo la recién promulgada ley electoral para demostrar su eficacia o inoperancia fue en las elecciones municipales convocadas el 1 de junio de 1861. No obstante, en ellas ya empezaron las denuncias sobre fraude electoral. Concretamente, en las celebradas en Lima, la comisión calificadora señalaba la duplicidad –en el país andino denominada «dualidad»– de colegios electorales, algo que sería bastante frecuente en las elecciones que se sucedieron en Perú a lo largo del siglo XIX. Así, se denunciaba la constitución de una segunda mesa electoral que funcionaba de forma ilegal y en paralelo a la mesa oficial.82

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