Kitabı oku: «As de corazones rotos», sayfa 2

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II. Retando al miedo

Quién pudiera compartir la expresión cálida de mis ojos y advertir que hojeando las páginas secretas de cada vivencia me concentro y entretengo. Embelesa al infinito horizonte su cielo quieto; extiendo las manos queriendo tocarlo, para hacerlo un poco mío, como amante de verano que deambula por la arena sin dejar de voltear su vista hacia arriba para acariciar con su mirada el azul del cielo.

Así de cautelosa estoy, mirando cómo estos recuerdos en letargo se disipan y desperezan cual del invierno la primavera, para nunca más sentir que he perdido, si fui capaz de amar y ser, si conocí la verdad o la mentira, fieles cómplices de aquella piel y de todo lo celestial que heredaron, lo asombroso y bello, profundo, intangible y misterioso, y aquel orgulloso placer de entrega que me diera la suerte y bendición de haber prestado mi entraña amiga para sacar a la luz preciados tesoros. Por ellos, no dejaré que tambalee el despegue limpio de mi nave humana, si ungida de emociones puedo ahora recurrir a esta visión tangible y transparente, fruto de amor que esboza con pincel de fino trazo la pureza en el rostro de los hijos; si en aquel irrepetible ayer compartí sus juegos y a hurtadillas de la absurda madurez que siempre reclama, decidí por fin tomar los puntos equidistantes del ser que me rodeaba, hasta rendirme en el placentero gozo de ser madre y ser mujer, rindiendo tributo a la premura, soltar mi cabello largo y negro, como manto de la noche, inédito, aproximarme en puntillas a la misma ruleta del destino, para sacar el último as bajo la manga y apostarle a la vida una nueva jugada.

Qué poco duró ese milagro, qué ráfaga de luz fue la alegría, qué inmensa ansiedad me sorprendió. Menos fuerte que ayer e indefensa, bosquejé la figura ya perdida, conquisté la idea de salir corriendo, huir de esa loca fantasía, no detener mi paso, aunque cayera, gritar en campo abierto las quimeras, invocar a los sentidos y que estos permitan sentir sobre mi cuerpo poesía y vestirme de tul con agua fresca.

Sin embargo, la idea de Dios me desvelaba. Dónde pernocta Él si yo sufría, imberbe ser humano en desquite ilusorio, saboreando el tormento que emerge del averno; si también lo extrañaba, eterno no a todo lo que oliera a sentimiento, pues la idea del perdón me obsesionaba; si equivocada escogí al hombre de la vida, al compañero, intenté gentil y cauta disculparme con el ayer inoportuno; el presente ahí estaba sin reparos, escondiendo sus secuelas en el delantal de la quimera gris. Quise inocente por ello, con bondad y sin regreso, contarle al mundo que era suficiente que sangrara aquella herida, verter la prisa en el cántaro afanoso de la espera y estar despierta demasiadas horas, hilando fino el porvenir incierto, por lo menos ensayando a la distancia el sonido acariciante de la risa.

La ira trastocó mi rostro de mujer, deteniendo en la sangre el veneno sutil que esconde su mortal ataque. Enajenada y rebelde por primera vez, me atreví a regalar perfume, jurando aprender a engañar si me engañaban, ya sabría besar sin que en los labios se acunara un suspiro azul. Cuánto febril desvarío me regaló la rebeldía, cuánto desvelo y clamor a ese mi Señor, el buen Dios, el Redentor, preguntando en oración que me dijera quién soy, si perdiendo identidad distraje al pesar que lastimaba.

Noche eterna sin dormir. Meditando y redimiendo al dolor hasta extenuarme, deseé como nadie transportarme en el tiempo y consolar a todas esas maravillosas mujeres que a distancia sentían igual que yo, mas su pesar fue paradójicamente distinto. Estaban desveladas no por algún mal amor que se marchara. Reclamaban a gritos sus tesoros, los hijos, sus amados hijos, repetí en silencio, y ahí, ante mis ojos absortos, se pintó la Plaza de Mayo en Argentina, donde los rostros expectantes de esas madres repartían pura adrenalina, subiendo de tono en desafío, marchas y pancartas por doquier, gritos de reclamo hasta tener seca la garganta. «¿Dónde están nuestros hijos? Vamos, asesinos, devuélvannos lo que nos arrebataron sin saber por qué. A ustedes les hablamos, hombres o soldados, si en algo el término marca diferencia, defensores de la ley o verdugos de uniforme. ¿Es que acaso han perdido la memoria? ¿Será que han olvidado el vértice de luz que los conduce a una esencia de mujer? ¿Debemos acaso recordarles que en un pecho mitigaron su primera sed? ¿Que fueron nuestras manos las que afianzaron las suyas para hacerlos aprender a caminar? Nosotras; sí, por Dios, nosotras, estas mismas que ahora deambulamos en el limbo de la pena por la ausencia de los nuestros, estamos llorando sangre y fuego; el hogar está vacío y su cómplice silencio nos derrumba y enloquece. Aquí nos quedaremos para siempre, aun después de habernos muerto, sin cansarnos de gritar las injusticias. Vamos, amnésicos del miedo, demonios clandestinos y cómplices cobardes de mentiras, despierten, como solo los hombres de verdad lo hacen, hablen de una vez y despejen las incógnitas. Den respuesta a nuestro eterno y enclaustrado dolor».

Absorta en pensamientos, visualicé con estupor sangrante, sintiendo que dolían los grilletes intangibles. ¿Quién escuchó a esas madres su verdad? Si en la calle se cruzan los latidos, ¿a quién en verdad le importa quién eres, a dónde vas? Cara a cara hay que enfrentar la realidad; ella en picada blanca nos va tendiendo una trampa, musitando tiernamente las mil frases cariñosas que empezamos a extrañar; nos invita a salir de fiesta con tacón alto de espuma, que desliza su pisada hasta la bruma, intentando dejar huellas que nos permitan volver al sendero confiable recorrido, a ese dulce ayer para quizás, en un segundo, respirar a pulmón abierto la bien amada libertad.

¡Madres de Mayo!, benditas sean sus voces que clamaron por la justicia en ese asqueroso encierro de las culpas solapadas. Tras el poder y el dinero se negocian las conciencias. Benditas sean sus manos, que no solo se juntaron para elevar oraciones, sino que también crearon el gesto de valentía al empuñar estandartes, legando a la humanidad la certeza de lo importante que es desterrar la cobardía para salir a las calles y rescatar el valor.

Madres y mujeres buenas, que detrás del insomnio no abrazaron primaveras; su dolor las ha sumido en eterno crudo invierno; mujeres buenas cansadas de persistentes auroras, donde ninguna voz ya las nombra ni les pide nada, pasaron ya a la posteridad. Y qué importa la lírica prosa de improvisado poeta, quien en rima discordante imprimió ahí en su almohada un amor a renunciar, si ellas con su dolor dibujaron a distancia aquellos senderos fértiles, perdidos en la penumbra, donde el fruto de sus entrañas los volverán a pisar, pues en el lienzo del tiempo quedarán impresos por siempre los nombres de sus hijos bien amados, ya los llevan en el alma hasta la eternidad.

Exhausta ante tantos sentimientos volcados en zozobra con el permiso de Dios, sonámbula de sueños volví a rondar callada por la casa, nuestra casita de paredes francas y de fortuna innata. Ella cobijaba nuestras vidas motivándome a cantar viejos boleros; debía revivir de entre los muertos sin saber si era yo o había cambiado, si quizás redimiendo al desencanto usaría la misma llave con la que podría abrir la puerta del olvido y consentir que la música romántica me envolviera deshojando mil noches, y ellos, siempre ellos, mis musas y motivos, prendían la hoguera de la fe y del cariño, reían inocentes sin rencores, ausentes del miedo y del espanto, sin saberse solos ni abandonados del respaldo de aquel progenitor siempre perdido, en fugaces chispas de lumbre que a lo lejos esbozaba la sombra de cualquier luz en la pared, aquel a quien querían sin engaños ni demandas, cristalinos corazones de agua pura y caudalosa, ojitos leales de ventanal abierto a la esperanza, dibujando nuestro sendero.

Hablando de senderos, casi olvido los míos, cajas de sorpresas que guardaron en su interior aquel paisaje desconocido y bello, que deleitó mis ansias y cabalgó en mis ojos, como centelleante estrella de colorido brillo; si contemplé los lagos de agua clara, incrustados cual gemas en la imponente montaña, vivir así y sentir al silencio más hermoso y ligero, lagos de verdes ojos pintados a pincel en esta mágica geografía de mi tierra bendita, canto rítmico de agua que me quita hasta el aliento, deteniendo en su murmullo mi controvertido tiempo.

Quito, tierra del sol equinoccial y piel de guerreros ancestrales, la que cultiva al poeta y acuna una guitarra; la misma cara de Dios que canta en el amanecer y despierta con la luz ligera y límpida recostada en su fértil montaña; aquella que deleita con ligero tintineo de ríos caudalosos vestidos de agua mansa; la de los volcanes imponentes, delineados con trazos perfectos de belleza inusitada; la del rondador y la humilde choza del indio, que es el amo y señor de los sembríos; la del oro negro y los tesoros asaltados en la conquista impune, calles empinadas adornadas de faroles y plazas señoriales que vigilan de cerca a sus iglesias, empapadas del ayer español y hoy mestizo.

Ciudad mía que dibujas el ocaso mientras ves partir triunfal al sol, deja que este día el camino se torne blanco y los árboles mezan sus encantos cadenciosamente, mientras me llama insistente otro verano con la urgencia de perdonar todo el pasado; si acaso, los recuerdos confunden y se adhieren a la tímida epidermis sin respeto, adentrándose en lo insólito del alma, corazón que late apresurado, empujando mis locas intenciones barranco abajo hacia secretas penas, sin comprender por qué se ensaña engalanado este azul de cielo abierto y este indescriptible olor a tierra, hierba, magia, luz y verso.

El aire puro y frío refresca cauto el palpitante acierto de retomar la vida contemplando el cielo. Parpadeo intangible de sueños concebidos en esta majestuosa naturaleza, tapizada de verdor y acariciantes laderas ocultas de belleza, semejando altivas nuestro cuerpo; beso que se encierra entre los labios, dejando un gesto delineado ahí en la boca, rúbrica indeleble que escribe un te quiero.

III. Dos heridas y un milagro

En extremo confiada que después de tanto insomnio, llegaba sin anuncios la plácida calma donde habita Dios; mi espíritu inquieto repele al bullicio y se escondió sereno en la reflexión. A fuerza de repetir lo difícil y hermoso que es ser mujer y madre a la vez, me aseguré de creerlo, despojando a la memoria de aquel desvarío o alguna sensación que lejos había quedado, mas me visita hoy, rondando la secreta llave del intocado anhelo, que en el tibio desierto de mi pecho desnudo se atreve en su templanza a acallar mi voz, pues percibo lo oscuro en la misma claridad donde el destino recorre la persiana y se asoma indiscreto al ventanal, desenvaina su afilada espada y embiste sin reparo, causándome un inmenso y nuevo dolor. Dolor que recorrió mi norte y sur, que me envolvió en desesperanza y gritos callados, perseverancia discreta de rebuscar en el fondo de femenina certeza, el poder elevar a plegaria lo que fue reclamo negro. Ah oscuro momento de desesperado encierro; la tarde ya despliega su abanico de colores y en ademán femenino se refresca la cara mirando cómo la misma escritura pareciera quebrarse en mil pedazos, a la par que contrajo mi pulso mientras invadían mi alma los mismos temores del ayer.

Disparé entonces los dardos al aire, mientras pausadas y austeras gotas cristalinas inundaron aquella pretendida templanza. Junté las manos en oración sin pretender detener el descenso frágil de aquel instante ingrato que marcó con sufrimiento mi ya difícil misión de llevar a las espaldas, la hermosa carga que compromete la vida y la arriesga sin dudar: los hijos.

Treinta y uno de diciembre, mil novecientos ochenta y ocho, fecha en que vibran emociones, abrazos y promesas, se concede perdón y se olvidan ofensas; la mesa ya está puesta con mantel blanco de lino y en la copa vibrante del anhelo, el vino inspirador que hablaría sin palabras; doce uvas cómplices de secretos deseos acompañan al equipaje listo en la puerta para sacar afuera todo lo que causa tristeza y quimera, pisoteando al ayer, decir mañana, augurio nuevo de esperanza y yo, a punto de perder el equilibrio, acunando en mi boca un sabor a hiel.

Convulsión de ese pesar fue la sorpresa; brebaje letal que en la garganta se filtraba lento, lastimando mis entrañas. Lo inesperado se detuvo ahí mismo, en la infantil mirada perdida, ningún bálsamo fue suficiente para aliviar al corazón sangrante, confundida, desafiante en el dolor profundo, creyendo divisar desde el abismo de impotencia, inalcanzable cumbre para sacar ileso a mi niño pequeño; afianzando con mi mano aquel que tanto amo, escarbando con mis uñas el borde mismo de austera espera, para aferrarme a los lazos milagrosos de una fe poderosa, fue en ese instante la única salida.

Volvieron entonces uno a uno los latidos en brava travesía, de locos sueños desnudos de rencor o de impotencia; luego; la esperanza se arrimó a mi pesar, cuánto miedo de perder a mi niño. Momentos cautivos e inexplicables del ser, que en irónico enigma cruzan el umbral del desconcierto, sin permitir distinguir a quien nos ayuda apartar el velo diminuto del sueño, para al fin despertar y salir airosos de la burda pesadilla. El intenso clamor de vida no se hizo esperar, era preciso orar, arañar la fe y claudicar en reverencia y sumisión cristiana para pedir ayuda al único que realmente podía en misericordia, cambiar el rumbo del miedo, mientras extenuada en agonía, empecé a rezar: ¡Cristo de mi calle angosta!, me perdí en tu universo donde no veo la luz, las sombras están cercando mi fortaleza interior, fantasmales figuras que van cortando el aliento sin dejarme respirar; las dudas con fuertes lazos han maniatado mi fe y sin embargo, vestida de urgencia, veo llegar discreta la necesidad de creer. Fe que me deja estática si grita muda la voz cuando apenas levanto la mirada para verte. ¡Dios!, intento ser fuerte pero no logro ocultar esta angustia que me impulsa a morir, ya ves que aquí postrada, Señor de los Olivos, vengo a ofrecerte mi vida por la de él. Tú que todo lo sabes y lo ves, ayúdame a soportar este cáliz de amargura y si acaso en el camino extravié la valentía, que ella se convierta en lágrima viajera pegadita a tu madero, en busca del milagro como si lo volviera a engendrar y él naciera de nuevo.

Tú me lo diste, Jesús, no me lo vayas a quitar; él suele correr presuroso empujando la ilusión cuando se pone a jugar; varón de noble estirpe que traza con sus manos un trocito de universo donde siembra sus talentos, para en generoso gesto compartir lo limpio y bueno, conmigo y con los demás; él no se resiste a amar. Cómo duele, mi Señor, verlo así lastimado, saberme humana y torpe, mirando la cara al infortunio indiscreto, si impotente y desvalida ya no atino ni a llorar, alcanzando únicamente a suplicar tu piedad.

Maldito reloj de manecillas constantes, girando y girando sin que nadie pueda detener su rumbo, sonido de un tictac martillando segundos y minutos, que en ocasiones como aquella, se tornan eternos. Solo entonces la tortura mía comenzaba, un sabor amargo se adormeció en la boca y no sé qué fuerza ni cómo me impulsó a correr y recogerlo entre mis brazos. Un sudor frío recorrió mi cuerpo, ninguna señal de vida, ni siquiera el mágico sonido de una queja, ni tan siquiera un susurro, no me llamaba mamá. En el marco blanco de su gentil rostro, sus párpados se tornaron azules como auroras sin destino, como quien renuncia a la idea de volver abrir los ojos y vivir. Aterrada y envuelta en el filoso espanto, atiné tan solo a gritar y a suplicar: hijo mío del alma, no te vayas, respira, dime algo, no puedes dejarme, aún es temprano. ¡Oh, Dios bendito, ayúdanos! ¡Padre del cielo, no me lo quites, te lo ruego! ¡Hijo mío, te amo y necesito! ¡Recupérate ya! ¡Respira y vive!

Nuevamente mi regazo fue su primer refugio camino al hospital, permanecía callado y yo enloquecí en silencio; bebí el trago más aciago, setenta y dos horas fueron, setenta y dos dagas que se enfilaron certeras hasta el centro del corazón. ¿Cuál fue el impulso que me ayudó a soportar el ataque emotivo que hirió mi corazón?; nunca lo supe y sin embargo al pintarlo en el papel, quizás empiezo a redimir al pasado, donde los buenos amigos me consolaron, sin que en mi impotencia los viera tangiblemente, pues todo supo a locura y a espera, tan gris y lastimero, así me ausenté en aquel tiempo de la vida para no dejarlo solo ahí dormido, demasiado quieto para ser tan mío, demasiado pronto para devolverlo al Creador, su verdadero dueño.

La confusión del momento se disipó como el humo de un cigarro, sigilosa recorrí el pestillo de la bronca cerradura, con gesto de autoridad le ordeno salir al miedo, mientras converso conmigo a solas. Fue aquel sí, el del mismo madero, que recibió mi eterna lágrima y escuchó mis ruegos; trajo el vendaje y agua para curar sus heridas, aceite para ungirle y devolverle en mi fe, un nuevo impulso de vida donde él supo reconocer esas pródigas manos que lo acababan de salvar.

Mi pequeño ángel mío estaba ya despierto y de regreso, en la cama calladito, semejando a un palomo herido en pleno vuelo, ave sutil de eterna primavera con párpados azules lastimados, trayendo las huellas del destino, en su frágil humanidad de niño, sin siquiera sospechar que ese desquiciante segundo, en el que alguien no se detuvo y atropelló de golpe su diario caminar, había disparado certero a mi ya herida voluntad; había interrumpido el descenso de la cascada gigante que traía envuelta de agua y augurios frescos para celebrar el Año Nuevo, mismo que pudiera depararnos más ventura, pues si cada hijo es la asonancia de la rima de un poema, yo quería a éste sano y fuerte para librar la embestida; ya no importaba el espinoso sendero que habíamos recorrido, nostálgicos y alegres sin estar cansados y demasiado solos para no ser valientes, pues si ante mis sentimientos creí ver a la parca rondando la esperanza, recuerdo vagamente que mientras hablaba, gemía frases truncas de dolorida sorpresa, venenosa poción que nos faculta el estar momentáneamente locos y perdidos de temor y ansiedad.

Hoy, imágenes difusas cabalgan en la memoria, donde apenas alcanzo a divisar las siluetas de sus benditos amigos que rezaron en silencio, expectantes, devotos, presentes, solidarios con mis niñas pequeñas, que trataban de entender lo sucedido, enlazando sus manos y orando. Amigos, sí, del ayer y para siempre, leales a su religiosa creencia y ungidos de inocencia, los mismos compañeros que jugaban y compartían la aventura de tener doce años, nunca habré de olvidarlos pues fueron bálsamo en la herida abierta, apretaban mis manos con gesto solidario y cariñoso, luego sigilosos se marchaban, heredando en su fraternal actitud, una vez más, el único remedio, Dios y la fe aún descalza.

Ya el nuevo día abrió majestuoso sus primeras luces, abanico de rayos que simulan desfilar por el ancho salón del amor y la templanza, mientras la música entona el himno a la vida, estoy de pie esperando que sus labios generosos se aferren al muro de las sonadas palabras, mamá, mamita; y así fue cómo su vida le devolvía a la mía, cómo en su respirar me permitió aspirar el aire hasta saciarme. Recobré así la fuerza y besé al fin su cara, sabiendo que él habría de alegrar nuestra casa, rindiendo homenaje a las nueve lunas que durmieron en mi vientre; ya el murmullo de su voz lo inunda todo, pintando la estancia de luz, no se percató del peligro que ha corrido, su vida estuvo en juego y reía y dormitaba, mientras que yo al verlo a salvo, enrumbé la mirada hasta el cielo para agradecer al Cristo de mi calle angosta por aquel milagro de amor.

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