Kitabı oku: «Los cuerpos del verano»
Martín Felipe Castagnet
Los cuerpos del verano
Prólogo de
Enrique Prochazka
Los cuerpos del verano
Este libro no podrá ser reproducido, total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Reservados todos los derechos de esta edición para Perú.
© Martín Felipe Castagnet, 2012
© Pesopluma, 2020
1ª edición impresa: octubre 2018
1ª edición electrónica: febrero 2020
Serie LiteraRutas Contemporáneas
Arte de portada y diagramación de interiores: Jonathan Hart
ISBN: 978-612-4416-12-5
Editado por Pesopluma S.A.C.
Parque Francisco Graña 168, Magdalena del Mar, Lima – Perú
www.pesopluma.net | contacto@pesopluma.net
A Soledad Pereyra.
A Juan Terranova
No hay cielo ni vida después de la muerte para las
computadoras obsoletas; ese es un cuento de hadas
para la gente que le teme a la oscuridad.
Stephen Hawking
Quemar al caballo
Los estadísticos afirman que hacia 2020, por primera vez en la historia humana, habrá más gente mayor de 65 años que menor de cinco. Será un efecto de las mejoras en la salud pública y en las tecnologías de la longevidad. Desde 1990 —si uno se deja llevar por los titulares, como hacemos todos— la muerte está dejando de ser un problema metafísico para convertirse en un reto técnico.
La prolongación artificial de la vida siempre parece estar a la vuelta de la esquina. Prominentes científicos1 han intentado hacer durar más los cuerpos, mientras que inventores, tecnólogos y visionarios se han ocupado de las posibilidades del upload 2, la subida «a soporte máquina» de una mente humana. O de su combinación, como en los quemados (en el sentido de quien quema un CD) de Los cuerpos del verano (2012), novela del argentino Martín Felipe Castagnet, que aquí reedita Pesopluma.
Desde su distante origen en el mito, la literatura siempre ha estado cargada de fantasía. No es raro que una humanidad que entendía poco lo que pasaba a su alrededor se inclinara al chismorreo de explicaciones plausibles, a cual más fantástica3. Tampoco extraña ver que todo género literario se maneje según (o desde) una retórica de lo irreal que le resulta característica —si bien no siempre exclusiva—. La novela de Castagnet, argüíblemente, ejerce una retórica específica: al hacerlo se inscribe en el género de la ciencia ficción. Su historia nos habla sobre la prolongación artificial de la vida humana en cadáveres que se compran y queman con una nueva identidad; y, si bien aborda apenas los aspectos técnicos de esas transferencias, sí se extiende en los factores sociales (ciencia ficción «blanda», que le dicen). Es corta, aguda y, aunque parte de una premisa sencilla, las vueltas de tuerca finales la complejizan al grado de suscitar interpretaciones enfrentadas y suculentas. Me propongo en estas páginas menos aclarar estas características —o dotarlas de un contexto histórico— que exacerbar las posibilidades de la perplejidad educada que me suscita su lectura, empezando por discutir si acaso esto es ciencia ficción o no.
Pero ¡esto no es ciencia ficción!
El crítico y autor peruano Daniel Salvo ha protestado que la crítica se resista a calificar de ciencia ficción a obras que tocan temas como la inteligencia artificial o el futuro posible, y que surjan «especialistas en demostrar que dichas obras pueden ser cualquier cosa, relacionarse con cualquier género, admitir cualquier influencia, menos ser ciencia ficción». Creo que esos especialistas que denuncia Salvo están del mismo lado que aquellos que prefieren no ver una solución de continuidad entre la muy antigua tradición literaria de ficción imaginativa y la ciencia ficción. En otras palabras, que la historia del género empieza con la Odisea o, ya que estamos en eso, con la Liturgia de Nintud. Así, la Historia verdadera de Luciano de Samosata no solo sería el hito (que es) en la historia de la filosofía especulativa (¡y de la sátira!), sino pura y dura ciencia ficción.
No es así. Si cabe señalar una diferencia entre la ciencia ficción y la literatura tradicional, incluso la fantástica, es que la ciencia ficción permite a sus personajes echar a andar en direcciones diferentes a las determinadas por Dioses, Magias o Destinos. Es verdad que los personajes no siempre toman esas oportunidades, pero las tienen, las fabrican, las hacen ostensibles. También es característica del género cierto repertorio de temas —lo sugiere Salvo—, pero con un añadido: la ciencia ficción es como una espiral creciente. Cada tema nuevo expande su ámbito, en la siguiente vuelta se convierte en un tópico usual, y en la subsiguiente es casi normativo, mientras que temas inéditos son sucesivamente absorbidos desde la periferia. Esta figura, animada por la retórica de lo irreal, representa el parámetro formal dentro del cual juega la imaginación del autor. Armado de respeto y talento, Castagnet ha aprovechado esta fricción a su favor.
¿Por qué «respeto»? La ciencia ficción se escribe en una suerte de código, que a su vez se conoce y domina poco a poco, primero mediante la lectura y con la imitación como paso siguiente. Entre los autores favorecidos por las musas eléctricas, el acceso a dicho código suele estar dado por la inmersión en lo que se conoce como «el megatexto». Este fue originalmente escrito y relativamente sofisticado, y luego más cinematográfico, superficial y ágil. Piénsese en los mundos narrativo/icónicos, cada vez más traslapados, de Star Trek, Star Wars, el universo Marvel y el de DC Comics; o en las series fílmicas Terminator, Transformers y X-Men. Se trata de megatextos, aunque degradados respecto del viejo y respetable universo de la ciencia ficción clásica y sus tópicos primordiales: la nave espacial, los extraterrestres, los viajes en el tiempo, los planetas misteriosos, las escalas extraordinarias de lo grande y lo pequeño. Para que un relato de ciencia ficción sea efectivo no basta que invoque estos varios elementos, sino que tiene que hacerlo inmerso en el megatexto, mirando su tratamiento y desarrollo en el pasado del género.
Y aun así, a pesar de los linderos arbitrarios o imaginados, cada vez es más difícil reconocer la ciencia ficción o discernirla de lo que no lo es. El mismo Castagnet afirma —no en esta novela—: «cada vez se publica más ciencia ficción pero sin mencionar el género». En la complejidad posmoderna abundan tanto los préstamos como los guiños entre las tiendas; las grandes mudanzas, los saltos discontinuos, el transfuguismo de ida y vuelta... Porque autores de la supuesta Gran Literatura entran y salen del género ciencia ficción, como Kingsley, Amis, Murakami o Houellebecq (maltratando, digamos, la línea limítrofe). Otros —Stephen King, Don DeLillo— tienen sus raíces en el género. En América Latina vivimos en lo que parece el final de un tránsito: acerca del rechazo a la ciencia ficción, el peruano José Güich afirma que hay (¿hubo?) un «sistema literario hegemónico» dominado por el realismo urbano y los sellos multinacionales. De cualquier manera, señala el mismo Güich, cada vez más parece que «hoy ya no es correcto pasarla por alto».
Pero, ¡esto es ciencia ficción!
Empecé estas líneas hablando de 2020, una fecha que aún no sucede, pero que tenemos estupendas razones para creer que sucederá. La anticipación del futuro ha sabido mantenernos vivos durante dos millones de años, y ha ayudado durante períodos aún más largos a otras especies animales. En cualquiera de los casos esta anticipación del futuro consiste en la extrapolación lineal del pasado. Creemos que la futura existencia de 2020 es una apuesta muy segura; creemos que «mañana» será muy parecido a «ayer», y obramos en consecuencia. Así proceden delfines, chimpancés, lobos y elefantes, y toda nuestra estirpe desde los australopitecinos hasta Donald Trump. Pero, ahora que nos entrometimos con la creación de herramientas para la expansión de la inteligencia, hemos saltado fuera de la lógica evolutiva originaria. El viejo ritmo está hecho añicos: los cambios que vendrán a continuación se sucederán en una cascada exponencial, no lineal. Y nada en nuestra historia genética nos ha preparado para anticipar lo exponencial.
Por esa razón nos resulta tan difícil admitir la alarmante proximidad de algunos avances. Contamos con una clara imagen del pasado y lo extrapolamos linealmente... En consecuencia, nos incapacitamos para admitir una idea hábil o funcional de nuestro futuro más probable en el siglo XXI. La expresión «¡Pero... eso es ciencia ficción!» es nuestra manera de silbar al atravesar el cementerio de noche.
¿Habitar otro cuerpo?
Siempre me he hecho preguntas acerca de la transferencia de mentes a computadoras u otros cuerpos. Acaso porque lo vi en la ciencia ficción desde niño, porque lo estudié como problema filosófico después, y porque lo he vuelto a considerar más recientemente desde los descubrimientos científicos y avances tecnológicos en este siglo. Como señalé antes, es un tema tratado en abundantes relatos y novelas de ciencia ficción: está bien al centro del megatexto. Es, de hecho, uno de sus tópicos originarios. No es de extrañar que Frankenstein, el monstruo imaginado por Mary W. Shelley, desarrolle un nuevo Yo con el cerebro de un cadáver como soporte. Dos siglos más tarde, los herederos de esa imaginación son demasiados como para enumerarlos siquiera.
Y, sin embargo, puedo recurrir al recuerdo de los referentes más impactantes para ese niño y adolescente que fui, y que se desvelaba leyendo ciencia ficción pulp entre los sesentas y ochentas del siglo pasado. Fue Arthur C. Clarke el primero que se ocupó de los aspectos técnicos del uploading de la mente, de la síntesis humano-máquina y de la inmortalidad en una máquina o cuerpo cibernético. Breve, pero magníficamente, Isaac Asimov hizo lo mismo4. Central en esta recopilación de recuerdos me resulta la novela corta Siglo de pleno verano (1972), de James Blish5. En el mismo volumen recopilatorio aparecía Cuando hay interés, cuando hay amor (1962), de Ted Sturgeon: la tesis de una (hermosa) resurrección en un cuerpo clonado a partir del cáncer que asesina al protagonista. Luego, en 1974, John Brunner presentó Eclipse total, novela donde un grupo de arqueólogos diseñan un avatar robótico que simula física y sensorialmente a una raza extraterrestre extinta. Pero es sin duda Stanislaw Lem el más cercano al Castagnet de Los cuerpos del verano. En su novela El congreso de futurología (1971) el astronauta Ijon Tichy descubre que, tras su muerte, lo han reencarnado en «una negrita».
Desde luego, la filosofía me hizo aguzar las preguntas que surgían de esa biblioteca temprana: ¿cómo sería estar en otro cuerpo? ¿Sentiría igual el dolor, cuando quizás la resistencia de la piel al maltrato ha cambiado? ¿Cómo sería tener otro tamaño? ¿Cómo sería hablar con otra boca? (¿Me mordería la lengua o el interior de los carrillos por sus formas desconocidas?). Finalmente, para repensar la identidad corpórea: ¿cómo sería que otra persona usara «mi» cuerpo? ¿Seguiría siendo otra persona? ¿Y cuánto de «mi yo» es «mi cuerpo», y cuánto lo que fue, y cuánto mis expectativas de lo que será?
Desde luego, aquellos no eran «mis» temas: trasmigración, reencarnación, metempsicosis. Desde hace más de veinte siglos, cada tienda teológico-filosófica ha insistido en las importantísimas diferencias entre estas nociones, mientras que desde hace unas pocas décadas las cómplices neurociencia y cibernética se las están arreglando para producir un sucedáneo práctico: la transferencia de la identidad personal de un cerebro a otro, o a una máquina. En efecto, para saber cómo pasar el Yo de un cuerpo a otro, primero tendríamos que saber qué es. ¿Y qué es el Yo? Sucede que la filosofía nunca estuvo muy segura6.
Día a día las dudas filosóficas habitan una región cada vez más chica del saber, que la ciencia llama «ignorancia»7. Cada año que pasa la ciencia le roba a la religión (y a la filosofía especulativa, en este caso) un misterio, y lo agrega a la lista de cosas que ya sabemos. A eso alude Castagnet en estas páginas: «La religión todavía intenta actualizarse; cuando logra reformarse, una nueva tecnología la vuelve a dejar arcaica». Y una de esas víctimas es el alma judeocristiana. No obstante, cabe preguntarse: ¿qué sabemos? Y también responder: mucho8. Aunque me quedo con la mirada audaz del cosmólogo Max Tegmark («conciencia es lo que siente la información cuando se mueve con complejidad suficiente») y la sabiduría de Hofstadter y Dennett, quienes insisten en que un Yo mecanicista no puede tener libertad: «You are not out of the loop. You are the loop».
Esta caricatura, desde luego, no es justa con la riqueza y provecho mutuo del diálogo que sigue habiendo entre filosofía, neurociencia y cibernética. Dennett resuena con Paul Ricoeur; la idea de que la memoria es la identidad y su ausencia es la muerte, es heideggeriana9. Al mismo tiempo, no poco del llamado machine learning le debe su metafísica —o la falta de ella— a Locke y a Hume. Lo más interesante es cómo, según venimos averiguando, todo esto requiere de un cuerpo. O quizá de varios.
Los cuerpos del verano
Uno lee la Historia verdadera de Luciano y aún comparte su asombro, su taumatse10. A cada momento el narrador comparte pasmos e incredulidades ante sus experiencias en la Luna, al punto de que ese estilo narrativo es la estructura misma de un texto que se (nos) propone lo extraordinario. Lo mismo pasa con el narrador central de Frankenstein, que alarmado trata de comunicarnos su angustia: el pobre doctor pasa capítulos enteros aislado, heroico, trágico y culpable. Nada de esto hay en esta novela de Castagnet, donde —como en el caso de la Historia verdadera— el estilo narrativo es también estructura, tanto de la novela como del tema.
Suele atribuirse a las primeras líneas de La metamorfosis la primera narración de una circunstancia extraordinaria desde una voz neutra, de mesura fáctica, policial. Ese as-a-matter-of-factness tiene firmes antecedentes en Sterne, incluso en Rabelais. A diferencia de la brillante ejecución kafkiana, esto solía narrarse en primera persona. Castagnet recoge la vieja usanza, y reduce (tramposamente, diré) lo exótico de las peripecias de sus personajes para proporcionar al lector algo que lo ancle en lo que conoce. Entonces, desde allí, agita o cercena sus convicciones. La novela ostenta un lenguaje logrado, fluido, sin sobresaltos —una textura que es, ya digo, estructura—. El lector se encuentra transitando por párrafos de rara belleza y no sabe que está siendo manejado.
La ciudad es una ciudad latinoamericana cualquiera, con sus fachadas, veredas, macetas, barrios bajos donde se comercia con órganos humanos robados o artificiales, y establos en las afueras. La compraventa de carroña plástica recuerda a Blade Runner. Los cuerpos tienen habitantes o usuarios. El alma cartesiana es un archivo informático, que si quiere permanece «en flotación» en internet, sin acceso a corporeidad o pestilencia. Hay tensiones con la religión por las primeras reencarnaciones, pero los exorcismos han pasado a ser excomuniones, y de allí a concelebrar la demostración científica de la existencia del alma. El protagonista, Ramiro («Rama», como el dios) ha logrado hacerse de un avatar relativamente económico. Es, como en el Congreso de Lem, el cadáver de una mujer débil. Está atrapado dentro, pero hay otros cuerpos que son oficialmente cárceles personales.
Castagnet ha marcado sus preferencias por trabajar un internet que es no solo físico, sino incluso político: «La prolongación de la vida suele estar acompañada de una prolongación del fascismo». Esas cárceles, esos innovadores fascismos del cuerpo, pueden ser eróticos: hay parejas que se matan para reencarnar cada uno en el cuerpo del otro. La inmortalidad debe ser repensada. Se roza la reflexión borgiana de El inmortal: «Con paciencia, una única persona podría construir una pirámide; con perseverancia, otra única persona podría derribarla». Más relevante, sin embargo, es cómo la genealogía enloquece («ya no es un árbol, sino una red»). Esa red se ensancha, invadiendo los lados, rebalsándose a sí misma hasta la distorsión de las generaciones, la confusión de todo orden de parentesco y la multiplicación de las posibilidades del incesto.
Esta novela, repito, revive a Descartes. Fantasmas en el cerebro se celebra como definición del alma... pero, al mismo tiempo, el texto vuelve a matar la diferencia entre res extensa (todo aquello que es cuerpo) y res cogitans (todo aquello que es consciente). «Internet cuenta como cuerpo...», dice Castagnet; «internet modificó la realidad al convertirse en objeto». Rama, como buen personaje de ciencia ficción, tiene permiso para andar en direcciones diferentes a las determinadas por los Dioses —o el hardware—. Como sabemos por la Eneida, un caballo de Troya no es un habitáculo sostenible: tarde o temprano tiende a expulsar a los aqueos que aloja en su entraña de madera. El miembro fantasma —que un mutilado cree tener pero ya no tiene— es la mente misma, es el Yo. El fantasma en el cerebro ya es solo una picazón. Y viceversa.
El género que se regeneraba
La ciencia ficción es un género de editores. Los autores escribimos relatos y novelas; los editores inventan y nutren géneros; y los géneros, si hay suerte, terminan haciendo épocas. Mencioné en estas páginas que el papel para el cual parece haber evolucionado nuestro cerebro grande —y el extraño y terco Yo que alienta en sus entrañas— es el de anticipar futuro complejo. Al extremo de esta larguísima línea evolutiva, la ciencia ficción inventa y previene futuros: nos indica qué es posible, qué deseable y qué peligroso. De la mano de sus autores y editores, la ciencia ficción es (me atrevo a decir) la estrategia literaria de nuestro cerebro grande —de nuestro ilusorio Yo— para generarle espacios a la futura evolución de la especie, lejos de las restricciones de Dioses, Magias o Destinos.
Mientras ese futuro llega podemos leerla, como en las páginas que siguen: con asombro y provecho.
Enrique Prochazka
Ciudad de Guatemala, setiembre de 2018
1 Por ejemplo, Elizabeth Blackburn, Carol Greider o Jack Shostak, nobeles premiados en el año 2009 por el descubrimiento del papel de la telomerasa en la longevidad.
2 Como Ray Kurzweil, Aubrey de Grey o Nick Bostrom.
3 Quinientos años más vieja que los primeros relatos acerca de Gilgamesh, la arcaica Liturgia de Nintud sobre la creación de hombre y mujer ponía ya a los Annunaki como señores del inframundo, que soportaba el templo de Kesh y lo elevaba hasta hacerlo la Luna. Y así desde entonces.
4 En La última pregunta (1956) la fusión Hombre-Máquina (así, con mayúsculas) alcanza escalas de epopeya.
5 En ella, el radioastrónomo John Martels es desplazado veinticinco milenios al futuro, donde descubre que su mente es inquilina precaria de una caja metálica que alberga a la poderosa mente del Inmortal Qvant. Las identidades de Martels, Qvant y el nativo Tlam terminan disputando el cuerpo de este último: «El hombre de mente triple se levantó y avanzó como un sonámbulo, hacia el sur una vez más». Bien narrado —la textura es la de un relato de Poe, con ratos de Dunsany—, con una metafísica compleja y argumentos cognitivos brillantes para su época, son setenta de las páginas que más han influido en mi propia literatura.
6 A Descartes el Yo le pareció la primera de las certezas: lo menos ilusorio (de entre lo ilusorio del mundo). La esencia de ese Yo es la libertad, el arbitrio sobre «su» cuerpo. Y, sin embargo, esa misma certeza de Descartes es una de las más desprestigiadas por la neurociencia y la cibernética. Actualmente, ya sabemos por qué y cuánto se equivocó Descartes. Y aunque todavía no sabemos con precisión suficiente qué es el Yo, cómo es el Yo, cuándo es el Yo, ni menos dónde queda el Yo, no estamos tan desarmados como el buen René.
7 El Dios de las Brechas se encoge, en una vuelta de torta del tzimtzum cabalista. Dios remueve su luz, la retira por etapas, a medida que aumenta la capacidad de recepción de los creados.
8 Es imposible resumir aquí una veintena de libros clave de Roger Penrose, Christof Koch, Susan Blackmore («la conciencia está allí solo cuando la miras»), David Chalmers, António Damásio, David Eagleman o Giulio Tononi («la identidad entre propiedades fenomenológicas de la experiencia y propiedades causales de sistemas físicos»).
9 Cabe resaltar, además, que forma parte del megatexto fílmico de la ciencia ficción en películas como Total Recall, Bourne’s Identity o Blade Runner.
10 Taumatse, «asombro» en griego clásico. Para los presocráticos y hasta Platón, el asombro es la disposición primera del conocimiento en tanto lo antecede y también lo posibilita.
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