Kitabı oku: «Tagherot»
Tagherot
Mateo Fernández Pacheco Martín
© Tagherot
© Mateo Fernández Pacheco Martín
ISBN ebook: 978-84-18411-67-0
Editado por Tregolam (España)
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1ª edición: 2021
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Al final el hombre es salvado por la pura inteligencia llena de amor y de deseo (Gazali).
Capitulo 1
En el norte de África, en Marruecos, se extienden unas montañas que superan en su parte más elevada los 4000 metros sobre el nivel del mar. En árabe, montaña se dice o se escribe djebel o jbel o bien yebel. A estas se las llama el Atlas, el Gran Atlas, el Mediano y aun el Pequeño, pero en árabe se nombran Idraren Deren, Idrassen, djebel Drann, Dynn o Adrar.
El pico más alto es el Tubkal o Toubkal con 4165 metros, situado al sur de Marrakech. Encontré otros dos falsos o a los que no corresponden esas alturas; eso trae consultar mamotretos llenos de polvo y moho: el djebel Tamjurt, de unos supuestos 4500 metros, en el que se encuentran las fuentes del Sus, y el Ari Ariac o Aiaxin, de unos presuntos 4250. Tendré que seguir buscando, las montañas están ahí desde hace tiempo, desde hace rato, y no cambian de nombre o de altura de la noche a la mañana.
Todas las montañas forman una cordillera de 2300 kilómetros de suroeste a noreste, de origen arcaico, paleozoico, volcánico y cretácico, del Cabo Gur hasta Orán y las islas Chafarinas. En realidad el Atlas son cinco cordilleras paralelas, tres principales y dos secundarias. Algunas de sus montañas son el Bu-Iblán, el Monte Taza, el Irhil M´Guri, el Miltsín, el pico Ifgig, el djebel El-Aiachi y el Fazaz.
Las crestas forman una arista en semicírculo en parte del Magreb, que en árabe significa Occidente, Puesta de sol. Las montañas rocosas y escarpadas, que según otros se llaman en singular azru, están separadas por collados, pasos y desfiladeros o gargantas. Estos se llaman en bereber Tizi o Fum o Teniet. Así, existe un desfiladero llamado Bibauán o Bibanán de 1530 metros de altura, una garganta de Tameyut, la brecha de Uicheden y los pasos de Telremt, de Telrum y de Teluet.
Los glaciares desaparecieron, pero las nieves cubren las partes más altas de las montañas casi todo el año. Desde lo alto del djebel Dades, el Metsetatsa, el Bu-Iblán, el Aldún o el Ait Yahia, bajan ríos o uad: el Mluya, que tiene más de 400 kilómetros de largo; el río Sus; el Ziz; el Guir o el Beht, que nace en el macizo del Aiachi, que hace algún tiempo era un territorio semisalvaje e inexplorado. Además, el río Tafilete, el Tensift, el uad Draa, el Gigo, el Sebú y el Auzgemir. Puede que algunos provengan de cascadas desconocidas y tengan su manantial, Ain, en alguna caverna.
En tiempos, sus laderas estuvieron cubiertas por extensos bosques de cedros y encinares, y el llamado Arar, el árbol de la esencia desconocida, que dijo el general romano Suetonio Paulino, de perfume penetrante, cuya madera era incorruptible y que se empleó para las vigas de la Mezquita de Córdoba, la Sultana.
Yo creo que ahora no, pero hace bastantes años según dicen, vivían en el Atlas osos, leones y panteras, gacelas, hienas y antílopes. Abundan el jabalí y los chacales. Tengo que buscar en algún lugar cómo se llama el sonido que hacen los chacales por la noche, no, aullido, no.
Los fenicios habían llegado a estas tierras, al menos a las estribaciones, 1600 años antes de Cristo y había ya allí alguna gente, los llamados berberiscos. Luego llegaron cartagineses, romanos, vándalos y árabes. En el 660, Ocba-Ben-Nafe, El Fehori, gran guerrero, acabó en el océano donde metió su caballo y dijo: «¡Oh, Alá, Alá!, si estas profundas aguas no me detuvieran, seguiría para llevar más adelante el conocimiento de tu ley y santo nombre». Las cinco oraciones del día para los fieles se llaman Feyer, Dohr, Asar, Mogreb y Axa.
Los berberiscos o bereberes son el llamado pueblo Amazigh, los Imaziren, que hablan una lengua nombrada tamasig. Algunos son rubios, de donde se dice que vinieron del norte, cualquiera sabe. Los berberiscos también habitan el Rif, que, pónganse de acuerdo, significa límite, país montañoso o país cultivado. También son los tamehu, hombres del norte o de las Tinieblas. Durante siglos han sido guanches en las Canarias, libios, númidas, gétulos y garamantes. En especial, los que viven en el Atlas son Imoxag, los libres. Más allá de las montañas viven los xeleh, los zenaga, los guezzula.
Aunque habían hablado de estas montañas en la Antigüedad autores como Plinio, Herodoto, Salustio, Polibio y Estrabón, en realidad empiezan a ser recorridas por europeos a partir del siglo xix, si no tenemos en cuenta al Moro Vizcaíno, que se llamaba José María Murga, y a Domingo Badía, Alí Bey. Un francés, René o Renato Caillé, viene desde Tombuctú y llega al oasis de Tafilete; desde allí, cruza las montañas y arriba a Tánger en 1825. Otros son Hookes y Ball, en 1871, viajeros incansables, y el doctor Oscar Lenz, austríaco. Nos quedaremos con el que parece más atractivo y aventurero, en castellano Federico Gerardo Rohlfs, nacido en 1831.
Este alemán, prusiano, nacido en Vegesock, es voluntario en el ejército en la guerra contra Dinamarca. Estudia después medicina en Heidelberg y en Gotinga y, luego de viajar por Europa central y del sur, llega a Argelia, donde se alista en la Legión Extranjera en 1855. Aprende árabe y en 1861, disfrazado no se sabe muy bien de qué, hace amistad con el Gran Jerife o Cherif de Uazán, Sidi-El-Had-Absalom, lo que le permite cruzar Marruecos en todas direcciones. En 1862 recorre el camino entre Tafilete y Kenatsa y alcanza el oasis de Wadi Draa.
Tengo que decir dos cosas: en alemán, este aventurero se llama Friedrich Gerhard. Por lo visto, los chacales aúllan, y no hay más discusión.
Rohlfs recibe la ayuda de un español, Gatell, del que luego hablaremos. Así, puede llegar al Sus, al Uad Nun y a Tekna. Aunque es herido y robado por sus guías, sale adelante. En 1864 visita el oasis de Tuat. Más tarde lleva una vida viajera por el golfo de Guinea, Lagos, Níger y Abisinia. Descansa en otro oasis, Sinah, y de nuevo es robado en un tercero, Kufra. En 1880 lleva una carta del emperador alemán al Negus y es nombrado embajador en Zanzíbar. Aún tiene tiempo para escribir numerosos relatos de sus expediciones. Les diré uno: Mein erster aufenthalt in Marokko. Veo un pequeño retrato de Rohlfs: lleva anteojos, pajarita, bigote y perilla, abundante cabello peinado hacia atrás, un hombre atractivo. Al final vuelve a su casa y muere en Godesberg muy cerca del siglo xx, en 1896.
Su amigo español es Joaquín Gatell, cinco años mayor, nacido en Tarragona. También aprende árabe y en 1859 está en Argelia. En Fez finge haber renegado y es sargento, teniente, capitán y comandante al servicio del sultán, Mohamed-ben-Abderrahmán, que lo lleva a Marrakech. Cruza el Atlas por el paso de Bibauán hacia Tarudant y Aguilmin; tiene un criado negro llamado Bellal que le acompaña hasta Ras Buibixa. A Gatell lo llaman el Kaid Ismail. En 1879, cuando quiere cruzar el mar desde Cádiz para una nueva expedición y llegar a las fuentes del Draa, cae enfermo y muere.
El desfiladero de Tagherout o Tagherot lo cruza un botánico inglés junto a J. Ball, Joseph Dalton Hooker, en 1871. Creo que se le va la mano, o la vista, y dice en su libro, Tour in Morocco and the Great Atlas, que el collado está a 3500 metros de altura y es de difícil acceso, sobre todo en invierno.
Capitulo 2
Me puse un poco nerviosa; llevaba mucha ilusión y también temor. Vivir sola en otro país, en La Habana, en Cuba, me llamaba la atención, pero cuando subí al avión en Madrid, no estaba muy contenta. Me gusta controlarlo casi todo, bueno, no soy una maniática, aunque no creo que pueda decirse que sea muy espontánea; el desorden no me gusta. Tardamos diez horas, aunque nunca se hacía de noche. Los pasajeros eran españoles, de vacaciones, y también muchos cubanos. A mi lado se sentó una mujer negra que pesaría al menos ciento veinte kilos y antes de despegar se durmió. Tuvimos algunas turbulencias en las Azores, o eso dijo el comandante; yo no tengo miedo, pero me aburren tantas horas sin hacer nada, solo pensar o dormitar, hay personas que no paran quietas un momento.
Aterrizamos en el aeropuerto José Martí, y algunos aplaudieron, casi todos. A mí me dolían los oídos. Las maletas tardaron en salir casi una hora. En la terminal hacía mucho calor, estaba oscuro y todo parecía un poco roto o mojado. Mi primera sensación fue de extrañeza: las chicas de aduanas con la minifalda y las medias y los tacones, las matronas obesas, los niños llorosos y el tremendo desorden del vestíbulo, abarrotado, formando las familias y amigos o conocidos que esperaban una uve grande que se cruzaba hasta que apenas si había espacio para el carro, entre gritos, llantos, maletas, paquetes y taxistas con carteles: «Mr. White», «Señor Durán», «Porfirio Secundino», «Amalia», «Congreso Médico de Cardiología».
Un taxista casi mudo me llevó a La Habana Vieja por treinta euros por unas carreteras mojadas, llenas de charcos; estaba atardeciendo y había mucha gente en las paradas de los autobuses formando aglomeraciones. Nunca había estado en América ni en Cuba, claro; venía del frío de Enero de Madrid al calor del trópico. Entramos a la ciudad, era domingo y no parecía haber mucha gente por la calle. Subí a tirones hasta un tercer piso las dos maletas, en una casa particular, un hostal que había buscado por una agencia, Casa Adelita. Ella no estaba (no se encontraba), pero sí su hija y el que pensé que era un novio suyo, un chico muy serio con gafas oscuras. La habitación era muy grande, de techos muy altos, antigua, acogedora y tenía un balcón desde el que se veía el Malecón, aunque olía un poco a cerrado. Estuvimos hablando un rato sobre cambio de moneda, horarios, restaurantes; parecían aburridos, cansados. El chico me preparó dos sándwiches un poco secos de jamón y queso que me comí en la habitación. Luego me desnudé, me metí en la cama con el balcón abierto de par en par, pero no me dormí.
La verdad es que había llegado a La Habana un poco pronto; quiero decir que no era ese lunes, cuando me levanté de la cama a las ocho, cuando debía empezar a trabajar, sino el lunes siguiente. Había pensado que de esta manera me aclimataría, me acostumbraría a mi nueva vida, tal vez una semana es poco tiempo o mucho. Después de desayunar fruta y café que sirvió el chico de las gafas oscuras, salí a cambiar dinero y me dieron por mis euros unos billetes que nunca había visto con un valor aproximado. Lo primero que compré fue una tableta de chocolate en la calle Lamparilla o en la calle Mercaderes. La Habana Vieja me causó una gran impresión, aunque no sé decir cuál. Procuré comportarme como me han enseñado, o es que forma parte de mi carácter: desenvuelta, prudente, confiada y extranjera, como una turista más. En muy poco rato me dijeron algunos cubanos: «caramelo», «bombón», «bella», «bonita», «cielo», «mi amor» y «mi querer». Lo peor es detenerse desorientada en alguna esquina sin saber qué calle tomar, todas son parecidas.
Es muy hermosa la parte que está cerca del puerto, la más antigua, que está restaurada, la que recorren los turistas. Al interior, hacia Prado y el Capitolio, los edificios están en muy mal estado, sucios, las calles están llenas de basura y de escombros y de aguas sucias. El turista forma parte del decorado; decidí no querer nada, no comprar nada, no interesarme por nada. Los que quieren algo contigo te preguntan primero por tu país y si es España, de qué parte. En realidad les da lo mismo, es una forma de entablar conversación.
Me tomé un café en una plaza, creo que era la Plaza Vieja, aquí también había charcos, en todas las calles los hay.
Me gustó mucho La Habana, me llenó de entusiasmo, no sé por qué. Estuve toda la mañana andando y luego me fui por el Malecón adelante, temía perderme. Un chico negro, muy guapo, me acompañó a un restaurante que estaba al lado y allí comí pescado y verduras, o viandas como ellos dicen. Todo estaba muy bien, aunque había un poco de ruido, el aire acondicionado salía helado y no fue muy barato. No podía seguir andando toda la tarde, así que volví a la casa consultando el mapa. Adelita era una mujer guapa, bajita, con unos pechos muy grandes. No parecía haber nadie más en la casa, pero más tarde oí a algunas chicas hablando en inglés. También se oía una novela en la televisión, al fondo de un pasillo muy largo. Estuve en mi habitación, adormilada, hojeando la guía. Me sentía muy tranquila, muy a gusto.
Capitulo 3
No todo el mundo sueña con algo que no existe. Puede que nunca haya corrido sobre la superficie de la tierra el unicornio, un caballo de fábula con un cuerno recto en mitad de la frente; es de color blanco, tiene la cabeza roja y los ojos azules. Parece un ser frágil, pero está dotado de fiereza (el cuerno es para algo); casi siempre escapa en el bosque con un salto prodigioso. Para Ctesias, que vivió más o menos en el año 400 antes de Cristo, era un asno salvaje; con el cuerno se hacían unos vasos que impedían el envenenamiento de los que en ellos bebían.
Plinio creía que era un caballo, pero con cabeza de ciervo y patas de elefante y, además, mugía de manera espantosa. Aristóteles, que sabía de todo, lo asocia al órix del Alto Egipto y al asno de la India.
Para justificar la inexistencia de algo inexistente, pero que muchos han citado o han visto con sus propios ojos, se cita al rinoceronte, que es una bestia pesada, y al narval, primo del delfín, y que no tenía cuerno, sino colmillo. Todo esto son tonterías. La verdad es que por supuesto que corrían por los campos al menos seis tipos de unicornios, según el naturalista del siglo xvii Jhonston, que no era ningún tonto, y dos de ellos tenían melena; los antiguos hebreos hablaron de este animal con la palabra r´em o reem, que se tradujo luego por monókenos, unicornis o rhinoceros. En realidad lo que significaba era bos taurus primigenius, el buey salvaje. Bueno, da lo mismo.
Al licorne, que es el nombre de este ser mítico en francés, no se le puede encerrar, muere de tristeza, según atestiguaron los santos Gregorio e Isidoro. Pudiera parecer de juguete, pero es peligroso, agresivo. A él lo que le gusta es reposar bajo los árboles entre las altas hierbas, escuchando el zureo de las palomas. Ahora bien, si el elefante, que según Plinio era su mayor enemigo después del hombre, lo provocaba, afilaba el cuerno en una piedra apropiada y se lo clavaba en el vientre, qué dolor, como una estocada.
Existen dibujos antiguos que representan a una doncella tendiendo los brazos al animal que escapa de los cazadores, ¿para qué los queremos? Este caballo loco alterna con mujeres semidesnudas al borde de lagos encantados, en bosques de lujurioso follaje. Perdón. En ocasiones aparece un guerrero que le da muerte, no se sabe por qué, mientras descansa adormilado junto a la doncella.
Después de cortarle el cuerno, con él se fabricaban cuchillos y vasos; si cortabas algo y surgía un licor de alarma, estaba claro; si bebías y no te envenenabas es que era un buen vaso, auténtico. Era la mejor manera de no morir en las comidas y dejar el reino o el ducado al cabrón de tu sobrino. Si a pesar de todo, uno se encontraba regular, debía tomar los Polvos de unicornio como antídoto, según dice Cervantes.
Vayamos más allá; el animal que vive tranquilo en lo más recóndito del bosque solo puede ser cazado por una doncella virginal, inocente, pura y casta. Tonta era la que pretendía ir de caza si no reunía estas condiciones, pues el ser del que hablamos, salía de entre los árboles y la atravesaba con su cuerno brutal, así son las cosas. Si piensa usted que una de las características de su manera de ser es la nobleza, o aun más, la noble altivez, puede dibujarse un escudo o un blasón con la figura del unicornio que luce en el escudo inglés.
¿Han estado en París? En el Museo de Cluny están los seis tapices llamados de la Dama y el Unicornio. En el primero, el animal está junto a una bandera con las patas delanteras en alto, saliente. Detrás, en una tienda que protege a la doncella figura la frase: A mon seul désir. Los otros cinco tapices son alegorías de los sentidos. Así, en el número cuatro, con la mano izquierda la doncella acaricia el cuerno mientras con la otra mano sostiene el estandarte.
Otra cosa: en 1450 Jean de la Rochefocauld y su esposa Marguerite de Berbezieux encargaron otros seis tapices para adornar las paredes de su castillo de Verteuil. Allí estuvieron quinientos años hasta que un traidorzuelo, Larcade, se hizo con ellos por poco, los llevó a los Estados Unidos y logró venderlos en 1923 por un millón de dólares de la época. Los compró un gran potentado con un riñón de oro, John D. Rockefeller. En estos tapices, aparece el del cuerno, solo, encerrado, cruzando un arroyo, atacando a un perro, acosado por leones, muerto por fin.
Un pintor francés, Gustave Moreau, que fuera maestro de Matisse, representó a dos unicornios complacidos junto a dos damas en un bosque frondoso. Una de ellas está de pie, con un vestido suntuoso, y pasa el brazo sobre el cuello del animal; la segunda doncella está reclinada sobre un lecho de flores, prácticamente desnuda, y otro animal y ella se miran con ternura a los ojos, al fondo se ve un lago en el que a muchos les gustaría bañarse.
Monoceros, el Unicornio, es también una constelación del hemisferio austral dibujada por Bartschius en 1624 en el globo celeste.
Capitulo 4
La verdad es que no tengo mucho que contar, tal vez sí; yo me llamo Violeta, tengo una hermana mayor que se llama Marisol. Mis padres no son unos padres convencionales, aunque tampoco demasiado excéntricos; casi siempre han hecho lo que han querido. Me gusta mucho hablar con ellos, discutir, hacer bromas. Claro que mi madre no quería que aceptara este trabajo de un año, ya veremos, en La Habana. Hemos estado separados otras veces, pero con menor distancia entre nosotros. Estudié Relaciones Internacionales, aunque lo que a mí me gusta es la historia y la literatura, nadie me obligó. He cumplido hace poco veintinueve años.
He tenido desde niña la sensación, y a mi hermana también le ocurre, de que mi familia era particular o diferente, tal vez a todo el mundo le pasa. Siempre nos hemos dedicado a discutir, eso que tan mal se ve en ocasiones, tomar parte, hacer bromas y burla sobre los demás y sobre nosotros mismos, puede que criticar. No me entiendan mal, también nosotros nos metemos en el ajo para que los demás pongan en duda lo que decimos y lo que hacemos; parece mentira la cantidad de opiniones y decisiones que tomamos a la ligera. Mi padre dice que la vida es tan corta que no da casi tiempo a escogerla, aunque hay personas que aparentemente toman decisiones muy meditadas.
Mi familia siempre ha tenido dos amigos íntimos, bromistas a tiempo completo: Pepe Madero y Emiliano. Son amigos de mi padre desde que hicieron la primera comunión y han reñido entre los tres muchas veces, pero como si nada. Pepe es gordo y Emiliano delgaducho, siempre los he visto en mi casa.
Madero tiene dos restaurantes en los que apenas aparece; contrató a un encargado, Justo, que es tan leal, tan honrado y tan buen administrador que Pepe confía ciegamente en él, le paga un buen sueldo, y los establecimientos siempre tienen ganancias. Lo que a él le gusta y le interesa es la política, el teatro, los libros y el fútbol. Vive con su mujer en una casa laberíntica, cerca de la Fuente del Berro, con un gran jardín y una piscina descuidada; no tienen hijos, y una parte del año la pasan de viaje, sobre todo por Portugal, que les gusta mucho.
Pepe es muy sentimental, le he visto llorando con mi madre en muchas ocasiones por cualquier tontería. También dice que el mundo ya se acabó, que no nos damos cuenta, que lo que ahora hay es una prolongación, un tiempo añadido, una prórroga, pero que esto ya no cuenta. Mi padre y Emiliano le llaman burgués, rentista y nombran el capitalismo feroz en su presencia mientras se ponen de puntillas con las manos en la espalda, no sé por qué. Pepe no hace ni caso.
Siempre nos ha ayudado mucho, en todos los sentidos. Él es quien recibe las quejas tanto de mi padre como de mi madre sobre su matrimonio, quien plantea la solución de los problemas prácticos, que en mi casa son transcendentales: siempre hay grifos que gotean, persianas que no bajan o sillas desencoladas. Él es quien desvía las conversaciones molestas y plantea otras graciosas, agradables. A mi hermana y a mí nos ha llevado siempre al teatro, al cine y a la ópera, a las marionetas, a los museos, a la sierra y al mar. En Agosto nos íbamos con su mujer Jacinta y con él a una finca de sus padres cerca de Santillana del Mar y allí no hacíamos otra cosa que jugar, desde las nueve de la mañana hasta las doce de la noche, por los campos y las vaquerías, por las montañas y los caminos, con otros chicos y chicas.
Pepe siempre estaba leyendo el periódico, gruesos libros de consulta, enciclopedias, mientras su mujer nos limpiaba las heridas de las rodillas o nos hacía mermeladas y bizcochos, siempre entre gritos y canciones. Después de comer se iba andando a Santillana, así lloviera o tronara, a tomar café cerca de la Colegiata; alguna vez lo he visto medio dormido en la terraza de la cafetería o fumándose un puro. El año pasado estuvo un poco delicado, con diabetes, ahora está mejor.
Madero y su mujer nos llevaron de vacaciones a Portugal un año que hizo mucho calor en Julio y mis padres estaban muy nerviosos, muy alterados. Fuimos a Coímbra y cruzamos el Mondego que tenía un color verde esmeralda, fuimos a Nazaré, a Peniche y a Figueira, fuimos a Aveiro en el Renault grande de Pepe. Todos los días comíamos sardinas asadas, pulpo, calamares, bacalao y caldereta de pescado. Las playas eran inmensas, inacabables, y allí soplaba un violento viento del Atlántico, como una corriente de espuma incansable, sobre las dunas. Nunca me he encontrado mejor, tal vez más salvaje, en el sentido de partícipe de la naturaleza, del universo; lo cierto es que quería estar continuamente desnuda, o casi; todas las noches caían estrellas en el oscuro cielo del oeste. Regresamos quemados, sedientos, ardientes, felices y, según Jacinta, sin dinero. Esto lo dijo entre risas. En realidad, ni mi hermana ni yo queríamos regresar.
Nadie me quería ni me tenía en cuenta, lo importante es lo que una siente, aunque no sea verdad. Mi padre me miró dejando el periódico abierto sobre el sofá y me dijo que estaba creciendo mucho, creo que no se expresaba bien; mi madre contestó que yo, que Violeta, ya no era una niña, que era muy guapa su hija pequeña. Sin embargo, parecía decirlo con tristeza, con impaciencia. Esa tarde fuimos al Retiro y al regresar me sentí enferma y mareada y con fiebre; mi hermana entraba a cada rato en el dormitorio y se acercaba a la cama y me miraba sin decir nada, luego salía y dejaba la puerta entreabierta. Desde mi habitación oía conversaciones extrañas, incoherentes, enrevesadas, y Pepe Madero era uno de los que hablaba; la fiebre me subió y luego me dormí. Al día siguiente me levanté y estuve mirándome en el espejo del armario, muy cerca, con la boca pegada, mientras respiraba pausadamente. Era yo, Violeta, y también otra persona que salía de mí.