Kitabı oku: «Campo de los almendros», sayfa 3
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Campo de los almendros
A LA MANERA DE V. H.
A España, donde crecí,
estas hojas aún verdes
de un árbol desarraigado.
Amor, el viento te lleve.1
¡Oh, quién no supiera escribir!
Baltasar Gracián, Agudeza y Arte de Ingenio2
PRIMERA PARTE
I
–Esa Junta de Madrid,3 ¿no es un gobierno de verdad?4 ¿Ni hay ministro de Instrucción Pública?5
–¡Para eso están!
–¿Ni Director General de Bellas Artes?6
–¡A qué santo!
–Entonces... ¡Soy el dueño! ¡El mandamás! ¡El Propietario!
Ambrosio Villegas, archivero y director interino de San Carlos,7 se pone a gambetear, tarareando el U y el Dos, ante las columnas renacentistas del Patio del Embajador Vich:8
Ta ta ta tá, ta ta ta ta ta ta tá,
Ta ta ta tá, ta ta ta ta ta ta tá.
Te canto con mis amores,
con el alma y corazón;
ya me llaman los pintores
que te pinten afición.
Resaladita Dolores,
cumpliendo con mi deber,
lo digo de corazón
que mejor no puede ser
con el cante labrador
cumpliendo con el deber.9
Alarga a más no poder los gorgoritos al final de los sedicentes versos de las insulsas coplas, salta sobre la azulejería policromada del centro de la sala,10 baila frente a la tremebunda Visión del Coliseo, de don José Benlliure. Arriba, el cielo lívido de El entierro de Santa Cecilia, de Cecilio Pláa, nunca ha visto cosa igual.11
Juan Valcárcel12 mira a su amigo como si se hubiese vuelto loco. (¿Lo estamos todos? Entonces, no vale.) González Moreno13 ríe, enseñando todos sus dientes. Para rematar, Villegas cabalga el León de Bocairente, y sigue, con otro aire de la tierra:
–Ib en un quinset tincc un puro,
i en dos quinsets una pipa,
i en tres quinsets una guitarra,
i en una peseta una xicad.14
–Che, tú, ya está bien. Mira que si entra alguien...
–¿Quién quieres que venga? Y si llega, le echo. Aquí mando yo. El Museo ha pasado a ser de mi propiedad.
La verdad es que habían tomado unas copas de más para festejar el acontecimiento. (Además: ¿para qué almacenar ya botellas?)
El edificio del Carmen no es cosa del otro mundo, pero el patio es hermoso y las estatuas desportilladas por el tiempo, las estelas labradas, le dan aire de gran monumento.15 Claro que la sala central no presenta un aspecto muy lucido; faltan las tablas góticas, los mejores Juan de Juanes, los Ribaltas, todo lo que fue de Portaceli: el gran retablo donado por Fray Bonifacio, el hermano de San Vicente Ferrer, aquel que después de estar casado se metió a cartujo y llegó a prior general de la Orden, gran personaje en la tramitación del cisma de Occidente, compromisario en Caspe y traductor de la Biblia. Tampoco están los Nicolaus ni los Osona ni, naturalmente, el Pinturicchio. Dejando sus huellas en los damascos de la tierra, faltan los Goyas y el autorretrato de Velázquez; seguros –hasta donde pueden estarlo– en los sótanos de las Torres de Serranos. De todos modos, con lo que queda, todavía es un museo respetable, sobre todo para quien, como él, gusta de Muñoz Degrain; colgadas todavía sus telas porque son muchas y muy grandes; a pesar de que, según él, valen un potosí; no tienen al valenciano en el aprecio que merece.16 Ambrosio Villegas es hombre del siglo XIX, liberal, masón, amigo de vaguedades y seguro de que, si se hubiese llevado a cabo la reforma agraria, España sería un paraíso.17
–Para lo que te va a durar.
–Hasta que entren los otros. Pero, hasta entonces, ¿quién me lo quita? ¡Nadie!
–Pero si con gobierno o sin él nadie te lo iba a quitar.
–Eso nunca se sabe. De pronto, una mañana, una tarde, recibes una carta, un oficio y ¡zas!, ya no eres director de San Carlos. Ahora ¿quién puede conmigo? Es como si una –la– mujer con la que has soñado acostarte durante toda la vida te dijera: ¡ahora!
Y se pone de nuevo a cantar.
Ie el que templa una guitarra
pot18 templar un guitarró.
–¡Claro que hasta que entren los otros! ¡Pues no habrá pocos que ansíen el puesto!
–Y nosotros ¿qué vamos a hacer?
Ambrosio Villegas mira al portero, viejo, que se ha hecho viejo ahí, en el zaguán, en las salas. No sabe qué contestarle.19
No he muerto.20 La guerra ha terminado y no he muerto. Esta es la verdad. La guerra la han ganado los otros. Es pasajero. Vendrá la nuestra. Ganaron un round, perderán el combate. ¿Quién lo duda? Nadie, y menos él.
Apretado, encogido; el codo de Máximo en el estómago, la pistola de Federico incrustada en el muslo izquierdo, la panza de no sabe quién en la espalda. De aquí para allá; callados. Noche negra. Vicente piensa en Asunción: la única verdad, el amor.21 Se reprocha su sentir: falso; no es verdad, se miente. El amar, solo parte. Vuelve la insidia: solo el amor vale la pena, solo el amor cuenta: tener ahora a Asunción contra él, y, todo lo demás, ¡al demonio!, a la cuneta, a la muerte.22
¿Qué pensaría Álvarez si leyera en él? ¿Qué le diría Uribe?23
No ha muerto.24 No ha hecho nada por evitarlo, tampoco lo ha buscado (¿para qué?). Ha obedecido órdenes, no le tocó ninguna china. No le han herido en los treinta y dos meses de guerra. La verdad es que los últimos doce los ha pasado sin peligro. No lo pidió, le mandaron.25 Es fácil decir: Asunción, pensar en Asunción, ahora que Madrid se queda atrás a sesenta o setenta kilómetros por hora, que cada minuto señala mayor distancia entre él y el cadáver de Lola. Lola, muerta, a la que naturalmente no volverá a ver nunca. Lola, punto y basta.26 Ahora, Asunción, su amor, toda su vida; la que fue y la que será. Lola, ¿qué iba a hacer? La guerra es la guerra. Hace exactamente seis meses y siete días que no ha visto a Asunción, que no la ha tenido entre sus brazos.27 Entonces, ¿quién le echa la primera piedra? ¿Pedro? ¿Luis? ¿Dolores? No tenían sino haberla destinado a Madrid, o cerca. (No. –No: tú, en Valencia. Aquí haces falta.) O haberle enviado a Valencia. (–No, eres necesario en Madrid, ya irás la semana próxima.) Nunca.28 Ahora sí, que se ha perdido todo, hasta el honor.29 Fue el mismo Francisco I el que dijo: –¡Bienaventurada España, que pare y cría a los hombres armados!
¿Habrá logrado Asunción salir hacia Alicante?, ¿habrá podido escapar? No ha muerto. No se lo puede figurar. En Valencia no hubo lucha. Es una razón tan buena como otra. Se citaron por teléfono: en Alicante. ¿Me oiría? Cortaron la comunicación.30 Debía haber ido él a Valencia. Todo se amontonó sin dejarle respiro. ¿Qué hará si no la encuentra? ¿Qué harán si no se encuentran? No ha de ser tan difícil. Alicante no es tan grande y, aunque los del partido deben de vivir escondidos, escondiéndose, hallará la manera de dar con el hilo.
Baches, trompicones, choquecillos, encontronazos, traspiés que no van más allá de las espaldas, los costados, los pechos de los apretujados de pie en medio del camión. Rebotes, tropiezos y el cansancio que puede más que todo: duelen los brazos, las piernas, los pies, los hombros. Trastabilla constantemente un viejito que no se tiene más que por lo que le sostiene. Envidia de los que han conseguido apoyarse en los adrales o de los que, en la zaga, se pudieron sentar, colgadas las piernas al aire. El tiempo se multiplica por sí mismo en la noche enorme.
Hace poco pasaron Tarancón.31
Desde lo alto de aquel cerro, en las lindes del robledal, Vicente ve la carretera dar vuelta y desaparecer. Más abajo, por la vegetación más alta, debe correr agua –¿un regato, un «aprendiz de río»?–.32 En toda la extensión ni un alma. Desciende. Le pueden ver desde cualquier parte. A medio camino entre la maleza de la que sale y la carretera, divisa de pronto una pareja de guardias de asalto. Se echa al suelo. Quieto, cierra los ojos. (¿Qué es? ¿Desertor? Ni se ha pasado al bando contrario ni ha quebrantado la fidelidad. ¿Huye? Intenta ponerse a salvo. ¿Perder es traicionar? ¿Por qué se esconde? Le detendrían –tal vez–. Debe de haber miles en su caso. ¿Es razón?)33 Cuenta hasta cien. Luego mira la tierra seca, el polvo, unas guijas. Debiera de haber una hormiga. ¿Los dejo pasar? No hay duda de que tarde o temprano darán conmigo si he de seguir, aunque sea de lejos, la carretera. Tienta la bomba de mano. ¿Cada cuántos kilómetros hay una pareja? No lo sabe, y esta, ¿con quién estará? Tumbado, siente el sol sobre su espalda, la cabeza a la tierra; la solevanta: unos pedruscos. Un animal extraño corre sobre uno de ellos: dorado, con ocho patas cortas, dos antenas que se mueven a más y mejor; un insecto cualquiera. ¿Cómo se llamará ese animal? Se echa en cara su ignorancia. ¿Cómo se llama este bicho? Es una de las mil cosas que no sabe ni sabrá nunca. Puedo arrastrarme hasta el borde del camino, esperarles, hacerles polvo. Dos más, dos menos... ¿Vale la pena? Tengo que pasar. Pueden pasar ellos y no verme y sigo. Pero ¿si me descubren? ¿Vale la pena matar en estas circunstancias, ahora que todo está perdido? ¿Y luego? Sus fusiles, en el caso de que queden útiles, no me sirven. No puedo andar con un Máuser en la mano: pistolas no llevan. ¿Qué valen hoy las pistolas? Y estos son nuestros; lo eran, hasta ayer, hasta que este imbécil, loco, Consejo de Defensa ha dado en fusilarnos, en meternos en la cárcel, ¿para qué? ¿Para hacer la paz? ¿Qué paz?34 ¿Cómo va a aceptar Franco cualquier condición tal y como están las cosas? Están locos.35
Asunción, ¿dónde estará? ¿La habrán detenido? La imagina en la cárcel. La vuelve a ver en Madrid, dormida a su lado, en la vía –en noviembre hará ¡ya! tres años–.36 Muerta. Tirada en el campo, muerta, esparrancada. Se empeña en figurársela libre en Valencia, en Alicante. No puede. Morirá, él, ella, los dos, todos. No: le esperará, se irán juntos. La mirada, su mirada inacabable. Su cara delgada. ¿Estará enferma? ¿Estará muerta?, como Lola. Piensa en su mujer como nunca, hasta que le duele el pecho. ¿Dónde, cuándo se volverán a ver? ¿Se volverán a ver? Nunca nada le ha dado tanta fuerza, tanta voluntad, tanta decisión: Asunción, su vida.
El sol le amansa. Allí, en la tierra, está bien. Podría dormir.
Se durmió. Por el sol, supo que poco. Al levantar la cabeza, con lentísimo cuidado, no había nadie.
Se alza, sigue, baja hacia la carretera, cada vez más de prisa. Tiene hambre. Al llegar, topa de narices con un campesino que hace sus necesidades al socaire de unos arbustos.
–Buenas tardes.
–Buenas.
–¿Queda lejos Requena?
–A tres leguas.
Se aleja seis pasos; vuelve:
–¿Tiene algo de comer?
El campesino –bajo, magro, moreno, sin afeitar hace semanas, ya subidos los pantalones y echada la azada al hombro– le mira sin contestar. Vicente repite la pregunta. Tampoco obtiene respuesta.
–Puedo pagar.
Mete la mano en el bolsillo y toca la bomba. Con la alusión al dinero el interpelado recobra la voz.
–Allí hay unos peones camineros.
Señala a la derecha, por donde se fueron los guardias.
–No es mi camino.
–A la paz de Dios.
«A la paz de Dios», ¡cómo ha cambiado el mundo en unas horas! Hace días hubiera dicho: – Salud.37
Se aleja; Vicente cruza la carretera, sigue adelante. «No tomo bastantes precauciones.» Del susto, le duele el estómago. El hambre, piensa.
Una hora más tarde, subido en la colina frontera, en la encrucijada de dos caminos descubre un amasijo de casas puestas a como les dio el lugar. Todavía cae el sol como plomo. Puede más la sed que el hambre, sin más remedio que acogerse a lo que le depare la suerte.
Un caserío miserable, tan pintas las tejas como sucias las paredes de barro viejo. Espera, a ver. No aparece nadie ni hay perro que ladre. Cae la tarde, sin viento, todo más viejo, poco a poco. Llama a la primera casa; ¿qué más da una que otra, tan pobres todas?
–¿No hay nadie?
Asoma una jeta enana.
–¿Qué quiere?
–Un poco de agua, por favor.
–Usted, ¿quién es?
Es una niña con cara de vieja.
–¿No tienes un cántaro o un botijo?
Una enlutada sin edad, seca:
–Allí hay un cubo.
Pasa al patio.
–Dios se lo pague.
–Así sea.
–Madre...
Una joven lozana. Sorprende en aquel lugar.
–Vuélvete adentro.
Y al forastero:
–¿Quiere algo más?
Era inútil. En el tono, todo.
–¿Cómo se llama este pueblo?
–Ni es pueblo ni tiene nombre. Unos le dicen La Cruz, otros Fresnillo.
–Pero ¿si hay que escribir alguna carta?
–¿A quién?
–A usted.
–Ya recibí todas las que tenía que recibir.
–Con el perdón. Y gracias por el agua.
–No hay de qué.
–¿Podré comer algo en alguna de estas casas?
–No lo creo. Aquí no hay ni para nosotras.
Recalca el femenino.
–No pedía.
–Por si acaso.
La oscuridad llega, como siempre, solapada.38
Vicente había vuelto a salir de Madrid al anochecer del 12 de marzo.39 Al llegar a Utiel pidieron la documentación a todos. Él y dos más fueron a dar a la cárcel.
–¿A qué partido perteneces?
Podía mentir: no llevaba carnet. Sin pensarlo, contestó:
–Comunista.
Los otros no podían negarlo.
–Ahora nos las vais a pagar.
–Pagar, ¿qué?
–Las perradas que nos habéis hecho.
–¿Yo?
–Tú y todos los de tu ralea.40
A los tres días los soltaron.
–Y ahora, ¿por qué?
–Son órdenes.41
No les habían tratado mal. Pudo meterse en un coche hasta Requena. Allí se les acabó la gasolina y no hubo manera de dar con más. Fue a la estación. Nadie sabía a qué hora saldría un tren, ni siquiera si lo habría. Asunción debía suponerle detenido o muerto. Tal vez le esperaría en Alicante, como habían quedado. Ahora, en Requena, nadie contestaba el teléfono en la casa. ¿Qué sería de la tía Concha?42 ¿Qué le habría pasado?
Al salir de la centralilla, volvieron a detenerle. Le llevaron a una comisaría. No le hicieron caso. Al anochecer escapó, a campo traviesa.
«De Requena a Valencia debe de haber unos setenta kilómetros. ¿Y si, al llegar, me meten otra vez en la cárcel? No es posible que el ejército de Levante... Lo mejor es que al llegar a Chiva me desvíe hacia Bétera y Náquera.43 No pueden haber detenido a todos los mandos del Cuerpo de Ejército».
Había pedido noticias, en la comisaría:
–No hay nada.
–¿Qué dicen los partes?
–Nada.