Kitabı oku: «Haneke por Haneke»

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Edita: Gonita Filmacción S.L.

Haneke per Haneke @ Éditions Stock, 2012

Fotografía de cubierta: © Peter Rigaud c/o Shotview Syndication

Traducción: Mathilde Grange

Diseño y maquetación: mgrafico.com

Producción del ePub: booqlab

ISBN 978-84-949927-8-0

© 2018, Gonita Filmaccion S.L.

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, wwww.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A la memoria de Jean-Marie Boehm Michel Cieutat

A mi hijo Melvil Philippe Rouyer


Philippe Rouyer, Michel Cieutat y Michael Haneke.

PRÓLOGO
A LA NUEVA EDICIÓN

Cinco años después de la publicación de la presente obra hemos vuelto a encontrarnos con Michael Haneke, siempre con las mismas ganas, primero en París y luego en Viena. De acuerdo con Manuel Carcassone, que ha ocupado el puesto del lamentado Jean-Marc Roberts en la editorial Stock, nos pareció que había llegado el momento de seguir con nuestras conversaciones para publicar una versión actualizada.

Desde el año 2012, Michael Haneke ha puesto en escena otra ópera de Mozart, Così fan tutte, que tuvimos ocasión de aplaudir en el Teatro de la Monnaie de Bruselas en junio de 2013. Y durante dos años intentó, sin éxito, sacar adelante la película Flash-Mob, antes de renunciar y dedicarse a Happy End, presentada en la Sección Oficial del Festival de Cannes en mayo de 2017.

Decir que con esta película Michael Haneke volvió a dividir a La Croisette no es hablar por hablar. Después de los triunfos internacionales de La cinta blanca y Amor, algunos no entendieron que el realizador quisiera regresar a una vena que ha explorado desde un principio, concretamente la fragmentación del relato mediante una forma coral. Es posible que muchos se sorprendieran al descubrir que los múltiples personajes pertenecían todos a una sola familia, pero aquí reside la fuerza y originalidad de la película. Asimismo, el hecho de que la historia transcurra en Calais dio alas a la imaginación de la prensa cuando se anunció durante la preproducción, pero decepcionó a aquellos que esperaban ver una película en torno a la inmigración. Ahora bien, ¿cómo podía Haneke abandonar sus costumbres y describir un entorno que no conocía de primera mano? ¿Cómo podía, a estas alturas, hacer una película tesis? Hay inmigrantes en la película, desde luego. Pero en la pantalla ocupan el mismo lugar que los personajes de la película les asignan en su vida, la periferia. Son una especie de evidencia que rehúsan ver, cegados por sus problemitas y sus sufrimientos.

Happy End no tiene nada que ver con dar una lección de moral. Es una constatación lúcida, aunque nunca desesperada, del malestar de la clase burguesa en nuestras sociedades occidentales. “Estamos tristes, solos y solitarios”, dice el cineasta. A pesar de vivir bajo un mismo techo y de los vínculos de sangre que unen a los personajes, no hay comunicación, les cuesta compartir los sentimientos. Hacia el final de la película hay una secuencia extraordinaria entre Jean-Louis Trintignant y su nieta, con la que intenta establecer una relación privilegiada. Pero antes de este momento excepcional, nos encontramos con todas las pistas que nos ofrece una puesta en escena sutil y atenta, que teje ecos entre cada fragmento de la trama dejando al público la puerta abierta para que saque sus conclusiones. Al igual que todas las anteriores películas de Haneke, Happy End no señala la más mínima respuesta a las numerosas preguntas que el espectador se planteará.

El realizador tampoco dio respuestas en la larga entrevista que nos concedió en febrero y junio de 2017 para escribir estos nuevos capítulos. Fiel a sus principios y a nuestras conversaciones anteriores, Michael Haneke se niega a reducir en palabras lo que expresa a través de las imágenes y los sonidos que plasma en la pantalla. A cambio, nos invitó con gran generosidad a entrar en las bambalinas de su creación. Desde la génesis de la puesta en escena de Così fan tutte hasta algunos secretos de fabricación de Happy End, nos ayuda a entender cómo evoluciona su arte. Nos atreveríamos a añadir que hacia una especie de madurez. Pero este libro no está para demostrarlo. El espectador debe forjarse su propia opinión, aunque esperamos que estos nuevos capítulos le faciliten abarcar mejor la obra compleja, en ocasiones molesta, pero siempre estimulante de uno de los más grandes cineastas de nuestra época.

Michel Cieutat y Philippe Rouyer.

Junio, 2017.

INTRODUCCIÓN

Once largometrajes con intérpretes conocidos en todo el mundo como Juliette Binoche, Isabelle Huppert, Daniel Auteuil, Jean-Louis Trintignant, Ulrich Mühe o Naomi Watts. Una multitud de premios y galardones internacionales, entre los que destacan dos Palmas de Oro concedidas en Cannes, la primera en 2009 por La cinta blanca y la segunda en 2012 por Amor. Sin embargo, este libro es el primero traducido al español dedicado a la obra del cineasta austríaco Michael Haneke.

El cine de Haneke es demasiado radical para que haya unanimidad de criterio. Por eso mismo, su rechazo del énfasis y su gusto por lo abrupto nos sedujeron desde que vimos su primer largometraje, El séptimo continente, descubierto en Cannes en 1989. Para contar un viaje inexorable de una familia cualquiera hasta la autodestrucción, Haneke se limitó a filmar tres días a un año de distancia. Esta decisión le permitiría establecer los cimientos de su cine: la imposibilidad de los personajes de expresar sus sentimientos; la insistencia en objetos cotidianos; la fascinación por las imágenes fijas o animadas; el valor de la elipsis y del fuera de campo, y la inusual atención que presta a la banda sonora. Todo lo anterior son rasgos que no tienden a proscribir la emoción, sino a desviarla y contenerla de una forma elegante.

El deseo de alcanzar la verdad de los seres y de las situaciones mediante el artificio que supone la recreación de imágenes y de sonidos es el núcleo del cine de Haneke. El cineasta lo siente desde la escritura del guion, que redacta siempre solo, con la idea de inventar en cada ocasión la forma que dará cuerpo a la historia. El vídeo de Benny, su segundo largometraje, rodado en 1992, enmarca su reflexión en torno a la representación de la violencia, mientras que 71 fragmentos de una cronología del azar, de 1994, disgrega la reproducción de la realidad para recalcar sus múltiples facetas. Es posible pasar revista a toda su filmografía, desde Código desconocido (2000), que enlaza destinos para marcar los límites de una fraternidad utópica, a Caché (Escondido), (2005), que se reviste de los oropeles del thriller para mostrar un sentimiento de culpabilidad del que nadie puede escapar. Incluso cuando decide rehacer una película suya, Haneke inventa una forma inédita. Funny Games USA, (2008) sigue siendo el único ejemplo en el cine de un remake que realmente retoma el original Funny Games, (1997) plano a plano, con otros actores, pero con ejes y movimientos de cámara idénticos al original.

La singular forma que tiene Haneke de fundir sus propias obsesiones en universos tan etiquetados como los del cine policíaco, las películas corales, incluso de la tragedia, tiende a que su estilo sea reconocible de inmediato. La misma mirada planea sobre el pueblecito alemán de La cinta blanca, la Viena contemporánea de La pianista o los Estados Unidos imaginados de Funny Games USA., la mirada del artista inquieto que ve en el arte la única manera de aceptar la realidad.

La consideración fantasmagórica de su origen austríaco, al que se añade una media verdad sobre su vocación frustrada de pastor, su reputación de déspota en los platós y la aparente austeridad de su silueta han bastado para que el cineasta fuera caricaturizado como sermoneador. Sin embargo, en su juventud, Haneke se interesó más por la filosofía que por la religión, empujado por el ingenuo deseo de encontrar respuestas a sus preguntas existenciales, antes de entender que la literatura, el teatro y el cine le permitirían realizar una búsqueda más conveniente. Hasta Amor, su penúltima película, que plantea un comportamiento imposible ante el sufrimiento del ser amado, el cine de Haneke explora y rasca donde la vida duele, desestabiliza al espectador y le invita a cuestionar sus certezas.

Ahora bien, es necesario saber descifrar unas películas que captan los matices y las ambigüedades de la realidad. Ni los padres de Benny, que encubren el asesinato cometido por su hijo, ni el presentador de televisión de Caché (Escondido), incapaz de sobrellevar un pasado vergonzoso, son unos cabrones. Sus actos revelan simplemente su pánico, en ocasiones su cobardía, pero la puesta en escena jamás les juzga ni muestra qué actitud hubieran debido adoptar. No cuesta mucho pensar que, en la misma situación que los protagonistas, no nos habríamos comportado mejor... Este enfrentamiento con películas espejo no es relajante ni tranquilizador. Las películas de Haneke nunca nos permiten imaginar que todo acabará bien. Reiteran que nada se arreglará nunca para ayudarnos a aprender a vivir con esa idea. Cada uno es libre de escoger las redondeces del universo de Disney, que pesan bien poco ante las realidades de este mundo, tal como sugieren las máscaras del ratón Mickey barridas por las pulsiones mortíferas de Don Juan en la puesta en escena de Mozart realizada en París por Haneke en 2006.

Las máscaras de Mickey que llevaba el personal de limpieza que desea montar una fiesta en su lugar de trabajo (concretamente una de las torres de la Defensa) reflejan el humor particular de Haneke. Un humor muy negro que reencontramos en todas sus películas y que hace hincapié en la distancia que separará siempre la realidad de su representación. Pensamos, claro está, en los chistes ruines de los dos jóvenes asesinos de Funny Games. ¿Una provocación gratuita? En absoluto, sus bromas interpelan directamente al espectador y aumentan el horror de las situaciones, creando un desfase insostenible. Haneke pidió a los actores que encarnaban a las víctimas que su interpretación fuera trágica, y a los asesinos, que fuera cómica.

Se esconden toques de humor en las peleas entre madre e hija y en los delirios sadomasoquistas de La pianista, como ocurre en algunos vuelcos de La cinta blanca. Los telefilms de Haneke ya cultivaban esta paradoja e introducían toques de humor en medio del drama.

Los diez primeros telefilms de Haneke, inéditos en DVD (excepto El castillo) por razones de derechos, son poco conocidos del público español. Rodados en su mayoría antes de su debut en el cine, se hacen imprescindibles para la comprensión de su obra. Desde Und was kommt danach..., su primer intento en 1974, donde intenta alejarse de sus orígenes teatrales, pasando por Lemminge, un ambicioso fresco en dos partes que fue su primer guion original en 1979, hasta El castillo, adaptado de la novela de Kafka en 1996, que fue su último trabajo para televisión y la primera oportunidad de dirigir a la pareja de actores formada por Ulrich Mühe y Susanne Lothar, todos representan mucho más que simples borradores para futuras obras maestras. Y aunque la mitad de sus telefilms sean adaptaciones literarias cuya primera vocación es homenajear los textos originales, en todos experimenta con la dramaturgia. Desde sus comienzos, Haneke ha considerado cualquier nuevo proyecto como un desafío. Nos ha parecido obvio integrar sus telefilms en este libro. Para plasmar el gesto del artista, no debíamos dejar nada de lado: los años de formación, el nacimiento de su pasión por la música, la experiencia radiofónica, los años de teatro, los inicios en televisión y la plenitud de su arte en el cine, sin olvidar un escarceo por la ópera.

Habíamos hablado con Michael Haneke en varias ocasiones para realizar entrevistas destinadas a la revista Positif. La idea de dedicarle un libro que recogiera una serie de entrevistas nació a raíz de un encuentro particularmente estimulante con motivo del estreno de La cinta blanca. Sus palabras siempre son precisas y apasionantes, y Haneke forma parte de esos realizadores cuyas películas se parecen a su forma de hablar. Apoyados por nuestro editor Jean-Marc Roberts, que nos dio libertad total con la condición de que volveríamos a empezar desde cero, sin utilizar las entrevistas que ya habían sido publicadas, grabamos unas cincuenta horas de charlas escalonadas en casi dos años entre París y Viena. Trabajamos por bloques de varios días en sesiones de cuatro a cinco horas seguidas, sin pausas, por la tarde. Solíamos cenar juntos en un buen restaurante, casi siempre con Susie, la esposa del cineasta, que también es su primera lectora y espectadora, su figurante fetiche y una gran ayuda en la disposición de los decorados. Michael Haneke mostró una disponibilidad excepcional para la buena consecución del proyecto y aceptó hablarnos en francés. Asimismo, se empeñó en releer cada una de las páginas, corrigiendo y cambiando el texto sin nunca censurarlo, para que sus palabras fueran aún más precisas. Incluso más que las entrevistas en sí, esta minuciosa relectura nos ofreció una ilustración exacta de Haneke trabajando: pudimos ver su energía, su impaciencia y su determinación al servicio de un perfeccionismo sin fisuras. Haneke no mitigó la convivencia de nuestros intercambios, tampoco la vitalidad de su pensamiento ni su sentido del humor. Esperamos que el resultado ofrezca el retrato más fidedigno posible del hombre y del creador.

Siguiendo el modelo histórico del famoso documental Hitchcock/Truffaut, hemos sido fieles a la cronología de la obra durante nuestras conversaciones y en la transcripción, exceptuando las últimas películas para televisión, que reagrupamos en un solo capítulo por comodidad, así como las dos Funny Games. Haneke no eludió ninguna de nuestras preguntas; únicamente rehusó, con feroz determinación, dar una interpretación de sus películas. No será aquí donde descubriremos quién es el autor de las fechorías de La cinta blanca ni lo que dicen los dos niños en el último plano de Caché (Escondido). Pero importa poco porque lo esencial no está ahí, sino en el cuidado puesto en la composición de las intrigas, en la precisión de la dirección de actores o en la elaboración de una puesta en escena que muestra la mirada del autor al mundo. Si la lectura de estas páginas contribuye a que se entienda mejor y se ame más el cine de Haneke, habremos cumplido con nuestro objetivo.

Michel Cieutat y Philippe Rouyer.

Mayo, 2012.

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Crecí en el campo – Cómo descubrí la música – Primeros recuerdos del cine – Hacerse pastor – Airado contra todo – Estudiante de filosofía – Comienzos en la radio y en la prensa

– El más joven Dramaturg de Alemania – 1968 y el terrorismo – Bergman, Bresson y el cine de autor – Mis películas favoritas.

A menudo ha dicho que una biografía no aclara una obra...

Así es, porque se limita el alcance de las preguntas que plantea una película al indicar que están ligadas a la biografía del realizador. Ocurre lo mismo con los libros. Siempre quiero enfrentarme directamente a la obra, sin buscar explicaciones en otra parte. Por eso me niego a responder preguntas de tipo biográfico. No hay cosa que me saque más de quicio que escuchar: “¿Qué clase de persona es ese Haneke para hacer películas tan sombrías?” Me parece tonto y no quiero entrar en ese falso debate.

Aun así, vamos a hacerle preguntas referentes a su juventud.

Será una decepción para todos, porque no tuve una infancia triste. Soy una persona muy normal. Quizá cueste creerlo, pero es verdad.

Su padre era actor y director, su madre, actriz. Creció en un medio artístico que debió influirle...

En absoluto porque no me criaron mis padres. Crecí en casa de la hermana de mi madre, en el campo, en una finca muy grande. Estaba en Wiener Neustadt, una pequeña ciudad a cincuenta kilómetros al sur de Viena, donde situé la acción de la película Lemminge.

Pero a su tía le interesaba la música, ¿no le marcó el ambiente musical en sus primeros años?

No mucho. Aunque hubiera podido marcarme, ya que había un músico en la familia. Al acabar la guerra, mi padre, que era alemán, regresó directamente a su país y no volvió a Austria. Mi madre se casó de nuevo con un compositor judío, Alexander Steinbrecher, que se fue a Inglaterra huyendo del nazismo y se convirtió en Kappelmeister, o sea director musical, del Burgtheater.

Es muy melómano...

Pero no por mi familia. Me entusiasmó el encuentro con la música misma. Cuando era niño, mi tía quiso, de acuerdo con lo que mandaba la tradición para el hijo de una familia burguesa, que aprendiera a tocar el piano. Al principio, lo aborrecí. Incluso quise dejarlo. Debo añadir que, mientras tocaba, mi tía siempre estaba a mi lado, repitiendo: “¡Desafinas, desafinas, desafinas!” Pero un día, lo recuerdo perfectamente, tendría unos diez años, en Todos los Santos la familia entera había ido al cementerio y yo no había querido acompañarles. Por la radio oí una música que me pareció extraordinaria. Al final de la pieza dijeron que era El Mesías, de Haendel. Para mí fue una revelación. Hasta entonces solo me había interesado por los Schlager, las canciones de éxito. A partir de ese momento empecé a escuchar música clásica y unos pocos años después –debía tener trece años– se estrenó Mozart, una película muy kitsch1, con Oskar Werner, que estaba absolutamente genial en el papel protagonista. Cuando regresé a casa, reuní mis ahorros y fui a comprarme las partituras de todas las sonatas de Mozart. Empecé a trabajar como un loco, sin parar. Mi pasión por la música me viene de esa época. Soñé con ser pianista, claro. Por suerte, mi padrastro me escuchó mucho. Él componía Singspiele, unas obras cercanas a la ópera cómica, y también lieder. Varias piezas suyas que casi han caído en el olvido hoy en día tuvieron mucho éxito en Austria. Era un hombre muy culto, que había sido una especie de niño prodigio con el piano. Cuando empecé a componer pequeñas piezas ingenuas –me había lanzado a escribir una misa, nada menos–, me dijo que estaba muy bien, pero que quizá sería mejor dejar de pensar en ser compositor.

¿Su primer impulso creativo tuvo que ver con la música?

Sí. Luego, con la pubertad me volqué en la poesía, como muchos adolescentes en aquella época.

Beatrix von Degenschild y su hijo Michael.


Fritz Haneke,

el padre de Michael.

¿Recuerda qué fuentes le inspiraban? ¿Leía mucho?

Siempre he leído mucho. En esa época no había televisión.

¿Qué clase de adolescente era? ¿Le gustaba vivir en la naturaleza?

La finca familiar estaba en medio del campo, pero también teníamos una casa en la ciudad vecina, Wiener Neustadt, donde crecí y fui al colegio. De adolescente, me sentía frustrado viviendo en el campo porque no había nada que hacer. Sin embargo, nunca me aburrí. Siempre leía, escuchaba música. Como cualquiera de mi generación, no tenía ordenador ni televisión. Pero hacíamos muchas cosas en grupo, como jugar al pimpón y al ajedrez.

¿Hacía mucho deporte?

Sí. Estaba algo delgado, y mis padres le preguntaron al médico qué era lo mejor para incrementar mi desarrollo. Recomendó la esgrima, un deporte que me gustó mucho. La practiqué hasta los dieciséis, diecisiete años; no se me daba mal.

¿Compitió alguna vez?

Sí, y me gustó. Luego ya no tuve tiempo. Otro deporte que practiqué desde muy joven fue el esquí cada invierno, en Bad Gastein. Incluso diré que era una norma para la burguesía austríaca, se me daba bien. Incluso gané una competición municipal una vez. Hoy todavía me encanta esquiar. Mi mujer y yo vamos regularmente a practicarlo a Zürs, en la sierra Arlberg.

¿Tenía muchos amigos en Wiener Neustadt, salía mucho?

No tengo recuerdos de cuando era pequeño. Pero en cuanto entré en el instituto, hacia los diez u once años, formé parte de un grupo de chicos. En esa época, las escuelas no eran mixtas. Tan solo en las clases de baile, cuando teníamos unos diecisiete años, los chicos entraban en contacto con las chicas. Dicho eso, mi familia poseía una finca a unos kilómetros de Wiener Neustadt que daba directamente al lago y donde pasaba todos los veranos. Allí, con los hijos de los vecinos, todos de la burguesía local, formábamos un buen equipo de chicos y chicas.

De niño también estuvo en Dinamarca, ¿por qué?

Para mí fue un episodio muy triste que evoqué en mi ensayo acerca de Au hasard Balthazar, de Robert Bresson2. Ocurrió inmediatamente después de la guerra. Mi madre y mi tía pensaban que por mi delgadez me sentaría bien participar en un programa que los países vencedores organizaban para ayudar a los niños de los países vencidos. Creían que Dinamarca, con su gran producción de mantequilla, ayudaría a su niño enclenque. Pero no imaginaron lo que representaría para un niño de cinco años, que nunca se había alejado de su hogar, encontrarse en el seno de una familia extranjera de la que no sabía nada. Fue una auténtica conmoción para mí. Hasta el punto de que, cuando regresé al cabo de tres meses, no hablé con nadie durante varias semanas.

¿Qué hacía allí?

¡Nada! Intentaron hablarme un poco en alemán, explicarme cosas, pero me sentía totalmente perdido. Recuerdo que había un columpio con una barra metálica delante para sujetarse y que me rompí un diente al darme con ella. Lo único que se me quedó grabado de mi estancia fue el recuerdo de un cine muy largo cuya sala daba directamente a la calle y donde vi una película sobre África. Después de la proyección, me encontré de golpe en la calle, llovía, y no acababa de entender cómo podía haber regresado tan deprisa de África a Dinamarca.

¿Cuál fue su relación con el cine en su juventud?

La primera vez fue aterradora. Mi abuela y yo fuimos a ver Hamlet, de y con Laurence Olivier, pero pasé tanto miedo que me puse a llorar ruidosamente. Tuvimos que irnos para no molestar a los otros espectadores. Pero, claro, no sé si de verdad recuerdo el episodio o si mi abuela me lo contó más tarde. Luego vi muchas películas, pero no de autor, no había salas de arte y ensayo en la ciudad. Veía películas alemanas de éxito.

¿Krimis, cine policíaco?

Más bien los Schlagerfilme, un género de comedia musical alemana, también melodramas. Y cuando ponían una película para niños, mejor aún. Más tarde, para la primera película en Cinemascope, La túnica sagrada, se abrió un nuevo cine en Wiener Neustadt, y recuerdo la sensación que me invadió delante de esa gran pantalla. Todo el mundo quería conseguir entradas. Entonces teníamos verdaderas ganas de ver cine. Durante toda mi juventud, en cuanto tenía un poco de dinero, iba al cine. Pero no era el único, todos mis amigos hacían lo mismo.

Verían muchas películas americanas...

Cuando llegaron las películas con James Dean fue como una especie de culto, lo mismo que Semilla de maldad, con Glenn Ford, que nos permitió oír rock por primera vez, concretamente la canción “Rock Around the Clock”. Recuerdo que aún no era lo bastante mayor para verla cuando se estrenó. Había policías de civil en la entrada que comprobaban la documentación de los que no parecían tener la edad requerida. Intentábamos colarnos, esperábamos los momentos en que no estaban. Pero no conseguí entrar para ver esa película. Solo la vi mucho más tarde. De hecho, no había tantas películas americanas, sobre todo pasaban cine alemán.

No descubrí el cine de autor hasta la universidad. Excepto las películas de Ingmar Bergman, que eran muy conocidas y pude apreciar desde mis años en el instituto. Entonces aún no se consideraba a Bergman como un cineasta elitista. La película El silencio provocó un escándalo y todo el mundo quería verla. No he vuelto a encontrarme con una cola tan larga delante de un cine en Viena. Ese éxito hizo que pudiera ver todas las películas siguientes de Bergman y otras como El manantial de la doncella, que fueron ampliamente distribuidas en Austria.

¿Iba a ver esas películas porque se hablaba de ellas o porque había leído críticas que las analizaba?

Al principio porque se hablaba de ellas, desde luego. Oíamos decir que era interesante e íbamos a verla. Pero no por razones cinematográficas. Íbamos por el contenido, los problemas que tenían que ver con la religión. El enfoque estético llegó después, cuando era universitario, gracias a las clases en las que me inicié.

Hace poco ha dicho que leía mucho de joven, ¿recuerda algunos títulos?

No recuerdo lo que leí de niño. Pero sí sé que al llegar a la pubertad, leí mucho. Sobre todo historias de amor. Me impresionó La dama de las camelias. En el instituto estudiamos a algunos escritores franceses, como Francis Jammes, pero mi libro favorito era El gran Meaulnes, de Alain Fournier. Durante mucho tiempo fue mi libro de cabecera. También leí, claro está, a Heinrich Heine, así como a todos los clásicos que debíamos estudiar y que me gustaban. Luego seguí con Eichendorff y otros románticos. Son lecturas que corresponden a la sensibilidad de una edad y que, por desgracia, no vuelven a leerse después, a pesar de ser muy buenos libros. A los quince años, naturalmente, adoraba a Dostoievski. ¡Por fin me entendía alguien!

¿Recuerda cuál fue la primera novela de Dostoievski que leyó?

La que creo que es la mejor, Los endemoniados. Es un libro increíble. Pero ningún libro de Dostoievski es malo.

¿Debía ser el más culto, incluso el intelectual, de la pandilla?

Todos éramos burgueses, teníamos el mismo nivel cultural. Pero es cierto que en la pandilla siempre fui el “artista”. Quería montar una compañía de teatro. Algo que nunca conseguí.

La madre de Michael. Actriz.


La tía de Michael.

Y los pequeños poemas que escribía, ¿se los enseñaba a los amigos?

A los amigos no, ¡a las amigas!

¿Y les gustaban?

Se sentían muy complacidas. También escribí una pequeña colección de poemas para mi madre, y un amigo que tenía muy buena letra los caligrafió. Un poema por página, como regalo para el Día de la Madre.

A pesar de tener una vida muy ocupada como actriz, ¿pudo vivir con su madre?

No, pero iba a verla muy a menudo a Viena.

¿La vio en los escenarios entonces?

Pocas veces. La primera vez era muy pequeño. Fui a verla con mi abuela en una obra de Ferdinand Raimund, Der Verschwender, un clásico austríaco donde interpretaba a la reina de las hadas. Cuando apareció a bordo de una canasta suspendida en el aire, grité: “¡Miren, es mi mamá!” Toda la sala se rió. Volví a verla varias veces en los escenarios, pero no muy a menudo.

Hace un momento ha mencionado el proyecto de formar una compañía con sus amigos...

Sobre todo era para hacerme el interesante.

¿Hacerse el interesante como actor, como director?

¡Como todo! Protagonista, director de la compañía, director teatral e incluso autor de la obra. Había unas ruinas a unos cinco kilómetros de Wiener Neustadt, un lugar muy bello al que íbamos a menudo en bicicleta y donde escribí una nueva versión de Electra para una joven a la que conocía. Ella debía aprenderse el texto. Fue un desastre, pero en la época estaba muy orgulloso.

¿Ha conservado algún poema de entonces, o esa obra?

No. Aún debo tener alguno de los ensayos que redacté de joven, pero dejamos muchas cosas atrás en nuestras mudanzas.

¿Fue a clases de Teatro?

No, aborrecía cualquier tipo de escuela a partir de la pubertad. Me rebelé.

¿Se rebeló contra qué?

Contra todo. Lo aborrecía todo. Me parecía que se ejercía una presión insoportable sobre mí. Había decidido dejar Wiener Neustadt y ser actor. Mis padres lo eran, yo también podía serlo porque, además, estaba convencido de tener talento. Una mañana salí del instituto e hice autoestop hasta Viena para presentarme a las pruebas del Reinhardt Seminar, una escuela de arte dramático de la que había oído hablar. Sin decirle nada de esta escuela, ya había hecho una prueba delante de mi madre para que me dijera si tenía o no tenía talento. Naturalmente, le había parecido fantástico, por lo que estaba seguro de que lo conseguiría. Había escrito a la escuela para apuntarme. Debía preparar tres textos y escogí un monólogo de Hamlet, un extracto de una charla bastante cómica con el diablo de Jedermann, de Hugo von Hofmannsthal, y el Heiligenstädter Testament, de Beethoven, un testamento del compositor con cuya lectura había impresionado a mi madre. Pensé iniciar la prueba con el diablo, pues era lo que peor se me daba. Solo empezar, supe que estaba execrable. Pensé que con Hamlet todo iría mejor. No me dieron la oportunidad de seguir interpretando. Nada más acabar la primera prueba, dijeron: “¡Sí, gracias!”, lo que reforzó mi idea de que no lo había hecho bien. Esperé todo el día para tener los resultados, pero cuando colgaron la hoja en la que no aparecía mi nombre, ¡no podía creerlo! Volví a casa y no dije nada a nadie, excepto a mi madre, a la que pregunté por qué no me habían seleccionado. Indagó entre sus compañeros de profesión y le dijeron que tenía la voz mal impostada. Más bien creo que estuve pésimo. De todas formas, fue el final de mi carrera de actor. Luego, como no soportaba el instituto, decidí dejarlo. Ya me habían hecho repetir una asignatura porque había rehusado llevar cuadernos.

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