Kitabı oku: «La radio ante el micrófono», sayfa 2

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CONTRA LA ESCRITURA

El ruido, que apresuradamente puede definirse como un sonido no sujeto a normas, es una de las categorías estéticas que mejor sirve para describir la obra poética de Henri Chopin. Ello es compatible con el hecho de que sus más ambiciosos proyectos poéticos —y Le Corpsbis es un ejemplo de ello— presenten un cierto grado de articulación formal: se dividen en movimientos, y es posible detectar en ellos tenues estrategias compositivas. Ahora bien, dado que todos esos planes relativos a la organización temporal de la obra deben, en cualquier caso, atravesar el siempre impredecible aparato fonador (y, por extensión, el cuerpo) del poeta, la escucha de esas piezas revela la escasa validez de todas esas previsiones. La prioridad artística de Henri Chopin es la libertad, como él mismo dejaba claro en un artículo de 1994 titulado «Poesías sonoras o la utopía gana», que se publicó en Les cahiers de l’IRCAM:

Por definición, el poeta, a pesar de todos los obstáculos, incluidos los de las escrituras, es libre, y si a veces obedece sin crítica a un verbo ya fijado, él mismo traiciona la exploración de los lenguajes. No tiene que seguir la severa semántica —relaciones del significante con el significado—, sino que debe alzar sus protestas temporales.

El enorme abanico de recursos sonoros activados por Chopin en obras como Le Corpsbis trasciende, con mucho, cualquier posibilidad de regulación o incluso codificación previa, ya sea en el plano de la semántica —como apunta la cita anterior—, ya en el de la sintaxis, ya en el de la fonética. El poeta tiende a recrearse en las más sutiles variaciones tímbricas de materiales surgidos en puntos de articulación impracticables para la mayor parte de los humanos, y ello se resiste a ser insertado en cualquier esquema, partitura o guion. No es posible imaginar un alfabeto, un solfeo o —en general— un catálogo de símbolos tan suficientemente complejo y rico como para poder dar cuenta de toda esa salivada variedad de matices y combinaciones tímbricas, dinámicas, espaciales, de altura, etc.

Además, si vanamente se intentasen fijar en algún tipo de escritura —más allá de la que representa la fonografía— esos inusitados garabatos sonoros, esas complicadas volutas prelingüísticas, también se manifestaría la necesidad de transcribir todos los procesos electroacústicos que continuamente transforman esos sonidos orgánicos, pues en Le Corpsbis ambos dominios se fusionan hasta el grado más íntimo. En el artículo antes citado, Chopin se manifiesta críticamente respecto al uso de estos medios por parte de ciertos músicos: «Insistiendo sobre este arte de la respiración, podemos recordar que el escriba, al igual que el gráfico, para controlar sus trazos y signos aprendían a respirar, algo que parece ignorar el compositor electrónico». El poeta insiste en su lejanía respecto a cualquier forma de codificación simbólica de su obra:

[…] desde hace más de treinta años ya no escribo partituras antes de crear un «audiopoema». Construyo de memoria, solamente con ella, las expresiones de mi cuerpo, sobre todo la boca, sus respiraciones [souffles], etc., que se convierten en mis únicas partituras sólidas.

En resumen, una creación radiofónica como Le Corpsbis está plenamente entregada a la oralidad, y en esa medida escapa de la esclerotización que representa toda forma de escritura. Por esta precisa razón —y aunque el propio Chopin cultivara, con fruición, las ediciones fonográficas de sus trabajos—, en realidad su poética tiene más que ver con la performance (o, en su caso —que es el nuestro—, con la radioperformance), y por ello sus grabaciones se comprenden mejor al ser escuchadas como la documentación de algo que ha sucedido «en vivo», y no como si se tratara de composiciones electroacústicas elaboradas en un tiempo abstracto y diferido, como por ejemplo sucede en el ámbito de la música concreta o acusmática —campos a los que una apresurada audición de Le Corpsbis también podría remitir, y sobre los que este mismo trabajo reflexionará en próximos capítulos—.

Esta referencia a cuestiones que se abordarán en las siguientes páginas del libro nos permite, también en relación con el tema que se venía planteando, lanzar aquí una suerte de guía (más que de guion) hacia el lector. Si, como se acaba de señalar, Le Corpsbis puede ubicarse claramente en un dominio estético caracterizado por la oralidad, con su análisis nace un vector argumental —que atravesará todo este ensayo— dirigido, progresivamente, hacia lo escritural. En otras palabras, aunque todos los trabajos que se irán presentando pueden calificarse como radioperformances —pues en ellos siempre se explora la relación de la membrana del micrófono con los cuerpos y las voces que quedan más allá esa frontera—, esas obras nos irán arrastrando, de manera gradual, hacia ejemplos en los que la relación con una partitura, un guion o —en general— un código de carácter formal se hará cada vez más presente.

Esa trayectoria, advertimos, no es la única pauta que permite desentrañar el sentido global —si es que cabe hablar de algo así— de este ensayo. De hecho, el sinuoso camino que parte de la oralidad con dirección a la escritura en ocasiones desaparecerá subterráneamente de la lectura —desplazado por otros asuntos—, y en otros momentos se bifurcará con un gesto que pondrá en suspenso el carácter lineal del recorrido. Pero es una perspectiva que puede, en alguna medida, orientar al lector, y sobre la cual —en cualquier caso— se reflexionará, retrospectivamente, en las últimas páginas de este texto.

Esas páginas postreras, por cierto, estarán dedicadas a Trueno, una pieza radiofónica de la compositora hispanoalemana María de Alvear. Quizás el razonamiento anterior podría hacer pensar, en buena lógica, que en ese último trabajo aquí analizado se consumará esa aproximación progresiva hacia lo escritural, y que por tanto Trueno será interpretada como la ejecución de un esquema formal abstracto, ajeno al siempre imprevisible flujo de lo oral. Nada más lejos de lo que sucederá. En realidad, nuestro examen de la radioperformance de De Alvear intentará relacionarla con la idea de rito, lo cual puede conectar fácilmente esa obra con la propuesta estética de Le Corpsbis y otros trabajos de Chopin. Sirva este ejemplo de circularidad —ya que el final de este trabajo se replegará, por así decir, sobre su inicio— como evidente prueba de las abundantes rupturas de la linealidad argumental ya anunciadas, y como detonante para una última reflexión acerca del carácter ritual de Le Corpsbis y, en general, la actividad poética de Henri Chopin.

Esta, de hecho, después de repasar la biografía del autor, puede ser considerada —toda ella— un acto de exorcismo. Como si Chopin, que ya desde muy joven conoció tantos cuerpos sacrificados en la ceremonia absurda de la guerra, intentara —en muchas ocasiones mediante actos físicamente dolorosos para él— oficiar otro tipo de ritual, destinado a extraer del interior de su cuerpo no solamente sonidos, sino también memorias profundamente escondidas. Recuerdos enquistados no solamente en los abismos fisiológicos del esófago, sino también en las hondonadas del lenguaje. Desde esta perspectiva, la liturgia escenificada en sus radioperformances estaría orientada a penetrar más allá de la membrana del micrófono, más allá de la membrana del lenguaje y —recuperando los diversos sentidos del lôgos griego, como veremos a continuación— más allá de la razón.

Las posibilidades de la radiofonía como medio idóneo a través del cual canalizar este tipo de rituales, proyectando una palabra salida de las entrañas —más que de la cabeza— hacia miles de oyentes simultáneamente, y uniendo a todos esos radioescuchas en una extraña comunidad ciega y sin rostro fueron muy tempranamente detectadas por Goebbels y sus camaradas nazis. Aprovechando esa extraña sensación de intimidad propiciada por la escucha radiofónica, las homilías y demás ceremonias oficiadas por Hitler y sus adláteres llegaron —trascendiendo las membranas de los micrófonos conectados a las emisoras alemanas— hasta una ingente población que terminó sumándose a esos rituales de muerte y destrucción cuyas consecuencias alcanzaron al joven Henri Chopin. Otro gran artista, con más edad —cincuenta años cuando comenzó la guerra—, se vio igualmente conmocionado, desde la distancia, ante esas ominosas voces radiofónicas: Charles Chaplin.

CHARLES CHAPLIN: HACIA EL GRAN DICTADOR

Estrenada en 1940, El gran dictador es la primera obra de Chaplin que incluye actores que hablan, pues dentro de su filmografía sonora anterior Luces de ciudad solamente utiliza música, y aunque en Tiempos modernos se escuchan sonidos, e incluso voces, estas solo aparecen como elementos accesorios de la narrativa (por ejemplo, se oye una voz hablada cuando la imagen nos muestra un aparato de radio). Es apropiado analizar aquí El gran dictador ya que la película incluye una famosa secuencia que podría considerarse una radioperformance, y también porque la escucha radiofónica protagoniza la secuencia final del film.

Chaplin, además de producir, escribir y dirigir la película, interpreta los dos papeles principales: un barbero judío condenado a vivir en el gueto, por una parte, y el dictador de la ficticia nación de Tomania, llamado Adenoid Hynkel, por otra. Más allá de la obvia parodia implícita en el apellido, el nombre de pila del tirano remite a las glándulas adenoides, también llamadas amígdalas faríngeas o vegetaciones; ubicadas cerca del orificio interno de las fosas nasales, y unidas a la faringe, están por tanto relacionadas con la voz (determinan la nasalidad de su timbre). Esta, como veremos, constituye uno de los atributos más importantes del personaje.

No solamente se trata de una voz chillona y desagradable; lo que más interesa aquí es cómo, en la famosa secuencia del discurso político, en la que Hynkel habla ante una enorme masa de gente —y también ante cinco micrófonos radiofónicos—, su discurso comienza con un altisonante y agresivo alemán macarrónico, que en dos ocasiones llega a fundirse, en un continuo sonoro, sin interrupciones ni saltos, con golpes de tos. Se manifiesta así algo ya vislumbrado en el análisis de las piezas de Henri Chopin: el viaje desde una dimensión semántica —que en Chaplin, además, es totalmente paródica, si bien la mera dimensión fonética de su habla consigue remitirnos al idioma alemán— hacia sonidos no articulados lingüísticamente. La tos, generalmente considerada como un ruido, como algo no deseable, se fusiona de manera orgánica con una incomprensible forma de habla de la que solo nos llega una ardorosa sucesión de alturas, intensidades y timbres. Abstracta, pero violenta (no en vano la tos se manifiesta, en nuestro idioma, a través de golpes). Si Machado escribió, en su Soledad VIII, «confusa la historia y clara la pena», aquí podría afirmarse «confuso el discurso y claro el odio».

Estamos ante una forma de expresión que, como se señaló en el caso de Chopin, queda más allá de la racionalidad que habitualmente relacionamos con el lenguaje articulado verbalmente. Al describir la labor del poeta francés rememorábamos las más famosas palabras del cuarto evangelio, pero ahora cabe recordar que en el texto de san Juan lo que se transforma en carne no es simplemente la palabra —el verbum latino—, sino el lôgos griego, con su apelación a la racionalidad. En el discurso de Hynkel la palabra pensada, meditada o razonada desaparece para transformarse en carne, víscera y expectoración. La significación semántica, aquello que puede ser analizado racionalmente, es ya solo un vestigio. El tipo de fonación articulado por el personaje a través de la voz y el cuerpo de Chaplin invita a ser escuchado fuera de los márgenes de la comprensión lingüística, más bien como una sucesión musical de sonidos (aunque estos puedan ser considerados disonantes o cacofónicos).

Esos sonidos vocales —que por momentos podrían ser descritos, más bien, como bocales— encuentran, de hecho, una suerte de contrapunto en los fervorosos y desmesurados aplausos que emergen cuando Hynkel concluye sus larguísimas frases (resulta aquí propicio que esta palabra se aplique tanto en el dominio de la gramática como en el de la música). Estos aplausos quedan inmediata y totalmente silenciados en cuanto el dictador hace un alambicado pero veloz gesto con su mano. No solo se manifiesta así su incuestionable autoridad, sino también —en consonancia con lo que ya se apuntó anteriormente sobre las manipulaciones sonoras típicas de los nazis— el carácter artificial de ese ensordecedor ruido de aplausos, que desaparece súbitamente, como si simplemente se hubiera pulsado un botón. O como si el diafragma del micrófono que los capta asumiera, de inmediato, una posición rígida, nerviosa, al igual que los miles de cuerpos militares que siguen escuchando el discurso de El gran dictador.

Hacia el final de esta larga e importante secuencia —que se inicia un cuarto de hora después del inicio de la proyección y se prolonga durante unos cinco minutos—, un exaltado grito de Hynkel, dentro de su arenga vehemente, se acompaña de un movimiento espasmódico de todo su cuerpo ante el cual los tres micrófonos ubicados a la izquierda de la pantalla se echan apocadamente hacia atrás. Parece que la potente y hostil voz del tirano amedrenta a estos delgados testigos. Este recurso cómico continúa desarrollándose, pues a continuación Hynkel dirige su amenazante discurso hacia uno de los micrófonos que aparecen en la parte derecha del plano. La cámara se desliza hacia allí mientras realiza un ligero zoom para resaltar la acción, y el micrófono también reacciona ante la excesiva proximidad del Führer; en este caso, el pie que lo sostiene se curva hacia atrás, como si fuera de goma e intentase alejarse de esa efusión desmesurada de voz y espumarajos; luego retorna elásticamente hacia su posición original, sobrepasándola incluso, con lo que casi le da un golpe en la cara a Hynkel. Este no detiene en ningún momento su invectiva, y finalmente se dirige hacia el último de los micrófonos que transmiten radiofónicamente sus gritos compulsivos. Si anteriormente su desquiciada locución se había transformado en tos, ahora uno de sus alaridos se asemeja a un estornudo, ante cuya potencia la cápsula del micrófono comienza, descontrolada, a dar vueltas sobre su eje.

En una parodia del agnosticismo del micrófono, los aparatos que rodean a Hynkel parecen comprender el mensaje de odio transmitido —más allá del lenguaje— por su voz (de hecho, en otro efecto cómico, tras la larga y brutal imprecación que se acaba de describir la voz en off del traductor resume drásticamente: «Su excelencia se acaba de referir al pueblo judío»). En la fantasía de Chaplin las membranas sí entienden y juzgan. Por eso se apartan del dictador —e incluso amagan con golpearle en la cara—. Nunca sabremos si lo que impulsa sus movimientos es el disgusto, el terror, o acaso una comprensible combinación de ambas emociones.

De cualquier forma, esta magistral secuencia —verdadera radioperformance, aunque su soporte sea cinematográfico— pone de manifiesto, con esos micrófonos que repetidamente se alejan del déspota —como si no quisieran transmitir los sonidos de su vehemente perorata—, la función de este instrumento como contenedor, como barrera, como freno de una realidad que aquí se manifiesta odiosa y censurable.

LA AMBIGÜEDAD DE LA ESCUCHA RADIOFÓNICA

La película de Chaplin contiene otra secuencia, la última, en la que lo radiofónico también recaba la máxima importancia. Desde ella se plantean nuevas preguntas acerca del potencial de la radio —para «el bien» y para «el mal», si queremos continuar empleando categorías morales tan básicas—. O, expresado de otra manera, acerca de si ciertos usos de la radio deberían estar permitidos, si deberían ser emitidos (o, al contrario, censurados) determinados mensajes.

Continuamos, pues, en ese límite microfónico del espacio radiofónico que bordea con el mundo exterior. Allí donde la membrana filtra —o no— algunos contenidos. Allí donde el desnudo agnosticismo del micrófono nos obliga a considerar si estamos moralmente dispuestos a volcar dentro del espacio radiofónico ciertas palabras o sonidos.

Hacia el final de El gran dictador, el personaje del barbero judío, interpretado por el propio Chaplin al igual que el del dictador Hynkel, es confundido con este. Los oficiales lo conducen, con todos los honores propios de un jerarca nazi, a la capital de Osterlich, donde está previsto que pronuncie un determinante discurso sobre el inicio de la operación bélica que culminará sus deseos de conquistar el mundo entero.

Antes que el falso Hynkel, y a modo de presentación de este, toma la palabra ante los micrófonos Garbitsch, personaje que en la película actúa como sosias de Joseph Goebbels. Enardeciendo a la expectante multitud, la sombría figura interpretada por Henry Daniell (eternamente condenado a papeles de villano, sea el profesor Moriarty en las películas de Sherlock Holmes con Basil Rathbone, o el inhumano reverendo Henry Brocklehurst en la versión de Jane Eyre protagonizada por Joan Fontaine) decreta en su discurso —totalitario y fascista— la anexión de Osterlich a Tomania, la anulación de la libertad de expresión y el sometimiento de los judíos, que describe como una raza inferior.

Cuando le llega el turno al barbero disfrazado de Hynkel (cuyo rostro ya ha manifestado sorpresa y preocupación al escuchar a Garbitsch), «el futuro emperador del mundo», tras ascender tímidamente a la tribuna y dudar unos segundos ante los micrófonos que allí le aguardan, pronuncia —ahora, por supuesto, en un lenguaje perfectamente inteligible— un discurso previsiblemente emocionado y conmovedor, de carácter humanista y contrario a las políticas antisemitas e imperialistas. Declara que Tomania y Osterlich se convertirán en naciones libres y democráticas, y apela a la humanidad en general para poner fin a las dictaduras y desarrollar la ciencia y el progreso técnico con el objetivo de hacer del mundo un lugar mejor. Hacia el final, su alocución contiene referencias directas al medio radiofónico:

El aeroplano y la radio nos han permitido estar más unidos. La propia naturaleza de estas invenciones clama por la bondad del hombre. Claman por la fraternidad universal, por la unidad del alma. Ahora mismo, mi voz llega a millones de seres en todo el mundo. Millones de hombres, mujeres y niños desesperados. Víctimas de un sistema que hace que los hombres torturen y encarcelen a gentes inocentes. A todos aquellos que me pueden oír, les digo: no desesperéis.

Cuando el orador alude a esos «millones de seres» que le están escuchando, la película nos ofrece un plano de Hannah, personaje encarnado por Paulette Goddard (actriz de brillante filmografía, que había contraído matrimonio con Chaplin después de actuar en Tiempos modernos, si bien se divorciaron poco después de terminar El gran dictador). Hannah, que ahora escucha la radio mientras yace desesperada frente a su casa, arrasada por los invasores, defendió al barbero judío cuando este llegó al gueto, donde ella vivía. Después se enamoraron y padecieron juntos los abusos de la dictadura.

El doble de Hynkel, por su parte, continúa su discurso —la pantalla nos devuelve ahora su imagen—. Cada vez más exaltado, llega a reclamar «la lucha por un nuevo mundo». Aunque los valores que está defendiendo —libertad, igualdad, fraternidad…— son bien distintos de los anteriormente postulados por Garbitsch, se hace evidente que los gritos de su arenga se parecen cada vez más a los que emitió el auténtico Hynkel en la secuencia anteriormente analizada. Esta percepción se agudiza cuando, al terminar su prédica, el barbero judío recibe un tremendo aplauso, también muy similar al que se había escuchado anteriormente en la película. Pero, además de esos aplausos, también aparecen otros sonidos que remiten a un pasaje previo de la sátira; el filósofo esloveno Slavoj Žižek ha reflexionado sobre ello en el documental de Sophie Fiennes titulado The Pervert’s Guide to Cinema:

Allí, por supuesto, él da su gran discurso acerca de la necesidad del amor y la comprensión entre las personas… Pero hay un engaño, incluso un doble engaño: las masas le aplauden exactamente tal y como si estuvieran ovacionando a Hitler. La música que acompaña este gran final humanista, la obertura de la ópera Lohengrin, de Wagner, es la misma música que habíamos oído en la escena durante la cual Hitler está soñando con conquistar el mundo, en la que juega con el globo terráqueo inflable. La música es la misma. Esto puede interpretarse como la redención definitiva de la música (la misma música que sirve a fines malignos puede servir para hacer el bien), o puede entenderse, y creo que así debería ser, de una manera mucho más ambigua: con la música nunca podemos estar seguros. En la medida en que externaliza nuestras pasiones internas, la música es siempre, potencialmente, una amenaza.

«Con la música nunca podemos estar seguros». Desde luego, esto se aplica totalmente en las óperas de Wagner, cuya instrumentalización por parte del régimen nazi (y, por supuesto, también debido a la presencia en sus libretos de algunos pasajes de carácter antisemita, por ejemplo en el final de Los maestros cantores de Núremberg) provoca, todavía en la actualidad, controversias. En el diario La Vanguardia del 6 de septiembre de 2018 se podía leer:

El viernes pasado, un editor del programa La voz de la música, de la emisora de música clásica de la radio pública [israelí] Can, despertó la polémica al emitir parte de la obra de Wagner El ocaso de los dioses. Poco después, y ante las protestas de miles de oyentes, el editor del programa expresó sus excusas por lo que definió como «una elección artística equivocada», y prometió que Wagner no sería emitido en las emisoras públicas israelíes.

«No puedo escuchar durante mucho tiempo la música de Wagner, ¿sabes? Me entran ganas de conquistar Polonia», afirmaba el personaje interpretado por Woody Allen en Misterioso asesinato en Manhattan (película en la que, por cierto, los protagonistas manipulan una voz grabada). Bien, «el caso Wagner» resulta tópicamente controvertido, pero lo que en realidad aquí se plantea es si algunas manifestaciones (musicales, verbales…) nunca deberían acceder al espacio radiofónico, y por qué.

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9788416205684
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