Kitabı oku: «Arca e Ira»
Rochas Vivas, Miguel Andrés, autor
Arca e ira: con/versaciones en tiempos de deshumanización / Miguel Rochas Vivas. -- 1a ed. – Guadalajara, Jalisco: Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades. Departamento de Estudios en Lenguas Indígenas; Editorial Universidad de Guadalajara , 2019.
Literaturas en Lenguas Originarias de América
Miguel León-Portilla
ISBN 978-607-547-677-3
1. Conversaciones imaginarias I. t. II. Serie
828.8 .R67 CDD
PQ6669 .R67 LC
Ricardo Villanueva Lomelí
Rectoría General
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Vicerrectoría Ejecutiva
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Secretaría General
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Rectoría del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas
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Coordinación del Corporativo de Empresas Universitarias
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Dirección de la Editorial
Primera edición electrónica, 2019
Revisión del texto Claudio Agostinucci Alejandra Cabrera
Textos y fotografías © Miguel Andrés Rocha Vivas
Coordinación de la colección José Luis Iturrioz Leza Dulce María Zúñiga Chávez
Coordinación editorial Iliana Ávalos González
Corrección Jorge Orendáin
Diseño y diagramación Paola E. Vázquez Murillo
Juan Manuel Durán Juárez
Rectoría del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades
Dulce María Zúñiga Chávez
Dirección de la División de Estudios de la Cultura
José Luis Iturrioz Leza
Jefatura de Departamento de Estudios en Lenguas Indígenas
D.R. © 2019, Universidad de Guadalajara
José Bonifacio Andrada 2679
Colonia Lomas de Guevara
44657 Guadalajara, Jalisco
www.editorial.udg.mx 01 800 UDG LIBRO
ISBN 978-607-547-677-3
Noviembre de 2019
Hecho en México
Made in Mexico
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Índice
Viajes, ruedas, rieles y sujeción animal
Quetzal libre ¡dos veces!
Polvo enamorado
El vuelo de la mariposa, el sueño del sabio
Jeju Jaja
Cantos de aves
Silencio y descreación
El abrazo de los unos
¿Sacrificio o interdependencia?
Migrantes ahora… y antes
Autor
Para Amalia: capullo de luz en quien renace la flor de la vida.
Viajes, ruedas, rieles y sujeción animal
(Arca e Ira caminando junto al perro Duermeautopistas)
Arca: Los viajeros se mueven en espirales expuestos a las ruedas de la fortuna.
Ira: El peregrino suele ser un afortunado, che. El ansioso turista y el itinerante hombre o mujer de negocios están mucho más expuestos al azar. Consumen y son consumidos por el viaje.
A: Con frecuencia el turista regresa cargado de deudas, inundado de fotografías con momentos o monumentos, pero sigue igual o más vacío de como salió de su casa u oficina.
I: Y el hombre de negocios viaja porque le toca, no necesariamente porque quiere. A veces llega a una ciudad y se sumerge en sus reuniones, pero sigue atado a sus presupuestos y metas comerciales. En realidad no ha salido del círculo de su mundo. A veces saca un poco de tiempo para visitar algo más que a alguien. Los compradores reemplazan su familia. El lugar del viaje y el viaje en sí han sido objetualizados por sus negocios. No suele ser un desprendimiento, ni un descubrimiento; a menos que firmar contratos sea considerado como un “descubrir”, ¿no?
A: Sí, pero por lo menos el hombre de negocios tiene un objetivo: su objeto comercial. El turista es objeto comercial de otros. Los llamados tours, además de ser usualmente muy costosos, son largas jornadas contra reloj. Los mandatos son el día a día de esos estresantes paseos. Súbanse, bájense, acérquense, en fin, ¡atención! Compren y ocúpense y más ocúpense.
I: Pensá que en ambos casos existen excepciones. Como cuando se trata de pequeños grupos con guías turísticos razonables. O ¿viste?, cuando hay una convivencia más amable entre las personas, más allá del negocio, lo cual implica dejar a un lado lo que llaman objetivos o targets.
A: Los turistas usualmente son tratados como mercancías, y muchos aprenden a hacer lo mismo con quienes se encuentran en su tour. Comen lo que se mueva. Tiran dulces a los niños nativos, a los monos y a los animales raros. Piden patés de la fauna local. Filman lo infilmable.
I: Fijate que de vez en cuando los turistas también son objetivos militares para llamar la atención de la política internacional. Cuando un grupo armado quiere hacerse visible, a veces deciden disparar contra los turistas que toman el sol en una playa, visitan un templo, o incluso se divierten en un teatro o en un café al aire libre.
A: Uno puede ir de peregrino en ciertas partes de India, un país supuestamente tan vegetariano y espiritual, pero hay tantos lugares en donde te tratan como carne y carnada… que tienes que ponerte un poco agresivo para sobrevivir. Es canibalismo del turista del que te protegen ciertos tours. Pero si vas por tu cuenta de peregrino… Claro, no te están robando a mano armada, pero te quieren meter los suvenires por la boca. Cualquier cosa que compres, cualquier motorickshaw que tomes para moverte, cualquier servicio que requieras, suelen cobrártelo mínimo unas dos, tres o muchas veces más.
I: Vos tenés que aprender a decir ¡NO! Con furia. Con fuego en los ojos como Indra con el rayo o Kali con el cuchillo ceremonial.
A: India es puro fuego para el viajero.
I: Lo que los yoguis llaman pratyahara. Es tal el exceso de los sentidos y los estímulos externos (imágenes, olores, esmog, ruido) que uno termina introvertiéndose…
A: Es una respuesta natural. Y te induce al refugio en ti mismo.
I: Hasta podés decir que actualmente un camino conducente a lo espiritual, si asumís su impacto, son las calles, el tráfico y las multitudes. Tenés que preguntarte quién sos vos.
A: Sí y eso aplicaría para cualquier tipo de contacto interior. Inicialmente ese repliegue hacia adentro es para protegerse del ruido, del intempestivo acecho e incluso de la polución.
I: Es verdad. Deseás respirar mejor. Ahí comienza lo que los hindúes llaman saucha, limpieza, al menos para los viajeros que no tenemos ningún tipo de control sobre el tráfico, la emisión de gases, la dispersión de las basuras…
A: … que se comen las vacas en Varanasi y Calcuta. Un día vi monos jugando con papel higiénico arrojado a la calle desde algún hotel. Estaban cerca de un templo budista. Nadie los detenía. Se les daba el derecho a poner sus propias banderas de oración.
I: Y ¿viste?, son impresionantes esos encuentros con los monos en las calles, en los templos y en las estaciones de tren. Forman verdaderas pandillas. A veces roban a los turistas despistados.
A: Pero a mí no me pasó nada de eso. Aunque cuando los veía en manadas sí me llegaron a intimidar, creo que tomando un tren en el estado de Bihar. Lo viví en un hotel de Orchha, al otro lado del país, todavía en el norte. Estaba descansando en mi habitación. Salí a la ventana para ver a lo lejos los amarillentos castillos de la India medieval.
Mono langur. Orchha. India.
I: ¿Y viste a Hanuman, el rey mono?
A: ¡No! Pero en cierta forma sí. Era un mono relajándose en el balcón. Estaba en una pose tan pensativa y ensimismada que me pareció nunca haber visto un animal tan semejante.
I: ¡Un hermano!
A: Sí, hermano, primo y amigo. Aunque la verdad ni me miraba. No se inmutó cuando le tomé un par de fotografías. Allá abajo, haciendo monerías sobre otros techos, los de su manada eran muy silenciosos. Al parecer estaban buscado comida. No sé si él en mi ventana sería un vigía. Pero no parecía. Cuando en la noche visité el templo de Hanuman, sus esculturas bañadas en polvo de colores, y sus collares de flores aromáticas, debo confesártelo: no me causaron ni la mitad de la impresión que me causó el langur en mi ventana.
I: Yo leí que en ese pueblo se han venerado a los monos y a Hanuman por generaciones.
A: Sí, pienso que es el milenario respeto que han experimentado los animales en ciertas partes del Asia, lo que los hace sentirse iguales o incluso mejores que nosotros. Nada de estar huyendo porque los van a convertir en juguete de circo o en hamburguesa de McDonalds.
Mono prisionero. Archipiélago de San Blas.
I: Como esas vacas con cara de bife que pasan encamionadas allá en las pampas de la Patagonia. Las llevan directo al matadero y vos no sabés por qué se las trata tan mal antes de comérselas.
A: Porque son mercancías, como tantos turistas.
I: ¡Fijate! que en lo que llaman occidente somos muy jodidos, che, con los benditos animales.
A: No me considero occidental. En parte porque a nuestros contemporáneos se les ha olvidado que somos animales. Pensamos que no somos animales porque solemos vivir en edificios, leer periódicos, montar en aviones y volar al espacio. Y porque nos comemos a “los animales”.
I: Creemos que somos los elegidos, la especie superior. Es una cosa bien jodida porque nos lo metieron en parte desde los libros monoteístas. Lo llevamos en nuestros adn religiosos.
A: En muchas religiones nativas, de origen chamánico, o pluralistas, las representaciones y cualidades de los hombres y los animales se transforman unas en otras. Cooperan epistemológicamente hablando. Lo espiritual se insufla más allá de cualquier línea radical separatista entre lo animal y lo humano, e incluso en relación con lo vegetal y mineral.
I: En ciertas visiones cristianas vos podés ver al águila como alegoría de san Juan, pero lo sagrado en sí es el mensaje que transmite, no el animal en sí.
A: Aunque en el caso de las deidades hindúes los animales también son vehículos. Parvati va sobre un león y Shiva se sienta a meditar sobre la piel de un tigre.
I: Pero es diferente. Ganesha, por ejemplo, perdió su cabeza humana y le fue puesta una de elefante. El elefante es tan sagrado como el hombre. Existe allí una ontología relacional, ¿viste?
Mirada del elefante enjaulado, Pittsburgh.
A: Es cierto. Los personajes cristianos son humanos, demasiado humanos. Sin embargo, tanto Jesús como Francisco tuvieron una particular proximidad con los animales.
I: Jesús es simbolizado por un pez, pero nunca sería representado físicamente como un pez.
A: Claro, pero el burro sobre el cual Jesús entró a Jerusalén no es una mera alegoría. En cierta forma era él mismo en su humildad, en su anti-heroísmo.
I: Hay que imaginar las decepcionadas caras de los israelitas esperando un salvador guerrero, un héroe montando sobre un caballo blanco entrando a Jerusalén con un ejército anti-romano.
A: Y se encontraron con el hijo de un carpintero montando sobre un burro entre una multitud en la que caminaban parias, cojos, prostitutas y pescadores…
I: Pero es curioso, ¿viste?, porque se ha dicho que el Cristo se transformó en el cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
A: Lo clave de esa imagen simbólica es que el ser humano sea el sacrificado, y no el llamado animal. Es ciertamente una crítica a las prácticas reinantes entonces de sacrificar animales a la divinidad.
I: Que un hombre que se llamaba a sí el hijo de Dios sea sacrificado, en vez de un animal, y que no ponga resistencia violenta y además ofrezca su sacrificio por los demás, incluso por sus verdugos, allí está en parte del terrible e inspirador misterio del cristianismo.
A: Es muy fuerte, ¿verdad? Y capaz de con-movernos por tantos siglos.
I: Cuentan que la relación de san Francisco con los animales era de mutualismo, comprensión y amor. Dicen que los pájaros se le aproximaban sin miedo y los animales feroces se rendían ante su generosidad de espíritu y de corazón.
A: Una utopía y quizás una deuda que siempre nos acompaña, porque no sólo nos hemos creído más, sino que nos hemos impuesto a gran escala. Desplazamos a los demás animales.
I: Estamos acaparando el agua dulce y dicen que podría llegar el momento en que hubiera más plástico que peces en el mar. Un cristo simbolizado con un pez de plástico ayudaría a concientizar a millones que creen más en el más allá que en el más acá.
Restos de plástico marino. Archipiélago de San Blas.
A: Y es que los animales marinos confunden a veces el plástico y llegan a comérselo.
I: ¿Vos querés decir que al igual que nosotros también los demás animales ya están comiendo comida chatarra?
A: Y no sólo eso. Ahogándose con petróleo en los frecuentes derrames de crudo.
I: Y nadie responde, che. Parece que la crisis planetaria se nos ha salido de las manos.
A: Es algo lo que uno puede hacer (reciclar, comer conscientemente, no usar plástico, evitar al máximo el uso de combustibles fósiles, aprender a decir no). Con todo, el problema más grande son las grandes corporaciones extractivistas. Esas empresas son unas descaradas; sólo presentan sus caras humanas contratadas en las propagandas con las cuales buscan convencernos de su responsabilidad social y de nuestras supuestas necesidades de consumo.
I: Comer chatarra; consumir todo lo que se pueda hasta donde se pueda para ser más y más felices.
A: Y es todo lo contrario.
I: Cada vez estamos más vacíos, che, infelices y desorientados en este mundo del “todo” es posible.
Imagen de un súper ego civilizatorio. Atlas. Centro Rockefeller, Nueva York.
A: Hace unos años, cuando vivía temporalmente en Norteamérica, invitamos una poeta y machi, médica tradicional del pueblo mapuche. Lo primero que nos dijo que le había impactado era esa sensación de absoluto que producían los aeropuertos. Vuelos de todos los lugares del mundo, comidas de toda la tierra, libros, objetos y productos de todo el orbe planetario. Además, la gente tan físicamente diversa y atávicamente tan parecida. Tantas lenguas y el inglés. Las pantallas de un millón de computadores, teléfonos celulares y tabletas con acceso a la infinita información y comunicación del internet y las redes virtuales las 24 horas. Todo el mundo con la posibilidad de tener todo en cualquier momento sin usar dinero sino tarjetas de plástico. Pensé en la ilusoria sensación de un absoluto al alcance de todos y también sobre el escapismo tan artificial entre las personas y sus mundos virtuales.
I: El todo creado por el hombre a su imagen y semejanza.
A: La seguridad de nuestros nidos sociales y lechos humanos se desvanece cuando uno tiene la oportunidad de sumergirse en la naturaleza, es decir, en los espacios no creados esencialmente por el hombre, aunque haya podido intervenir en la configuración del paisaje.
I: Vos te referís a las selvas, los desiertos, los mares, las montañas…
A: Sí, claro, pues aunque hayamos intervenido de una u otra forma en la creación y destrucción de bosques, la desertificación y la aparición de grandes masas de agua al alterar los ríos, no se puede decir que este planeta haya sido creado por nosotros… ni menos aún que hubiera sido creado exclusivamente para nosotros: los supuestamente “elegidos”.
Los animales nos miran preguntándose por nuestro comportamiento.
I: Es sobrecogedor cuando caminás en la selva en la noche; sobre todo si estás solo, ¿viste? ¿O qué me decís de la sensación de sentirse uno chico ante un árbol o una montaña?
A: Es hermoso y duro a la vez porque nos pone en nuestro lugar. Nos devuelve a la escala que merecemos, con y desde, en vez de sobre y para.
Invierno en el bosque.
I: Pienso que algunos boludos que suben a las inhóspitas cimas de los Himalayas tienen a veces cierto complejo de inferioridad que buscan compensar con una suerte de complejo de superioridad. Si nos eleváramos, al menos sobre los dedos de los pies, quizá veríamos el blanqueamiento de los corales y con ello el verdadero reto de las transformaciones individuales y colectivas para exigir parar de inmediato toda empresa contra natura.
A: No sé si el lenguaje psicoanalítico nos ayude en este caso, pues parte de la psicología también continúa circunscrita a una escala humana que por momentos nos niega tanto la trascendencia como la inmanencia. En cambio, al entrar en contacto con las fuerzas naturales que nos definen, y al tiempo nos superan, a veces sentimos que llegamos ante un humilde templo bajo la sombra de una montaña boscosa cubierta de nieve y rodeada de nubes en su cima. Lo primero que puedes hacer es pedir permiso para entrar, agradecer por la oportunidad de estar ahí, quitarte los zapatos y guardar silencio como un gesto mínimo de expresar el respeto y el asombro que experimentas. Llegas ahí y no piensas más en llegar a la cima. En cambio, los análisis y las tipologías psicológicas quedan afuera, como los zapatos, y entonces tienes la oportunidad de compartir una taza de té o visitar los jardines y estanques adyacentes. Ahora bien, para penetrar en el bosque, o subir la montaña, no basta con la fortaleza física; hay que conectarse con un campo de gravitación que pasa por tu ombligo. Bajar la cabeza ante el bambú y la guadua. Recuperar su flexibilidad así como la del niño, el gato y la de la hierba que pisamos con los pies desnudos. Y la cual se levanta cuando no la vemos.
I: ¿Te acordás, che, del poema que una vez leímos en Kokinwakashü, uno de esos antiguos libros japoneses?
“¿Por qué pensé/que las gotas de rocío/eran efímeras? Sólo porque yo/ no yazco sobre la hierba.”
A: ¡Es un poema muy bello!
I: Sí, porque casi siempre estamos viendo desde arriba o para arriba. Estar parados ya es estar arriba. Nos es demasiado difícil abandonar, sino es para dormir o para acoplarnos, esa verticalidad; ese estar sobre dos pies que nos ha convertido en homínidos extra-vagantes.
A: El homo erectus con sus dos brazos libres para crear o destruir, en vez de apoyarse en cuatro patas sobre el suelo, como los demás. Pero también esto somos.
I: Y es lo que tenemos que asumir, che. Pensá en esa linda imagen sobre el imaginar de una o varias personas tendidas sobre la hierba mirando hacia el cielo. ¡Hacia arriba plenamente abajo!
A: El poema japonés comparte una reflexión muy sincera, pues desde nuestra posición de pie, las gotas de rocío desaparecen; pero si yaciéramos sobre la hierba, como quiere la voz poética, veríamos cómo las gotas se deslizan lentamente abrazando tanto al vegetal como a la tierra.
Estudios recientes proponen que los Cynomys pueden hablar. Yelloswtone.
I: Imaginate, vos, todo lo que nos perdemos por no ser lo suficientemente insectos. Las sutiles visiones que tendrá una hormiguita sobre la tierra bebiéndose las gotas de rocío.
A: O la pequeña lombriz tomando un baño de humedad sobre los fragmentos de dos gotas que se han enamorado súbitamente bajo tierra.
I: Agua enamorando el polvo.
A: O polvo enamorado de agua.
I: Y ese polvo es la tierra, che… y es la lombriz medianamente ciega mas sensible.
A: La lombriz es una cámara nupcial y audiovisual al mismo tiempo.
I: Y el agua tiene todo el tiempo del mundo desde siempre.
A: Y el poeta pensando que eran gotas efímeras.
I: Yo me lo puedo imaginar acurrucándose.
A: O acostándose completamente sobre el suelo y más bello aun si es una joven con los cabellos largos como raíces.
I: Y el agua son sus cabellos y las gotas de rocío son sus ojos.
A: Sus hojas de la imaginación. Un cielo abierto de sol y de luna.
I: Ya me viene a la memoria la ilustración de un cuento que me leyeron cuando aún era muy niño.
A: ¿Cómo era?
I: Recuerdo una doncella de largos cabellos sentada al lado de un estanque con los pies descalzos medio sumergidos en el agua. Tenía la expresión de una tarde plácida. La comodidad del silencio. La eterna sencillez de la belleza.
A: Me hiciste recordar un poemita que escribí una vez.
I: ¿Te lo sabés?
Nuestras formas se encuentran en las raíces de la tierra. Andes Centrales.
A: ¿Cómo no? Tal vez lo escribí mientras recordaba un sueño o pasaba el tiempo cerca a un pozo junto al cual solía acampar solo para ver de noche las estrellas fugaces. Y claro, por el puro placer de levantarme con el sonido de una quebrada vecina:
Cuando la vi / bañaba sus pies / en la cascada.
I: Y ¿viste?, los poemas breves casi siempre dejan más a la imaginación y esa es en gran parte la magia de la literatura.
A: Sí, porque en realidad no la vi. O tal vez me la imaginé.
I: Pero, che, ¿cuál sería ese límite, en el poema, entre realidad e imaginación?
A: Ciertamente ese límite no es tan claro. Quizá ni siquiera exista tal límite. Porque ahora que lo pienso, tal vez sí la vi. Era una chica que me gustaba. Ella tenía unos amigos pesados dados a consumir unos hongos mágicos que crecían en los bosques cerca de una cascada.
I: ¿Y esos pibes te incomodaban?
A: Sí, porque decían consumir los hongos como si fueran drogas o alcohol, fuera de contexto, con una actitud muy irrespetuosa. Ella me parecía algo vulnerable. Como su ambiente estaba tan enrarecido, nunca me aproximé a ella más allá de algunas palabras. Tiempo después supe que un día llegó a estar tan intoxicada con los hongos, que se cayó en la cascada.
I: ¿Una cascada pequeña, supongo yo?
A: No tan pequeña. Por lo menos 20 metros de caída libre. Y lo más increíble es que ella sobrevivió. Se alejó de sus amigos. Pero nunca la volví a ver.
I: ¿Por qué, che?
A: No lo sé. No tenía su teléfono. Luego se mudó. Lo cierto es que un día llegué a esa cascada y me la imaginé allí, bañando sus pies en el agua. Lo extraño es que ahora no sé si escribí el poema antes o después de su caída. Lo cierto es que de ella sólo me quedaron esas 16 sílabas.
I: Si lo pensás bien, esas sílabas son efímeras como las gotas de rocío. Pero si te acostás sobre la hierba y la recordás, ella siempre estará ahí, con los pies en la cascada, seguramente tranquila y feliz como esta tarde, y como en la ilustración del cuento de mi infancia.
A: Hablando sobre la infancia: ¿A qué edad aprendiste a montar en bicicleta?
I: A una edad tardía, che. A mi viejo le aterraba que a mis hermanos o a mí nos pisara un automotor.
A: Algo semejante me pasó a mí.
I: Vivir en ciudades en donde los conductores se creen dueños del espacio público, y manejan como si fuera el día del apocalipsis, eso es una tristeza para uno de pibe. Porque te cohíbe, ¿viste?
A: Y también cohíbe a los adultos mayores. Incluso a cualquiera que tenga la dignidad de caminar, pues en cualquier momento arrollan a un peatón pasando una calle.
I: Fijate, yo el otro día vi un tipo al que se le notaba su odio por los ciclistas urbanos. Ir en una camioneta 4x4 lo hacía sentirse más. E iba irguiendo los dedos índices por la ventanilla mientras les pitaba y les gritaba boludos a los ciclistas que iban por la misma vía de los autos.
A: ¿No habían ciclo-rutas?
I: No, che, por ahí les tocaba lanzarse sobre la vía, y tenían el derecho, y yo iba en un taxi mirando a lo lejos la escena del acoso sobre las ciclistas de un tipo chiquito en un auto grande.
A: Uno de los mejores años de mi vida fue cuando me movilicé casi por completo en bici. Transitaba a través de un bosque. Iba y venía en bici del trabajo y de la biblioteca. Aunque un día me caí en una curva, por una boludez, como dices tú, al hablar por teléfono mientras pedaleaba. Sin embargo, me di cuenta de que disfrutaba mucho el equilibrio dinámico de ir en bici, pues aún con una contusión inguinal seguí pedaleando los días siguientes hasta la noche de mi cumpleaños. Celebramos en un vagón de tren adaptado como restaurante. No había dolor capaz de quitarme el gozo de ir a cenar con mis amigos y con mi esposa, en bici, a un vagón de tren. Una suerte de viaje inmóvil que anunciaba que debía parar por unos días de pedalear...
I: Sí, che, los trenes y las bicicletas suelen irradiar la magia libre del desprendimiento. Son símbolos del inconsciente, ¿no creés?
Hillcrest Circle.
A: El tren es un símbolo del inconsciente y hasta diría que del sistema nervioso autónomo. Mientras que montar en bicicleta es una forma de estar tan presente, tan relajadamente alerta, que siento que montar en bici es una de las formas más bellas y lúdicas de la vigilia.
I: Es que el tren te va llevando a dimensiones usualmente desconocidas. Es su ritmo adormilante. El fuego que emite como un grito de vida. La gente con la que uno se encuentra montando en tren…
A: Una vez viajando en un tren de tercera clase en la India, se subió al vagón un abuelito con un señor y una chica joven. Comenzamos a hablar porque me ofrecieron comer una especie de arroz con leche.
I: Siempre alguien ofrece algo de comer en un tren. Es todo un motivo.
A: Sólo el señor se comunicaba en inglés. La chica sonreía con sobriedad, sin decir nada. El abuelito sólo sabía decir yes y thangs. Y no estoy seguro de que estuvieran hablando hindi entre ellos. Era otra de las cientos de lenguas que se hablan en ese país de lo micro y lo macro.
I: ¿Y vos para dónde ibas, che?
A: Iba para Calcuta. Mi tren había sido desviado por un supuesto atentado en Bihar. No iban viajando muchos extranjeros por esa zona.
I: ¿Ya estabas viajando fuera del triángulo turístico en India? Delhi, Agra y Jaipur…
A: Sí, del triángulo de oro que brinda un circuito de protección al turista que ante la inmensidad intimidante de India encuentra seguridad a través de uno de esos toures en que ofrecen desde pavos reales hasta danzas del vientre… Pero volviendo a la historia, lo sorprendente es que cada vez que parábamos en una estación con un nombre incomprensible en el alfabeto devanagari, muchas personas se acercaban a la ventana de nuestro vagón para intentar tocar al abuelo.
I: Te habrás sentido viajando con el mismísimo Gandhi…
A: Fuera de chiste... algo así. En la India uno se topa de repente con santos que viajan contigo y que te preguntan de dónde eres. Miles de mahatmas desconocidos fuera del ámbito regional.
I: También es cierto que en ciertas zonas y familias aún suele haber un respeto enorme por los abuelos y por los padres, a quienes los hijos tocan sus pies como un gesto reverencial.
A: En estas órbitas, que mal llamamos occidente, la idea de encontrarse con un santo pasa casi siempre por entrever una escultura. No nos parecen posibles. Son cosa del pasado. La santidad de la gente, es decir, su grado profundo y humilde de entrega a Dios, no es algo con lo que convivamos cotidianamente.
I: Menos aún fuera de lo religioso. Porque una cosa es santidad y otra muy distinta la beatería.
A: Sí, nos enseñaron a ver a Dios muy lejos, como algo inalcanzable, y por eso el anhelo de ese cielo tan distante...
I: Imaginate una salvación after death. Toda la vida uno haciendo mérito para un más allá cuando se nos escapa y olvida el más acá.
A: Y eso es lo más curioso, porque si nuestras sociedades indoafroamericanas poseen entre sus raíces los múltiples legados cristianos, algo que en este punto es innegable, se supone que en tal sentido nuestra imagen colectiva de lo sagrado es a imagen y semejanza de lo humano. Jesús era uno de nosotros y no un dios súper-excitado que bajaba del olimpo para perseguir a chicas lindas como la de nombre Europa.
I: Era lo que le molestaba a Borges: la idea del dios a escala personal. Pero lo cristiano era entrevisto por Zurita aun en algunos poemas de Neruda; sin ser creyentes ambos poetas lo expresan desde la base existencial de nuestra lengua. Ahora bien, Jesús no era el dios que se convertía en animal, como Zeus, por muchas que sean las alegorías sobre el cordero y el pez.
A: Y, sin embargo, para los hindúes, y aun para los budistas zen, lo sagrado está al alcance y en una sintonía afortunada con el presente. En Nepal, la gente toca a sus deidades en templos callejeros. Les pone polvos de colores. Las baña. Son deidades de aspecto raro para nosotros, pero forman parte de su propia escala personal… En el zen japonés brilla lo cotidiano.
I: Nos parecen raras ciertas deidades, porque son menos humanas y más animales. Y mirá que en el fondo nos parecemos más de lo que parece. Considerá cómo lo vemos en los sueños.
A: La deshumanización posee dos dimensiones muy diferentes: la del supuesto “sub” humano racializado y explotado. Y la del descentramiento de la antropomorfización del mundo.
I: Para muchos, Cristo está en el crucifijo y en la iglesia y se acabó. Se vuelve una costumbre de domingo, un lugar común, ¿viste? Eso es deshumanizador tanto para Cristo como para el cristiano.
A: Con todo, ver lo divino desde lo humano fue muy transgresor y revelador en tiempos del Antiguo Testamento cuando Dios parecía tan lejano, y a la vez había que sacrificarle animales… Entonces, la humanización cumplía un rol muy diferente a la del ego omni-antropomorfizador de las actuales sociedades extractivistas. Confundimos ser racionales con ser “conscientes”.
I: En mi concepto, uno de los propósitos de algunas corrientes teo-filosóficas indias es integrar las imágenes del inconsciente consciente-mente.