Kitabı oku: «Memoria del frío», sayfa 4

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En la estación hay un control a la puerta de los andenes. Pero tiene el contacto de un mozo de maletas que la espera en el lado derecho del vestíbulo. Se despide con un beso de Justi casi sin tiempo y observa a los mozos buscando alguno que lleve puesto en el brazo un pañuelo negro como si fuera de luto. No lo ve. Se acerca más. No lo ve. Alguien le toca el hombro por detrás y un señor bajito le sonríe, señalándose el trapo de luto. Le devuelve la sonrisa y lo sigue a toda prisa, él entra por una puerta donde se acumulan las sacas de correo, la atraviesan sin decir nada en medio de un montón de carteros, dan vueltas por unos pasillos y salen al andén. «Ese es el nocturno de Bilbao, niña». «Muchas gracias. Muchas gracias, y suerte». «Suerte tú, que la vas a necesitar».

Sube al tren en la sección de tercera. Está lleno, muy lleno, no hay asientos en los bancos de madera. Se coloca en una esquina esperando que el tren salga. Cuando el revisor aparece pidiendo los billetes, se dirige hacia atrás. El vagón comienza a moverse y ella se esconde en el servicio. El revisor aporrea la puerta. «Un momento, ahora salgo». Y deja pasar el tiempo, luego sale y va en sentido contrario. El primer peligro ha pasado. Le queda toda la noche para seguir burlándolo.

Sale y entra de los servicios cuando cree que alguien puede pedirle los papeles. No se da tregua, se mueve en la oscuridad del tren tratando de pasar desapercibida. Primero sonríe a la gente, sin hablar con nadie. Luego, cuando observa sus miradas opacas, sus bocas fruncidas, como cosidas, deja de sonreír. Una sonrisa ahora parece una provocación. Todo parece estar bien, el váter del tren cada vez más sucio, ella allí escondida empujando el tiempo para que pase rápido. Alguien amartilla la puerta, y ella calla. Espera que se aburra y se vaya a otro servicio. Pero esta vez no para, y ella abre y sale, rápida, y tira hacia la derecha. Una mujer la para en el pasillo y dice muy bajito, metiendo la cabeza en su oreja, «no des tantas vueltas, quédate un poco aquí conmigo, estamos a punto de llegar a Miranda de Ebro. Ahora nadie va a pasar, ven, siéntate». No ha pasado tan desapercibida. Duda, pero se sienta a su lado.

Cuando por fin el tren llega a Bilbao es de día. Lentamente entra en la estación. Sale por última vez del servicio y, sin pensarlo, da un salto al andén. La estación parece bombardeada, está a medio desmontar, llena de andamios, todo a medio caerse o a medio construirse. Se queda parada observando si hay control, pero ve cómo la gente salta por las vías y sale sin más a las calles aledañas. Y eso hace, sin mirar mucho, avanza, salta y está en una calle. Mira hacia arriba y lo ve todo gris, gris, gris. Parece que la ciudad esté envuelta en la bruma. Avanza por la calle, eligiendo a quien preguntar por la dirección donde vive su madre. Solo sabe que está cerca, que está en el centro. Una señora mayor que espera en la esquina le parece lo mejor y le pregunta. «Perdone usted, podría indicarme dónde está la calle Colón de Larreátegui».

Camina lentamente siguiendo las indicaciones que le ha dado. Ha regresado a la ciudad donde nació. Un lugar desconocido. Va como flotando, se siente de repente muy cansada. Una sensación de tristeza y de desazón, ese sabor amargo en la boca. No hay marcha atrás. Sí, es verdad, está perdida en la niebla, pero no en medio del mar como pensó, sino en la bruma pesada de esa ciudad oscura.

Vuelve el falangista a darle el rollo envuelto en tela y vuelve ella a colocarlo en el saco de viaje, tratando de nuevo de cerrar muy bien la apertura para que no vuelva a pasar. «Gracias de nuevo, es usted muy amable, siento molestar». «No se preocupe, siempre es agradable ayudar a una señorita como usted».

Se sienta y trata de volver sobre el libro. Está tensa, pero no quiere mostrarlo. Lo siente en sus manos y se ve perdida. Quizá él no sospeche nada, pero cuando llegue a Madrid tiene que poder alejarse de él, de la estación, seguir hacia su cita. Recuerda el viaje al revés, metida en el tren nocturno que la llevaba a Bilbao desde Madrid, la guerra recién perdida. Hace ya dos años. Aún sigue huyendo, porque esto es una huida. ¿O no? Quiere huir. ¿Quiere huir? ¿Qué es huir? Absorta mientras mira las páginas de Carroll sin leerlas, piensa en que podría escapar desde San Sebastián hacia Francia, y entonces se metería de bruces en otra guerra, en otro espacio ocupado, en otra andanza. O dejarse diluir en Madrid, quizá pasar desapercibida en la gran ciudad, olvidada de todo y de todos, a lo suyo. O bajarse del tren en la próxima estación, que debe ser Medina del Campo. Sonríe al pensarlo, en Medina, donde está la sede de la Sección Femenina de la Falange. Sonríe porque pensar en todo esto le resulta gratis, sabe que no lo hará. Porque no quiere, porque lo tiene claro, desde la guerra, desde antes, desde que aquel cura le dio una bofetada cuando con catorce años ella le dijo que no podía entretejer en su cabeza la presencia de un ser sobrenatural. Más claro lo supo cuando la golpeaban como a una estera los del SIPM en la comisaría de Almagro, y no entendía nada. Sabe que va a continuar porque le va la vida en ello. No la vida por perder, sino la vida por hacer. Algo que le corre por dentro, pero sobre todo algo que le permite vivir, algo que tiene que ver con la manera de entender el mundo.

Pero se cansa, le cuesta entender qué pasa. La idea de que este régimen no puede durar, que pronto va a acabar, que la guerra mundial la va a perder el fascismo. Aunque los partes de guerra de los aliados no son tan optimistas, los nazis no dejan de avanzar, y los italianos. Pero no lo puede imaginar. No puede imaginar todo reducido a cenizas, después de tantas llamas.

Mira a su alrededor en ese departamento de primera clase. Una mujer de unos treinta años está al frente en el extremo. Con los ojos entornados, ve cómo mueve los labios en silencio mientras maneja en la mano un rosario. Ausente, alejada, acunada por su propia salmodia. A su lado el que parece su marido, un hombretón rotundo, de traje, con chaleco, un maletín entre las piernas, el periódico que le oculta la expresión de fastidio. A su lado otra mujer, mayor, con un velito azul oscuro sobre la cabeza y que lleva dormitando un buen rato apoyando la cabeza en el hombro del que parece ser su hijo, peinado y repeinado, con una insignia del requeté en la solapa y que levantó el brazo arrobado cuando llegaron a Valladolid mirando al falangista.

El falangista. Frente a ella, que mira y no mira. La pistola al cinto. Por sus formas no parece uno de esos matones del régimen. Debería averiguar más de él, es ella la que debe preguntar y saber, eso quizá le dé pistas para salir de este tren ilesa. De ese departamento que explica por qué no puede huir, esa gente bien comida, bien vestida, a resguardo. Tan distinto del vagón de tercera que la trajo a Bilbao.

No puede escabullirse, no puede salir indemne. Vuelve de nuevo la mirada al libro de Alicia, las palabras son a menudo lo único a su disposición para afrontar la realidad, los sobresaltos de cada día. Por eso adora las palabras.

—Ya nos falta menos. Estoy deseando llegar. A ver si en Madrid hace bueno. ¿Va usted por mucho tiempo? —pregunta al falangista.

—Yo viví un tiempo en Madrid, hasta junio del 36. Estudiaba allí, pero justo cuando el alzamiento yo estaba en mi casa, en Pamplona. Afortunadamente. Pero vuelvo de vez en cuando para algunos trámites.

—Ah, entonces usted no es guipuzcoano. Es navarro.

—Sí, navarro, pero ahora vivo en San Sebastián, ya le dije. El deber me ha llamado ahí.

—¿A qué se dedica en San Sebastián?

—Uhmm, a Abastos y a Aduanas. Estoy en la Comisaría Central de Abastos y me ocupo sobre todo de los pasos aduaneros. Para servirla.

—Tendrá usted mucho trabajo, tan cerca como estamos de la frontera.

—Pues sí, y también por los puertos.

—¿Los puertos?

—Sí, me ocupo de las entradas y salidas de los puertos, sobre todo de Pasajes, y también de Bilbao.

Manoli se estremece.

—¿De Bilbao también? Pero está lejos…

—Sí, pero tengo que ir una vez a la semana, a Bilbao llegan grandes mercantes de América, y ahora con la guerra europea tenemos que estar muy vigilantes.

—¿Por qué?

—Porque puede haber mercancías de contrabando, o para actividades sediciosas, y tenemos que estar muy alerta.

—¿Actividades sediciosas?

—El enemigo no descansa, el enemigo nos odia porque hemos sido los primeros defensores de la civilización cristiana, de la nuestra. Ahora afortunadamente nos siguen nuestros amigos en Europa y vamos a ganar en todas partes, pero no podemos bajar la guardia, hay que estar muy atentos. Hay muchos marinos extranjeros de ideas liberales, o masones, o aun peor, y nuestra labor es saber qué ocurre en las aduanas».

A medida que hablaba, el falangista ha subido el tono, ha afinado alto y su voz suave se ha vuelto enfática, como en un púlpito, buscando la atención de todo el departamento. Y lo ha conseguido, hasta la joven del rosario se ha vuelto hacia él. Erguido hacia delante, mientras la sigue mirando intensamente, se sabe observado por todos. Sonríe, y se lleva la mano a la cartuchera en el lado derecho de su cinto, y luego al bordado de la camisa, al yugo y las flechas.

Satisfecho, baja de nuevo el tono, dirigiéndose solo a ella en tono suave:

—Pero no me he presentado. Soy Javier Salazar. Encantado, señorita…

—El gusto es mío. Yo soy Dolores García.

Cuando pronuncia el nombre y recuerda su cédula falsa en el bolso, se siente sin embargo segura. Es un parapeto. Es la impostura que la hace libre. Vuelve de nuevo la mirada al libro, y fija su atención en la ilustración de Alicia con el gato. ¿Podrías decirme, por favor, qué camino he de tomar para salir de aquí? Depende mucho del punto adonde quieras ir —contestó el Gato—. Me da casi igual dónde —dijo Alicia—. Entonces no importa qué camino sigas, dijo el Gato.

Alicia, Alicia. Se llama como su madre. Ve la cara de su madre mientras mira la ilustración, el camino que la llevó hasta ella. Que la salvó. ¿Qué milagro nos salvará esta vez? ¿Quién me va a salvar? Y recuerda su llegada, su primer encuentro con la madre desconocida.

Su primer encuentro con la madre. El edificio de la calle Colón de Larreátegui. Una buena casa de Bilbao. Sube las escaleras hasta el cuarto, el último piso. Unas escaleras arregladas, ostentosas, hasta el tramo final, el tramo de los sirvientes. Allí son oscuras, con olor a humedad, le mantienen los ojos entornados y las manos alerta. Cuando llega frente a la puerta, en el descansillo, se para, deja la pequeña maleta en el suelo y mira. Se mira. Se mira y se pregunta. Qué hace aquí, frente a esa puerta. Está huyendo. No está huyendo, está escondiéndose. No se está escondiendo, está buscando. Está apaciguándose. Esto durará poco, no es más que un mal sueño, un sueño tenso pero breve. La vida regresará. Entonces golpea la madera con los nudillos.

La puerta se abre. Aparece una cara de ojos grandes y rasgos suaves. Una mujer mayor, ajada más que mayor. Con el pelo oscuro corto peinado hacia atrás. Sin expresión. Esta mujer no debe ser su madre, nada de ella le resulta familiar. La mujer pregunta qué quiere y ella duda al contestar. Al fin dice: «Buenos días. Perdone que la moleste. Estoy buscando a Alicia del Arco». «Buenos días. Pues con ella habla…». «Vengo de Madrid». «Ah, pase usted, me traerá alguna noticia de mi familia y de mi hija. Pase, pase, vamos hacia la cocina, estoy cocinando».

La cocina es pequeña, muy pequeña, y huele a repollo, a verdura, a carbón. Parada a un lado, mira el fogón y mira a la mujer. ¿Cómo empezar? Mira sus pies y mira los pies de esa señora, observa sus botines negros con algo de tacón y las zapatillas oscuras de ella, bajas, ajadas. Observa el tamaño, le parecen unos pies pequeños; ella siempre ha tenido los pies grandes, buscar zapatos no le ha sido fácil. Pero es que ella es más alta.

—Vengo de Madrid.

—Sí, ya me dijo. ¿Cómo están las cosas por allí? ¿Viene usted de parte de mi familia? ¿De la tía Anselma, de Ángeles? Nadie me ha avisado. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Yo… Sí, todos están bien. Todos le mandan saludos. La situación ahora es difícil allí, se podrá usted imaginar. La guerra… la guerra se ha acabado y…

—Pero ¿están bien? ¿Usted los ha visto?

—Le traigo una nota de Angelines, espere que la busque…

—Léamela usted, yo apenas sé hacer mi nombre, nunca aprendí. ¿Y usted cómo se llama?

—Yo… Yo, yo me llamo… —se detiene pensando que parece una mala escena de novelita, de las que le gustaban a su tío, una escena tonta, y no sabe seguir.

—¿Sí…? —dice Alicia vuelta hacia ella.

—Bueno, es que yo soy su hija Manolita. Soy yo su hija.

¿Había esperado la voz de la sangre? ¿Se imaginaba una escena llena de emoción y de lágrimas? ¿Creía que iba a reconocer sus ojos en los ojos de la desconocida, sus manos en sus manos, que se derrumbarían diecinueve años de ausencia simplemente al mirarse? ¿Que desaparecerían los miedos, las culpas, los reproches, las dudas?

Mientras toman ese líquido negro hecho de posos de café se observan, apenas se hablan, se sonríen, se callan y miran hacia el suelo. «No sé si me he explicado bien. En realidad no tengo ninguna nota de Angelines, no podía correr el riesgo de que me cogieran con una nota. No querría molestarla, ni a su familia, pero tenía que salir de Madrid, salir rápido para evitar que fueran a detenerme. Están metiendo presa a la gente, a toda mi gente. Algunos han desparecido, ya sabe que están dando el paseo a muchos. Y pensamos que podría estar aquí unos días, como le he dicho, hasta encontrar una mejor ruta. Yo creo, nosotros creemos que esto no puede durar mucho, la guerra en Europa está a punto de empezar, este régimen no puede durar, yo creo que será cuestión de semanas, o de meses, pero pronto pasará. Pero yo no quiero molestarla, ya sé que usted vive con su marido y con mi hermana, solo serían unos días. No quiero causar problemas, no podré decir quién soy. Siento que esté todo siendo así. Siento todo esto…».

No hay gestos, ni siquiera una mano que avance sobre la suya en la mesa. Un silencio denso, como si la niebla que percibe en todas partes desde que tomó el tren de Madrid se hubiera también metido en esa casa pequeña, en esa cocina, entre ellas dos. Una bruma que le impide ver. Habla mirándose las manos, con la voz queda, asustada de que la puerta se abra de pronto y penetre algún desconocido. El silencio abruma. «Puede que la policía me busque, la gente del SIPM me metió en una checa, en una comisaría, me tuvieron allí, y bueno, no fueron unos buenos días. Allí cumplí diecinueve años, ahora…». La madre la mira por primera vez, con ojos muy brillantes, como si fueran a explotarle en la cara, la mira y se lleva las manos a la boca y al pelo. «El 20 de abril es tu cumpleaños, ya lo sé, acaba de pasar. Ningún año lo he olvidado, yo lo sé bien, yo lo sé. No me mires así. No me hables de usted. Aquí puedes quedarte todo el tiempo que quieras, esta es tu casa, esta es tu casa, tu casa es donde yo esté. Nos arreglaremos. Yo trabajo asistiendo, por casas, y también cocinando. Nos arreglaremos. No me mires así, todo irá bien, no tienes que preocuparte. Soy tu madre, tú eres mi hija».

Soy tu madre, tú eres mi hija.

Cada día madre e hija van a trabajar asistiendo. Alicia limpia en casas, cocina, atraviesa el barrio de Abando de un domicilio a otro y luego baja hasta la ría y compra comida para ellos, compra los posos de café de algunos bares, compra y llega y cocina, y acompaña a su hija que también va a limpiar. Para no tener problemas, Manoli limpia escaleras, barre, friega, le da brillo a los pasamanos de madera, deja los cristales lustrosos, escaleras de mármol, escaleras de baldosas, escaleras de madera. Sube y baja y luego también va al puerto con su madre. Allí la madre ve que la hija se separa y habla con algunos hombres, vuelve hacia ella y no dice nada.

Llegan a casa y la madre cocina. La hermana pequeña ya ha llegado de la escuela, es una niña de doce años y se parece a Manoli. Es una niña que está asombrada, que de repente tiene a una desconocida a la que su madre también llama hija. Es una niña que mira, que observa, y que también cocina y ordena. Su padre, Maxi, casi cada día regresa borracho, no de caerse, pero subido de tono. Grita, refunfuña, se queja de la vida. Él también ha perdido la guerra, ha estado movilizado en un batallón socialista, ahora dice que no encuentra trabajo, tampoco lo busca. Mira a su nueva hijastra, la mira con desdén, o con deseo, o con admiración, o con extrañeza. Le habla suave mientras grita a su mujer, pero se calla luego. Y se va a la calle, al bar, tras pedir alguna moneda.

—Manoli, ¿es verdad que ibas a estudiar a la universidad? —pregunta su hermana.

—Sí, estaba matriculada, pero empezó la guerra.

—Pero las mujeres no van a la universidad. Me lo ha dicho la amatxu, las mujeres no vamos a la universidad.

—Las mujeres sí vamos a la universidad, lo que pasa es que siempre nos han condenado a cuidar a los hombres, a casarnos, a tener hijos, a estar en la casa y trabajar en las casas, pero las mujeres también podemos estudiar. Tú tienes que poder estudiar también. Es una cuestión de contar con posibilidades. Las mujeres podemos, claro que podemos.

—Manoli, pero en las casas adonde va a trabajar la amatxu tampoco las mujeres ricas van a la universidad.

—Nosotras sí iremos, tú irás, verás. Precisamente porque no somos ricas.

—Yo lo que quiero es casarme bien —dice la niña.

—¿Casarte? ¿Así por las buenas? ¿Sabes qué es casar? Hilar, parir y llorar. Mira la amatxu cómo vive… Tú tienes que formarte.

—Estás loca.

Lo ha escuchado cien veces en las reuniones de Mujeres Antifascistas. Ahora lo ve en su madre. Parir y llorar. Hablando con ella se ha enterado de que parió otros dos niños con Maxi, pero no sobrevivieron. Nunca lo supo, nadie le dijo. Como un folletín trata de entender qué pasó, pero aún no pregunta. No pregunta porque quizá no haya respuesta.

Sin decir nada, ha encontrado al contacto que traía desde Madrid y se ha puesto en relación con la organización comunista. Lo ha hecho muy discretamente, callada, en los descuidos de su madre, de la casa, en el puerto. Pero ahora tiene que ir a Artxanda a ver a un camarada. Subir al monte, y su madre tiene que saberlo.

«Amatxu, ¿cómo se llega a Artxanda?». «Pues andando, es ese monte que está al otro lado de la ría, cruzando por el puente del ayuntamiento hacia arriba. ¿Para qué quieres ir a Artxanda?». «Tengo que encontrar a un amigo allí». Y la niebla vuelve. Alicia deja lo que está haciendo, un remiendo de un pantalón. «Llevas aquí solo tres meses, la cosa sigue fatal, tú lo ves, cada vez más presos, tú lo ves. No quiero que te metas en líos, quiero que mantengas el tipo, que continuemos bien, que no te pase nada, hija. Eres una huida». «No soy una huida. No huyo, estamos a la espera. Amatxu, no tengas miedo. Pero no voy a quedarme aquí viendo cómo los días pasan mientras yo limpio escaleras. Esconderse no es vivir. Hay que seguir, hay que intentar, no desistir». «Ay, hija…».

El miedo es vecino de la culpa. «No te preocupes, madre, nada va a pasar».

Vuelve de Artxanda inquieta. No por seguridad, sino porque ha percibido que el camarada al que ha visto no ha terminado de fiarse de ella. Allí refugiado, en aquel caserío, no ha terminado de darle tareas. Le ha hecho muchas preguntas y la ha dejado ir, encomendándole que regrese la próxima semana. Pero sabe que todo son suspicacias, que él se siente inseguro, que no sabe qué pensar. Él, Realinos, un alto cargo del partido en el País Vasco, quizá el más, pero está ahí oculto en medio del monte, a tres pasos de la ría. No sabe cómo asegurarle que ella es quien dice ser. Por eso, saltándose la seguridad, le ha dicho que no se llama Dolores García, que no se llama Lolitxu. Le ha dicho su nombre real para que él compruebe.

Pero está incómoda. Entra en casa, saluda a su hermana y a su padrastro y pregunta por su madre. «Ha ido a la ría, a rebuscar…». Baja de nuevo la escalera y va a su encuentro. Camina por las calles hasta la ría, la busca y no la ve. Observa a su alrededor y por primera vez se siente insegura. Se sienta en un poyete frente al cauce, mira los humos que salen por un lado, los humos de la Babcock Wilcox, las aguas rojas, anaranjadas, el color oscuro del cielo, un cielo sin nubes, azul cobalto. Un cielo casi negro. Alguien la toca en el hombro y se asusta. Su madre, que le sonríe desde detrás.

Han pasado horas frente a la ría. Su madre hablaba y ella escuchaba en silencio. Tragaba, sin digerir. Parecía una película soviética, de las que ha visto en guerra en la Gran Vía, una película sobre una mujer pobre, la madre de Gorki, pero sin épica. Una película que es su historia. La deglute sin orden para poder ordenarla luego. Se da cuenta de que es una historia como tantas, que es la historia de una pobre mujer vasca, de una campesina de Carranza, una historia corriente. Solo que es su madre la que habla. Habla para que ella escuche.

Alicia no había cumplido diecinueve años cuando parió a Manoli. El joven con el que había pecado no debía ser mucho mayor. El padre de su madre, su abuelo, Manuel, la echó apenas se dio cuenta de que estaba embarazada: «Vete de aquí con tu bastardo». Y ella se fue. En realidad ya se había ido, había emigrado a Bilbao a los trece años para colocarse en una casa sirviendo. Aprendió a cocinar, aprendió a escribir su nombre en un papel, a ahorrar dinero, a mandarlo a su casa e ir una vez cada seis meses al caserío. Como sus hermanas, muchas hermanas en el caserío y pocos hermanos. Conoció a ese chico ferroviario, ese chico de la margen izquierda, que la llevó a un mitin de Facundo Perezagua. Le gustaron las palabras de ese hombre, que eran como las de ese chico: tenemos derecho a una vida mejor, los ricos nos quitan los derechos. Cuando se dio cuenta de que estaba embarazada se le vino el mundo encima. No sabía qué hacer. Regresó a Carranza buscando amparo de su padre, o de sus hermanas, o de sus tías.

Cada vez más gorda, la echaron de la casa en la que servía. Y se puso a asistir de casa en casa, a limpiar suelos, a limpiar escaleras, a cocinar en tabernas del puerto. Dice que el novio se había ido, ese ferroviario, que no había pensado casarse. Se había ido, la había dejado. Pariría sola. No era la primera, ni la última. Le dijeron que fuera a la parroquia de San Francisco, que allí la aconsejarían. La llamaron pecadora, pero eso ya lo sabía. Que iba a ser una desgraciada, y su hijo también. Que lo dejara en el hospicio, que lo dejara en la casa cuna de Santander, que allí nadie la conocía. Que se fuera a Santander, que pariera allí, que fuera a la inclusa.

Se dispuso a hacerlo. Dice que, poco antes de irse, el novio regresó y le dijo que quería apoyarla. Manoli procesa el dato: el padre vuelve, ese padre desaparecido vuelve para atenderla. Eso dice su madre. Eso dice. El parto llegó antes. La madre parió a su hija en el hospital de Bilbao, un martes de abril, y llovía. El jueves cogió a su niña y se fue a la estación. Tomó el tren con su hija en brazos, la amamantó para que no llorara y fue viendo pasar las estaciones. En Santander le fue fácil buscar la casa cuna. No sabe lo que firmó, no lo sabe porque no lee, pero le dijeron que la niña estaría bien, que la darían en adopción, que se la veía sana. Dejó el dinero que había ahorrado durante meses de miserias a la monja de la inclusa y tomó el camino de vuelta. De nuevo el tren, pero esta vez se bajó en Carranza.

En el caserío, nadie preguntó nada. Nadie habló. Bajó a la cuadra, ordeñó a las vacas y se ordeñó a sí misma, el pecho hirviente de la leche que su hija no tomaría. Con su primo Félix regresó a Bilbao. Él no indagaba, ella no decía. Cuando llegaron a la habitación que ella tenía alquilada en Zabala, la patrona le dijo que su novio andaba buscándola cada día. Esa noche llegó, esa noche ella lo miró y le dijo que sí, que había parido, pero que el niño murió al nacer. Eso le ha dicho su madre a Manoli. Que su padre fue borrado con esa mentira. ¿Por qué? ¿Qué dijo él, se dio la vuelta y se fue? ¿Así acabó todo, con un hijo muerto? Así acabó, eso dice ella. Eso dice. Dice que se llamaba Ángel. Que era un buen mozo, que ella tiene sus ojos. Y su nariz de vasca. Que aún lo sueña.

Pero su primo Félix la escucha. «¿Estás loca, has dejado a la niña en la inclusa de Santander? Pero si tú estás sana, llévala a Carranza». «Mi padre no quiere, me ha echado de casa, no me quiere allí, sin niña o con niña». Félix tenía dinero ahorrado para emigrar a México. Su madre le dice a Manoli que entre los dos lo pensaron. Eso dice. Decidió irse a México con él, en el barco que él había reservado, en tres semanas. Entonces hizo lo que tenía que hacer. Tomó el tren de vuelta a Santander, regresó a la inclusa y habló con la monja. Quiero a mi niña, me la llevo de vuelta. Eso no se puede hacer. Quiero llevarme a mi hija. Traigo dinero. Y se llevó a su hija de vuelta. Tomó el tren en Santander, con Manoli en un hatillo. Y se la llevó a Gallarta. Eso le cuenta su madre a Manoli.

En Gallarta negocia con un ama de cría. ¿Cómo se llamaba? No me acuerdo. Allí la deja, le da un dinero y le promete que le mandará más cada dos meses. Le enseña ahora una foto. Su primo y ella en el puerto a punto de coger el barco, ella con grandes sayas negras, como una campesina sin edad. Una joven de diecinueve años que se va a Veracruz. Parece una anciana. De luto. Iba de luto, eso le cuenta su madre frente a la ría.

No duró en Veracruz. Se regresó, con lo poco ahorrado. Manoli tiene el recuerdo del recuerdo. Su primer recuerdo, su madre que llega, el ama que se lo dice. Recuerda. Dice que recuerda. La niña se va a Carranza, la madre sigue en Bilbao sirviendo, ahorrando para mandar dinero, cocinando.

La tía Mariana, otra sirvienta, una sirvienta con suerte, llega a Carranza. Desde Madrid. Y se lleva a la niña con ella. Pone una única condición: esta niña me la llevo, pero no volverá a cruzarse con su madre. Es mi condición. Eso dice su madre, por eso nunca supo, nunca habló, nunca estuvo. Era su condición. Manoli lo recuerda, es su vida, es Madrid. ¿La salvó su tía? ¿Y ahora quién me salva, quién nos salva?

Eso dice su madre, que la salvó. A su madre no la salvó casarse con Maxi, un nuevo peso, tres nuevos partos, dos hijos muertos, una niña a la que criar, un alcohólico en casa. Una hija ausente, una señorita lejana en Madrid. ¿La salvó? ¿A quién salvó?

Está digiriendo. Está digiriendo al padre ausente. Ese hombre que siempre la ha acompañado, ese hombre sin apellido. Está rumiando, porque rumiar es más que digerir. Ha escuchado, ha tragado y ahora lo escupe sola, en la oscuridad de su cama. Se acuerda otra vez de ese hombre al que no conocerá y que llevaba a su madre a ver al comunista Facundo Perezagua. Que decía que los pobres tienen que pelear, que la vida está para vivirla feliz y sin miserias. Eso dice su madre.

¿Quién las salva a ambas? Rumia como las vacas, pensando en que no hay salvación. Porque no se puede construir la identidad desde el olvido.

El tren va entrando en la estación del Norte. Observa por la ventanilla y ve la estación tomada, un montón de policías de uniforme en el andén. ¿Qué pasa?

—Un control especial —dice el falangista frente a ella—. Algo malo que viaja en este tren. Habrá que tener paciencia.

—¿Un control especial?

—Sí, no se preocupe. Es lento, pero no pasa nada. Mirarán los equipajes y ya está, esté tranquila. Es por el bien de todos, los sediciosos no descansan.

Y ahora, ¿quién me salvará? ¿Cómo me salvaré? Ahora, ¿hay escapatoria?

El falangista se levanta y se estira la camisa, la acaricia como supremo bien, coloca la cartuchera y se observa embelesado sus zapatos negros, brillantes. Manoli permanece sentada, con la cabeza como una marmita, esperando que todos salgan del departamento para tratar de esconderse en el servicio del vagón y salir más tarde, aunque imagina que lo registrarán todo. También podría tratar de saltar hacia la vía por el otro lado. Pero no, qué locura. Entonces lo piensa: tiene que deshacerse del saco de viaje, esconderlo en cualquier sitio, y salir solo con su bolso, confiando en que su documentación amañada no levante sospechas. Sí, es lo mejor. Dejará el saco de cuero en el retrete y saldrá sola. Pero para eso tiene que esperar.

Impaciente, mira a sus compañeros de viaje, que van saliendo mientras se despiden. El falangista la mira, ella sonríe y decide levantarse para despedirse de él, tratando de que salga ya.

—Encantada de conocerle. Que tenga una buena estancia en Madrid.

—Igualmente para usted, que todo le vaya bien —y sonríe amigablemente.

—Eso espero, claro que sí.

Segundos, apenas segundos se enmarañan en el tiempo. Él con su maletín en la mano la mira y no sale. Ella parada frente a él, sin hacer nada. Una imagen helada. Manoli se vuelve hacia su equipaje y levanta las manos para tomarlo. Él espera. ¿Qué espera? ¿En realidad él siempre ha estado acechando, es este su minuto final?

«Pero yo la ayudo a bajarlo, no se apure, espere». «Muchas gracias, no se preocupe». «No faltaba más, ya está. Sí es verdad que pesa lo suyo. ¿Ha venido alguien a buscarla?». «No, nadie, me iré en un taxi». «¿Usted sola…?».

Sola sí, vete ya para poder salir. Sola, sola.

—No se preocupe entonces, yo la acompaño hasta el taxi. Mire, coja usted mi maletín que yo llevo su saco de viaje.

—No, no, por favor… Déjelo.

—No se hable más. No hay problema. Yo también voy a un taxi. Vamos, vamos.

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