Kitabı oku: «Memoria del frío», sayfa 6

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«Yo puedo hablar español, poquito, pero puedo. Mis padres son asturianos. ¿Por qué me habéis hecho subir aquí?». «Por seguridad». La mira asombrado. Pasear con un marino por ese monte lejos del puerto, eso sí es peligroso. Ella sabe lo que él piensa. Lo sabe, pero se calla. «El camarada quería conocerte, es eso». «¿Para qué? No me ha dirigido la palabra». Masca la humedad roja mientras baja por el camino con la joven. Es el humus. Algo que le inicia. Algo nuevo. Verde, gris. Agua.

Me llamo John. Sí. Todos os llamáis John. Yo Dolores, Loli, Lolitxu.

Me llamo John. Vivo en Baltimore, pero mi familia vive en Nueva York. Emigró allí desde Asturias, desde Cangas. Tuvieron allí sus hijos, somos seis hermanos. Trabajo desde pequeño en el puerto. Me gusta el mar. Primero como estibador. Ahora como marino. Desde que empezó la guerra. Esta guerra también afecta a Estados Unidos, a su gente, pero todavía están empeñados en que no. Pronto se darán cuenta. Soy del sindicato desde los quince años. De estibadores. Sindicato de estibadores. Es fuerte el sindicato, muy fuerte. Cuando empezó la guerra aquí yo quise alistarme en la Brigada Lincoln, pero se alistó mi hermano mayor. Yo me quedé. Mi hermano mayor no regresó. Murió. Aquí. Dicen que en el asalto al cerro del Mosquito, en Brunete. Pero no lo sé. Si tengo una hija la llamaré Bruna, y si es un hijo, Bruno. Para recordarle. ¿Que cuántos años tenía? Tenía veintitrés, como yo ahora, era mayor que yo. Se llamaba… se llamaba John. Se llamaba John y era de la Liga de Jóvenes. Yo también después. Nos mandaron una carta Pasionaria y Steve Nelson, diciendo que había muerto por la libertad. Pero no llegó nada de él, nada. Todo desaparecido. Mi madre aún cree que está vivo, hace cuatro años ya. Cuando regresaron los de la Brigada preguntamos por él, pero no dimos con nadie que lo conociera. Yo seguí en contacto con ellos, y en el sindicato. Luego llegó gente vuestra y empezamos a ver cómo ayudar. Nada fácil. Cómo ayudar, con los nazis avanzando. Pero esto no puede durar, el conflicto mundial nos va a favorecer. Lo sé. Hicimos un grupo, un grupo en el puerto, para poder embarcar las cosas. Otro grupo de marinos. Para poder transportarlas. No, no todos hablamos español, pero la mayoría sí, un poco, algo. Empezamos a traer dinero, ya lo sabrás, dólares para poder cambiar. Eso venía bien aquí. Luego también la propaganda, cuando se pudo empezar a imprimir en Nueva York. O cuando los barcos salen de Veracruz, o hacen escala. O en Puerto Rico. O en La Habana. Y después las máquinas de escribir, las multicopistas. No es fácil traer las multicopistas. Hay que traerlas en piezas. Luego no sabéis armarlas. Hacemos la traducción de las instrucciones en los días de travesía, pero no siempre sirven. Trajimos multicopistas, pero no trajimos tinta. Hay que traer tinta. Noticias, noticias y tinta. Lo del dinero no es fácil. Conseguimos dinero allí del sindicato, y de muchos emigrantes. Como mis padres, que estuvieron durante toda la guerra haciendo campaña en Nueva York por la República. Pero la guerra se perdió. Para nosotros también. Mi padre dijo: he perdido un hijo y he perdido un país, ya no tengo país al que volver. Y pidieron la ciudadanía americana. Yo también. Yo también la pedí. Ya soy americano. Pero no quiero quedarme sin país, como ellos. Nunca he estado en España, solo aquí. En el puerto, con las cosas. En otro puerto también. En Vigo. Allí conocí a… ¿Que me calle? ¿Por qué? Bueno, pero nadie va a detenerme a mí, nadie podría imaginar. Yo soy ciudadano americano, me llamo John. Y ya está. En Baltimore, cuando me acuesto, solo queda ruido. En el mar, tras el ruido de las máquinas, está el silencio. El mar no se oye. Solo el silencio. La soledad. Solo yo, en ese espacio, sin lugar al que agarrarme. Por eso estoy aquí, porque mi hermano me dijo «No perdamos las respuestas». No perdamos las respuestas. Hay que actuar. Ahora yo quería saber cómo había sido con la carga anterior. Si había servido. Por eso subí a ver a ese camarada al monte, para que me dijera si está funcionando. O me diera una carta con esa información. Tenemos que saber si fue una buena idea. Una idea buena. No sé quién la tuvo, quizá vosotros. Pero ¿os ha servido? ¿No sabes de qué se trata? Tenemos que ver a alguien que lo sepa. El otro que me subió hasta el monte sí sabe. No, la carga no la traje yo, la trajo otro camarada. Desde Nueva York. No, no era John. Era Stewart. Pero sabe poco español. Ahora quiero saber si seguimos mandando las cargas. ¿Cómo puedo averiguarlo? ¿Tú no tienes ninguna carta para mí? El barco sale mañana, tenemos que saberlo hoy. Sí. Lo sé. Pero tenemos que verlo hoy. Ya hemos llegado. Ese es el buque, lo ves. Ah, ya lo conoces, el Lehigh. Yo volveré y estaré allá, en la bocana. ¿Allí no? ¿Dónde entonces? ¿En el bar de Portugalete? Bueno, ¿vendrás tú? Aquí tengo los partes de guerra ingleses, guárdalos. Son los de noviembre. Lo pone aquí, ¿lo ves? Noviembre de 1940. ¿Por qué queréis estos partes de guerra? ¿Solo publican los alemanes? Bueno, está difícil la guerra. Los franceses se retiraron como gallinas. Pero vamos a ganar. Luego vuelves. Adiós, Loli. Me llamo John.

Manoli vuelve de nuevo en el tranvía. Piensa a quién acudir. No va a decírselo a Luis, la relación con él cada vez le resulta más compleja. No quiere hablar con él. Mejor es buscar a Jesús Ugalde. Irá al banco, lo esperará cerca de la plaza Moyúa. Pero antes tiene que ir a limpiar una escalera cerca de su casa. En la calle Henao. Se la consiguió una vecina.

Cuando baja del tranvía, el sirimiri es ya lluvia, lluvia de otoño, lluvia fría. Camina rápido, sujetando la falda negra con la punta de una mano y el capazo en la otra. Pasa por el bar de Onofre para ver si tiene posos de café a la venta. Posos de café. Con eso su madre hace un cocimiento con una leche aguada que consigue en una casa donde va a lavar y planchar. Desayunan y cenan esos posos con migas de pan negro. A veces un huevo. Hay días que puede ir al mercado con la asignación que le pasa el partido. Pero no siempre.

De rodillas en las escaleras blancas y negras, las manos se le ponen rojas. Muy rojas. Algo le produce esa reacción en las manos, debe ser el jabón tan fuerte con el que friega. Va limpiando cada peldaño con la bayeta y cada cinco o seis mete la bayeta en el cubo de agua con el jabón, la enjuaga, la retuerce con fuerza y vuelve a empezar. ¿Qué será el envío al que se refiere el marino? ¿Por qué les han hecho subir a Artxanda a ver a Realinos, luego bajar de nuevo al puerto, sin decir nada? ¿Por qué no le han dado la información a John? Necesita llevar los partes de guerra a sus contactos, los tiene guardados en el capazo, debajo del paquete con los posos de café. Pero estaba previsto que le diera también propaganda para reproducir, y no le ha dado nada. Baja cada peldaño y trata de ir cada vez más deprisa, para llegar a encontrar a Jesús. Jesús le da confianza, Jesús, que le dice que va a buscarle un trabajo de contable con él en el banco, Jesús, que es muy serio, muy callado. El día que ella lo llevó a la primera reunión con Valeriano, recién llegado de Madrid, Jesús estaba pálido. Como muerto. No entendía por qué. Luego, cuando lo comentó con Vale, se dio cuenta sola. Jesús tuvo miedo. Todos tenemos miedo. El miedo forma parte del día a día. Por eso va tan rápido, por eso mira constantemente hacia abajo, pensando que un guardia puede entrar de repente por la puerta y ella tendrá los partes de guerra ingleses escondidos en su capazo. Miedo tiene cada día cuando llega a su casa y ve a su madre y a su hermana. Ya no ve a su padrastro, que cuando estaba borracho era un imprudente. Cuando se trasladaron a la habitación en casa de Luis, su madre lo dejó en el camino. «Me llevo separando de él desde que lo conozco, desde que nos casamos». Ahora también se ha vuelto a separar, por la seguridad de ella, por la seguridad de todos.

Acaba de limpiar el portal, abre la puerta grande que da al patio, deja allí el cubo y las bayetas y sale a la calle. Antes, mirando el espejo del portal, se quita el pañuelo de la cabeza y se arregla el pelo. No le gusta llevar el pañuelo que su madre le coloca cada mañana. No se ve, no se siente parte de esa imagen. ¿Se avergüenza? ¿De parecer una obrera, una mujer que limpia escaleras? ¿Es por eso?

Se aleja de esta idea cuando sale a la calle en busca de Ugalde. Avanza rápido hasta la plaza y se aposenta en la esquina a la espera de la salida de los trabajadores del banco. Mira el reloj de la fachada y respira. Respira pensando cómo resolver la situación, que Jesús Ugalde sepa algo, que le dé las claves, que la acompañe a ver a John a Portugalete. Que salgan del entuerto y ella, además, consiga la propaganda. Y la tinta, la tinta de la multicopista que está en algún lugar escondida. Tiene frío, ese frío húmedo que te cala, aunque ahora ya no llueve. El frío gris de la ciudad. Un frío por dentro. Algo no le gusta, algo está fuera de su control, algo se le escapa. Quizá debería irse, por seguridad, por prudencia. ¿Pero irse adónde?

Al fin los oficinistas empiezan a salir por la puerta principal. Con su traje gris, la corbata negra, ni alto ni bajo, la expresión sin gesto, el pelo sin brillo, Jesús parece nadie. Luego en la distancia corta los ojos le brillan. Se adelanta un poco para que él la vea. La ve, sigue hacia delante y se para poco después. «¿Podemos hablar?». «Solo un momento». «El Lehigh está aquí, y necesita respuestas sobre la carga anterior». «¿Qué respuestas?». «Si fue útil…». Se hace el silencio, Ugalde mira hacia delante, hacia los lados, hacia sus zapatos y luego a ella. «¿A qué hora llega Valeriano de Madrid?», dice Jesús. «Ya llegó, creo yo». «¿Lo verás?». «No lo sé». «Tienes que verlo, yo estaré también».

Ella continúa caminando hacia su casa. Mirando a los lados, como de costumbre. Ugalde le resulta siempre misterioso, entre precavido y taciturno. Con Valeriano es diferente, es como hablar con un hermano, es un «hermano de guerra», como él dice. Necesita que Vale actúe, rápido. John necesita respuestas.

«Tengo demasiadas noticias que darte». Manoli lo mira divertida. Con Valeriano no hay tregua, cada vez que llega de Madrid se abre una espita. Una espita que la llena de actividad y le devuelve vida. Cuando habla con él parece que todo vaya a cambiar de repente, como si se dibujaran miles de personas avanzando junto a la ría rodeadas de banderas rojas. Un paisaje de película soviética. Con él puede discutir de la situación política con normalidad, sin necesidad de pedir permiso. Opinar, arriesgar, planear en común. Hay momentos que parecen volver al Madrid en guerra, esa sensación de que el mundo te protege, que estás refugiada en un lugar sin brumas, que ninguna de esas balas que oyes silbar a tu alrededor tiene nada que ver contigo. Vale es un hermano mayor lleno de pasión. Tan pequeño, apenas le llega al hombro. También es más bajo que Cony, su mujer. Pero es guapo, con cara de actor francés, dice él. Y esa expresión dulce que sirve de acogida.

—Tengo demasiadas noticias que darte.

—Sí, pero ahora lo urgente es qué hacemos con John. Jesús Ugalde me ha dicho que también llegará y en un rato hay que ir hasta Portugalete, juntarse con él, y alguien deberá estar en el puerto, recoger lo que sea, y llevarlo a sitio seguro.

Valeriano insiste. «Tengo demasiadas noticias que darte». Y le cuenta que en la dirección del partido de fuera, la de México, la de Francia, Dolores y Uribe, Carrillo, están inquietos con la organización del partido en España. Manoli oye por primera vez en su vida el nombre de Heriberto Quiñones. Mucho lo oirá a partir de entonces. Valeriano le cuenta que desde el exterior se tiene una idea muy distorsionada de la realidad de dentro, que les parece que la militancia siempre se expresa quejumbrosa y desanimada, mientras ellos desde fuera ven que con un pequeño empujón todo se resolvería rápido. La propuesta de la dirección quiñonista es abrirse a cuanta gente antifranquista esté a disposición, desde los libertarios hasta la derecha democrática. Lo han llamado unión nacional. Los del exterior no lo ven. «Nos toman por niñitos desde el exilio. Van a mandar gente a dirigirnos. Que venga gente de fuera me parece bien, la verdad, pero los que estamos aquí dando el callo algo tendremos que decir, ¿no?». «¿Y qué vamos a hacer?». «Eso digo yo, ¿qué?».

Ella se mira las manos. Recuerda. Recuerda el ruido de los obuses en la Gran Vía, los chatos volando sobre el cielo de Madrid haciendo cabriolas después de los bombardeos de los italianos, la escasez, la gente refugiada en el metro. Recuerda, y se recuerda saliendo asombrada de la cárcel de Ventas y viendo las banderas monárquicas colgadas de los balcones. Recuerda, recuerda el silencio de Almagro, el miedo, el pasillo que llegaba a la estancia de los interrogatorios, el sonido seco, el olor acre, la sed, la sed. De un manotazo, se quita algo que le sobrevuela junto a los ojos. Se lo quita de en medio, lo expulsa, lo esconde. «Los hombres tenéis mucha capacidad para liar las cosas y para reñir siempre por quién los tiene mejor puestos, ¿verdad? Olvídate. Estamos aquí para que esto cambie, vamos a lo nuestro. John nos espera en Portugalete, tengo que darle una respuesta y organizar la recogida de la nueva carga. Eso es lo que tiene que preocuparnos. No es momento para lo otro, hablaremos después. Dime qué, dime algo».

—Mira, Manoli, estamos organizando un salto enorme para la organización. Para eso tienes que venirte a San Sebastián cuanto antes.

—¿A San Sebastián? ¿A qué?

—Vas a trabajar en la administración de una juguetería muy importante. Te necesitamos allí.

—¿Una juguetería? ¿Haciendo qué…?

—Una juguetería que va a ser el centro de muchas cosas. Y tú desde la administración podrás facilitar mucho, todo.

—No te entiendo, Valeriano.

—Ahora no quiero contarte más. Pero este es el plan. Antes de que venga Ugalde quiero contártelo. Cuanto antes, debes estar en San Sebastián. Lo primero es alquilar una casa en condiciones, una casa decente en el centro. Una casa de tres habitaciones, en un buen lugar. Vete con tu hermana al principio si quieres, quizá pueda ayudarte. Antes cómprate ropa de calidad, vas a ser una profesional, necesitas cambiar de aspecto. Ponerte a nivel.

—¿Así de fácil? ¿Compro ropa, cojo a mi hermana por los hombros y me largo sin más? Necesito un poco de tiempo, Vale. Un poco de tiempo. Vivo con mi madre y mi hermana en casa de Luis, ya lo sabes. ¿Las voy a dejar solas ahí?

—A Luis, ni palabra, para empezar. Lo siento, Manoli, pero hay que actuar con rapidez. Dentro de una semana tendrás una reunión con un camarada que trabaja en la juguetería, es el sobrino del dueño. Él te tiene que poner al día de tus labores formales. Y yo del otro trabajo a hacer —y se ríe él solo—. Vas a combinar cosas, pero no es el momento de que te las diga. Mañana te voy a dar dinero, lo suficiente para que vayas holgada, y puedas ir haciendo todo. Pero hay que ir rápido, no podemos perder el tiempo ni la oportunidad.

—¿Y tú?

—Yo también voy a trabajar en la juguetería. A tus órdenes en realidad.

—¿Una juguetería? ¿Por qué una juguetería?

—Ya lo entenderás, ya te lo contaré. Es una oportunidad, es una gran oportunidad. En Madrid están como locos con la idea.

—Has llegado lleno de cosas, Valeriano. No me da tiempo a pensarlo.

—Y una cosa más, Cony va a venirse a vivir contigo a San Sebastián.

—Pero bueno, ¿y eso? ¿No está segura en Madrid? ¿Le pasa algo?

—Sí. Le pasa. Le pasa que vamos a tener un hijo.

—Toma ya, vaya noticia. Vas a ser padre, Vale. Qué noticia, qué noticia.

—Puf, ¿qué te parece? En medio de esto, en medio de esto, pero así es la vida. —Y vuelve a reírse mientras le toca el hombro y ella le acaricia la cara como si fuera un niño.

En medio de esto. Siempre es en medio de esto. Se queda mirando hacia la ría. La ría que está roja, roja el agua, roja alrededor. No rojo de sangre, rojo de hierro. En medio del rojo como hoguera. Así llegan los niños al mundo. Así llegó ella, también en medio de algo. Nunca es la oportunidad. No para ellos, en medio de esta brega. ¿Se imagina luego, más tarde, con más años? ¿Qué se imagina? Su figura recortada frente a la ría dentro de diez, de veinte años. Frente a la ría, rodeada de hijos. Alguno al menos. Frente a la ría, en un mundo diferente. ¿Diferente a qué? A este, a este que tiene las cárceles llenas, que solo parece arreglarse con los hombres matándose y las mujeres muertas. Pero huye también de la imagen del futuro como huyó de la imagen del pasado, la espanta de un manotazo junto a sus cejas.

—Valeriano, ¿tienes un pitillo?

—Sí tengo. Pero no pensarás fumar aquí, no puedes.

—¿Por qué no? No nos ve nadie, si llega alguien te lo doy.

—No se puede, no seas loca.

—Quiero un cigarro. Dame uno. ¿Me tomas por idiota?

—Manoli…

—Dame un cigarro. Y cerillas. Y vayamos a lo urgente. ¿Qué pasa con la carga?

John espera en el barco y vuelve a contar los paquetes. Son seis cajas, no muy grandes. Las ha envuelto en tela de saco y las ha atado con un bramante azul que ha encontrado en el camarote de cubierta. Dentro llevan serrín, para que la humedad no las estropee. Sabe de su valor, sabe que tienen que funcionar perfectas, que no pueden encasquillarse, que no se pueden parar a mitad de su función. Que deben ir finas, exactas, precisas. Por eso valen lo que valen.

Son muchas esta vez. Son muchas, pero no las han pagado aún, porque no sabían si el envío anterior había servido, no les han mandado información. Así que las ha traído a riesgo, con la posibilidad de devolverlo todo en Nueva York a la vuelta, a los contactos que allí las han conseguido. No ha sido fácil obtenerlas, están muy valoradas, con la guerra en Europa todo se ha vuelto complicado, más arduo, más peligroso. Demasiado apreciadas estas piezas, y todavía no han reunido todo el dinero para poder pagarlas. Pero si se quedan aquí, las pagarán rápido. Y traerán más. Muchas más. Al menos ahora hay quinientas. De distintos tipos, la mayoría de las normales, las que más se buscan. Cuando tiene una en la mano, el metal helado entre sus dedos, siente un escalofrío. Recuerda a su hermano antes de irse, a su hermano ahora agigantado, lo evoca como un referente, alguien que le acompaña, que lo tiene dentro, como si viviera en él. Lo recuerda mientras acaricia el metal. Como ahora, recuerda su recuerdo.

Sale del barco y camina hacia el tranvía. Portugalete está muy cerca. Ya es casi la hora.

El tranvía avanza junto a la ría. Manoli está dentro. Sola de nuevo, aunque luego otros irán a por las cosas. Está sopesando tanta información. Un nuevo cambio, otra ciudad, otra identidad, otra vida. ¿Adónde conduce? Sentada en el tranvía, mira la ría y mira las fábricas, que son como bocas de humo, de ruido, de gente del color del clima. ¿Adónde va? A Portugalete, sí. A por la carga. Pero ese tranvía parece que la lleva a otro lugar.

Sonríe sin mover la boca, por dentro, al recordarlo. Cuando Valeriano se lo dijo. «Pero claro que ha sido útil la carga. Díselo, dile que es perfecto, que es perfecto. Que las hemos colocado todas, y que con esto la organización ha dado un salto. Económico, al menos. Agradécele. Es una idea genial: dile que necesitamos más, hasta inundar el país. En cada provincia tienen que recibir una caja, por lo menos». «¿Pero qué es esta carga, qué nos mandan?». «No podrías imaginártelo». «¿Son armas, no? Pistolas, revólveres, artefactos…». «Sí, son bombas, bombas que nos llenan de pesetillas. Bombas, bombas». «¿Por qué te ríes? ¿Bombas?». «Tú misma las vas a ver, las recibirás en San Sebastián». «Qué locura, eso no me lo habías dicho. Eso me da miedo, Vale. Madre mía…».

—No tengas miedo, son bombas muy especiales. Son plumas.

—¿Plumas?

—Plumas, sí, plumas. Plumas estilográficas. Plumas Parker. —Y Valeriano suelta esa risa que desborda el mundo, mirando la boca abierta de ella.

Un universo de plumas, piensa mientras baja del tranvía al encuentro de John. Un mar de plumas. La venganza sobre el capital, comerciar con plumas. Comunistas haciendo estraperlo con plumas Parker. Franco cayendo gracias a unas plumas.

El barco con John se ha ido, las plumas a buen recaudo. Cruzando el puente del Arenal con su madre al lado, la ría parece una boca negra. El frío de invierno. Van hacia los juzgados, como han ido otros días. No lo cuenta a sus compañeros del partido, es como un juego, se salta las reglas. No es nada seguro ir a los juicios que se llenan de público solo con la idea de hacer bulto, de que la gente juzgada no se sienta asolada, perdida frente a los militares que preguntan y que no escuchan. La gente muda se agolpa en la sala y su presencia cambia el clima, lo hace menos hostil. Protege. Acompaña. Primero no entendió a su madre. Esa costumbre de ir cada tanto a los tribunales en el casco viejo, con encausados que ni siquiera eran gente cercana, simples conocidos de conocidos, nombres que su madre escucha en las casas donde lava, en las cocinas donde trajina, en las orillas de la ría, nombres de gente que va y que viene en medio de este constante bregar frente a los guardias. Dentro, en la sala oscura del juzgado, se sentía parte de una masa, una cara átona entre decenas de facciones sin expresión, el grito mudo que estallaba en la sala con cada sentencia proferida, un relámpago sin voz que detonaba en cada juicio y daba calor.

Lo entendió cuando le preguntó a su madre por qué ir, burlando el riesgo de su vida clandestina. «¿Por qué, hija? Qué pregunta. Porque somos vascas».

Porque somos vascas. Aún no sabe Manoli que habrá de recordarlo cada día de los días que le quedan, hasta el final. Recordando aunque duela, no dejando aflojar los sentimientos para no sentirse frágil.

A ese viejo sacerdote le pregunta el militar que hace de juez, y el cura anciano responde como si fuera un niño en su mal castellano: «¿Que si yo cuidar de los del monte? Claro, los cristianos viven en los montes, también. ¿Que si yo dar de comer a los huidos? No huidos, señor, ellos conmigo en la parroquia». «¿En la noche estaban en la parroquia?». «En la noche y en el día, dios está con nosotros». «¿Y no escuchaba los ruidos de la gente en la noche, no escuchaba que estaban disparando a la guardia givil?». «Gauez oihuak bakarrik entzuten dira. Oihuak». «¿Qué dice? Hable en cristiano». «Siempre hablo cristiano».

Al día siguiente les dirán la sentencia. El cura y el resto de aldeanos volverán al cuartelillo. Mañana los llevarán a la cárcel, saldrán acompañados de la gente. Los cubrirán todo el camino y los guardias no se atreverán a despacharlos. En silencio. Los gritos se quedan dentro.

Cuando suena el teléfono en su flamante escritorio, casi salta del susto. Es Valeriano. «Hoy llegarán dos para que les hagas contratos. Quizá los conozcas. Ahora él se llama Tomás Pérez. Y ella María Jiménez. Ya sabes. Formarán parte del equipo de viajantes. Él se hospedará en casa unos días. Ella irá donde el periodista».

La primera en llegar es la chica. Se conocen hace años, de Madrid, trabajaban juntas en el comité del partido. Era periodista, bastante mayor que ella. Con el gesto duro, pequeña, rotunda. La mirada honda. No pueden evitar abrazarse, nadie las ve. Sola en su despacho, Manoli se siente protegida. Ahora es Dolores García Santisteban, la responsable administrativa de Juguetería Casa Justiniano. En el centro de San Sebastián, en la calle Loyola.

Caminan las dos mujeres hacia la casa de la calle San Marcial, esa casa preciosa que ha encontrado cerca de la juguetería. Pasean por la que es para la recién llegada una ciudad desconocida. Saludan al portero y suben la escalera de madera rápidamente hasta entrar en el piso ahora vacío. Por el cristal del balcón se sumergen las primeras hojas en los plátanos, el runrún de la primavera adelantada. «¡Qué sitio precioso!». «Sí, es un piso precioso. Y nos sirve bien. Tiene cuatro dormitorios, uno para Vale y Cony y el niño cuando nazca, el otro mío, y el resto para todos los invitados como tú». Y se ríen como si aún estuvieran saliendo de la oficina del partido de la calle Serrano y se fueran caminando por Alcalá para ver una obra de teatro, una zancadilla en medio de la guerra. Parece otra vida. Algo lejano.

—¿Cómo ves todo esto?

—La juguetería nos ha permitido dar un salto total, la red de gente que trabaja como viajante nos permite muchas facilidades, te puedes imaginar. —Saca un cigarrillo del bolso y lo enciende. Con un gesto ofrece, pero su amiga no quiere.

—¿No te has movido de aquí?

—No, desde que llegué en mayo del 39. Entre Bilbao y San Sebastián. Encontré a mi madre, todo un novelón. Ya te lo contaré. Y solo he viajado por la zona.

—¿Tú no viajas como los viajantes?

—No, yo estoy aquí tratando de que vuestros viajes den sus frutos. Bueno, una vez he ido a Madrid, hace poco. Trasladando una multicopista. Una aventura. Tenía que llevarlo una camarada. La compañera de un dirigente de Madrid. Al parecer era una muchacha con aspecto como de adolescente, delgadita, con gafas, con trenzas. Y les pareció que no podía ser, que resultaría sospechosa. Fui yo, y menos mal, porque la estación estaba tomada buscándola a ella. Una aventura, pero salió bien.

—Pero ¿cómo ves la situación tú desde aquí?

—Me es difícil hacerme una idea, Concha… Perdona, María, tengo que acostumbrarme. En San Sebastián vivimos completamente sumergidos en nuestro papel. La información sobre la guerra mundial es más fácil aquí, estamos más cerca, tenemos acceso. Al principio parecía que nada se movía, o que Alemania iba a ganar sin más, pero de repente en estos meses todo es distinto, Hitler no ha conseguido desembarcar en Inglaterra, en África los ingleses han entrado en Etiopía, los fascistas italianos no han conseguido llegar a Atenas. Y esto nos pone en otra situación, eso discutimos aquí por las noches.

—¿Pero a nosotros eso qué nos importa? Estamos lejos de ahí, Manoli. Yo he estado escondida en casa de mi madre, en Mansilla. No te imaginas, perdida en medio de la provincia de León. Ha sido horrible, no solo porque parecía que había viajado a la Edad Media, no podía ni salir de casa, toda la gente en misa, y los franquistas han matado a medio pueblo, a medio pueblo. No te puedes creer el miedo, el miedo se come con la comida, solo hay miedo. Nada más llegar me encontré que habían puesto en la puerta de la iglesia a cuatro mujeres rapadas al cero, allí colocadas las pobres. ¡Qué vergüenza! La gente está agotada y tiene miedo, Manoli. Esto se va a hacer eterno.

—Concha, que no, que esto no puede durar. Yo sé cómo están reprimiendo, lo he sufrido en mis carnes. Si no hubiera huido de Madrid me hubieran liquidado también. Pero este régimen no puede durar. No hay de nada, la gente pasa hambre a raudales, salvo los señoritos que acceden al estraperlo. Pero la gente está harta, estoy segura. Lo veo, lo veo porque aquí encontramos apoyo, solidaridad.

—Esto es Euskadi.

—Bueno, pero los viajantes nos traen noticias, y seguimos organizando cosas. Gente que se suma. Claro que nos encarcelan y nos matan, pero… no sé, no se puede perder la esperanza. Este tiempo ha de acabar. Tú eres periodista, bien sabes que la situación internacional lo va a decidir, ya lo decíamos en la guerra cuando queríamos resistir…

—No te digo yo que no influya. Pero yo soy mayor que tú, estoy vieja ya.

—No digas tonterías.

—Sí, te digo. Estoy aquí porque no puedo vivir ahí escondida en casa de mi madre, en ese pueblo, ahí metida como una… como una alimaña. Pero no veo claro lo que dices. Además, la consigna soviética no es esa, ellos dicen que esta no es nuestra guerra, mira el pacto entre ellos y Alemania, es como cuando Lenin quiso abandonar la Gran Guerra. Esta guerra no es la nuestra.

—Mira, lo bueno de estar lejos de los postulados y las consignas aquí arriba es que no puedo darme la vuelta como un calcetín de un día para otro. Cuando supimos que Stalin y Hitler se habían puesto de acuerdo, no entendimos nada. Yo estaba en Bilbao, haciendo cosas de apoyo, recibiendo lo que nos llegaba de América en los barcos. No podía explicarme qué estaba pasando. Que no te engañen, los camaradas al principio se quedaron también patidifusos, luego empezaron a tratar de explicarse. Cuando yo me hacía cruces con el tema, me mandaban a callar. Joven y mujer, como si fuéramos tontas. Pero nos jugábamos el tipo para conseguir los partes de guerra ingleses que llegaban en los barcos mercantes. ¿A cuento de qué si no era nuestra guerra? Total, he optado por callarme, en realidad es un tema del que hablamos muy poco, porque no hay quien lo entienda. Y el resto nos lo restriega por la cara. A nosotros lo que nos interesa es que los aliados ganen y que luego liberen este país. Tenemos que defender la democracia, la libertad, lo mínimo. Que no nos maten. Que no nos encarcelen. Que la gente pueda regresar. No sé, yo te digo la verdad, cada fracaso de Hitler es una alegría para mí.

—Pero Stalin tendrá sus razones, seguro que las tiene.

—Seguro, pero la cosa para mí está clara, Concha. Nos están matando, matando, ya lo ves. Y no vamos a morir así por las buenas. Lo tengo claro, no nos podemos equivocar de enemigos.

—Bueno, bueno. A ver, cuéntame mi trabajo.

—Yo solo sé una parte, adónde enviarte y alguna cosa que tienes que llevar. Pero el trabajo concreto no lo organizo yo. Esta noche o mañana verás a quien te diga. Yo sobre todo tengo que hablarte de las plumas.

—¿De las plumas?

—Sí. No te lo vas a creer, pero están sirviendo mucho.

—¿Plumas?

—Plumas Parker, Concha. Sí. Verás…

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