Kitabı oku: «El ladrón de la lechera»
EL LADRÓN DE LA LECHERA
MIGUEL ÁNGEL ROMERO MUÑOZ
EL LADRÓN DE LA LECHERA
EXLIBRIC
ANTEQUERA 2021
EL LADRÓN DE LA LECHERA
© Miguel Ángel Romero Muñoz
Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric
Iª edición
© ExLibric, 2021.
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ISBN: 978-84-18730-02-3
MIGUEL ÁNGEL ROMERO MUÑOZ
EL LADRÓN DE LA LECHERA
DEDICATORIA
A la memoria de mi hermano Juan Antonio.
A Mari Blanca, Blanca e Irene por su fuerza, su amor y sus caricias virtuales; a mi familia por su aliento; a mis amigos por su empuje y a todos por tantas lágrimas derramadas y por haber compartido vuestros latidos cuando más los necesitaba.
A mi ángel de la guarda, M.R.A.Z, eternamente agradecido.
A Juan Antonio Jiménez Aragüez, porque el día que nos conocimos, sin él saberlo, alivió mi dolor y me regaló el final de este libro. A Augusto Martínez González, castellano-vasco en iguales proporciones, porque me presentó la enfermedad desde un punto de vista inimaginable para mí.
ÍNDICE
Dedicatoria
Prólogo
PRIMERA PARTE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
SEGUNDA PARTE
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
TERCERA PARTE
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
PRÓLOGO
Hace un par de días recibí la llamada de mi amigo Miguel, autor de El ladrón de la lechera, proponiéndome que escribiera un pequeño prólogo para esta obra, lo cual me dejó un poco desconcertado: «¿Yo escribiendo un prólogo para una novela? ¿Qué locura es esta, Miguel?», pensé. Pero he de decir que me sentí halagado e, incluso, reconfortado por lo que significa que un buen amigo te invite a participar en su obra de una forma tan activa.
Cierto es que, aunque no tenemos oportunidad de pasar mucho tiempo juntos, podemos compartir buenos momentos de diversión y buena charla, con un magnífico grupo de amigos durante las vacaciones de verano y, con suerte, en navidades siempre hay ocasión de hablar de libros, aficiones, experiencias vividas y del arte supremo de la cocina. En estos ratos de charla tranquila, he tenido la suerte de conocer la pasión y sensibilidad de Miguel por la escritura, su capacidad para transmitir nobles sentimientos, por hacernos ver que hay razones para creer en las personas, y que, aunque vivamos en un medio que, a menudo, nos resulta muy hostil, siempre podemos encontrar una vía de escape, una excusa para seguir apostando por lo mejor del ser humano. Amistad, amor, afecto, solidaridad, convivencia, respeto o superación son palabras que a todos nos suenan muy bien, pero que, a menudo, podemos pensar que son difíciles de practicar, fuera de nuestro entorno más cercano. No es así; si uno escarba un poco, se da cuenta de que es más sencillo de lo que parece encontrar esas actitudes en los demás. Esto es lo que transmite esta novela, de una forma cercana y sencilla; estoy seguro de que el lector podrá identificarse con cualquiera de los personajes, reconocerá situaciones e imaginará lugares como si fueran los que transita habitualmente. Una historia entrañable, que pronto te hace empatizar con sus personajes, que te atrapa por su cercanía, la inocencia de su protagonista, la necesidad de estar a la altura de sus seres queridos y su circunstancia vital, su esfuerzo de superación, el efecto que provoca en los demás. En definitiva, un relato cercano y entrañable, que proyecta una visión optimista sobre el ser humano y la convivencia con sus semejantes.
Sobre el autor, poco más puedo decir, expresar mi admiración por su valentía y su pasión por la escritura, y el deseo de poder seguir disfrutando de su imaginación y su pluma en todo lo que escribe. Ánimo y adelante, amigo. Deseo, y seguro que los que conocen tus escritos también, que sigas perseverando y dando forma a tu inspiración, iluminándonos a todos cada vez un poco más. Enhorabuena.
Y a ti, amigo lector, acomódate y prepárate para pasar unos deliciosos momentos con la lectura de esta historia.
Alfonso López Tavira
PRIMERA PARTE
Capítulo 1
La mañana llegaba muy temprano al pueblo y todos los agricultores y ganaderos se ponían en marcha, unos preparando los arreos para la labranza y otros ordeñando y arreglándolo todo para salir al monte a pastar. Esas labores se realizaban antes de que el sol saliera, daba igual si era verano o invierno.
Aquella mañana se despertó muy fría, como todas las mañanas de finales de diciembre. Siempre a partir del mes de octubre volvía el frío al pueblo. Este se encontraba ubicado en un altiplano, pero su altitud era la responsable de que fuera la temperatura fuera baja. El silencio tiene voz y la mañana así lo expresaba, con leves ruidos de los preparativos, pero sin palabras. El pequeño de la familia Rodríguez despertaba el primero de la casa. Pese a ser el último de cinco hermanos, su cometido todas las mañanas era ir a por la leche y el pan antes de que se levantaran sus hermanos para ir a trabajar. Muchos estaban en edad de estudiar, pero las circunstancias de la vida los había obligado a dejar los estudios y a ponerse a trabajar, menos Juanito: él sí tenía que seguir estudiando y todos habían decidido hacerlo posible, ya que era un deseo explícito de su padre.
Juanito y su padre nunca llegaron a conocerse —este falleció antes de que él hubiera nacido—. Sus hermanos no entendían por qué madrugaba tanto. Él siempre les decía que si llegaba el primero, los precios se los ponían más baratos. Ellos ni lo creían, ni lo dejaban de creer, siempre pensaban que intentaba ayudar en la economía de la familia, que buena falta hacía. Su padre se fue demasiado pronto y su madre enferma necesitaba cuidados y medicamentos muy caros. Ella no quería que sus hijos pasaran hambre por comprar sus medicamentos, pero ellos no estaban dispuestos a que su madre sufriera ningún tipo de dolor.
Juanito era pequeño, pero no tonto, y sufría mucho viendo a su madre en aquel estado; sin embargo, nunca decía nada; se dedicaba a realizar sus tareas y cuando la veía con poco ánimo, la besaba hasta que ella en tono burlón le decía:
—Juanito, no seas más pegajoso.
Entonces sabía que se encontraba un poco mejor.
Como os iba contando, hacía mucho frío, pero todo estaba en marcha. Inocencio era un buen vecino, pero un poco agrio. No se sabía si era por su soltería, o si estaba soltero por su carácter. Vivía a las afueras del pueblo, como casi todos los ganaderos. Tenía una casa grande y muy bonita y un buen rebaño de ovejas. Era meticuloso en su trabajo y en la vida en general, no solía dejar nada al azar. En los últimos días se había percatado de que alguna de las ovejas no tenía leche, algo muy raro, pero como tampoco era siempre la misma, ni tampoco todos los días no le dio mayor importancia; no obstante, se puso sobre aviso, pues siempre ocurría los mismos días de la semana. Decidió estar atento a aquellos días en particular, por si alguien le estaba robando la leche. No era gran cantidad, pero no le gustaban los amigos de lo ajeno.
En el silencio de la mañana pudo escuchar un ruido leve y metálico. Tan pronto aparecía como desaparecía, sin ton ni son. Se parecía al ruido de los cencerros. Acudió tan rápido como pudo al corral, pero no vio nada. Las ovejas estaban tranquilas y los perros no se habían percatado de nada. Todo era muy extraño, porque el sonido lo seguía oyendo, cada vez más lejos pero lo oía. No sabía qué podía ser, pero lo que tenía claro es que lo averiguaría, porque ni podía ser un sueño ni una alucinación. Él lo había escuchado por primera vez, así que estaría atento la siguiente vez.
Pasaron los días, y volvió a ocurrir. Inocencio estuvo muy atento, pero no consiguió ver nada, solamente oía ese ruido, por lo que decidió hablar con sus compañeros del gremio por si ellos habían visto u oído algo.
Fue comentándole lo ocurrido a todo aquel que se encontraba en el campo, pidiéndoles que se lo dijeran a todos aquellos que vieran. Tenía la necesidad de saber qué estaba sucediendo, porque los días que tocaba en su casa no podía dormir, no por miedo, sino por curiosidad. Pero cuando menos se lo esperaba, daba una cabezada y ese era el momento en que aparecía el ruido. Él sabía que no era una locura, pero necesitaba que alguien más lo hubiera oído, o se hubiera percatado de que algún animal no le daba leche.
Aunque no solía visitar mucho los bares, una vez en semana le gustaba pasar y echar un rato de charla con sus paisanos. Solía irse casi siempre enfadado, porque pensaba que la gente no entendía su postura, pero esta vez fue diferente. Tras un rato de charla, y sin querer decir nada sobre lo que estaba ocurriendo, uno de los ganaderos que allí estaba dijo que lo que a Inocencio le estaba pasando a él también. Todos los allí presentes que tenían ganado certificaron lo que Inocencio les había comentado días atrás. Cada uno empezó a comentar el día que se había dado cuenta y así entre todos pudieron hilar el recorrido del supuesto ruido, en realidad, el ruido del ladrón invisible.
Teniendo en cuenta que todos lo habían escuchado, Inocencio se quedó más tranquilo, lo que había escuchado era tan real como la vida misma.
Todos quedaron para la semana siguiente, a ver quién era el que daba captura al ladrón. Hubo quien alardeó de que sería él, pero Inocencio hizo caso omiso a cualquier tipo de provocación. Él lo intentaría como todos ellos, por su propio interés y, por qué no decirlo, por su orgullo propio, algo que nunca le había faltado.
Cada mañana, después de volver de comprar el pan y la leche, Juanito desayunaba con sus hermanos y se preparaba para marcharse al colegio. Todos los días insistía en que quería ir con ellos a trabajar, pero siempre recibía la misma respuesta:
—Estudia, y después tendrás tiempo de trabajar.
Casi siempre se lo decía su hermano el mayor, pero tampoco era la norma. Siempre había alguno que se lo repetía y, si no, su madre, que aunque seguía en la cama, estaba despierta antes que Juanito saliera a la calle. Viendo que no había otra opción, se colgaba su mochila y se despedía de su madre y de sus hermanos.
Juanito tenía el día programado: por la mañana iba al colegio. Cuando salía, si su madre no se podía levantar por los dolores que le provocaban la enfermedad que sufría, calentaba la comida que su hermano había cocinado la noche antes, o si alguna vecina le había traído algo. Él comía en el mismo plato y, aunque su madre sin decirle nada comía más lenta para que Juanito comiera más, él se daba cuenta y se levantaba de la mesa con cualquier excusa para que su madre siguiera comiendo. Ella se encontraba muy débil y lo necesitaba más. Él en cualquier momento cogía un trozo de pan, o cualquier cosa que le ofrecieran en la casa de los vecinos. Después de almorzar se ponía a hacer los deberes y a estudiar. No solía salir a jugar hasta que llegaban sus hermanos, prefería estar con su madre por si necesitaba cualquier cosa. Ella se sentía muy triste, no podía soportar que sus hijos estuvieran llevando la casa adelante; hasta el más pequeño cambiaba el juego por sus cuidados. Le apenaba mucho lo que le estaba ocurriendo, pero ese dolor no lo expresaba, prefería llevarlo en sus adentros.
Cuando sus hermanos regresaban del trabajo, salía a jugar un rato, mientras preparaban la cena. Después de la cena repasaba la lección con uno de ellos, a quien a pesar de haber dejado el colegio, le gustaban los libros y se leía todo aquello que le dejaran. A Juanito también le gustaba compartir con ellos el rato de después de la cena, pero el cansancio lo obligaba a irse a dormir pronto; otras veces le obligaban sus hermanos.
Una de esas noches en las que hizo que se marchaba a dormir se quedó escondido en las escaleras. Sus hermanos estaban hablando de la enfermedad de su madre, de cómo lo intentaban, pero no conseguían el dinero suficiente para el tratamiento. Era muy caro, y aunque no tenían ningún tipo de lujo, no era posible. Su madre los consolaba y les pedía que no se preocuparan más por ella, que lo llevaría mejor si ellos disfrutaban algo. Aquella noche Juanito no pudo dormir. Se la pasó llorando en silencio y pensando en cómo podía ayudar a sus hermanos.
Otra vez tocaba vigilar. Inocencio se fue a dormir antes para levantarse más temprano. Hoy era su día. Sus compañeros seguían recibiendo la visita, pero ninguno había podido averiguar quién era el responsable. Ahora le tocaba a él. Primero decidió dar paseos por el corral, pero creyó que no era buena idea, porque si lo veían, nadie se acercaría y nunca lo pillarían, así que cambió de estrategia. Se adentró en la casa y se ocultó detrás de la puerta del corral. En cuanto escuchara el más mínimo ruido, saldría corriendo. Para ello, se compró la linterna más grande que tenían en la ferretería, esta vez no se le podía escapar.
De vez en cuando, o sea, cada minuto, miraba por la mirilla de la puerta, para comprobar si las ovejas hacían algo raro. Nada, no veía nada de nada.
Estaba muy atento al silencio de la mañana, cuando de repente escuchó un ruido; se quedó quieto para asegurarse antes de salir y volvió a oír el mismo ruido. Era él, así que abrió la puerta y salió corriendo al centro del corral. No podía ser. Acababa de oír el ruido y no veía nada ni a nadie. Entonces lo volvió a escuchar. Salió corriendo en dirección al lugar del que provenía. Corría y corría, pero aquel ruido parecía que corría más que él y no conseguía acercarse. Al revés, poco a poco se iba alejando y cuanto más corría Inocencio, más corría aquel tintineo. Cuando ya no pudo más, se paró y gritó:
—Maldito seas, te cogeré más pronto que tarde. Tenlo por seguro.
Pasaron los días y aquel ruido no volvió aparecer, ni siquiera en los días previstos. La secuencia había cambiado. No sabía si se había asustado y, por ello, había cambiado la manera de actuar. El caso es que le seguían robando leche, así que tenían que reunirse para ver si podían calcular otra vez dicha frecuencia. No podían estar todas las noches en vela esperando si aparecía el ruido.
Después de pasar por la taberna no pudieron sacar nada en concreto. El modus operandi había cambiado, lo que significaba que iba a ser más complicado poder dar caza al responsable. Solo tenían claro que era más cerca al amanecer que a la madrugada, así que estarían atentos. La mayoría empezaron a darle poca importancia. Sabían que en el pueblo y en los alrededores había muchas familias que lo estaban pasando mal, por lo que seguro que sería algún necesitado.
Al escuchar aquel tipo de afirmaciones, Inocencio se ponía violento. No le gustaba ese tipo de actuaciones, ni la desidia de la gente ni el robo.
—Pues que pidan, que yo soy el primero que ofrezco a todo aquel que lo necesite, pero que no me roben lo mío —dijo Inocencio muy enfadado.
Inocencio se marchó con un mal sabor de boca. Sus compañeros no estaban por la labor de averiguar qué podía ser aquello, a menos que el robo de la leche fuera a más. Sin embargo, él era un hombre de principios y no podía dejar pasar por alto aquello, por muy ridícula que fuera la cantidad de leche que le estaban robando. Ni le gustaba la mentira, ni le gustaba que se apropiaran de lo suyo sin pedirlo, así que por lo comentado en la taberna se quedaba solo.
Cambió su hábito de dormir, empezó a pasear por el pueblo y a charlar con la gente más de lo habitual, sin que nadie se percatara de nada, pero era necesario para poder llevar a cabo la captura de aquel ladronzuelo. Observaba y miraba a los chiquillos por si alguno se asustaba al verlo, pero de momento nada.
Capítulo 2
Aunque ya empezaban a aparecer los olores típicos de la Navidad, en casa de los Rodríguez hacía mucho tiempo que no se celebraba nada. Había días que no les llegaba ni para comer, como para derrochar porque fuera fiesta; sin embargo, intentaban que Juanito recibiera algún regalo. Casi siempre le hacían algún juguete de madera o con lo que encontraban; otras veces alguna familia pudiente les regalaba algo, pero este año no habían recibido nada de momento y no sabían qué regalarle. Juanito ya no era tan pequeño para los juguetes que sus hermanos le hacían.
—Hay que pensar en el regalo de Juanito y en el de mamá. Se nos echa el tiempo encima —comentó Manuel, el hermano mayor. Todos asintieron a lo dicho, aunque nadie aportó nada en ese momento.
Mientras trabajaban en el campo, Manuel se acercó al cortijo a recoger unas herramientas que necesitaban y justo cuando iba a entrar a la casa, se cayó del tejado un trozo de broza. Este fue a darle una patada cuando se dio cuenta de que enrollado en aquella broza venía un gorrión. Cuál fue su sorpresa al comprobar que aquel gorrión no era un gorrión cualquiera. Era albino, un gorrión albino. Manuel nunca los había visto, aunque sí había escuchado hablar de ellos, así que tal cual estaba enrollado en su nido lo cogió y fue a enseñárselo a sus hermanos.
—Ya tengo el regalo de Navidad para Juanito.
Todos se quedaron sorprendidos. A todos les pasaba igual que a Manuel. Nunca habían visto un gorrión así. Decidieron dejarlo dentro del cortijo unos días hasta que llegara Nochebuena. Tenían que preparar una jaula para que a Juanito no se le escapara cuando empezara a volar. Por el momento lo tendrían que alimentar ellos, ya que era muy pequeño para comer solo. Además, lo pondrían en un lugar seguro donde no llegara ningún animal.
Manuel sabía que le haría mucha ilusión. Siempre le decía lo mismo, que cuando fuera mayor tendría muchas mascotas. Solo de pensarlo se emocionaba, para él Juanito era muy especial, era una copia perfecta de su padre.
Llegó el día de Nochebuena. Manuel y sus hermanos ya tenían los regalos preparados. Para Juanito, su nueva mascota con una jaula preciosa que habían hecho con barretas de olivos y algún trozo de madera de chaparro. Todos estaban deseosos de ver la cara que ponía, porque él siempre era agradecido con cualquier cosa que viniera de sus hermanos. Para su madre habían podido ahorrar un poco dinero para la compra de medicamentos, pero habían decidido comprarle una manta, porque la que tenía ya estaba demasiado vieja y le arropaba poco. Ella les pedía y les suplicaba que no se gastaran nada en ella, que se compraran algo ellos, pero desde que se marchó su padre entre todos intentaban siempre regarle cualquier cosa, cualquier detalle que le pudiera levantar el ánimo un poco.
—La manta no le levantará el ánimo, pero seguro que este invierno estará más calentita —afirmó Manuel.
Aquella noche, tan especial para tanta gente, para ellos era una noche cualquiera. Se estaban haciendo mayores y cada vez le daban menos importancia a no poder celebrar nada. Por lo menos querían que fuera especial para el más pequeño y para su querida madre. Se dieron los regalos después de la cena, que les había preparado su vecina Carmen, una gran persona con un inmenso corazón, como su marido Antonio. No es que les sobrara, pero siempre estaban atentos y en días tan especiales mucho más. El primer regalo fue para su madre, que no pudo contener las lágrimas. Todos le dieron un abrazo y le pidieron que no llorara, que no debía ser una noche triste. La madre abrió el regalo y les agradeció el gesto a todos, pero en su interior no podía dejar de llorar. No había derecho a que sus hijos fueran los que trajeran el regalo en lugar de ser ella la que les regalase a todos; sin embargo, se guardó ese pensamiento para ella, ya que no quería que sufrieran más de la cuenta.
Juanito empezó a disimular con la manta de su madre, porque ya entendía la situación que había en su casa. Por supuesto que deseaba tener regalos, pero pensaba que su hermano Manuel tenía que gestionar el dinero para las medicinas de su madre y para poder salir adelante, que ese era el regalo más importante que podían recibir todos.
Dejaron pasar algunos minutos. Todos se miraban con complicidad, pero Manuel no quería hacerlo de sufrir más.
—Juanito, mira debajo de tu cama. A lo mejor te han traído algún regalo.
Juanito soltó la manta y salió corriendo a mirar debajo de la cama. Cuando vio lo que había, salió corriendo a darle un beso a todos, pero la complicidad que tenía con Manuel no la podía disimular. Fue tal el abrazo que le dio que ninguno de ellos pudo contener las lágrimas. La única receta que tenían para la mala suerte que les había deparado la vida era la unión y el amor que compartían todos con todos.
Mientras tanto, Inocencio se había percatado de que llevaba un par de semanas que no escuchaba nada y que tampoco le faltaba leche. No entendía el porqué, pero él continuaba con sus pesquisas.
Esos días, que eran tan especiales para la gente, para él no significaban nada. La poca familia que le quedaba vivía muy lejos. Dedicaba un rato a felicitarlos escribiéndoles alguna postal. Estos lo invitaban todos los años a que fuera a verlos, pero el ganado no entiende de fiestas, y salvo alguna vez que habían decidido venir ellos, solía pasar las fiestas solo. En verdad, no solía estar tan solo. Bajaba a la taberna y compartía comida y alguna que otra copa con Paco el tabernero y su mujer. Por lo demás, como si fuera un día cualquiera. Lo de compartir con ellos era habitual todo el año, pues eran amigos desde hacía mucho tiempo.
Juanito pasó todas las vacaciones cuidando a su nueva mascota. Tenía que darle de comer, aunque ya empezaba a comer solo. Le encantaba el regalo. Poder tener una mascota para él era lo mejor que le había pasado en los últimos años. Ya tenía algo más que hacer y que contar cuando llegara al colegio.
Cuando su hermano le contó que solo hay un gorrión albino entre un millón, aquello le sorprendió y sabía que nadie en el colegio tendría uno igual. Por primera vez sería la envidia de la clase, tendría el regalo más deseado de todo el colegio. Salía con él a todas partes. Como todavía no podía volar, siempre lo llevaba posado en el hombro. Le encantaba darle de comer con la boca, aunque su madre le regañaba cuando lo veía. Había barajado varios nombres, pero después de consultarlo con su hermano y decirle que le gustaba el nombre que había cogido para su mascota, dejó de llamarlo gorrión y pasó a llamarlo Albín.
Se acabaron las vacaciones y Juanito volvió a su rutina, aunque con su nuevo compañero. Le encantaba mirarlo mientras dormía; recogía su pequeña cabeza debajo del ala y se quedaba hecho una bolilla, parecía una bola de nieve. Cuando veía la luz encendida, empezaba a cantar. Parecía que le estaba hablando. Tan rápido como podía lo cogía y se lo colocaba sobre el hombro. No quería que despertara a nadie y era la única manera de callarlo. Después salía a comprar como todas las mañanas.
Todos sus amigos del colegio se habían quedado sorprendidos con Albín. Ninguno había visto algo igual, parecía un canario más que un gorrión. Aquello hacía que por una vez en su vida se sintiera importante. Ahora continuaría con su rutina diaria, pero un poco, o mejor dicho, mucho más feliz.